CONTENIDO LITERAL

("12 monos", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1996, Armando Boix)

Desde que H. G. Wells escribiera The Time Machine, sobre los viajes en el tiempo se ha imaginado casi todo, y concretamente esa variante sobre gente que retrocede hacia el pasado para modificar algún acontecimiento de su época ha generado muchos títulos, entre los que cabría recordar, por ejemplo, a los taquilleros Terminator.
Supongo que en esa falta de novedad se habrán basado muchos detractores de la película Doce monos, olvidando que en las artes es de igual importancia el qué se cuenta al cómo se cuenta, y ahí Gilliam barre a todos sus predecesores. Si se me permite la digresión, alguien dijo -no sé quién-, que no importa volver a contar lo que otros ya han hecho, siempre y cuando se haga mejor.
Gilliam, además de ser un observador inteligente de la realidad y su ácido comentarista, cualidades procedentes de su etapa con los Monty Python, posee una imaginación barroca que desborda los moldes comunes y le decanta a menudo hacia la fantasía -Brazil (1984), Las aventuras del barón Munchausen (1988), El rey pescador (1991)...-, tendencia apoyada magníficamente por una de sus mejores bazas: su imaginación visual.
Planos como los del león rugiendo desde una cornisa de la ciudad abandonada valen una película y nos señalan, a los pocos minutos de proyección, que no estamos asistiendo a una pieza más de rutinaria eficacia, sino a una obra de arte. Porque Gilliam, en una característica básica del artista, mira donde todos miramos y nos sorprende descubriéndonos nuevas facetas que nadie podía sospechar. Él puede ver caballeros artúricos entre los mendigos de Nueva York o ángeles de alas mecánicas en futuros orwellianos, y en cada una de sus obras añade una impronta personal, más difícil por cuanto el cine es un arte colectivo, atrayendo bajo su batuta y haciendo suyo el trabajo de sus colaboradores.
Esa característica distintiva del creador ya se revela en Doce monos nada más arrancar la película. La banda sonora -estupendo Paul Buckmaster- con su ritmo de tango ya inspira un aire nuevo, cuando los realizadores contemporáneos se inclinan casi en exclusiva por un sinfonismo a lo John Williams o por aceptar del productor una amalgama de canciones pop -el disco produce más beneficios que la propia película-. Después, cuando la pantalla se ilumina y la historia empieza, de inmediato nos confirma que, en efecto, estamos contemplando una película de Gilliam, con su estética de futuro-pasado, de un mañana con patina, muy europea, con una tecnología que parece a un tiempo avanzada y sacada de una pesadilla victoriana o, a lo sumo, de un garaje de los años veinte. Gilliam ya nos había sorprendido con ella en Brazil, huyendo a la vez de la imagen luminosa de plástico y metal de 2001 y del tenebrismo pre-ciberpunk de Blade Runner.
En el apartado interpretativo es donde podríamos poner alguna objeción. La película cuenta en su reparto con nombres suficientemente populares para atraer al gran público y Gilliam les saca todo su partido; no obstante, sin haberme molestado, Bruce Willis siempre parece interpretarse a sí mismo, haga de detective, psicoanalista o presidiario, aunque en esta ocasión consigue contener bastante sus tics habituales de caradura simpático. Brad Pitt, pese a ser nominado al Oscar como mejor actor secundario, me ha parecido sobreactuado, presentando una imagen caricaturesca de la locura, por lo exagerada. Habría merecido un poco más de sutileza. Y lo mejor es, sin duda, Madeleine Stowe. Consigue imprimir a su papel la adecuada conjunción de carácter y fragilidad, y hace que todos al contemplarla nos sintamos protectores y enamorados, como le toca al protagonista de la historia, volviendo creíble y sin ningún edulcorante lo que es la auténtica base de la película: una hermosa historia de amor.
Por primera vez en mucho tiempo -años- puedo salir del cine con la sensación de haber visto una película inteligente de ciencia ficción.