CONTENIDO LITERAL

("Máquina blanda [la]", comentario de Albert Solé. Derechos de autor 1995, Gigamesh)

El título inevitable, o La máquina blanda. El título inevitable es, precisamente, aquel que se diría no puede ser evitado por el texto y que cae sobre él, acotando sus límites y peculiaridades con la inexorabilidad del destino. Además, y si es realmente inevitable, lo será en todas las lenguas y no padecerá ningún menoscabo con la traducción a otros idiomas porque conservará su idiosincrasia, tanto en el caso de que sea virtuosa como si es abominablemente defectuosa.
La máquina blanda, de William Burroughs, es un ejemplo perfecto de ello. Máquinas blandas son, en efecto, tanto el sexo masculino (y aquí el no hablar del sexo femenino no es una exclusión chovinista o políticamente incorrecta, sino meramente el reconocimiento de su ausencia de la novela de Burroughs, que se cimenta de manera obsesiva sobre un delirio homosexual continuado), el cerebro e incluso, podríamos llegar a afirmar, el texto. ¿Por qué? Pues porque producen una alteración en el mundo que las rodea, porque no son fiables en el sentido en que sí lo es una máquina dura (como atestiguan, respectivamente, la impotencia, los obnubiles y las novelas de Dean Koontz) y, por último, porque responden a la voluntad de su manipulador de una manera esporádica y no totalmente predecible.
Burroughs, y eso ya es ampliamente sabido a estas alturas, ha repartido su ficción entre el campo de lo realista exacerbado –como en el caso de Yonqui, un libro memorable y de lectura imprescindible para todo aquel que aspire a comprender las pulsiones que hacen inextirpable a la droga y risible a todo discurso de matriz hollywoodiana que gire simplemente sobre su represión–; el de la ficción manipulada pero reconocible –la magnífica Ciudades de la noche roja, que utiliza estructuras genéricas arrancadas de cuajo para doblegarlas y someterlas a los dos motores de la ficción burroughsiana, el sexo y el consumo de alteradores mentales–; y, por último, el del estallido de la escritura apoyado en diversas técnicas de manipulación del material, que a ratos son meros exponentes de la mentalidad Juegos-Reunidos-Geyper y, de vez en cuando, logran vislumbrar un más allá metatextual curiosamente parecido al funcionamiento de la mente que más interesa a Burroughs..., que es, precisamente, la mente que no funciona demasiado bien. La máquina blanda pertenece a esta última serie, y es rigurosamente inexplicable/recensionable sea cual sea el espacio de que se disponga porque consiste en una ristra de sermones, delirios y letanías salpicadas por continuos estallidos de sexo casi espástico e imaginería disgregada que pasean al narrador alucinado por geografías terrestres transmutadas mediante los tropos de la ciencia-ficción, la fantasía, la subcultura de la droga o, meramente, el tecnarcado USA.
Sólo dos advertencias antes de terminar: a) La máquina blanda debería ser consumida a muy pequeñas dosis, no porque el abuso pueda producir repentinas iluminaciones (sabemos ya, por desgracia, cuán vedado tenemos el acceso a las palingenesias y las epifanías mediante la lectura de un texto, al menos si no queremos renunciar a un relativo poder sobre él para sustituirlo por la genuflexión ante el códice religioso, político y/o meramente sectario que revela una verdad tiránica), sino por la inevitable naturaleza repetitiva de su tipo de discurso; b) quien sienta la tentación, muy frecuente, de rechazar la influencia o negar la pertenencia de "Loco" Bill a nuestro género, haría bien en detenerse antes en la contemplación de frases como "necesito la ordeñadora de tiempo" (pág. 31), "la pirámide de obsidiana negra de la Oficina Central de Trak" (pág. 41, y aclaremos que el texto es muy anterior a Blade Runner) o "pájaros devoradores de cerebros patrullan las calles de hierro" (págs. 111 y 116). Además, y eso hay que reconocérselo a La máquina blanda, la retahíla de eyaculaciones, catástrofes físico-sexuales y viajes erótico-mentales está contada y desarrollada con la misma e implacable lógica que si fuera una violación repetida de planetas y alienígenas abyectos en cualquier space opera colonialista.