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CONTENIDO LITERAL
("Algo nuevo, ¡pruebe con peces!", cuento de Ignacio Romeo)
Una vez que lo pienso, me parece imposible cómo ocurrió todo esto. Y, sobre todo, cómo pudo cogerme tan de sorpresa. Tal vez no hubiera sido así si, como era mi obligación, me hubiera documentado suficientemente: algo hubiera aprendido de la lectura de textos como el "Manuel d'erotisme subaquatique", de Gastón de la Perronerie, o el famoso tratado "Uber den unaussprechliche liebenvellen Wahnsinnen der unterseeischen Gewürme", de Klaus Jurgen Adolf von Rittenhausen.
Claro que no estaba completamente en ayunas sobre el tema. Aparte de nociones, me atrevería a decir que suficientemente amplias de zoología y ecología marinas, puedo afirmar haber estudiado concienzudamente el monumental y definitivo tratado "Mermaids, Mermen, Merboys, Mergirls and Merchildren" (con su apéndice "On the Waterbabies"), de Aloysius Fisher (nombre muy adecuado), que pasa por ser el texto exhaustivo respecto a estos temas, como se deduce tan sólo del enunciado de su título. Aunque debo de confesar que, después de haber leído cuidadosamente las cuatrocientas y pico páginas de que consta el libro, al final de la lectura mis ideas no eran mucho más claras que al principio. Es que se sabe muy poco de esto, y cómo pueden escribirse cuatrocientas páginas en estas condiciones esta más allá de mi comprensión. Admiro al Sr. Fisher.
De toda maneras, por aquella época yo era, digamos, consejero técnico de la empresa A.G. Marinwerke, en nombre de la cual llevaba a cabo determinados estudios sobre el terreno acerca de la vida marina y la ecología general, en suma, de la plataforma continental en general y especialmente de los arrecifes coralinos cercanos a la costa. No sé exactamente lo que la Marinwerke tenía en mente, pero era mi obligación el registro detenido de la flora y la .fauna del arrecife, de la intensidad y dirección de las corrientes acuáticas y de la salinidad y temperatura de las aguas. Tan sólo recogida de datos; una serie de cifras, según una especie de baremo que me había sido dado previamente. Según entiendo, estos datos eran luego procesados por colosales ordenadores de la Marinwerke, a los que correspondía elaborar un cuadro coordenado de la biología del arrecife, necesario para los propósitos de la Compañía, cualesquiera que fuesen éstos.
Pero esto es meramente accidental respecto a mi historia, sólo sirve para explicar por qué estaba yo allí y hacía lo que hacía. Y mi tarea, ciertamente, era placentera: se limitaba a bucear hora tras hora, con una escafandra autónoma, y a emplear juiciosamente los aparatos de medición proporcionados por la Marinwerke, los cuales prácticamente lo hacían todo. Era una ocupación, repito, para mí agradabilísima, y que me permitía realizar una serie de observaciones sobre la vida marina muy interesantes para alguien que, como yo, tiene una formación, me atrevería a decir que sólida, sobre la biología y la ecología de los mares.
Esta es la causa por la que un día encontré una sirena en lo alto del arrecife. Bueno, entendámonos. No me refiero a uno de esos mamíferos del orden de los sirénidos, como el manatí o el dugong, u otras especies afines. Estos son seres repulsivos, obesos rollos de grasa, gordos, gordos y deformes, con una cara horrorosa de elefante con parotiditis. Cómo, al contemplar estos seres, se iniciara la leyenda de las sirenas (es la explicación oficial), es algo fuera de razón. Sencillamente, no cuela.
Lo que había allí era una sirena en el sentido clásico de la palabra: por arriba una rubia despampanante, de formas irreprochables justo hasta las caderas, y de ahí para abajo una gran cola de pez. A pesar de ser experto en vida marina, no puedo opinar sobre la cola, pero de allí para arriba, ¡Santo Cielo!, estaba muy bien hecha. Presentaba un aspecto completamente humano (y femenino cien por cien), con un cutis bronceado, o dorado, o como se quiera, capaz de avergonzar a cualquier bañista sueca. Y fuera cual fuera su clasificación zoológica, desde el punto de vista morfológico era indiscutible, generosa y gloriosamente mamífera. Su espalda era todo un poema y su cabellera, larga y rubia, un encanto. Era una sirena tan clásica, tan clásica, que allí estaba ella, tomando el sol tan ricamente, sentada sobre la roca y peinando sus cabellos con un peine que no sé si era de concha de tortuga o de una raspa de pescado, pero ¿qué importa? Tarareaba para sí una canción desconocida, de sutil encanto. Pero vamos, una marcha fúnebre que tarareara, sonaría encantadora.
Yo salía del agua con mi escafandra autónoma y todo, venía de bucear midiendo, al pie del arrecife, las tensiones de oxígeno, de anhídrido carbónico y el porcentaje de radiación solar en torno al lecho de algas, de metro en metro. Cosas interesantes para la Marinwerke, supongo. Y al salir del agua me encuentro con aquello. ¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar? Yo, desde luego, me olvidé instantáneamente de la Marinwerke, de las tensiones de oxígeno y de carbónico y de los puñeteros rayos ultravioleta. Me quité la mascarilla y los anteojos y mi mayor preocupación era: ¿cómo me acerco sin que se asuste y huya? ¿Asustarse? ¿Huir? Compañero, usted no conoce a las sirenas. Había salido del agua por detrás de la sirena, ¡qué espalda, oiga!, y muy despacito giré en torno a ella. Al llegar a un ángulo adecuado hice un prodigioso esfuerzo intelectual y le dirigí la palabra:
- ¡Hola! -le dije.
Original, ¿no?
La sirena volvió el rostro y maldito si se asustó. No. La sirena, no. Nada de eso. Me lanzó una sonrisa deslumbrante y pronunció unas palabras. Palabras, creo. Se trataba más bien de un gorjeo cristalino, líquido y musical, que, naturalmente, no comprendí. Ni falta que hacía. Sin dejar de gorjear, introdujo sus dedos por dentro de su cabellera, echando el pelo hacia atrás, y luego me enseñó el peine, en el que no me fijé ni poco ni nada. Era obvio, me decía a su modo: "Pues nada, aquí estoy peinándome un poco". Y aunque tenía la seguridad de que no me iba a entender ni jota, le contesté a mi vez:
- Muy bien, muñeca, bonito pelo que tienes. Sigue, sigue.
Y probablemente esto es lo que iba a hacer ella porque, como si me hubiera comprendido, después de una breve risa argentina (sabía reír bien, seguro), siguió pasándose el peine por el cabello. Luego volvió de nuevo la cabeza, me miró con una clara expresión interrógativa y gorjeó otra vez. Puestos a fabular, lo interpreté más o me nos así: "Estoy guapa, ¿no?" A lo que contesté:
- Pues claro, preciosa, muy guapa. Eres la sirena más bonita que he visto.
Lo cual, desde cualquier punto de vista, era verdad.
Entonces la sirena se revolvió sobre su cola, quedando completamente frente a mí. Tenía unos enormes ojos verdes, preciosos, como todo lo de ella. Se lanzó a un largo, apasionado y gorjeante discurso, agitando sus manos delante de mí. Pude ver que sus manos eran palmeadas, pero de alguna manera parecían en ella algo natural y hasta bonito. Sus gorjeos eran vehementes y estaban muy expresivamente subrayados por los movimientos de sus manos. Por último terminó con unos trinos de un claro carácter de interrogación (que en adelante transcribiré como ¿?), e inclinó su cabeza mirándome de hito en hito y enarcando las cejas. Las cejas, por si no lo he dicho antes, eran finas, arqueadas y tan bonitas como el resto. Yo me sentí obligado a responderle algo:
- Vaya, vaya -exclamé-, ¿quién lo habría de decir? No hay derecho, realmente.
Y si alguno cree que yo no decía más que tonterías, le recuerdo que no tenía ni zorra idea de lo que ella me estaba diciendo, y que era muy probable que la sirena tampoco me entendiera. Por lo tanto, ¿qué importancia tenía lo que yo dijera? Con la entonación tenía que ser bastante... yo entendía que ella me contaba sus problemas, pero de qué se trataba realmente, que me ahorquen si lo sabía.
Estimulada al parecer por mis palabras, la sirena se lanzó a una larga perorata. Gorjeaba muy deprisa y con vehemencia; tal vez era una enumeración completa de ofensas, ultrajes, desaires o qué sé yo, que había tenido que padecer. Con un dedo en alto subrayaba las distintas partes de su discurso, cosa que curiosamente podía hacer con facilidad a pesar de sus manos palmeadas. Luego inclinó su cabeza, mirándome fijamente, y lanzó unos gorjeos:
- ¿?, ¿?
Como diciendo: "¡Eh, eh!" Yo respondí, poniendo a prueba todos mis poderes de imaginación:
- ¡Oh, oh!
Obtenida de esta manera una total aquiescencia sobre aquel ignorado tema, la sirena volvió la cabeza, mirando fijamente hacia las olas del mar, que rompían contra el arrecife, a pocos metros de nosotros. Luego musitó algo, con voz monótona y triste, mientras enlazaba sus manos en su regazo, y sorbió un par de veces por la nariz, una naricilla graciosa y respingona. Yo esperaba que de un momento a otro empezara a hacer pucheretes. Y me preguntaba: ¿Lloran las sirenas?, ¿qué utilidad pueden tener las lágrimas en un ser acuático? Pero, afortunadamente, la cosa no llegó a tanto. La sirena reaccionó y cambió su humor triste por otro de enfado, de indignación. Lanzó otra fuerte perorata, mientras subrayaba sus trinos con expresivos gestos, señalando una y otra vez hacia el mar abierto. Y por último se volvió hacia mí y, alzando las manos, con las palmas hacia arriba, pareció decirme: "¿Qué más puede hacer una chica?"
¿Qué hubiera hecho usted? Yo empleé mi acento más persuasivo y le dije:
- Bueno, chica, ¡no te desazones! Ya sabes, todos los... tritones son iguales. Unos cerdos... quiero decir unos marsopas, unos... besugos. (Pero, ¡qué tontería por mi parte, buscar un símil apropiado! ¡Ella no me entendía!) ¡No merece la pena que te aflijas, no!
¡Qué efecto le hicieron mis palabras! No, si cuando uno es persuasivo... Se le iluminó el rostro de forma maravillosa, lo cual quiere decir que me sonrió, pero no sólo con los labios, sino con los ojos, con todo el rostro; en fin, toda ella. Inclinó la cabeza y me dijo algo, suavemente. Luego extendió la mano y me tocó el hombro. Era el primer contacto físico entre nosotros. Su mano era suave y fría, y que me cuelguen si no me pareció estar cargada de algunos centenares de voltios. Desde luego, todo era pura fantasía, pero es que mi imaginación estaba trabajando a tope.
- Eres todo un bombón, pequeña -le dije, como abobado.
Entonces la sirena, que estaba algo inclinada hacia mí para alcanzarme con su mano, retiró ésta, se irguió y emitió de nuevo su risa cristalina y, desde luego, gorjeante. Luego dijo algo, acabando con trino agudo, interrogante:
- ¿?
Yo, cada vez más despistado, comprendiendo y no comprendiendo. Tan original como siempre, sólo pude responder:
- ¿Qué?
No creo que fuera consecuencia de mi monosílabo, pero ella, sin dejar de sonreír, y con cierta expresión picarona, levantó los brazos (marcando lo que se marca cuando se levantan los brazos) por encima de su cabeza, e introdujo los dedos entre su cabellera, al mismo tiempo que me miraba y emitía una frase que, a mi imaginación recalentada, sonaba como si quisiera decir: "Estoy buenísima, ¿no?"
Naturalmente, yo le contesté de acuerdo con esta idea:
- Estás de verdad imponente, nena.
Entonces ella bajó los brazos y me miró durante un momento, especulativamente. Yo la miraba de hito en hito, pensando: "¿Y ahora qué?" Acercó a su rostro una mano entreabierta, poniéndola sobre la nariz y la boca; luego, entrelazó los dedos de sus dos manos, dejando entre ellos como una ventana, que colocó delante de los ojos. Aquello era evidente: ella deseaba que me pusiera la máscara y los anteojos de bucear. A continuación estiró los brazos e hizo movimientos como de natación. El significado era obvio, e inmediatamente me ajusté ambos adminículos y me puse de pie sobre el arrecife. La sirena me miró, sonrió satisfecha al ver que la había comprendido, y con un movimiento líquido se deslizó por el agua, extendiendo un brazo en mi dirección, invitándome a que la siguiera. Cosa que hice en el acto, zambulléndome en el agua, detrás de ella.
¿Han visto alguna vez a una sirena nadando dentro del agua? Seguramente que no. Bueno, es todo un espectáculo. A su lado el mejor nadador humano se mueve en el agua con la gracia de un pato andando por tierra. La sirena nadaba, evolucionando y dando vueltas, porque, evidentemente, en el agua era más rápida que yo. Giraba en torno a mí con un donaire y una facilidad impresionantes. Ella me iba poco a poco conduciendo hacia el fondo, a la base del arrecife. Yo me sentía muy consciente de que, al contrario de ella, no me hallaba en mi verdadero elemento. Quizá podía encontrarme algo grotesco, con mis piernas y las aletas de goma calzando mis pies, pero no dejaba de sonreírme y de invitarme, con gestos, a que la siguiera. A pesar de lo extraño de la situación y del arrobador espectáculo de la sirena nadando, aun tuve tiempo de preguntarme varias cosas. ¿Cómo respiraba? No poseía agallas como los peces. ¿Usaba el agua lo mismo que nosotros el aire? En tal caso, era dudoso que pudiera sumergirse mucho, ya que no podría abandonar las zonas más oxigenadas de las aguas del mar.
Después de un rato de nadar sobre el fondo del mar, junto a las rocas, la sirena se introdujo por una especie de túnel, que horadaba el arrecife al nivel del fondo, y me hizo señas de que la siguiera. No debía haberlo hecho, porque es muy imprudente aventurarse por sitios como aquél cuando se va solo. No obstante, yo no estaba exactamente solo, porque la sirena, en caso de necesidad, estaría sin duda más capacitada que un compañero buceador, aunque solamente fuera por su natural familiaridad con el medio líquido y evidentemente con el lugar en que se introducía. Por eso la seguí sin dudar, no tenía motivo para desconfiar de sus intenciones y el que me sugiriera que me pusiese la mascarilla y los anteojos denotaba que no desconocía las limitaciones de los seres humanos dentro del agua. El que entierra firme se ignore prácticamente todo sobre las sirenas (¡y qué verdad es esto!) no supone que las sirenas mismas no tengan un conocimiento amplio sobre las criaturas que respiran aire. Después de todo, los seres humanos son cualquier cosa menos escasos, y la sirena en ningún momento manifestó extrañeza alguna ante mi presencia, tal, como por ejemplo, me produjo a mí la suya. Así que la seguí sin titubear: el pasaje submarino no era nada difícil, sino lo suficientemente amplio en todos los sentidos como para que su re corrido fuera fácil y nada peligroso. De lo que no había mucho era de luz, aunque no estaba ausente del todo, porque alguna iluminación entraba por la abertura de ingreso y al final se vislumbraba alguna claridad difusa, que aumentó al llegar a un recodo, en el que el corredor torcía hacia arriba. Seguí a la sirena en todo el recorrido y de pronto encontramos una superficie libre con aire por encima. Estábamos en una caverna fraguada en el seno del arrecife, ignoro si de origen natural o si había sido horadada por las manos de la gente submarina. No muy grande, pero se podía estar allí cómodamente; era como una habitación de buen tamaño, iluminada bastante bien a través de algunas grietas en el techo. El suelo formaba un declive marcado, con una parte debajo del agua, y allí terminaba el túnel de acceso. La otra parte era como una playa en miniatura, cubierta de arena fina y blanca. Había, además, como repisas o estantes tallados en la piedra de la pared rocosa de la caverna. Allí la sirena guardaba algunas posesiones personales: un par de peines y un espejo, procedentes tal vez de algún naufragio, o de cualquier otro sitio, ¿quién sabe?, y algún que otro cachivache de interés indudable para la sirena, aunque yo no podría señalar para qué podrían servir. A un lado de la playa había una depresión llena de agua, claramente en comunicación con el resto del mar, y que por su tamaño y forma me hizo suponer que se trataba de algo así como una bañera (¡qué equivocado estaba!), aunque no acertaba a comprender para qué podría necesitar una bañera un ser que se pasaba prácticamente toda su vida en el agua. A su lado había un saliente, como una gran repisa, de la pared de la cueva, que llegaba casi hasta el borde del agua y que estaba cubierto por una capa de algas.
"Vaya", me dije. "Ahora estamos en el boudoir de la señorita sirena. Y bonito apartamento de soltera que tiene la nena. Desde el punto de vista submarino, no carece de comodidades".
La sirena brincó ágilmente fuera del agua, sentándose sobre su cola, reclinada sobre la repisa. Luego, palmeando con la mano sobre la capa de algas, a su lado, me indicó su deseo de que me sentara junto a ella. Entonces yo salí del agua y, antes de sentarme, me despojé de la mascarilla y los anteojos, del pesado depósito de aire comprimido y de las dos aletas de caucho, colocando todo ello en un montón sobre el extremo más alejado de la repisa. Ella me miraba, aparentemente muy divertida, gorjeando algunos comentarios cuya naturaleza, como es claro, no comprendía enteramente. Luego insistió en que me sentara a su lado, y así lo hice.
Este fue el momento en que ella se inclinó hacia mí y susurró a mi oído una serie de trinos suaves. Me dije a mí mismo; "este ligue va a toda marcha", y le respondí en voz alta con unas palabras amables que no recuerdo bien porque, realmente, importaba muy poco lo que dijera. Entonces ella reclinó su cabeza sobre mi hombro y siguió trinando. Yo tenía algunas oscuras premoniciones sobre en qué acabaría todo aquello. Pero, ¡demonios!, de momento era sumamente agradable. La cabellera de la sirena, y también toda ella, olían muy placenteramente, olían a mar. No a pescado, no, eso es un error. El mar no huele como una pescadería, que al fin y al cabo no es más que un depósito de cadáveres de animales marinos. Es como si creyéramos que el olor de un cerrado mausoleo es el mismo que el de un prado soleado, lleno de hierba y de flores.
Ella se incorporó luego, mirándome, y me dirigió una larga frase que acabó con el trino interrogativo que había ya usado antes:
- ¿?
- Está bien, nena -le dije-. De acuerdo, eres fantástica, pero ¿qué viene ahora?
Se acurrucó contra mí. Su piel era suave, tersa, no del todo como la piel humana, pero agradable al tacto. Lo que sí resultaba perceptible es que su temperatura era inferior a la humana. No pareció importarme mucho. Pasé un brazo por su talle, bien por encima del comienzo de su cola de pez. Ella comenzó a acariciarme el hombro y el pecho, mientras continuaba parloteando, y añadiendo al final el inevitable:
- ¿?
- Sí, sí -le dije-. Lo que quieras. ¡Sí!
Esto era, al parecer, lo que esperaba la sirena, que empezó a dar muestras de alegría y de una cierta agitación. Me echó ambos brazos al cuello y, presionando contra mí, hizo que me reclinara sobre las algas. Luego se apretujé sobre mí, acariciándome y pronunciando su gorjeo de una manera rápida y apasionada. Yo estaba negro, materialmente negro. La condenada rubia me gustaba horrores y no permanecía en absoluto insensible a su avasalladora presencia, pero luego ¿qué? Además su peso casi me cortaba la respiración. Correspondí como pude y como supe a sus ardores y de muy buena gana. ¿Cabe alguna duda de que aquello era realmente excitante? Pues aún no saben lo que iba a. suceder.
La sirena se incorporó otra vez, dejándome muy excitado y algo magullado Sus trinos incesantes eran casi musicales. ¿Acaso no se ha hablado antes del canto de las sirenas? Alzó sus brazos, como ya hizo otra vez, y ahuecó su cabellera con sus dedos. Y concluyó otra vez con sus gorjeos interrogantes, pero repetidos y... urgentes.
- ¿? ¿? ¿?
- ¡Sí, sííí! -repetí yo, sin saber qué más decir. Ni qué hacer. No acababa de ver claro la exacta mecánica de todo el asunto.
Y, entonces, para mi pasmo, la sirena con un ágil salto se zambulló dentro de aquella cavidad llena de agua que parecía una bañera. Allí giró un par de veces sobre sí misma, remojándose a gusto, y luego se aferró fuertemente al borde de la cavidad e irguió la cabeza, con los ojos cerrados y una expresión de... ¿éxtasis? Yo me preguntaba febrilmente qué es lo que podría estar haciendo, en fin, qué era lo que pasaba y lo que se suponía que yo tendría que hacer. Y, por fin, con gran sobresalto mío, lanzó un grito agudo, se agité y, de otro salto, salió de la bañera como esperando que yo actuara a mi vez.
Al cabo de un rato, salí por último de mi estupor, encontré de nuevo el uso de mis miembros y más o menos de mis sentidos y, movido por una rara curiosidad, me arrodillé en el borde del estanque y miré en su interior. Sólo vi, en el fondo, una masa grisácea que...
¡Y comprendí al instante! ¡Las sirenas son peces! No son mamíferos, en absoluto, ¡son peces! Lo que había presenciado era el orgasmo de la sirena en el momento en que ésta... ¡desovaba! La freza, vamos. Y la sirena esperaba que yo colaborara en el asunto, pero al estilo pez. O sea, la muga. El que no sepa lo que es la muga, que lo mire en el diccionario, O en un texto de zoología, si no lo ha visto ya en la televisión, donde se ha visto ya de todo. Qué hubiera hecho usted en mi lugar? ¿La muga? Yo sé lo que hice: me puse de pie de golpe, me coloqué el depósito de aire, la mas carilla, los anteojos y las aletas, ante la mirada consternada de la sirena, y luego me zambullí en el agua y salí pitando, o más bien buceando, por el túnel submarino, al mar libre y después a tierra firme, lejos del arrecife, a donde no he vuelto por temor a encontrarme otra vez con la sirena y escuchar sus incomprensibles, pero para mí claros, gorjeos de reproche.
¿Comprenden ustedes mi manera de actuar? ¿Saben ya por qué no he podido volver a comer cola de pescadilla frita, que antes me gustaba tanto y que ahora no puedo ni ver?
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