CONTENIDO LITERAL

("Castillos en el aire", cuento corto de Rodolfo Martínez. Derechos de autor 1994, Rodolfo Martínez)

Para Javi
Así que este es el famoso HORIZONTE DE SUCESOS, ¿eh? -dijo Fran, echándole un vistazo al sitio. El camarero, tras la barra, le miró extrañado. Entre la clientela habitual del lugar, no solían estar incluidos los militares y, mucho menos, un sargento de Paracaidistas. Al cabo de unos momentos, sin embargo, se encogió de hombros y siguió lavando vasos-. No tiene mala pinta, no señor. ¿Dónde están los otros?
-Todavía no han llegado. Vamos -le indiqué con un gesto de la mano la mesa que solíamos ocupar y tomamos asiento.
El camarero llegaba poco después. Yo le pedí un clarete y Fran una cerveza, que bebió a lentos tragos, directamente de la botella.
-¡Qué has estado haciendo últimamente?
Se encogió de hombros. No le gustaba demasiado hablar de sus actividades en el ejército.
-De maniobras.
-¿En Almería? -pregunté, disparando al azar. Había oído en el telediario algo acerca de unas maniobras conjuntas con la OTAN en alguna zona de Almería. Las posibilidades de que Fran hubiera estado presente en ellas no eran muchas, pero se lo pregunté de todas formas. Para mi sorpresa, él asintió con la cabeza.
-Diez puntos -dijo, echando un largo trago a su cerveza.
-¿Y qué tal?
Nuevo encogimiento de hombros. Decidí dejar el tema que, por otra parte, tampoco me interesaba demasiado. Lo malo era que no sabía muy bien de qué hablar con Fran, como no fuera de asuntos relacionados con su profesión. Hacía por lo menos dos años que no le veía y le había encontrado por casualidad en la calle el jueves anterior. Hablamos un rato y yo le invité avenir conmigo el sábado siguiente al HORIZONTE, pues tenía ganas de ver a Pedro y a Javi. Allí estábamos ahora y yo comenzaba a lamentar la invitación. Como dije, no sabía muy bien de qué hablar con él y el silencio empezaba a resultar incómodo. Por suerte, Pedro vino en mi ayuda. Y no solo él.
-Vaya, allí está Pedrito Einstein -dijo Fran, mirando más allá de mí, a mis espaldas-. Coño, y se ha traído a su bisabuelo.
Me volví, esperando ver exactamente lo que vi. Pedro entraba en el bar y con él venía el individuo al que yo, a falta de su nombre, llamaba el Narrador Inverosímil, con mi petulancia habitual. Parecía haber dejado el luto por su amigo escritor, pero sus ropas seguían siendo tan severas y decimonónicas como siempre. Sonreía apenas, asintiendo a algo que Pedro le decía y, al vernos, alzó la cabeza y me saludó con un gesto amistoso. Yo le devolví el saludo y, mientras él y Pedro Ilegaban hasta nosotros, me volví hacia Fran, dispuesto a hacerle un rápido resumen sobre nuestro curioso amigo.
Al ver el rostro de Fran, sin embargo, no dije nada. Arrugaba el ceño y miraba al acompañante de Pedro con un brillo entre intrigado y desconfiado en sus ojos oscuros. En ese instante, sentí a Pedro hablar tras de mí:
-Javi no puede venir hoy. Tenía que llevar al crío al médico.
-Vaya -murmuré, sin apartar la vista de Fran. Había dejado de fruncir el ceño, pero seguía mirando interesado a nuestro anónimo amigo.
De pronto se me ocurrió que aquel era un buen momento para averiguar su nombre: aprovechando la presencia de Fran, a quien él no conocía, podía hacer unas breves presentaciones, durante las que, supuse, nos revelaría cómo se llamaba. Estaba todavía dándome palmaditas mentales en el hombro por mi sagacidad, cuando su voz profunda y pausada dijo:
-Cuerpo de paracaidistas, qué interesante -y se sentó-. ¿No habrá estado en las recientes maniobras de Almería? -preguntó.
Fran respondió con gruñido que parecía afirmativo.
-Claro, ya decía yo que su rostro no me era completamente ajeno. Por supuesto. Qué curiosa coincidencia, ¿no le parece? Aunque a veces dudo que cosas tales como las coincidencias existan realmente. Si consideramos un universo mecanicista, no podrían producirse jamás. ¿No cree?
Fran hizo un gesto indefinido que no quería decir nada.
-Un asunto fascinante, sin la menor duda, aunque su final distara mucho de resultar satisfactorio -se detuvo de pronto, como si hubiera dicho algo incorrecto-. Claro que quizá hablar de final esté fuera de lugar. ¿No cree?
-¿ De qué habla? -pregunté yo.
Antes de que nuestro amigo pudiera respondernos, sin embargo, fue Fran quien lo hizo:
-Me niego a comentar nada sobre ese asunto.
-Claro, por supuesto, es más que comprensible. Al fin y al cabo, su peculio depende de su discreción, mi querido amigo. Sin embargo yo, al no formar parte del estamento castrense, no me siento ligado por el mismo lazo de silencio que usted -Fran abrió la boca para protestar, pero el otro no le dejó-. Le aseguro, no obstante que ninguna palabra cruzara mi boca sobre nada que remotamente pueda ser secreto de estado.
Aquello pareció tranquilizar a Fran, aunque no mucho. Siguió bebiendo su cerveza y lanzando a nuestro amigo miradas de desconfianza.
-¿De qué iba todo esto? -preguntó Pedro.
-¿Supongo que habrán oído hablar de las recientes maniobras en Almería, mis queridos amigos -Pedro y yo asentimos-. Y me imagino que ustedes, al igual que la gran mayoría del pueblo español ignoran realmente lo que pasó allí.
-¿Sí?
-A menos que su amigo les haya contando algo, cosa que, haciendo un cálculo somero de posibilidades, me siento inclinado a dudar -Fran no dijo nada-. Sin embargo no hace falta más que acercarse por cualquiera de los acuartelamientos implicados en ellas e interrogar al primer soldado con el que uno se cruce. Verá entonces como ninguno sabía nada de esas maniobras hasta el día mismo en que fueron llamados allí.
-¿Y qué? Los mandos nunca cuentan nada a los soldados.
-Eso es bien cierto, pero sí les informan con la suficiente antelación cuando se preparan unas maniobras. Al menos durante la semana anterior todo el mundo sabe adónde van a ir, aunque no sepan muy bien por qué.
Tuve que reconocer que aquello era verdad.
-La razón es bien simple. Los propios mandos ignoraban que habría maniobras (es un verdadero eufemismo usar esa palabra para un caso como ese) hasta que la situación se presentó. Originalmente, solo una pequeña unidad de infantería se encontraba en el lugar y su función era exclusivamente de seguridad. La operación era, en principio, civil, aunque supervisada y financiada por el gobierno -iba a preguntar qué operación, pero enseguida me di cuenta de que la pregunta era innecesaria-. Habrán oído hablar de los campos de fuerza, me imagino. Claro que me pregunto si saben realmente que quieren decir las palabras campo de fuerza -Pedro abrió la boca, pero nuestro anónimo narrador alzó la mano, interrumpiéndole-. Sin duda usted podría definirlo con toda propiedad, pero preferiría ser respondido por su amigo -me señaló a mí.
Aquello me mosqueó bastante, por qué no decirlo. Solo porque no sabía decir temperatura Kelvin negativa o singularidad desnuda con tanto aplomo como Pedro no significaba que fuera analfabeto. Así que me aclaré la garganta y me lancé a fondo.
-Por supuesto. Un campo de fuerza es un volumen en el espacio, generalmente esférico, que resulta impenetrable a la energía, a la materia o a ambas -Pedro meneó la cabeza y chasqueó la lengua. Mi definición no debía resultarle muy convincente-. Los escritores de ciencia ficción llevan años hablando de él.
No está mal -lo hizo sonar como si realmente hubiera querido decir que no estaba bien-. Una definición un tanto limitada, pero que para este caso sirve a la perfección. Por lo tanto, no ignoran las posibilidades defensivas del asunto: podría escudarnos contra la radiación en caso de una guerra nuclear, o detener la onda expansiva en caso de ser atacados por explosivos más convencionales. Una zona defendida por un campo de fuerza podría llegar a ser inexpugnable.
-De hecho se ha intentado -intervino Pedro-. Pero el coste energético es prohibitivo -aprovechando la interrupción, miré de reojo a Fran. Su rostro se volvía sombrío por momentos-. E incluso obviando eso, cuanto más potente es un campo de fuerza más inestable se vuelve y más cuesta mantenerlo. Pasado un punto es imposible mantenerlo más de unos nanosegundos. No importa cuánta energía se utilice, ni siquiera aunque dispusiéramos de recursos ilimitados. Se lo puedo probar, si es necesario -miró a nuestro narrador con aire de reto.
-Efectivamente -dijo este sin embargo-, ha expuesto usted el meollo mismo de todo el asunto y mucho mejor sin duda de cómo yo lo podría haber hecho. Sin embargo, me atrevería a afirmar que tal contingencia ya fue tomada en consideración por el bueno de Isaac allá por los años cincuenta.
-¿Quién ha dicho? -pregunté.
-No me diga usted que nunca ha oído hablar del doctor Asimov, recientemente malogrado y nunca llorado suficientemente.
-Claro que sí -respondí. El bueno de Isaac. Le llama el bueno de Isaac, y dentro de poco Ilamará a Einstein el viejo Bertie. Esto es el colmo. Sin embargo conseguí mantener mi rostro inexpresivo mientras él continuaba hablando.
-Quizá recuerden su relato 'No definitivo' donde soslayaba por completo la necesidad de mantener un campo de fuerza de forma indefinida, por el simple método de encenderlo y apagarlo en lapsos tan breves que el resultado final apenas es indistinguible de la continuidad. El mismo principio, si lo recuerdan, que rige para nuestros tubos fluorescentes. O, yéndonos a los inciertos terrenos de la mecánica cuántica, podríamos afirmar algo parecido de las ondas electromagnéticas: aunque emitidas en los paquetes discretos de los cuantos, pueden ser consideradas, bajo determinadas circunstancias, como de naturaleza continua. Exactamente en eso estaba trabajando el equipo del doctor Latierra en Almería cuando ocurrió el incidente que demandó la presencia de nuestras fuerzas armadas.
-Y usted estaba allí, claro -dije yo.
-Eso es del todo punto evidente, mi querido amigo, en base a mis comentarios anteriores. No es de extrañar, por otra parte, pues el doctor Luis Latierra Caramazo es hijo de un viejo y querido amigo y, conocedor de mi interés por esos asuntos, no dudó en invitarme a sus experimentos. La experiencia iba a tener lugar en el viejo pueblo abandonado que ha servido de decorado a tantos spagetti westerns, situado en Almería. Quizá ustedes lo conocen.
Pedro asintió.
-Sí, pasé cerca de él una vez.
-Pues es usted afortunado, en ese caso, ya que nadie podrá volver a pasar cerca de él de nuevo. Al menos no en este sistema solar.
Se detuvo y bebió un largo trago de su copa de coñac. Fran, mientras tanto, sin dejar de fruncir el ceño, había terminado la cerveza y se levantó para pedir otra. Volvió casi enseguida y se sentó, mirándonos sin decir nada. Nuestro narrador, al verle, continuó con la historia:
-El joven Latierra es uno de nuestros más brillantes físicos. En cierta forma me recuerda a Ramón y Cajal, en el sentido de que ha sido capaz de alcanzar logros auténticamente brillantes con medios realmente precarios, algo a lo que, por desgracia, hemos estado acostumbrados en nuestro país demasiado a menudo. De hecho, y aunque pueda parecerles cínico por mi parte, casi diría que se ha convertido en nuestra marca de fábrica. Su genio (si tal palabra puede aplicarse a su talento, me inclino a pensar que sí) es de un tipo casi por completo práctico: no presta demasiada atención a los elementos teóricos. Incluso me arriesgaría a decir, si no resultara paradójico, que hasta llega a despreciar la teoría. Tiene una máxima, que le he oído decir a menudo: 'Si funciona no importa cómo funcione'. Quizá usted -señaló a Pedro-- haya leído el artículo que publicó en 1989 en la revista INVESTIGACIÓN Y TECNOLOGÍA sobre la posibilidad de construir, en un no muy lejano futuro, una esfera de Dyson en torno a nuestro sol.
Pedro asintió.
-,Sí, claro. El artículo trajo su cola. Lo recuerdo.
Nuestro narrador pareció complacido.
-Entonces posiblemente rememorará también las criticas que tuvo su ensayo, en algunos casos verdaderamente encarnizadas como si su propuesta fuera una especie de herejía científica. Me atrevería a afirmar que en otro país un artículo en ese tono no habría pasado de resultar meramente interesante. Claro que, como tan gráficamente expresaba la afamada frase acuñada en la década de los setenta: Spain is Different y, al parecer, incluso en la ciencia estamos dispuestos a anatemizar a quien se aparte mínimamente de la ortodoxia más estricta.
-Bueno... -Pedro vaciló un poco-. Su amigo Latierra no se apartaba 'mínimamente'. En su escrito postulaba una verdadera inversión del segundo principio de la termodinámica. Si mal no recuerdo pretendía que la superficie de la esfera de Dyson reflejara los neutrinos, de forma que estos jamás escaparan del sistema solar e invirtieran (le confieso que aún no sé como) la tendencia a la entropía.
-Confieso, mi querido amigo, que tampoco es algo que tenga demasiado claro. Pero nos estamos apartando, creo, del nudo central de esta historia -no dije nada, pero mi rostro debía ser bastante evidente. Todas esas discusiones sobre neutrinos y esferas de Dyson estaba muy bien, pero yo quería saber lo que había pasado en Almería-. Así que abreviaré diciendo que Luis Latierra había sido contratado por el gobierno español, bajo los auspicios de la OTAN, para que realizara algunas pruebas con campos de fuerza. Después de varios meses de experimentación en el laboratorio, con campos de diámetros apenas superiores a los dos centímetros, afirmó estar listo para una demostración a más alto nivel y propuso rodear con un campo una población y someterla a todo tipo de bombardeo, tanto material como electromagnético. Por supuesto, la población debía ser simulada, ninguna prueba está ajena a la posibilidad de error, y no era cuestión de arriesgar vidas inocentes alegremente. Nuestro gobierno, siempre tan ahorrativo en esas cuestiones, decidió que resultaba de todo punto innecesario construir una simulación cuando los estudios cinematográficos ya lo habían hecho hacía veinte años, así que se eligió el decorado de Almería como lugar para la prueba. Latierra me llamó entonces y me pidió que asistiera a ella, conocedor de mi interés por tales experimentos. Vaya, se me ha acabado el brandy.
Se levantó a por una nueva copa. Mientras lo hacía no pude evitar intercambiar una mirada con Fran. Antes de que pudiera preguntarle nada, sin embargo, este pareció adivinar mis intenciones y dijo:
-Ni una palabra.
Asentí con la cabeza, mientras nuestro narrador volvía a la mesa, saboreaba su nueva copa de coñac y nos miraba risueño.
-¿Y bien? -preguntó Pedro.
-Ah, sí. La prueba fue un éxito casi desde un principio. El generador del campo debía estar, creo que ello se les hará evidente desde un principio, en su interior, en el mismo centro geométrico de la esfera, para ser exactos. A su lado habían sido dispuestos los distintos instrumentos de medición, junto a algunas jaulas con varios animales que, a falta de seres humanos voluntarios, debían soportar el bombardeo desde el interior del campo. Si todo iba bien, los instrumentos no deberían registrar nada y los animales permanecerían intactos. El generador del campo era verdaderamente ingenioso: se limitaba apenas a aportar la energía suficiente como para levantarlo una primera vez, tras lo cual, el propio campo absorbería la energía necesaria para su mantenimiento de las radiaciones que incidieran sobre él. Por supuesto, tal aprovechamiento no sería nunca al cien por cien, como nuestro querido amigo puede explicar a la perfección -miró apenas hacia Pedro- y el campo iría perdiendo poder paulatinamente hasta disiparse al cabo de unos días. Eso, al menos era lo que había ocurrido en las experiencias en el laboratorio y lo que Latierra suponía que debería suceder en Almería.
-Pero que no sucedió -murmuré.
-Así es, mi querido muchacho. Durante los dos primeros días todo fue bien. El campo
parecía resistir todo lo que se le echase encima, desde explosivos convencionales hasta bombardeos de partículas. Latierra decidió que, para ese primer experimento era mejor prescindir de la radiación gamma y lo más lejos que llegó fue a bombardearlo con rayos X. Era, también, impermeable a la luz visible y, eso suponía su inventor, al resto del espectro electromagnético. La impermeabilidad a la luz visible era fácilmente constatable, pues en el momento mismo en el que el campo entró en funcionamiento, su superficie se nos hizo opaca. En lo que se refiere al resto de las ondas, no lo sabríamos de fijo hasta que el campo no se hubiera disipado y pudiéramos leer los instrumentos situados en su interior. Como supongo que no se les habrá escapado, no podía haber comunicación posible entre tales instrumentos y el exterior del campo de fuerza, mientras este siguiera funcionando, ya que no permitiría que nada lo atravesara, bien en un sentido bien en otro. Así pues, nos dispusimos a esperar a que el campo de fuerza se disipara, algo que, según los cálculos de mi joven amigo Ilevaría entre dos y cinco días. Sin embargo, justo al tercer día empezó a producirse algo curioso. Como creo haber comentado, el campo de fuerza era esférico y el generador, situado en el suelo, lo estaba también en su centro geométrico, por lo que lo que podíamos ver del campo de fuerza era algo como a manera de domo, una semiesfera opaca y brillante, de contornos perfectamente definidos. Sin embargo, al tercer día se empezó a notar un ligerísimo cambio. Cuando digo que se notó, me refiero a que lo captaron los instrumentos enfocados sobre él desde el exterior, pues el tal cambio era en exceso minúsculo como para que fuera percibido a simple vista. La parte del campo de fuerza que sobresalía del suelo ya no era perfectamente semiesférica. Seguía siendo una sección de esfera, pero ya no justamente la mitad, sino algo más y, por otra parte, su situación había variado ligeramente hacia el oeste. Un día más tarde, lo que los instrumentos nos habían revelado podía ser visto por los ojos humanos, aunque reconozco que apenas. Aquello preocupaba al doctor Latierra, sin duda, pues no era capaz de suponer qué causa podía provocar un efecto de esas características. No creo que sea necesario que les diga (son ustedes personas sagaces y ya lo habrán supuesto por sí mismos) que al quinto día el campo de fuerza no se había disipado y que la sección de esfera que se mostraba por encima del nivel del suelo era mayor y su desplazamiento al oeste más que suficiente como para que la vista, sin problemas, pudiera percibirse del hecho. Fue en ese momento cuando, en previsión de posibles desastres, se pusieron en conocimiento del ejército estos acontecimientos y varias unidades de nuestras fuerzas armadas fueron llamadas al lugar, contingencia inútil por demás, pues no había nada que los militares pudieran hacer ante un situación de ese calibre. Pasó una semana y era claramente visible que el campo de fuerza parecía estar elevándose, surgiendo de la tierra y, al mismo tiempo, dirigiéndose hacia el oeste. Mi amigo, el cada vez más perplejo doctor Latierra, midió la dirección y velocidad de su desplazamiento y vio que la primera era una tangente casi perfecta con la superficie terreste. En cuanto a la velocidad no era, como había pensado en un principio, uniforme, sino que estaba sometida a una aceleración débil, aunque continua. Pasó otra semana, tras la cual el campo de fuerza había surgido casi completamente del suelo y su velocidad podía ser percibida a simple vista como creciente. Les ahorraré detalles que ustedes mismos pueden imaginar y concluiré diciendo que, tras otros nueve días, el campo de fuerza había dejado la atmósfera terrestre y vagaba, según se pudo detectar, cada vez más rápido hacia los confines del sistema solar. Con la aceleración que llevaba, a estas alturas debe haber rebasado la nube cometaria y se interna en el vacío en dirección a Sirio. Mientras todo esto tenía lugar, y tras dejar la zona del experimento en manos de nuestras fuerzas armadas, el doctor Latierra volvió a su domicilio y yo con él. Fue entonces, en mitad de la autopista, cuando la revelación le asaltó. Detuvo el coche, paró en el arcén y, llevándose las manos a la frente exclamó, en su estilo algo grosero pero tremendamente gráfico: ¡Hostia, los gravitones!. Aquella frase fue más que suficiente para que todo se me hiciera repentinamente claro. Si el campo de fuerza era opaco a todo tipo de bombardeo de ondas o de partículas, también lo tenía que ser por fuerza a los gravitones, los cuantos responsables de la gravedad. Si les soy sincero -sonrió apenas. Era una sonrisa algo triste, como quien se ve obligado a despedirse de algo o alguien que le es muy querido-, hasta aquel momento nunca había prestado demasiado crédito a la teoría de que la gravedad era producida por una partícula portadora de fuerza de espín 2 llamada gravitón. Por motivos, lo reconozco puramente estéticos, siempre había preferido considerar la gravedad, al igual que había hecho en su momento el viejo Albert -lo hizo, le ha llamado el viejo Albert, pensé-, como una propiedad inherente a la sustancia misma del universo, que lo obligaba a estar curvado. Sin embargo, el campo de fuerza del doctor Latierra me ha obligado a reconsiderar mis actitudes al respecto, pues demostró, más allá de toda duda, la existencia de los tales gravitones. No creo que necesite explicarles por qué.
-Claro -dijo Pedro-. El perímetro interno del campo de fuerza se mantenía unido entre sí merced a los gravitones que circulaban en su interior cuando éste se alzó, sin mencionar la fuerza nuclear fuerte, por supuesto.
-Por supuesto -dije yo, con el mayor aplomo del que fui capaz. Pedro me ignoró y siguió hablando:
-Sin embargo, no estaba ligado al resto del universo. Al no haber un intercambio de gravitones entre el campo y el exterior no existía atracción gravitatoria entre ambos. La inercia hizo que comenzara a desplazarse lentamente al principio pero con una aceleración continua hasta desligarse de la Tierra. Sí, podría ser cierto.
-Lo es, créame. No tiene más que ir a Almería y contemplar el más perfecto cráter semiesférico que alguna vez se haya abierto en el suelo. O, mejor dicho, podría contemplarlo si nuestro gobierno no hubiera declarado aquella parte como zona restringida.
-Un momento. En todo esto hay algo que no encaja -dije. Había estado pensando los últimos minutos y apenas había prestado atención al intercambio de ideas entre él y Pedro-. Comprendo que el campo de fuerza se desligase de nosotros. Pero ¿por qué no se disipó, y por qué Latierra nunca había notado ese efecto en sus pruebas en el laboratorio?
-Yo mismo puedo responderte a esa pregunta, que en realidad es una sola -contestó Pedro, sonriendo triunfal-. Los campos de fuerza del laboratorio eran demasiado pequeños como para que la, voy a Ilamarla repulsión gravitatoria, aunque no me entusiasma el término, fuera notada. Aunque no creo que se pueda hablar de repulsión -se detuvo unos instantes y entrecerró los ojos, como tratando de calcular algo-; en realidad podríamos decir que el campo de fuerza, más que oponerse a la gravedad, es indiferente a ella. Por otra parte, el de Almería tenía el tamaño suficiente como para que no se disipase por sí mismo, al menos en un futuro cercano. Los creados en el laboratorio eran tan pequeños que no resultaban estables y necesitaban ser alimentados continuamente para no colapsar, cosa que, supongo, es lo que ocurría cuando no eran bombardeados. Pero el grande era otro asunto: necesitaba un aporte mínimo de energía para ser estable: si Latierra no lo hubiera bombardeado activamente con partículas de alta velocidad o diversas radiaciones, sin duda habría desaparecido casi enseguida, pues con la radiación de fondo del universo no habría sido capaz de mantenerse a sí mismo. Pero, con el aporte suplementario de energía seguro que será capaz de continuar así bastante tiempo. Incluso si tiene la suerte suficiente a lo largo de su viaje como para captar fuentes intensas de radiación (no sé, digamos estar cerca de una estrella cuando se convierta en supernova) podría continuar así indefinidamente. Sí, podría funcionar.
-Perfecto -dijo nuestro narrador, más entusiasmado de lo que yo jamás le había visto-. No podría haberlo explicado mejor, mi querido amigo. Sin duda si el joven Latierra hubiera contado con alguien como usted durante su experimento no se le habrían escapado tales implicaciones teóricas y habría tomado las precauciones oportunas.
Pedro no pudo evitar pavonearse, sonriendo tanto que pude ver perfectamente los empastes de sus muelas. De pronto, sin embargo, la sonrisa desapareció de sus labios y dijo:
-No. Hay un fallo en todo esto. El alejamiento de la esfera de fuerza no podía ser tan paulatino. Tenía que haber empezado a alejarse en el momento mismo en que entró en acción el campo y a la velocidad de rotación de la Tierra. Habría salido casi disparado.
Nuestro narrador meneó la cabeza. Parecía ligeramente decepcionado.
-Sí, el doctor Latierra también pensó en esa cuestión. Sin embargo, todo es bien sencillo una vez uno se percata de las propiedades del campo. Este, como ya he explicado al principio, era de naturaleza discontinua. Ello implica que, ocasionalmente sería absorbido algún gravitón en su interior, y algún otro podría escapar de él, lo suficiente tal vez como para que la ingravidez (término que es resulta tan poco de mi agrado como el de repulsión gravitatoria) fuera, por decirlo de una forma no quizá en extremo ortodoxa, más bien paulatina. Pedro asintió con la cabeza.
-Sí, podría ser -se quedó unos instantes en silencio, paladeando lo que acababa de oir-. Así que H. G. Wells tenía razón -dijo luego-. La cavorita existe, solo que no es material, sino energética.
Nuestro narrador asintió.
-Sí, una posibilidad que no se me había ocurrido, pero sin duda las propiedades de un campo de fuerza son las mismas que las de la sustancia que el doctor Wells postulaba para sus PRIMEROS HOMBRES EN LA LUNA. Interesante, sin duda.
Terminó su segunda copa de coñac de un trago y se levantó.
-Mucho me temo que tengo que irme, caballeros. Si me disculpan.
Asentimos con la cabeza y le vimos irse en dirección a la barra. Poco después había salido del HORIZONTE y se perdía por la calle. No pude evitar entonces mirar a Fran inquisitivamente y preguntarle:
-¿Qué sabes de todo esto?
Fran me miró con cara de pocos amigos.
-Ya te lo he dicho, Rodolfo. Sin comentarios. Y ahora tengo que irme.
Dejó caer el importe de sus dos cervezas sobre la mesa y se fue, casi corriendo. Yo miré a Pedro.
-¿Qué opinas? -pregunté.
El se encogió de hombros. Parecía todavía demasiado ensimismado con lo del campo de fuerza y su opacidad ante los gravitones.
-¿Qué, nos vamos?
Asintió con la cabeza. Mientras nos levantábamos e íbamos hacia la barra me miró y dijo:
-Así que un volumen impenetrable a la materia o la energía ¿eh?
-Sí, ¿qué pasa?
-Nada, nada. Que ahora comprendo por qué te pasaste a Letras.
No dije nada, aunque mi ceño fruncido era respuesta más que suficiente a su pulla. Pedro sonrió apenas y siguió andando hacia la barra. Poco después dejábamos el local, no sin antes recibir una sorpresa tan grata como inesperada. Aquella noche, ya en casa, no pude evitar telefonear a Javi y contarle el asunto.
-¿Así que Fran no soltó prenda? Coño, a ver si las cosas que nos cuenta el tío ese van a ser verdad.
-Quién sabe. Pero eso no es lo mejor. El tipo nos invitó.
Hubo un momento de silencio al otro lado de la línea.
-¿Quién hizo qué? -preguntó Javi al fin.
-Ya sabes, el Narrador lnverosímil, como le llamo. Nos invitó, pagó lo que habíamos tomado.
Del auricular del teléfono surgió una sarta de tacos.
-¿Os pagó los vinos y yo no estaba allí?
Le deseé buenas noches y colgué suavemente, dejando que se lamentase a solas sobre la injusticia fundamental del universo.