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("Saurus sapiens", artículo de Javier Redal. Derechos de autor 1995, Javier Redal)

Hay ocasiones en que la ciencia fáctica camina por delante de la ciencia ficción. En 1982, los paleontólogos Dale Russell y R. Séguin publicaron un artículo acerca de un pequeño dinosaurio de finales del Cretácico, el Stenonychosaurus ("reptil de garras finas"). La proporción de tamaños cuerpo-cerebro se acerca bastante a la de los mamíferos, y los autores se entregaron a un juego imaginativo: especular qué hubiera pasado si hubieran evolucionado hasta la inteligencia, ideando un hipotético descendiente inteligente.
Los dinosaurios han despertado siempre el interés de los escritores de ciencia ficción. ¿Pudo existir este Saurus sapiens? Dicho de otro modo: si quisiéramos escribir un relato o novela sobre ello, ¿qué razones emplearíamos para saltar la barrera de incredulidad del lector?
Por ejemplo, que el registro fósil es incompleto. Para que un animal o planta fosilice, debe quedar enterrado en sedimentos, barro, arena, etc., o en cenizas volcánicas. Es poco probable que fosilicen un perro atropellado en una carretera o el pollo que cenamos anoche. Ahogados en una inundación y arrastrados al mar es otra historia, y aún queda que la erosión desentierre el fósil. La tarea de los paleontólogos es similar a reconstruir el argumento de una película a partir del 1% de sus fotogramas. En suma, no es imposible una línea evolutiva de dinosaurios inteligentes, desconocida en la actualidad.
Pero los seres humanos construyen artefactos: hachas de sílex, ordenadores, cosas así. Si se han encontrado ciudades sumerias o egipcias, ¿por qué no ciudades dinosaurias? No necesariamente. Recordemos la vastedad del tiempo geológico: estamos hablando de millones de años, no unos escasos miles. La madera, el papel, el cuero, son productos biológicos degradables. La piedra o el ladrillo, rocas sedimentarias después de todo, se alteran químicamente por el aire o el agua: se oxidan, hidratan, carbonatan o disuelven, se erosionan hasta grava, arena o barro. Lo mismo pasa con los metales, excepto el oro o el platino.
Sin embargo, hay algo que dejaría una huella fósil clarísima: el impacto medioambiental. A gran escala, el efecto principal del Homo sapiens sobre la biosfera ha sido el de una brutal simplificación de los ecosistemas. Los cazadores-recolectores prehistóricos no los alteraron sustancialmente, aunque es probable que exterminaran algunas especies de animales grandes; los mamuts, los bisontes y los ciervos gigantes sobrevivieron a tres glaciaciones, no al Paleolítico.
Pero desde el Neolítico hasta hoy, hemos estado reduciendo la biodiversidad. Ecológicamente, un campo de trigo es tan artificial como un campo de fútbol. El estilo de vida cazador-recolector está hoy prácticamente extinguido y se han reemplazado extensas áreas de bosque por cultivos o pastos, sustituyendo miles de especies por unos cientos (los contaminantes tienen el mismo efecto: eliminan muchas especies y dejan unas pocas, adaptadas al ambiente contaminado. Esto es más grave a largo plazo que la mala calidad del aire y agua, a corto plazo).
Ahora bien, las catástrofes también provocan una simplificación. Pensemos en un bosque incendiado o una erupción volcánica: hay una reducción temporal de la biodiversidad. Unas pocas especies colonizan el terreno devastado, hasta que lentamente los ecosistemas se van recuperando. Una catástrofe a escala planetaria provoca el mismo efecto a escala global; exactamente lo que sucedió en los períodos glaciares. ¡Y lo que sucedió al final del Cretácico! De modo que ya tenemos argumento: dinosaurios inteligentes, extinguidos por una serie de "bumerangs ecológicos", quizás con una guerra atómica y el "efecto invernadero" como colofón. Moraleja: cuando las barbas de tu vecino veas pelar...

Por desgracia, aquí viene el Abogado del Diablo con sonrisa maquiavélica.
Los seres humanos tienen otra característica que dejaría una huella fósil muy clara: cosmopolitismo. El Homo sapiens se encuentra disperso por todo el planeta. Y con él, sus animales y plantas domésticos. El trigo, originario de Oriente Medio; el arroz, de las selvas del Sudeste asiático; el maíz, la patata, el tomate y el girasol de América, el caballo de Asia Central, el perro, son hoy organismos tan cosmopolitas como el Homo sapiens mismo, y lo mismo sus plagas; la rata era originalmente un roedor de Asia Central. Una mezcla colosal de fauna y flora que, por lo que sé, no se encuentra en el registro fósil del fin del Cretácico. De modo que seguramente nunca hubo una civilización de dinosaurios.
Lo cual no impide que nos impresione su trágico destino; duraron 150 millones de años, y el género Homo sólo ha existido tres o cuatro millones. Tenemos muchos más por delante, que no conviene dilapidar.