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CONTENIDO LITERAL
(Fragmento de "Aprendiz se hace mago [el]", novela de L. Sprague de Camp y Fletcher Pratt. Derechos de autor 1989, L. Sprague de Camp y Fletcher Pratt)
I
- Escuche, amiguito -dijo el que respiraba ruidosamente por la boca-. No nos tome el pelo. Nosotros somos la ley, ¿sabe? Les protegeremos a ambos, pero no podremos empezar hasta que no tengamos los hechos. ¿Están seguros de no haber recibido una nota reclamando un rescate?
Harold Shea se mesó los cabellos, desesperado:
- Le aseguro, agente, que no existe ni la más mínima posibilidad de que recibamos una nota de rescate. Es un asunto de parafisica: ella ni siquiera está en este mundo.
El policía de las facciones enrojecidas dijo:
- Ahora ya vamos a alguna parte. ¿Dónde la escondió?
- No la he escondido en ningún sitio. ¿Cuándo les he dicho yo eso?
- Usted dijo que estaba muerta, pero que no sabía quién la había matado, ¿no es así?
- No. Yo no he dicho nada de que estuviese muerta. A decir verdad, probablemente esté mucho más viva que nosotros y divirtiéndose. Simplemente, no se halla en nuestro continuum espacio-temporal.
- Estupendo -dijo el que respiraba por la boca-. Creo que tendrá que venir a comisaria con nosotros. El teniente desea hablar con usted.
- ¿Quiere decir que estoy arrestado? -preguntó Shea.
El de las facciones enrojecidas miró a su compañero, que asintió.
- O, si lo prefiere, retenido mientras dure la investigación.
- ¡Son ustedes tan razonables como los Da Derga! Después de todo, es mi esposa la que ha desaparecido, y yo me siento peor que ustedes. ¿No les importaría preguntar a algún colega mío antes de llevarme?
El que respiraba a través de la boca cambió una mirada de entendimiento con su compañero.
- Está bien. Puede que saquemos algo.
Shea se levantó para que lo cachearan desde el pecho hasta las caderas.
- Nada -dijo el de las facciones enrojecidas, con un dejo de frustración-. ¿Quién es ese amigo suyo del que hablaba, y dónde podemos encontrarlo?
- Yo se lo traeré -dijo Shea.
- Y una mierda. Estése sentado, quietecito, y Pete lo traerá.
El policía de facciones enrojecidas le hizo una seña a Shea para que volviese a su silla y él mismo se sentó también, no sin antes desenfundar una pistola automática de aspecto poco tranquilizador que llevaba colgada del cinturón.
- Oh, de acuerdo. Pregunten por el doctor Walter Bayard en el despacho de al lado.
- Adelante, Pete -dijo el policía de facciones enrojecidas.
La puerta se cerró. Shea examinó al visitante con cautelosa aversión. Se trataba de un esquizoide de talante apacible y algo receloso; un análisis más profundo podría revelar más datos interesantes. En cualquier caso, Shea tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza como para malgastar sus energías intentando descubrir en un policía un deseo reprimido de ser bailarina de ballet.
El policía contempló a Shea estólidamente durante un rato. A continuación, rompió el silencio:
- Ya veo que tiene buenos trofeos -hizo una señal con la cabeza hacia un par de flechas de Belphebe que colgaban de la pared-. ¿Dónde las consiguió?
- Son de mi esposa. Las trajo del Reino de las Hadas. De hecho, es probable que se encuentre allí.
- Vale, pasémoslo por alto -el policía se encogió de hombros-. Siempre pensé que ustedes, los expertos en cerebros, deberían empezar por estudiar el suyo.
Su boca se contrajo en una mueca, ante la escasa predisposición de su prisionero a discutir sobre una base racional. Se oyeron pasos en el vestíbulo; la puerta se abrió para dar paso al policía que respiraba por la boca, acompañado por Walter Bayard, grande, rubio y pesado, y de la única persona en el mundo a la que Shea no hubiese deseado ver: el psicólogo residente del Instituto Garaden, Vaclav Polacek, también llamado Votsy o el checo elástico.
- ¡Walter! -exclamó Shea-. Por amor de Dios, te importaría...
- ¡Cállese, Shea! -dijo el de las facciones enrojecidas-. Nosotros dirigiremos el interrogatorio -se inclinó hacia Bayard y le dijo con gravedad-: ¿Conoce usted a la mujer de este hombre?
- ¿Belphebe, la del Reino de las Hadas? Por supuesto.
- ¿Y sabe dónde está?
Bayard meditó su respuesta:
- Nadie me ha informado al respecto. No obstante, le aseguro que...
Los ojos de Votsy se iluminaron; tomó del brazo al policía que respiraba por la boca y terció:
- Yo sé quién podría decírnoslo. ¡El doctor Chalmers!
Los policías intercambiaron miradas de complicidad.
- ¿Quién es ése? -dijeron al unísono.
Bayard lanzó una mirada molesta al residente:
- A decir verdad, el doctor Chalmers nos dejó apenas antes de ayer y se tomó unas largas vacaciones, de modo que no podrá ayudarnos. ¿Puedo preguntar qué es lo que ocurre?
El policía de rostro enrojecido, con el dedo presto en el gatillo, dijo:
- ¿Conque antes de ayer, eh? Eso hacen dos desaparecidos. ¿Saben adónde se fue?
- Eeeh..., eeh...
- ¿Podría ser que se hubiese marchado con la señora Shea?
Pese a lo difícil de su situación, Shea, Bayard y Polacek no pudieron reprimir una carcajada unánime.
- De acuerdo -dijo el de las facciones enrojecidas-, no lo hizo. Le haré otra pregunta. ¿Sabe usted algo sobre una merienda campestre que se hizo antes de ayer en el Bosque de Séneca?
- Si quiere saber si estuve allí, la respuesta es no. Ya sé que hubo una merienda campestre.
El que respiraba con dificultades a través de la boca dijo:
- Creo que está ocultando algo, Jake. Habla como si no fuese con él la cosa.
- Deja que me encargue yo de él -dijo el de rostro enrojecido-. Doctor Bayard, usted es un psicólogo, igual que el doctor Shea, aquí presente. ¿Cómo podría explicarme con palabras que, durante el curso de esa merienda, el doctor Shea y su esposa se adentraran en el bosque y sólo regresara él gritando: ¡Mi mujer se ha ido!.
- Puedo explicarlo perfectamente bien -dijo Bayard-, aunque no sé si usted comprenderá mi explicación.
- De acuerdo, ¿qué le parece si le ordeno que me acompañe y se lo cuenta al teniente? Me estoy cansando ya de tanto juego del escondite. Llévatelos, Pete.
Pete, el que respiraba con gran aparatosidad por la boca, alargó un brazo para tocar el codo de Bayard. El efecto fue el mismo que si hubiese pulsado el botón que haría estallar una reacción nuclear. Hasta donde pudieron comprobar Pete, Bayard, Polacek y Shea, las luces de la habitación se fundieron en un remolino móvil que no tardaría en transformarse en un círculo de un gris fulgurante. Oyeron a Jake gritar con cierta flojera:
- ¡Que no escapen!
Sus últimas palabras, emitidas en un tono muy agudo, quedaron ensordecidas por el estruendo de una bala que brotó de su pistola automática, incendiándolo todo con una llama anaranjada en forma de dalia. Luego, se borraron los contornos de las cosas.

El suelo estaba frío bajo sus pies, y cubierto de mármol parecía como si se hallasen en un corredor interminable, que se alargaba varios kilómetros en cada dirección, con un suelo de baldosas ajedrezadas sobre el que se erigían, aquí y allá, columnas esbeltas y gráciles que sustentaban unos arcos de herradura de tipo morisco. Esta decoración se repetía hasta el infinito, perdiéndose en la lejanía. Las columnas estaban esculpidas en algún material traslúcido, alabastro, o quizá hielo. Estamos en Oriente, pensó Shea.
- Escuchen -dijo Pete-, si intentan escapar, la van a cagar. Esto no es Nueva York. En este estado rige la ley de Lindbergh.
Se había desprendido del brazo de Bayard y desenfundado una pistola igual que la del otro policía. Shea le advirtió:
- No se moleste en apretar el gatillo: las balas no saldrán.
- Oye, Harold -Bayard parecía molesto-, ¿no nos habrás hecho víctimas de alguna de tus malditas fórmulas lógico-simbólicas?
- ¡San Wenceslao bendito! -dijo Votsy, señalando-. ¡Miren ahí!
Una comitiva avanzaba por entre las columnas que flanqueaban el corredor, perdiéndose en la oscuridad. Iba encabezada por cuatro eunucos repugnantemente gordos, sonriendo de oreja a oreja, con turbantes sobre sus cabezas y pantalones bombachos de una tela azul, que portaban una gran espada cada uno. Detrás venía una fila de negros desnudos de cintura para arriba, con pendientes en las orejas y un montón de almohadones y cojines sobre sus cabezas.
- ¡Está arrestado! -dijo Pete, apuntando a Shea con la pistola. Luego, se volvió hacia Polacek-. Usted quiere colaborar con la justicia, ¿verdad? Entonces, ayúdeme a sacarlo de aquí.
Los eunucos se pusieron de hinojos y golpearon con sus cabezas el suelo, mientras los negros, en perfecta sincronía, rompían filas y colocaban los almohadones y cojines al pie de los cuatro visitantes. Pete volvió la cabeza con indecisión, pero en seguida la giró rápidamente, cuando Shea se sentó. Sin pensárselo dos veces, apretó el gatillo de su pistola, que emitió un chasquido seco.
- Ya le dije que no funcionaría -dijo Shea-. Inténtelo de regreso a casa.
Shea era el único que había experimentado con

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