CONTENIDO LITERAL

("Emilio Salgari, autor de ciencia ficción", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1995, Armando Boix)

En 1907 las librerías italianas ofrecían un nuevo libro, Le meraviglie del Duemila -Las maravillas del año 2000, en la edición española de 1910-, novela de ciencia ficción firmada por un autor prolífico: Emilio Salgari. Por aquel entonces el narrador de Verona ya tenía escritas sus más recordadas novelas, verdaderos clásicos como Il Re della prateria (1896), Il Corsaro Nero (1898), Li Tigri di Mompracem (1900), La montagna di luce (1902) o Capitan Tempesta (1905). Aunque en ellas había tratado multitud de temas, de la piratería a la aventura colonial, del Far-West a la intriga de capa y espada, nunca se ocupó con anterioridad en una historia de anticipación, pese a haber sido un lector devoto de Jules Verne durante su infancia. ¿Por qué ahora sí? ¿Por qué ese acercamiento a nuevos temas ajenos, en apariencia, a su producción principal? Pudo tratarse de una imposición editorial que le obligara a emplearse en un tema de moda -como veremos- por aquel entonces. Quizá fue pura necesidad de tomar argumentos de cualquier lugar en su lucha constante por producir más y más páginas cada día.
En veinticinco años de carrera literaria su nombre se había popularizado en toda Europa, era leído incluso por la realeza y se le había honrado con el título de caballero. Con tal fama y las enormes tiradas alcanzadas por cada una de sus obras, podríamos imaginar a Salgari como un hombre rico. No era así. Mantenía a duras penas y con largas e intensas jornadas de trabajo a su mujer y sus cuatro hijos, sujeto a sus editores no por un porcentaje sobre ejemplares vendidos, según hoy se acostumbra, sino por un jornal escaso. Su contrato con Donath, su primer editor, le obligaba a entregar tres novelas anuales por un estipendio de 4.000 liras, que apenas llegaba para sufragar sus gastos domésticos. Buscando un respiró en su apretada -e injusta- situación económica, en 1906 se había decidido a romper con Donath para acogerse a una más sustanciosa oferta del editor florentino Bemporad, que se comprometía a doblar sus honorarios. La jugada resultó desafortunada, pues Donath denunció por incumplimiento de contrato a Salgari. Condenado a indemnizarle con 6.000 liras, nuestro pobre escritor aún salió perdiendo.
La única solución para su cada vez más apurada situación era forzar su maquinaria creativa, produciendo novelas a mayor velocidad, sin concederse ni tiempo para revisar lo escrito. En estas circunstancias publica Le meraviglie del Duemila, junto a otra treintena de novelas que escribirá de 1906 hasta su muerte; obras de bastante menor originalidad que las precedentes, y en su mayoría prolongaciones de los ciclos novelescos de sus héroes más famosos, como Sandokán. En 1909 se produce el primer intento de suicidio, que conseguirá consumar en 1911. La carta que dejó para sus editores es bastante explícita:
"A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o más aún, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, paguéis los gastos de mi entierro. Os saludo rompiendo la pluma".
Pero volvamos a Le meraviglie del Duemila y a su recorrido por el futuro.
De todos los temas clásicos de la ciencia ficción el viaje en el tiempo es el de más moderna incorporación. Historias sobre viajes a la Luna o seres de otros planetas podemos encontrarlas incluso en la literatura de la Antigüedad; una persona logrando trasladarse más allá de la época que le ha tocado vivir no aparece, sin embargo, hasta el siglo XIX. La posibilidad de imaginar tal viaje sólo es concebible en sociedades urbanas y tras la revolución industrial. Con anterioridad, en un mundo básicamente rural e inmovilista, la idea de cambio no era entendida. Uno vivía como lo habían hecho sus padres y, con muy pocas diferencias, como lo hicieron sus abuelos. Por mucho que las personas ilustradas conocieran la existencia en el pasado de otros pueblos y de todo tipo de acontecimientos, persistía la sensación general de que, en su desarrollo cotidiano, el mundo estaba construido de una determinada forma, siempre había sido igual y siempre lo sería. Así, por ejemplo, no es difícil contemplar cuadros representando la pasión de Cristo con infantes romanos empuñando alabardas como un soldado de los tercios de Flandes, o ese otro tan célebre, La vocación de San Mateo, de Caravaggio, en el que el futuro apóstol y sus compañeros de tiempos de los césares visten como gentilhombres del XVI. Y ese concepto de que "nada a cambiado" llegaba, incluso, a producir efectos retroactivos, como la adjudicación a Arquímedes de la invención del cañón, por Valturio, que no podía entender que el hombre de su época poseyera alguna cosa que los idolatrados romanos no conocieran ya.
Pero en el siglo pasado los cambios sociales y tecnológicos adquirieron una velocidad perceptible por cualquiera en el lapso de una vida. Como canta Don Hilarión en La verbena de la Paloma: "Hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad". La máquina revoluciona la industria, la mano de obra se desplaza de los campos a las ciudades y todo un carrusel de invenciones van modificando la vida cotidiana: el ferrocarril, la fotografía, el telégrafo..., hasta la máquina de coser. Ante este panorama es fácil entretener la imaginación preguntándose qué nos deparará el futuro, y en la prensa de aquel entonces, como diversión para los lectores, abundan todo tipo de ilustraciones predictivas sobre la vida en el mítico 2000, extrapolaciones de los avances conocidos, como gramófonos conectados vía telefónica con la ópera o el periódico, o utilitarios voladores conducidos por jóvenes damas en miriñaque. Si los primeros intentos literarios de tratar tal tipo de viajes se ciñen a un futuro únicamente "personal" -el más antiguo que conozco lo describió a principios del siglo XIV el infante don Juan Manuel en De lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, el gran maestre de Toledo, sobre la ascensión de un clérigo hasta el papado, para acabar descubriendo que todo ha sido un sueño inducido por un hechicero-, en el XIX esa inquietud por conocer lo que los tiempos nos deparan se traslada a un nivel más global, a ver dónde pueden conducirnos los grandes movimientos sociales iniciados en la época.
Sin embargo, a la hora de mirar al futuro, surge un problema no de menor importancia: ¿Cómo hacer creíble un viaje en el tiempo? Si en el cuento de don Juan Manuel se echaba mano a la magia, el pensamiento racionalista ha de buscar otros sistemas más convincentes.
Todos experimentados un pequeño viaje en el tiempo cada día, al acostarnos por la noche y descubrir inmediatamente, con los ojos legañosos, que han transcurrido siete u ocho horas sin ser conscientes. Suspender la vida y alcanzar los días venideros mediante un sueño prolongado es, pues, el recurso más inmediato, que ya Washington Irving explotó en Rip Van Winkle.
El bibliógrafo E. F. Bleiner en su libro Science Fiction: The Early Years, contabiliza más de cuarenta obras anteriores a 1930 con el tema del durmiente que despierta en el futuro. Listar siquiera una selección sería demasiado prolijo y no es éste el lugar adecuado; señalaré sólo las más famosas e influyentes en el desarrollo posterior del género: Looking backward, 2000-1887 (1888), de Edward Bellamy, News from nowhere (1890), de William Morris, y When the sleeper wakes (1899), de H. G. Wells. Todas ellas están escritas por socialistas convencidos que usan de la novela como vehículo para expresar su ideología, y las dos primeras presentan un mundo utópico en el que las diferencias de clases han sido abolidas y el mundo ha entrado en una era de paz y prosperidad; Wells, en cambio, aún compartiendo el mismo pensamiento político de sus predecesores, tenía una visión mucho más pesimista de la condición humana y contradice a Bellamy, en quien se había inspirado directamente, creando una de las primeras distopías de la literatura de anticipación.
Ante estos precedentes la novela de Salgari, de 1907, debe considerarse fruto retardado de esa moda productora de tantas páginas en las prostimerías del siglo anterior. Y aunque el mismo Wells había imaginado una alternativa más acorde con el pensamiento científico en The time machine (1895), con el uso de la tecnología para movernos por el tiempo del mismo modo que nos desplazamos por una dimensión espacial, no es el último en utilizar el recurso del durmiente, que aún gozaría de una larga vida: Armageddon 2419 AD (1928), de Philip F. Nowlan, y The man who awoke (1933), de Laurence Manning, son dos de los ejemplos mejor conocidos por el lector español.
En Le meraviglie del duemila Salgari combina la fórmula casi mágica del largo sueño con un método pretendidamente científico: el doctor Toby descubre en una misteriosa flor egipcia una sustancia que, combinada con la congelación, permite suspender la vida de cualquier ser para poder despertarlo en días venideros. Sus primeros experimentos los realiza con conejos; pero una vez comprobada su eficacia se decide a efectuar una prueba de mayor riesgo y usa el suero en sí mismo y en su joven amigo James Brandok, un millonario americano aburrido que no duda en poner en peligro su vida a cambio de un poco de emoción en su indolente existencia. No haría falta decir que salen triunfantes de su hibernación cuando, en el 2003, un descendiente del científico se decide a seguir las instrucciones de reanimación que éste había dejado; aunque sólo sea por cobrar la fortuna legada para tal fin. A partir de este momento los dos "durmientes" vagarán por el mundo con el descendiente del doctor como cicerone...
Pero no teman que les desarme el argumento, si tienen alguna intención de leer la novela, porque, aunque quisiera, poco podría contarles. La obra carece casi de trama y se limita a narrarnos, mayoritariamente en forma de diálogo entre los personajes, las presuntas maravillas que Salgari imagina para el próximo siglo. Se convierte así, más que en una narración, en una exposición de ilustraciones realizadas a la manera de Robida, buscando sólo el asombro ante el portento tecnológico y la supuesta sociedad del bienestar que el burgués victoriano imaginaba y más alejada está cada vez de nuestras manos. Ahí se encuentra precisamente la clave de que resulte una obra fallida. Tan limitados objetivos la vuelven perecedera y hoy sólo nos acercamos a ella con curiosidad y, a ratos, con una sonrisa condescendiente, al no lograr suspender en ningún momento la incredulidad del lector. Tal vez a nuestros abuelos les emocionara; pero a estas alturas del siglo a nadie llamará la atención un aparato que proyecta las imágenes de las noticias en tu propia casa o vehículos que se mueven a 150 kilómetros por hora.
Si Salgari la hubiera hecho suya, en lugar de imitar las utopías de sus predecesores, si hubiera aplicado en ella toda su sabiduría como creador de aventuras podríamos estar hablando de una novela puntal, completamente novedosa para la ciencia ficción su época, más preocupada en glorificar el avance humano y levantar escenarios en los que poder desarrollar teorías políticas que en narrar historias emocionantes, como tan bien sabía hacer Salgari. En cambio en Le meraviglie del duemila las escenas de acción no aparecen hasta el último cuarto del libro, al arribar los protagonistas a una ciudad submarina convertida en presidio y con su posterior naufragio en unas peligrosas islas Canarias -a los residentes en la zona les advertimos sobre el vaticinio de Salgari de una erupción en el Teide que aniquilará a toda su población, con lo cual las naciones decidirán convertir el archipiélago en un parque natural donde recluir las últimas fieras vivas en el mundo-.
Con todo, la lectura de esta novela se revela bastante más entretenida que la mayoría de historias de anticipación contemporáneas, quizá gracias a su propia falta de pretensiones. Looking backward, 2000-1887, de Bellamy, por ejemplo, resulta bastante fastidiosa por su contenido demasiado abiertamente panfletario; mientras que Le meraviglie del duemila es mucho más neutra, en cuanto a mensaje político. No obstante, abundantes pasajes de la historia delatan en Salgari un pensamiento conservador, casi reaccionario, que justificaría la posterior reivindicación que de este autor intentó la Italia fascista. Y lo más estremecedor es comprender su intención de retratar una sociedad perfecta, cuando, para muchos, el mundo que imagina tendría bastante de infernal. Una sociedad que, por muchos juguetes mecánicos puestos a su disposición, continua siendo igual de injusta, en la que el pensamiento es monocolor y cualquier disidente es condenado a un campo de concentración o abiertamente aniquilado.
Ya a las pocas páginas de su inicio se menciona una rebelión anarquista en Cádiz, atajada con rapidez por los bomberos -único cuerpo de seguridad, como en la novela de Bradbury-, que les exterminarán sin compasión, pues, como afirma uno de los personajes con absoluto desparpajo, "somos demasiados en el mundo". Más tarde explicará:
"Unos chorros de agua electrizada a altísima corriente y se acabó todo. ¡Demonios!... el mundo tiene derecho a vivir sin que se le perturbe. A quien rechista, se le envía al reino de las tinieblas; os aseguro que nadie se queja".
Las ideas liberales no tienen lugar y mucho menos el socialismo -para horror de Bellamy y Morris, si hubieran conocido la novela del italiano-, brindándonos Salgari una predicción sobre su destino bastante reconocible en los acontecimientos de la última década:
"Desapareció tras una serie de experimentos que no contentaron a nadie y disgustaron a todos. Era aquella una hermosa utopía que en la práctica no podía dar resultado alguno, resolviéndose, al cabo, en una especie de esclavitud. Así, hemos vuelto a lo viejo, y hoy hay pobres y ricos, dependientes y patronos, como miles de años antes, como ocurrió desde que el mundo comenzó a poblarse".
La falta de oposición no se revela únicamente a nivel ideológico, sino incluso a nivel racial, pues en el mundo futuro de Emilio Salgari la raza blanca detenta todo el poder. Los esquimales casi han desaparecido, agotado su sustento por la caza abusiva de los animales de la región, y los pocos negros que aparecen desempeñan tareas serviles. Aunque las potencias europeas desmantelaran China como imperio, sólo los asiáticos tienen posibilidad de imponerse, por simple presión demográfica, hecho que los protagonistas mencionan con preocupación.
Insisto que, aunque a nosotros no nos lo parezca, pretende vendernos una utopía, así alguna cosa ha de resultar positiva y una de ellas es la finalización de las guerras. Salgari ya apuntaba la idea de que la proliferación de armas de devastación masiva sería tan aterradora que las guerras se extinguirían al no atreverse nadie a provocarlas. Defendida por otros en nuestro siglo, ha demostrado ser completamente errónea; pero en la ficción del italiano funciona, con lo cual, eliminados los ejércitos, se aligera a la sociedad de una carga onerosa, y ningún recurso es baladí cuando la superpoblación es el mayor problema. Cada rincón del planeta será explotado intensivamente, reconvirtiendo extensiones que antes sólo servían para pastos en tierras cultivables. La conclusión de Salgari es evidente: en el 2000 todos serán vegetarianos.
De toda la obra lo más insatisfactorio es el final. Se nota que su autor no sabía muy bien cómo acabarla, consecuencia evidente del débil hilo argumental que articula toda la historia. Catálogo de prodigios, la muestra puede visitarse en cualquier dirección y acaba cuando dejas la última sala. Resulta triste que Emilio Salgari, adalid del desenlace dramático -vean sino al Corsario Negro abandonando en alta mar a su amada Honorata-, no fuera capaz trazar conclusión más atractiva. De este modo no hace sino confirmar la mediocridad de una novela de por sí intrascendente, cuyo interés debe ceñirse a un plano arqueológico como pieza poco conocida de la más primitiva ciencia ficción europea.