CONTENIDO LITERAL

("Tierra de nadie: Jormungand", comentario de Rafael Marín. Derechos de autor 1996, Rafael Marín)

Vaya por delante, para esos malintencionados de siempre que entre las muchas memeces que escupen han dado en descalificar la crítica que, pobre o rica, tenemos en el género acusándola como "propia de amiguetes" (como si esa pistola no pudiera y quizá debiera volvérseles a ellos también en contra), que a servidor de ustedes la anterior novela de Rodolfo Martínez, La sonrisa del gato, le dejó más bien frío: las magníficas cincuenta páginas iniciales (siempre según mi criterio subjetivo), no me parecieron lo suficientemente bien correspondidas en el desarrollo dado a la historia. O sea que, de amiguismo, poco. Nananá, que suena más viláctico. Pero el caso es que Tierra de Nadie: Jormungand, me parece una excelente novela, quizá la más interesante de las obras españolas desde Mundos en el abismo de Redal y Aguilera. No exagero. Si algo tiene que envidiar Rodolfo Martínez (aparte de una sencillez personal que a uno se le antoja miguelhernandeziana), es la constancia. Hace cuatro o cinco años leí el primer borrador de esta novela (y no tuve, mea culpa, el detalle de comentarle al autor qué me había parecido, lo mucho de bueno y malo que ya se apuntaba en aquella escritura primera; uno es así de tímido para según qué cosas). Lo que ahora me he tragado en cuatro días, robándole tiempo a las esquinas, se parece tan poco a ese primer intento que casi podría decirse que estamos ante obras distintas. Pero el autor ha seguido erre que erre, puliendo y repasando, estilizando un trabajo y un sueño que acaban de traducirse en una realidad sorprendente. Hay libros que te hacen comprender que el mundo es más amplio de lo que tú crees, que el género tiene otras salidas más allá de lo que lees (o escribes) desde siempre. Muerte de la luz, de George R. R. Martin, fue para mí una de esas novelas donde se conjugaban temáticas y estilos originalísimos, tocando quizás tópicos ya explorados, pero nunca explotados a tope, desde una perspectiva enriquecedora. Quizás Enemigo mío o los primeros Scott Card tuvieran esa magia. Tierra de Nadie: Jormungand entra en esa categoría de libros que te abren los ojos y te hacen comprender que hay gente que viene pisando con fuerza, que ve el género con otra óptica diferente a la que tú ves, y que su visión es tan válida y digna como cualquier Hugo o Nébula de los analfabetos anglosajones que no saben, no quieren o no pueden leer buenos libros en castellano. Los diversos pulidos y repasos a los que, sin duda, el bueno de Rudy Martínez (qué envidia poder firmar sin el lastre del segundo apellido) ha sometido su idea original, en claro paralelismo con el Río de Viento que pule y socava el planeta de su historia, son una clara llamada de atención a todos aquellos que piensan que escribir es vomitar, largar una idea mala o buena en un puñado de folios sin reflexionar sobre lo que se hace, sin cuidar un mínimo el estilo o la ortografía. Rodolfo Martínez no es ave de paso en el género. Está aquí para quedarse. Y sabe que para hacerlo tiene que sudar, sufrir en la sombra, pasar sin solución de continuidad de joven promesa a vieja gloria. Las cicatrices del camino se hallan todas en esta novela. De las seis partes en que se divide el libro, aquellas narradas por el propio Jormungand son las más arrebatadoras. La combinación de primera y tercera personas es impresionante, un alarde estilístico muy bien resuelto. El libro arranca con tanta fuerza que se resiente cuando el hongo-narrador da paso al más convencional narrador universal. No sé cómo habría podido quedar si todo él hubiera sido ese tour de force de Jormungand consigo mismo. Quizá esa segunda parte imprescindible que se anuncia debería seguir en esa honda. La creación del mundo de Tierra de Nadie y sus muchísimas tribus, ecosistemas y civilizaciones es impecable; nada que envidiar a Dune. Los muchísimos personajes que enriquecen el relato están, en líneas generales, bien resueltos. Algunos están llenos de matices. Otros quizás parecen un poco de relleno: uno tiene la impresión de que la comitiva que acompaña a Katia en la nave se teleporta al llegar al planeta, pues casi no se le ve el pelo en el viaje. Son quizás Pfernan y Cástor los más endebles. De entre los multis, también Embajador parece un poco desdibujado, ante la apabullante historia personal de Ayuda Primero y Ayuda Segundo. Para haber hecho redonda esa adaptación de la historia a los personajes, en vez de García Márquez y su clarísima alusión a Cien años de soledad (véase el principio del capítulo "Explorador"), quizás habría que haber consultado a Vargas Llosa y La ciudad y los perros o Conversación en la Catedral. Manías mías, supongo: En el fondo, un escritor no puede dejar de pensar cómo habría escrito él mismo la historia de otro. Pienso por eso mismo que hay cositas que mejorar. Las transiciones entre un personaje y otro se hacen a veces confusas, ya que tienen que pasar a veces páginas antes de que el lector comprenda que se trata de Isak, Bailarín Lujurioso, Cástor o Pfernan quienes las centran; como recurso estilístico, una vez está bien; como costumbre, se hace cargante: habría bastado con citar el nombre del personaje en los primeros párrafos de cada capitulito. Esas transiciones se hacen, demasiadas veces, sumiendo a los personajes en un "sueño reparador", en paralelismo con el fundido en negro cinematográfico. Y, una característica personal que tal vez Rodolfo haya adquirido de Asimov, las cosas importantes suelen pasar off the camera. Ya lo advertí (y me molestó), en La sonrisa del gato. Aquí, se escamotea al lector el momento culminante en que Ayuda Primero reacciona ante su propia humanidad y la de Ayuda Segundo; y la tan cacareada reunión de las tribus ante su trascendental decisión debería de haberse descrita en su plenitud, quizás mostrada como un acta en idioma abreviado. El estilo, impecable, peca quizá de un exceso de frialdad. Todo se narra con el mismo tono aséptico, lejano, distante. Si en efecto hay una segunda parte, como parece obligado, y si en esa segunda parte vamos a ver por fin la eclosión violenta de un drama (el título Ragnarok no suena a campo de rosas, precisamente), ese estilo tendrá que arrastrar pasiones, ser aún más visual, más sinestésico, más pictórico. El autor tiene la obligación de dejarse llevar, de arrastrarnos en el drama de la historia. Sin duda que Rudy sabrá hacerlo. Hay un par de detalles que no me gustan nada. La repetición machacona del "Tigre, tigre", uno de los poemas más sobados de todos los tiempos (junto con el "Ozymandias" -je-, y aquello de "La puerta de Tannhauser" de Blade Runner). Y la alusión final tan directa a La cosa del pantano, y ahí coincido plenamente con el perspicaz teórico Pedro Jorge Romero, parece, por ingenua, hasta ridícula. No hacía falta, ni añade nada a lo que se nos ha contado en todo el libro, y queda casi un poco naif referirse a un cómic contemporáneo que, maravilla de maravillas, se recuerda en un planeta perdido allá en el quinto pino. El libro como tal tiene un solo defecto: no termina. Nos tragamos casi cuatrocientas páginas esperando un desenlace y este queda en suspenso hasta la continuación. Como el propio Jormungand, es una pescadilla que se muerde la cola. Por cierto que, dándole la razón a Miquel Barceló respecto a Ouroboros como más adecuado al personaje, y aunque a mí me gustaba Cuélebre (manías otra vez), y sé perfectamente quién es Jormungand (Fing Fang Foom habría quedado, otra vez, demasiado cutre, ¿verdad, Rodolfo?), el título definitivo no me parece ni espina ni pescado. Otra vez metiéndome en camisa de doce varas, Río de Viento habría sido más mejor. Me parece. En fin, que se trata de una obra apetecible, dignísima, sobre todo MODERNA, que marca un principio no sé si en la ciencia ficción española (supongo que no, aquí inventamos cada cuatro o cinco años la rueda), pero sí una llamada de atención ineludible sobre el autor. Es sin duda su mejor obra hasta la fecha, pero no será la última. Claro que eso depende del mercado en el que nos movemos, y eso es otra historia...