(Fragmento de "Asesino de Gor", novela de John Norman. Derechos de autor 1970, John Norman)
Sin hablar, el hombre tomó veinte piezas de oro, discos de Ar, de doble peso, y se las entregó a Kuurus, de la Casta de los Asesinos, que las depositó en los bolsillos del cinturón. A diferencia de las otras castas, los Asesinos no llevan bolsos. - Es necesario que se haga justicia -dijo el hombre. Kuurus no dijo palabra, y se limitó a mirarlo. A menudo, aunque no siempre, hablaban de justicia. Pensó que a esa gente le agradaba hablar de la justicia. Y del derecho. De ese modo se tranquilizaba. Kuurus pensó que la justicia no existía. Sólo existía el oro y el acero. - ¿A quién debo matar? -preguntó Kuurus. - No lo sé -dijo el hombre. Kuurus le miró irritado. Sin embargo, tenía en los bolsillos del cinto veinte discos de oro, de doble peso. Tenía que haber más. - Lo único que conocemos es esto -dijo el hombre, y le entregó un retazo verdoso. Kuurus estudió el material. - Es un distintivo -dijo-. Me recuerda las carreras de tarns de Ar. - Es cierto -dijo el hombre. En Ar usan esos distintivos quienes apoyan a determinado grupo en las carreras. Hay varios grupos del mismo carácter, que controlan las competencias y compiten entre ellos: Los Verdes, los Rojos, los Dorados, los Amarillos, los Plateados. - Iré a Ar -dijo Kuurus. - Si tienes éxito, regresa y recibirás cien piezas de oro. Kuurus lo miró. - Si mientes -dijo-, morirás. - No miento -dijo el hombre. - ¿A quién han matado? -preguntó Kuurus-. ¿A quién debo vengar? - A un Guerrero -dijo el hombre. - ¿Su nombre? -preguntó Kuurus. - Tarl Cabot. Kuurus, de la Casta de los Asesinos, entró por la gran puerta de Ar. Los guardias no lo detuvieron porque mostraba en la frente la señal de la daga negra. Durante muchos años no se había visto en Ar la túnica negra de los Asesinos; es decir, desde el sitio de esa ciudad en 10.110 a contar desde su fundación, cuando Marlenus era Ubar; de Pa-Kur, que había sido Maestro de los Asesinos, y del guerrero de Ko-ro-ba, llamado Tarl de Bristol en las canciones. Durante años el negro de los Asesinos había sido proscrito en la ciudad; Pa-Kur, cuando fue Maestro de los Asesinos, había encabezado una coalición de ciudades tributarias que atacó a la imperial Ar en los tiempos en que habían robado la Piedra del Hogar, y su Ubar tuvo que huir. La ciudad había caído y Pa-Kur, pese a su casta inferior, había aspirado a heredar el manto imperial de Marlenus, se había atrevido a codiciar el trono del Imperio y a colgar de su cuello el medallón de oro de un Ubar, algo que le estaba prohibido a un hombre como él en los mitos de la Contratierra. La horda de Pa-Kur había sido derrotada por una alianza de ciudades libres, dirigida por Ko-ro-ba y Thentis, bajo el mando de Matthew Cabot, de Ko-ro-ba, padre de Tarl de Bristol, y de Kazrak, de Puerto Kar, hermano de armas del mismo guerrero. El propio Tarl de Bristol, desde la cima de Cilindro de la Justicia de Ar, había derrotado a Pa-Kur, Maestro de los Asesinos. Después nunca más volvió a verse el negro de los Asesinos en las calles de la Gloriosa Ar. Sin embargo, nadie cortó el paso de Kuurus, pues exhibía en su frente el signo de la daga negra. Cuando un miembro de la casta de los Asesinos ha recibido su paga y conoce su misión, se aplica ese signo en la frente, de modo que puede entrar en todas las ciudades y nadie se atreve a impedirle su trabajo. Los hombres que hicieron mucho mal o que tienen enemigos ricos o poderosos tiemblan cuando saben que en su propia ciudad entró un hombre que exhibe la daga en la frente. Kuurus pasó la gran puerta, y miró a su alrededor. Una mujer se apartó a un costado, y lo observo atentamente. Un campesino se alejó unos pasos, de modo que la sombra del Asesino no tocara la suya. Kuurus señaló una fruta depositada sobre una carretilla con ruedas de madera y arrastrada por un pequeño tharlarión cuadrúpedo. El vendedor depositó la fruta en las manos de Kuurus y se alejó deprisa, evitando la mirada del Asesino. Con la espalda apoyada sobre los ladrillos de una torre próxima a la entrada, una joven y esbelta esclava lo miraba. En sus ojos se traslucía el miedo. Al parecer, Kuurus era el primero de su especie que ella había visto. Tenía los cabellos oscuros y muy largos, los ojos negros, y la túnica corta sin mangas usual en los esclavos de las ciudades septentrionales de Gor: la túnica era amarilla y mostraba un corte que alcanzaba la cuerda utilizada como cinturón; alrededor del cuello se veía un collar haciendo juego, el acero revestido de esmalte amarillo. Mientras comía la fruta, Kuurus examinó a la joven. Parecía deseosa de huir, pero los ojos del Asesino la retenían en el lugar. Kuurus escupió algunas semillas que cayeron en el polvo de la calle. Cuando terminó arrojó a los pies de la esclava el corazón de la fruta, y ella lo miró horrorizada. Cuando alzó los ojos, atemorizada, sintió los brazos de Kuurus en el hombro izquierdo. Él la obligó a volverse, y la empujó hacia un callejón lateral, obligándola a caminar delante. Llegaron a una taberna que estaba cerca de la gran puerta, un lugar barato y atestado de gente, ruidoso y maloliente; un lugar frecuentado por forasteros y pequeños mercaderes. El Asesino tomó del brazo a la muchacha y la obligó a entrar. Los parroquianos volvieron los ojos hacia ellos. Contra una pared, tres músicos dejaron de tocar. Las esclavas ataviadas con las Sedas del Placer se volvieron y permanecieron inmóviles. Ni siquiera las campanillas sujetas a los tobillos emitieron sonidos. Nadie movió un dedo. Los hombres miraban al Asesino, que a su vez los miró, uno tras otro. Los hombres palidecieron bajo esa mirada. Algunos huyeron de las mesas, no fuese que la marca de la daga negra tuviese algo que ver con ellos. El Asesino se volvió hacia un hombre de delantal negro, un individuo gordo y sucio que vestía una túnica blanca y dorada, manchada de comida y bebida. - Collar -dijo el Asesino. El hombre retiró una llave de una línea de ganchos clavados en la pared. - Siete -dijo, y arrojó la llave al Asesino. El Asesino recogió la llave y tomando del brazo a la muchacha la llevó hacia una pared oscura, en un ángulo de la habitación. Ella se movió aturdida, como si estuviera en trance. En sus ojos se leía el temor. Allí había otras muchachas arrodilladas, y se movieron inquietas, con ruido de cadenas. Kuurus obligó a la joven de cabellos negros a arrodillarse al lado del séptimo collar, y le cerró éste alrededor del cuello, y giró la llave en la cerradura. De este modo, ella tenía la escasa libertad que le daba medio metro de cadena, unida a un anillo empotrado en la piedra. Después, él la miró. Los ojos de la joven se elevaron temerosos hacia Kuurus. El amarillo de la túnica parecía oscuro en la sombra. Desde el lugar donde estaba arrodillada podía ver las lámparas de aceite en el centro de la taberna, a los hombres y a las jóvenes vestidas de seda que se movían entre las mesas atendiendo a los clientes. En el centro del local, bajo una lámpara, había un cuadrado lleno de arena, donde los hombres podían combatir o las muchachas bailar. Después de la arena y las mesas, una pared alta de unos seis metros de altura, con cuatro niveles, y en cada uno siete pequeñas alcobas divididas por cortinas; las entradas eran circulares, y tenían un diámetro de unos sesenta centímetros. Siete estrechas escaleras, unidas a la pared, permitían llegar a las alcobas. La joven vio que Kuurus se acercaba a las mesas y se sentaba en una; estaba puesta contra la pared, a la izquierda, de modo que detrás del Asesino quedaba únicamente el muro. Los hombres que habían estado sentados a esa mesa, o muy cerca, se pusieron de pie en silencio y se alejaron. Kuurus había dejado la lanza apoyada contra la pared y se había desprendido de escudo, casco y de la espada corta; dejo ésta cerca de la mano derecha, sobre la mesa baja. Obedeciendo a un gesto del propietario, el hombre de la túnica blanca y dorada, una de las esclavas se acercó deprisa al Asesino y depositó sobre la mesa un cuenco, y con gesto tembloroso vertió el contenido del frasco que colgaba de su antebrazo derecho. Después, con una mirada furtiva a la joven encadenada a un costado de la habitación, la servidora se alejó deprisa. Kuurus sostuvo con ambas manos el cuenco e inclinó la cabeza. Después, con gesto ceñudo, alzó el cuenco y bebió. Se limpió la boca con el antebrazo y miró a los músicos. - Tocad -dijo. Los tres músicos se inclinaron sobre los instrumentos y un instante después los acordes resonaban nuevamente en la taberna, se reanudaron las conversaciones, la música bárbara, el movimiento de gente, el golpeteo de la vajilla y el sonido de las campanillas sujetas a los tobillos de las esclavas. Había pasado apenas un cuarto de ahn y los hombres que bebían en la taberna habían olvidado que un individuo tétrico los acompañaba; un hombre que vestía la túnica negra de la Casta de los Asesinos, y que bebía en silencio con ellos. Les bastaba saber que no había venido a buscar a ninguno de los parroquianos, que no era por ellos que exhibía en la frente la daga negra. Kuurus bebía y los observaba, y su rostro no revelaba ningún sentimiento. De pronto, una figura pequeña irrumpió por la puerta de la taberna, y rodó por la escalera, mientras profería gritos. Se incorporó deprisa, como un animal pequeño y redondo, un animal de cabeza grande y desordenados cabellos castaños. Tenía un ojo más grande que el otro. Incluso de pie alcanzaba a lo sumo a la cintura de un hombre normal. - ¡No lastiméis a Hup! -exclamó-. ¡No lastiméis a Hup! - Es Hup el Loco -dijo alguien. El ser deforme avanzó cojeando y saltando y se escondió [...] |