("Isaac Asimov, Inc", artículo A. Benítez Gutiérrez. Derechos de autor 1997, A. Benítez Gutiérrez)
El riesgo de todo homenaje póstumo es el de convertirse en una vergonzosa colección de alabanzas, en una hipócrita exhibición de amnesia de los defectos del difunto, que en boca de todos se convierte en el mejor de los hombres, en un ejemplo sin mácula. Queriendo evitar esto, que sabemos repugnaba al propio Asimov, invitamos a su notorio detractor Rafael Marín a que sostuviera en estas páginas sus opiniones sobre la ausencia de estilo, y por lo tanto de valor, en la prosa de Isaac Asimov, cosa que el rechazó alegando su desconocimiento de la obra de éste (?). Como creemos que señalar inconsistencias y expresar desacuerdos no desmerece los méritos de un autor, antes al contrario, prueba el interés que sus creaciones despierta en nosotros, hemos asumido la responsabilidad de ser críticos con algunos aspectos de la última etapa de la ciencia-ficción de Asimov, en la confianza de que cualquier cosa en principio negativa que podamos decir sólo llevará a apreciar mejor cuanto de bueno hizo y nos dejó.
Según expone el propio Isaac Asimov en su relato Madre Tierra, todo proceso está marcado por tres momentos cruciales. El inicial pasa siempre inadvertido, aunque retrospectivamente podemos mirar y decir: "Ese fue el comienzo de todo". Al principio nadie se dio cuenta, pero Isaac Asimov dejó de escribir ciencia-ficción a finales de los años cincuenta, y ello por dos motivos. El primero fue que, como algo natural, pasó a dedicar más y más tiempo a los libros de divulgación científica, que le resultaban mucho más fáciles de escribir y le proporcionaban la promesa de unos ingresos más estables; el segundo era que, tras veinte años de dedicación que le habían convertido en una de las figuras más prominentes del género, la inspiración empezó a fallarle. Así, la séptima novela planeada para la serie juvenil de Lucky Starr no llegó a escribirse nunca, y en 1958 la tercera novela de robots, por la que Asimov había aceptado un adelanto, quedó reducida a ocho capítulos iniciales que el autor no supo continuar. Ello no quiere decir que Asimov sufriera el típico bloqueo del escritor y dejara de trabajar, al contrario, escribió cada vez más y con más éxito, de temas cada vez más diversos, y sus ingresos no dejaron de aumentar y aumentar durante los siguientes veinte años. Estos años no significaron la desvinculación de Asimov de la ciencia-ficción. Su nombre aparecía cada mes firmando su artículo científico en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, se le escogió como recopilador de las periódicas antologías de los premios Hugo y asistía regularmente a las convenciones, donde a menudo entregaba los trofeos, uno incluso a sí mismo. En medio del cambiante panorama del género en los años sesenta, Isaac Asimov llegó a convencerse de que había hecho bien en retirarse a tiempo antes que verse expulsado por no poder mantenerse a la altura de la nueva generación de escritores, entre los que, a despecho de la satisfacción consigo mismo de la que siempre hizo gala, Asimov reconoció en un momento u otro a talentos superiores o muy superiores al suyo, aunque hubiera quien se lo discutiera (1). A lo largo de esta travesía del desierto su pueden encontrar lo que Asimov llamó los oasis, relatos y novelas que no premeditó escribir y que forman una curiosa mezcla de trabajo por encargo y puro impulso creador. El de más éxito de todos es, por razones muy reveladoras del carácter de Asimov, el que menos grato resulta al autor: la novela Viaje alucinante (1966). Basada en el guión de la homónima película, este producto de consumo, uno más de los medios promocionales que usan las productoras de Hollywood para hacer sonar los títulos de sus films, ha superado la vigencia de cualquiera otro de texto de similar origen en docenas de ediciones (2). Sin embargo, Isaac Asimov nunca la sintió como propia y por lo tanto no obtuvo satisfacción de ese hecho. Más gratificantes le resultaron la pequeña serie de relatos de robots, todos escritos por encargo, que inició con Intuición femenina (1969), siguió con ¿Qué es el hombre? y culminó con El hombre del bicentenario (1976) (3), ganador del Hugo y el Nebula y uno de los relatos favoritos del propio Asimov (4). No era este, sin embargo, su primer doblete, pues ya se había alzado con ambos premios con la novela Los propios dioses (1972), para muchos, incluido yo, su mejor obra. Esta galardonada novela también fue en principio el encargo de un relato, concretamente de Robert Silverberg que lo quería para una de sus antologías de originales, que se escapó de las manos de Asimov para crecer y desarrollarse en una novela completamente impremeditada. Un inesperado éxito que no fortaleció, antes al contrario, la confianza de su autor como novelista de ciencia-ficción: ¿y si no podía mantener en listón en una obra menos inspirada? Así que la producción de Isaac Asimov decayó nuevamente tras el período relativamente intenso del principio de los 70, aunque aun produjo alguna obra ocasional, siempre a petición de alguna publicación, como Light Verse (1983) para el The Saturday Evening Post, de la que se sentía particularmente orgulloso. Mientras tanto seguía escribiendo incansablemente libros de divulgación. Al mismo tiempo, los beneficios de sus obras de no-ficción crecieron tanto y su administración se hizo tan compleja que, ante la insistencia de su contable, Asimov permitió que en 1979, el 3 de diciembre, se constituyera una sociedad anónima que en adelante sería la detentadora de los derechos de sus escritos (5). El no lo sabía todavía, no tenía forma de saberlo, pero pronto le iba a ser muy conveniente haberlo hecho. No está escrito en las estrellas que vaya a ganar un millón de dólares, pero sí está escrito en ellas que debo ser fiel a mis principios. Isaac Asimov
Como la marea que sube, el segundo momento crucial, el instante dramático que todos pueden ver, se acercaba tan manso como imparable. Isaac Asimov se había resistido durante los años 70 a la creciente insistencia de las peticiones de su principal editorial, Doubleday, que publicara sus novelas de ciencia-ficción en los 50, de volver a escribir obras del género. ¿Por qué esta insistencia? Las razones hay que buscarlas en la evolución del panorama editorial de los Estados Unidos, donde a la par de un decaimiento de la ficción general se había producido el fenómeno, entre sorprendente y turbador, de la ascensión de la fantasía y la ciencia-ficción desde un sector especializado de ventas seguras pero pequeñas hasta ser la prometedora fuente del que habían surgido best-sellers (6) de la dimensión, no solo económica sino también social, de El Señor de los Anillos y, como Dune había demostrado, se trataba de éxitos que se podían serializar indefinidamente, algo nunca visto en el mainstream (7). Es comprensible que los dirigentes de Doubleday quisieran participar de ese negocio, y no podían dejar pasar la oportunidad que representaba tener a su disposición a Isaac Asimov, uno de los Tres Grandes y autor de la mejor serie de todos los tiempos (8): la Trilogía de la Fundación. La paciencia de la editorial ante la reticencia de su famoso autor se acabó, y el 15 de enero de 1981 terminaron poniéndole ante un hecho consumado. Llamado a la oficina de su editor Hugh O'Neill (9), este le condujo ante Betty Prashker, uno de los principales ejecutivos que la empresa que, directamente, le anunció que querían una novela por la cual le harían llegar un contrato que estipularía un gran adelanto, tras lo que le despidió sin querer escuchar ninguna de sus objeciones. Esa misma tarde, Pat LoBrutto, responsable del departamento de ciencia-ficción de Doubleday, le llamó para dejar las cosas más claras aún: tendría que ser una novela de la Fundación (e, incidentalmente, de mayor extensión que las anteriores). Como apunté antes, en contraste a su bien conocida o bien publicitada confianza en sí mismo, Asimov dudaba de su capacidad para responder a ese desafío largamente demorado, pero además podía argüir razones puramente objetivas. La primera era la dificultad intrínseca de escribir novelas de ciencia-ficción. Una novela del género no sólo requiere unos personajes y una trama, sino también una sociedad que sirva de telón de fondo a lo anterior, que lo soporte y lo justifique, y que además sea lógica, consistente y atractiva, conservando en todo momento el equilibrio entre las partes, todo lo cual puede obviarse en una obra de ambientación contemporánea. Para Isaac Asimov esa diferencia implicaba a invertir de siete a nueve meses de intensa y a menudo dolorosa concentración en una novela de ciencia-ficción, mientras que una novela policíaca como Asesinato en la convención (1976) (10) pudo redactarla en siete semanas y con muchos menos dolores de cabeza. Por otra parte, sus ingresos a principios de los 80, tras veinte años de gratificante dedicación a la divulgación, eran veinte veces mayores que cuando escribía fundamentalmente ciencia-ficción. ¿Por qué dejar una carrera económicamente provechosa y emocionalmente satisfactoria por la dudosa gloria de un retorno que podría ser, crítica y comercialmente, mal recibido? La respuesta le llegó el 19 de enero, al anunciarle O'Neill que Doubleday le entregaría un adelanto por la novela diez veces superior al usual para sus libros de no ficción: exactamente 50.000 dólares. La cuantía asustó a Asimov. ¿Y si el libro era un fracaso y ni siquiera recuperaba esa cantidad? Su sentido de la ética le impulsaría a intentar devolverlo, y muy probablemente la editorial se negaría a ello, igual que no había querido saber nada de la devolución del adelanto por la fallida tercera novela de robots. Nuevamente, sus editores se negaron condescendientemente a escuchar ninguna objeción. Isaac Asimov se encontraba ante una encrucijada. Tomar una postura firme en contra de las pretensiones de la editorial, a la que se sentía agradecido por muchos detalles, envenenaría sus hasta entonces magníficas relaciones con ella, que para su desarrollado sentido de la lealtad eran muy importantes. Por otra parte, los 50.000 dólares del adelanto no dejaban de ser un aliciente, no sólo por la cantidad en sí, sino también como prueba de la confianza de los dirigentes de Doubleday en su capacidad. Asimov era, al cabo, un hijo de la Gran Depresión, y aunque no sufrió las penurias de ésta como lo hicieron muchos otros, su familia siempre estuvo apenas por encima del límite de la subsistencia. La experiencia le marcó para siempre e hizo que, aun a costa de sacrificios personales, a menudo buscara la estabilidad antes que la promesa de un mayor beneficio. Fue esa actitud ante la vida la que, casado y con dos hijos, le forzó a permanecer durante los años 50 como profesor en la Universidad de Boston a pesar del escaso sueldo, y el poco aprecio que le demostraban buena parte de sus superiores, cuando sus ingresos como escritor pronto igualaron y después superaron los que obtenía como docente. Desvinculado de la universidad al final de la década, su carrera de escritor científico en los 60 proporcionó a Asimov ganancias cada vez mayores que él no empleó en proporcionarse a sí mismo o a su familia un nivel de vida parejo, lo que contribuyó a empeorar las relaciones con su primera esposa, Gertrude Blugerman, hasta el punto de la ruptura y el posterior divorcio. Ella le echaba en cara que dejara que el dinero se acumulara en el banco mientras conservaba su modesta casa suburbana, su viejo coche y prescindía de lujos como las vacaciones en lugares lejanos y exóticos, aunque, en cumplimiento de una vieja promesa, le hubiera comprado a Gertrude diamantes (pequeños). Que esto no era síntoma de avaricia se demostró cuando, tras rechazar la señora Asimov una generosa propuesta de acuerdo económico de su marido, el juez dictaminó un reparto de los bienes que le resultó desfavorable. Asimov no quiso cebarse aun teniendo a la ley de su parte y mantuvo las condiciones que en su momento había ofrecido, considerando la consecuente pérdida monetaria suficientemente compensada con la satisfacción moral y la libertad recién obtenida, que le permitió regularizar su relación con la psiquiatra y escritora Janet Jeppson, con la que contrajo matrimonio en 1973. Los años 70 fueron aun más prósperos para Isaac Asimov, que mantuvo su estilo de vida consistente en doce horas de trabajo diarias ante la máquina de escribir, sin fiestas ni vacaciones, hasta que este apacible estilo de vida se vio amenazado por la enfermedad coronaria, pues el escritor sufrió un infarto en 1977. Estando internado para tratamiento, Asimov despertó la admiración del personal médico por su buen humor y disposición para continuar una vida normal, cosa que hizo para escándalo de muchos trabajando en la misma cama del hospital. Sólo cedió al desánimo cuando pensó que muy probablemente le ordenarían reducir su jornada a la mitad y que sus ingresos disminuirían proporcionalmente, con lo que no podría constituir el fondo con el que pretendía asegurar el futuro de su esposa e hijos en el caso de su fallecimiento. Este plan parecía decididamente innecesario en el caso de Janet Asimov, por entonces una profesional que perfectamente podía mantenerse a sí misma; conveniente en el de su hija menor Robyn Asimov, estudiante de psicología; y del todo necesario para su hijo mayor, David. Este constituyó una amarga decepción para Asimov, aunque nunca quiso expresarlo directamente, como puede detectarse en las escasas ocasiones que le cita en las numerosas anécdotas personales desperdigadas por sus ensayos y antologías en comparación con las apariciones de Robyn. De hecho, David Asimov resultó carecer de habilidades sociales y de la capacidad para retener un empleo, de manera que acabó dependiendo completamente del dinero que recibía de su padre. Aunque los temores de Asimov no se concretaron y pudo continuar con sus viejos hábitos de trabajo una vez dado de alta, no fue sin que su salud se resintiera, y persistió el miedo a que un fin repentino dejara su obra inconclusa, tanto literaria como económicamente, por lo que se sintió apremiado a ir más rápido. En esta tesitura 50.000 dólares como adelanto por una novela que no había empezado, y cuyo argumento ni siquiera había pensado, no podía dejar de tentarle, a la par de halagarle. La idea de retomar la serie de la Fundación en esas condiciones empezaba a serle atractiva cuando le hicieron entrega de los primeros 25.000 dólares, el resto lo recibiría a la entrega del manuscrito, y ya no hubo atrás. Por inútil que sea la lucha, no puedo rendirme sin más. Isaac Asimov
Sin tenerlas todas consigo (hacía tanto que las había escrito que no recordaba las tramas), Asimov releyó los tres libros originales de la Fundación. No sin cierta sorpresa, y reconociendo defectos y errores del joven escritor que las había creado, los encontró fascinantes y de lectura absorbente, tanto como para desear, desde su posición de lector, que hubiera más. La compulsión había aparecido y solo quedaba el punto peliagudo del argumento. Entonces encontró en su archivo un borrador de las primeras catorce páginas de un cuarto volumen de la Fundación que había redactado años antes y después olvidado. A Asimov le pareció un buen arranque, se sentó a pensar una conclusión para la situación esbozada y, tembloroso, reescribió el comienzo y continuó a partir de ahí. La novela resultante, Los límites de la Fundación (11), era pura y premeditadamente asimoviana, una plasmación de las conclusiones que el autor de la ahora tetralogía había obtenido del análisis de la trilogía original, y, en ese sentido, un éxito, como también lo fue de ventas, permaneciendo veinticinco semanas en la lista de libros más vendidos del New York Times, que hay que aclarar recoge todo tipo de libros, no sólo de ciencia-ficción. Aunque en la opinión de los aficionados asistentes a la Convención Mundial de Baltimore de 1983, que le otorgaron el premio Hugo, fue la mejor novela del año, creo que pueden presentarse objeciones a la calidad de Los límites de la Fundación fundadas en su naturaleza esencial de obra planificada al gusto del público de Isaac Asimov. Aunque los resultados parecen contradecir los temores de su autor de no ser capaz de escribir como antes, creo que ese empeño de recuperar el pasado estaba condenado al fracaso desde el mismo momento que éste marcaba un patrón que no existía cuando vieron la luz los relatos que con el tiempo conformarían el cuerpo de la Fundación. Así, Los límites sostiene y amplia los elementos más descarnadamente antinovelísticos de Asimov: la ausencia de una acción convencional, la minimización de los sucesos dramáticos, los largos diálogos expositivos y la falta de definición de caracteres positivos y negativos. Y al hacerlo carece de la frescura del original, lo que antes era inspiración ahora es cálculo, lo que fue un hallazgo se ha convertido en una fabricación. Por otra parte, estos elementos están manejados por un escritor con muchos años de oficio, y eso le vale para conseguir un acabado, pulido y sin aristas, que no estaba al alcance del Isaac Asimov de los años 40, y que vive de la fuerza que le presta un pasado que siempre nos parece mejor... como a veces lo fue. De todas formas, incluso antes de que Los límites saliera a la venta, Doubleday, complacida por las expectativas levantadas y la venta anticipada de derechos, hizo firmar a su autor un contrato para una nueva novela por más dinero que la anterior. Todavía receloso, Isaac Asimov estaba decidido a no comenzarla hasta asegurarse de la recepción que se dispensaría a la continuación de la trilogía. Cuando ésta le elevó a la categoría de escritor de best sellers no tuvo ya más opción que producir otra novela de ciencia-ficción de gran éxito. Es más, había recuperado la confianza al vencer las dificultades de ampliar la Fundación, y pensó que ahora podría también escribir la tercera novela de robots que en su momento quedó inconclusa, ya que, de alguna manera inexplicable, nadie de la editorial le había indicado explícitamente que tuviera que ambientarla en el universo fundacional. La creación de Los robots de Aurora fue mucho más placentera para Asimov que la de su inmediata predecesora. Sus temores se habían disipado y además retomaba en ella la estructura de novela policiaca que le era tan querida. Esto se nota, resultando en una obra más consistente que Los límites, basada más en los intereses de su autor que en las imposiciones de la editorial, salvo en lo que se refiere a la extensión, ya que esta tercera novela resultó tan larga como la suma de las dos anteriores novelas de robots (un libro más voluminoso se vende más caro), aunque en este caso Asimov encontrara conveniente y necesario disponer de ese espacio para construir una sociedad aurorana detallada y resolver la complicada trama del crimen que investiga su pareja de detectives. Los robots también saltó a las listas de los más vendidos, aunque no permaneció en ellas tanto como Los límites. Retomado el contacto con sus robots, y habiéndole resultado tan gratificante, Asimov quería continuar con ellos, pero no podía dejar de pensar en el detalle, que ya le había incomodado al escribir la cuarta novela de la Fundación, de que no había una razón que explicara la ausencia de estos en el Imperio Galáctico. Meditando sobre ello, acabó concluyendo que sus dos series debían fusionarse, y aun contra la opinión violentamente negativa de sus amigos los Del Rey (12), dio a la luz Robots e Imperio (1985), donde resolvía algunas de las inconsistencias de las llamadas novelas del Imperio con la Fundación (13) y presentaba la muerte del ya anciano Elijah Baley, recayendo el protagonismo sobre los más resistentes hombros de R. Daneel Olivaw. El paréntesis de dos años entre esta novela y la anterior Los robots se debió a los problemas de salud de Asimov, que desde su ataque de corazón había sufrido de estrechamiento de su arterias coronarias con la consecuente angina de pecho cuando realizaba cualquier esfuerzo más allá de caminar lentamente durante un corto trecho. Aunque él se había esforzado en ignorar su estado y ocultarlo a su familia y amigos, el progresivo empeoramiento le llevó finalmente a la mesa de operaciones para una intervención de triple by-pass (14). Decidido a no dejar una obra inconclusa, y convencido de que su muerte se hallaba próxima, Asimov tomó la determinación de aplazar la novela hasta estar seguro de su recuperación. Aunque la operación fue un completo éxito, sus secuelas ensombrecerían los últimos años Isaac Asimov y serían finalmente fatales. En una buena causa no hay fracasos. Isaac Asimov
Quizá como confirmación a los temores de los Del Rey, la fusión de las dos series no fue un éxito ni con mucho tan resonante como su directos precedentes, y, aunque se vendió bien en tapa dura, no llegó aparecer en la lista del New York Times, lo que viene a ser el beso de la muerte para las ventas de las ediciones baratas. Una vez más la confianza de Asimov se quebró, y propuso a su editora Kate Medina dejar de escribir novelas por lo que consideraba era un perjuicio para Doubleday. Esta rechazó la idea como absurda, responsabilizando a la editorial de cualquier irregularidad en la marcha de las novelas que, insistió, él debía seguir escribiendo. El resultado de la arenga de su editora fue Fundación y Tierra (1986), de nuevo un éxito clamoroso incluso a los ojos del Times. Sin embargo, Isaac Asimov ya estaba cansado del juego de sacar un conejo tras otro del sombrero, hasta el punto de que incurrió en la dejadez de la lógica que a menudo había criticado en otros (15) y acabó atrapado en una situación argumental sin salida al final de esta novela que, a la postre y cronológicamente, sería la última de una Fundación de la que intentaría huir sin conseguirlo totalmente. Esto todavía no era evidente cuando apareció Viaje alucinante II: Destino el cerebro (1987), falsa continuación de Viaje alucinante encargada por los potenciales productores de una secuela de la película original. Tres años atrás, antes incluso de Robots e Imperio, Asimov ya se había comprometido a escribirla, aunque rechazando la sinopsis argumental que le presentaron, pero dio marcha atrás al sentirse engañado por los promotores del proyecto, que habían vendido el libro a sus espaldas a la editorial New American Library a pesar de su insistencia de que habría de permitirse a Doubleday igualar cualquier oferta. El encargo pasó entonces a Philip José Farmer, cuyo trabajo, a pesar de ceñirse exactamente al argumento propuesto, no convenció a los productores, que con la intermediación del agente Scott Meredith intentaron y consiguieron volver a interesar a Isaac Asimov en las aventuras microscópicas, siempre y cuando se aceptaran sus condiciones, como así fue. Destino el cerebro tendría una trama completamente original, sin relación alguna con la sinopsis propuesta, Farmer recibiría el pago acordado como si su novela hubiera sido aceptada y Doubleday sería la editorial del libro. El resultado final, además de ser una estimable obra, podría leerse como una venganza del autor contra la irracionalidad de Hollywood, pues en ella se consagró a subsanar todo lo que consideraba erróneo, humana y científicamente, en el planteamiento de la película, haciendo al tiempo una historia plenamente asimoviana empleando el recurso de invertir prácticamente todos los tópicos del relato original, incluyendo la Guerra Fría, cuyo fin anticipó. Hasta el momento no se a llevado a la pantalla Destino el cerebro ni, según la creencia de su autor, es probable que se lleve. Desde luego, no es una novela concebida para el cine, sino más bien contra él, como también contra las imposiciones editoriales a las que Asimov se había estado plegando durante toda la década de los 80. Aunque estamos ante una teórica continuación, el parecido es con mucho lejano. Se trata, ante todo, de una novela que Asimov había querido escribir fundamentalmente como una retribución a su propio orgullo de escritor herido por tener que girar en torno a personajes y situaciones ajenos, como en el primer Viaje alucinante, o constantemente repetidos como en la interminable e inconclusa serie de la Fundación. En este sentido, Destino el cerebro no solo es novedosa, sino también rebelde. En sus páginas, sintomáticamente no tantas como las de las abultadas (hinchadas) novelas fundacionales, Isaac Asimov lo es porque le gusta, no porque le obliguen a serlo. Pero en Asimov siempre pesaron, por encima de todo, las nociones del deber y la lealtad. Doubleday exigía más novelas y él, por mucho que le pesara, creía que debía dárselas. El problema era que no era capaz de imaginar cómo podría continuar Fundación y Tierra a pesar de la insinuación de una amenaza inminente de la última página (16). Una conversación casual con un admirador le proporcionó la idea de una huida hacia atrás: ¿por qué no relatar la juventud de Hari Seldon? Esa fue la idea que propuso a Jennifer Brehl, entonces su editora, que la aceptó. Es más, fue capaz de advertir el hastío de Asimov con la serie y de proponerle que su siguiente novela (siempre habría una más) estuviera totalmente desvinculada de esa o cualquier otra serie, cosa que fue de su agrado, como si le quitaran de encima el peso de los precedentes. Preludio a la Fundación (1988) tiene una estructura que aúna la tradicional búsqueda de la respuesta a un enigma, presente en todos los capítulos de la serie desde la aparición del Mulo en Fundación e Imperio, con una trama singularmente aventurera en la que Hari Seldon huye de los que quieren emplear la psicohistoria (que aún es sólo una idea) y a su creador como un instrumento para conservar o, en su caso, obtener el poder mientras busca el enfoque necesario para convertir su nueva ciencia de una propuesta teórica en una técnica útil. Quizá sea excesivo ver en esto una metáfora de la propia situación del autor, perseguido por editores que querían que mantuviera sus beneficios como Cleon quería que Seldon mantuviera su poder. En todo caso, Némesis (1988) fue una inyección de vitalidad, al tiempo un regreso a las fuentes y la exploración de nuevos territorios para Asimov, pero aun así no un ejercicio completamente independiente, pues no pudo dejar de incluir una nota al comienzo de la novela que anunciaba: "Este libro no forma parte de las series de la Fundación, de los Robots ni del Imperio". No tan gruesa como aquellas, Némesis sigue siendo implacablemente lógica y refrescantemente carente de enfrentamientos físicos, las discrepancias siguen expresándose en diálogos pausados, pero también tiene un fondo inusitadamente pesimista para Asimov, que se describía a sí mismo como tecnológicamente optimista y veía en ello una de las razones de su éxito, aunque el final pueda parecer convencionalmente feliz. No lo es, definitivamente, para el personaje de Janus Pitt, el más logrado de una novela donde las caracterizaciones son especialmente más complejas que en el resto de la obra de su autor, y cuyo punto de vista Asimov sostiene, que no apoya, a pesar de ser el villano oficial de la historia. ¿Es revelador que el fin del aislamiento que él tanto había ansiado para el pequeño grupo bajo su liderazgo y la consecuente imagen de la humanidad extendiéndose por la galaxia y formando imperios, sin que nadie pudiera prever su futuro, le sea tan desagradable? No estoy seguro de cuánto podré seguir. Isaac Asimov
Isaac Asimov tardó trece meses en completar Némesis, sensiblemente más de los siete a nueve que había empleado en la redacción de cualquiera otra de sus novelas. Aunque el retraso puede explicarse sencillamente con su intento de escribir simultáneamente la obra de divulgación Cronología de los descubrimientos, lo cierto es que acabó primero esta última porque le resultaba mucho más grato trabajar en ella que en la novela, y, aunque el mismo todavía no se daba cuenta, u obstinadamente se negaba a darse cuenta, se encontraba cada vez más débil a causa de un progresivo fallo renal. En diciembre de 1989 las fuerzas de Asimov se agotaron definitivamente y se vio obligado a permanecer en la cama, en medio de persistentes temores de no llegar a cumplir los setenta años, abandonándola sólo ocasionalmente para cumplir con algún compromiso o reunirse con sus editores. El 27 de diciembre le detectaron un soplo en el corazón, y aunque pudo celebrar su cumpleaños el 2 de enero su empeoramiento era evidente, de modo que el 11 le dijo a su médico Paul Esserman que no quería ser sometido a análisis sin fin ni a tratamientos encarnizados, y que, puesto que poseía bienes suficientes para asegurar el futuro de su esposa e hijos, sólo quería que le dejaran morir en paz. El doctor Esserman le hospitalizó aquel mismo día. La enfermedad de Asimov tuvo como consecuencia inmediata la interrupción de la escritura de Hacia la Fundación, empezada en junio del 1989, cuya acción se sitúa entre Preludio y la original Fundación, ya que su autor seguía sin poder concebir una extensión hacia el futuro de la serie. Pero también tuvo una diferida, al hacer reconsiderar a Isaac Asimov la propuesta que el año anterior le había hecho su colaborador en tantas antologías, Martin Greenberg: que otro autor realizara la ampliación de algunos de sus mejores y más famosos relatos, y, en concreto, encargar el trabajo a Robert Silverberg, de ninguna manera un autor desconocido o de escaso talento. Toda la repugnancia que Asimov sentía ante la idea de que sus narraciones pudieran ser desvirtuadas quedaban sobradamente compensada por el hecho de que serían novelas que él no tendría que escribir y que podrían valer por otras que él no quería y muy probablemente no podría escribir. Vencidas sus reticencias, con pleno acuerdo en los métodos de trabajo con Silverberg, y convencidos los dirigentes de Doubleday de que, por mucho que quisieran novelas originales, no las iban a obtener, se firmó un contrato para tres novelas: Anochecer (1990), El niño feo (1992) y El robot humano (1993), basada en El hombre del bicentenario. Mientras que las novelas firmadas, aunque fuera en colaboración, por Isaac Asimov tomaban vida propia y se alejaban de su autor (17), este entraba y salía del hospital, afectado tanto de los riñones como del corazón y sometido a continuos tratamientos para dolencias que surgían apenas la anterior parecía remitir. En esos tristes días, sin embargo, el dolor y el desánimo no fueron suficientemente fuertes para detener su producción. Como él mismo confesó, Isaac Asimov sólo era feliz cuando se concentraba completamente en escribir, y en la cama su habitación privada siguió escribiendo, en principio cuentos, pues no necesitaban de material de referencia, hasta que su mujer le convenció de que escribiera su autobiografía, tema para el que no precisaría más que su memoria. Cuando el 3 de marzo de 1990 recibió el alta, regresó a casa con más de doscientas cincuenta páginas manuscritas, todavía enfermo y débil, pero en condiciones de continuar escribiéndola, como lo hizo hasta acabarla a finales de mayo. Entonces se sentía optimista, como lo indica el título del último capítulo: Una nueva vida. -Pero suponga que sólo le quedaran seis meses de vida -me dijo-. ¿Que haría entonces? -Escribir más aprisa -respondí sin vacilación. Isaac Asimov
Si bien interiormente Isaac Asimov presintió su muerte cada vez que algún mal asaltaba su organismo, siempre se negó obstinadamente a buscar la compasión de los demás o a hacer recaer sobre su familia y amigos su propia amargura. Externamente, y mientras le fue posible, mantuvo la apariencia del alegre bromista cuya perpetua diversión era burlarse principalmente de sí mismo... ¿o quizá no? También continuó escribiendo, o dictando a su esposa Janet cuando de nuevo la debilidad inducida por su progresivo fallo renal le impidió ponerse ante el teclado. Era una carrera contra el tiempo y la enfermedad que no podía ganar y en la que, no extrañamente, fue relegando la novela de la Fundación que tenía pendiente, avanzando muy lentamente en su redacción hasta que nuevamente tuvo que ser hospitalizado. De hecho, probablemente por entonces aún estaba inacabada y de ella se dice que fue completada por Gregory Benford según las instrucciones de un Asimov postrado, aunque no recibiera ningún crédito por ello. Cierto o no, Hacia la Fundación (1993) fue una obra póstuma, posterior al tercer momento crucial, definitivo como un gran "FIN" garabateado en una pared. Fue el 6 de abril de 1992 y el mundo es más pequeño y oscuro desde entonces. Recordadlos tal como fueron, y tachadlos. Ernest Hemingway
Notas |