(Fragmento de "Erasmus Darwin Magister", novela de Charles Sheffield. Derechos de autor 1982, Charles Sheffield)
Era un atardecer de primavera, tibio y sereno, y el sonido de la conversación que salía de la ventana abierta de la casa se oía por un buen trecho del sendero. Lo suficiente para que el hombre que avanzaba por el camino de arena se detuviera y luego echara a andar por el césped. Caminó silenciosamente por la recortada hierba hasta llegar al amplio ventanal, se inclinó hacia delante y atisbó por una abertura de las cortinas. Al poco, regresó al sendero y entró en la casa por la puerta, que estaba abierta. Haciendo caso omiso del criado, que aguardaba en el vestíbulo, giró a la izquierda y se metió en el comedor. Miró atentamente a su alrededor, mientras la conversación de las personas reunidas alrededor de la larga mesa se acallaba lentamente. - ¿El doctor Darwin? Su voz tenía un tono seco y ceremonioso. Los ocho comensales guardaron un instante de silencio, mientras analizaban al forastero. Era un hombre alto y enjuto, de piel morena y cetrina. El haber estado expuesto al sol durante muchos años le había grabado una arruga permanente en el entrecejo, y un ligero y continuo temblor de manos revelaba otras secuelas de alguna enfermedad foránea. Les devolvió la mirada sin decir palabra. Al cabo de unos segundos, uno de aquellos caballeros echó hacia atrás la silla sobre la que estaba sentado y dijo: - Yo soy, Erasmus... Darwin. La ligera vacilación entre las dos últimas palabras parecía deberse a un defecto de tartamudeo, no a una pausa intencionada. Luego prosiguió: - ¿Quién es usted y qué ha venido a hacer aquí? Mientras pronunciaba estas palabras, el doctor Darwin se había puesto en pie y se dirigía hacia el recién llegado. Era un hombre muy corpulento, de miembros pesados y rostro gordinflón, picado de viruela. Permaneció inmóvil mientras aguardaba tranquilamente la respuesta de aquel intruso. - Soy Jacob Pole, para servirle a usted -dijo el desconocido. A pesar de la tibieza de aquella tarde de abril, llevaba alrededor del cuello una bufanda gris de punto, tejida a mano. - El coronel Jacob Pole de Lichfield -continuó el forastero-. Entre Usted y yo, doctor Darwin, media hoy mucha distancia, aunque seamos vecinos. En realidad, mi casa está a menos de dos millas de ésta. En cuanto a lo que he venido a hacer aquí, le aseguro que no he venido motu propio y, desgraciadamente, lo que me trae no es una cuestión agradable. He venido a requerir sus servicios para que atienda a un enfermo de la alquería de Bailey, que se encuentra a un cuarto de milla de aquí. De la mesa brotó un coro de protestas. Un caballero de rostro delgado, que no llevaba peluca, se puso en pie y se acercó al forastero, al tiempo que le decía: - Coronel Pole, ésta es mi casa. Le perdonaré que haya entrado usted en ella sin invitación ni aviso previo, puesto que todos comprendemos que una urgencia médica exime de las normas de urbanidad. Pero ha interrumpido usted algo más que una cena entre amigos. Me llamo Matthew Boulton; esta noche la Sociedad Lunar se ha reunido en mi casa para tratar de cuestiones muy importantes. Se encuentra entre nosotros el señor Priestley, que vive en Calne y que ha venido a contarnos sus últimos descubrimientos sobre el nuevo aire. Aunque ya lleva un buen rato hablando, no ha terminado, ni mucho menos. ¿Podría usted aguardar una hora? Jacob Pole seguía en pie, y más tieso que nunca. - Si fuéramos capaces de hacer aguardar a la enfermedad, yo también lo haría muy gustoso. Pero el caso es que... Se volvió hacia Darwin y prosiguió: - Yo soy un simple mensajero, pues casualmente estaba cenando en casa de Will Bailey; he venido porque así me lo pidió el doctor Monkton, que requería la ayuda inmediata de usted. Los comensales volvieron a prorrumpir en grandes exclamaciones de sorpresa. - ¡Monkton! ¿Que Monkton ha pedido ayuda? ¡Eso sí que es algo insólito! - ¡No haga caso, ´Rasmus! Venga a sentarse y pruebe un poco de esta tarta de ruibarbo. - Si está en manos de Monkton, podemos dar al paciente por muerto -comentó un caballero sobriamente vestido que estaba sentado en el lado derecho de la mesa-. No se trata de un médico, sino de un verdugo. Vamos, coronel Pole, siéntese con nosotros y tómese una copita de clarete. Nos reunimos tan pocas veces que no nos agrada que nos molesten. Erasmus Darwin le hizo una seña con la mano para que callara y dijo: - Basta ya, Josiah. De sobra sé lo que opina usted del doctor Monkton. Luego se volvió hacia Pole y lo miró de frente. El rostro de Darwin mostraba una boca que había perdido hacía tiempo los dientes de delante y una papada que reclamaba un buen afeitado. Sólo los ojos desmentían la impresión de tosquedad y antigua enfermedad. Eran grises y pacientes, y en ellos se reflejaba una profunda sagacidad y una gran capacidad de observación. - No haga caso de nuestras bromas -le dijo el médico a Pole-. Ése es un tema con el que siempre estamos de chirigota. El doctor Monkton nunca me ha consultado sobre temas médicos, bajo ningún concepto. ¿Qué quiere ahora? De nuevo se levantó el griterío: - Es un vejestorio vano y fanfarrón. - Un matasanos... No consienta que le ponga un dedo encima. - No deje que le toque, si en algo aprecia su vida. Pole había estado mirando furiosamente a su alrededor mientras los comensales se dedicaban a poner en solfa los conocimientos médicos de Monkton. Hizo caso omiso de la copa que le tendieron y la cicatriz que tenía en la parte izquierda de la frente se le puso roja. Luego dijo en tono cortante: - Es posible que yo comparta la opinión que tienen ustedes sobre el doctor Monkton, pero lo cierto es que la ampliaría a todos los médicos. Matan a más personas de las que curan. Pero si ustedes, caballeros, y el doctor Darwin aquí presente, anteponen el comer y el beber a la posibilidad de salvar una vida, no me quedará más remedio que acatar esas prioridades. Luego se volvió hacia Darwin y prosiguió: - Mi recado es muy sencillo. Se lo daré y me marcharé. El doctor Monkton me ha pedido que le diga estas tres cosas: en la alquería de Bailey se encuentra un hombre que está gravemente enfermo; ya se detecta la facies de la muerte; y le gustaría que usted -se inclinó para que quedara bien claro que aquélla era una conversación entre él y Darwin solamente- fuera a ver al paciente. Si no está dispuesto a ello, volveré y así se lo comunicaré al doctor Monkton. - No -suspiró Darwin-. Coronel Pole, la descortesía con que lo hemos tratado es imperdonable, aunque tal vez se pueda justificar. Estas reuniones de la Sociedad constituyen el acontecimiento más importante de cada mes y el instinto animal a veces nos hace olvidar el decoro. Aguarde un momento a que me traigan el gabán y estoy con usted. Mis amigos ya le han contado lo que opinan sobre el doctor Monkton, y he de confesar que siento gran curiosidad por ver a su paciente. En los años que llevo ejerciendo la medicina entre esta ciudad y Lichfield, el camino del doctor Monkton y el mío se han cruzado muchas veces... pero, hasta ahora, jamás me había pedido opinión en temas médicos. Pertenecemos a escuelas muy diferentes, tanto en lo que se refiere a diagnosis como a tratamiento. Luego se volvió hacia los miembros del grupo, que guardaban silencio y habían perdido la euforia, y les dijo: - Caballeros, siento mucho tener que perderme el debate y la compañía de ustedes, pero las obligaciones me reclaman. Luego, acercándose a Pole, prosiguió: - Vámonos. Se ha hecho de noche, pero la luna no tardará en salir. Nos las arreglaremos sin linterna. Si la muerte no puede esperar, tampoco lo haremos nosotros. La carretera que conducía a la alquería de Bailey corría por entre dos hileras de setos. La primavera había llegado temprana y el camino aparecía delimitado por dos líneas blancas y paralelas de espinos en flor, iluminados por la luz de la luna. Los dos hombres caminaban el uno junto al otro y, de vez en cuando, el doctor Darwin miraba de reojo el adusto perfil de su compañero. Al fin le dijo: - Parece ser que no tiene usted muy buen concepto de la profesión médica, aunque lleva en su persona huellas de alguna enfermedad. Jacob Pole se encogió de hombros pero no dijo nada. Darwin prosiguió: - Y sin embargo es usted amigo del doctor Monkton. Pole lo miró con el ceño fruncido y replicó: - ¿Yo? Claro que no. Ya le dije antes que soy simplemente su mensajero, porque dio la casualidad de que estaba en la alquería en ese momento. Tuvo un momento de vacilación y luego prosiguió: - Si me apura un poco, y ya veo que está decidido a hacerlo, reconoceré que no soy amigo de ningún médico. El género humano pone más fe ciega en cualquier cirujano necio que en Dios Nuestro Señor. - Y con razón -dijo Darwin en tono sosegado. Pole hizo como si no lo oyera y continuó diciendo: - Fe ciega y contra toda lógica. Cuando uno está dispuesto a darle dinero a otro para que le corte un brazo, no ha de extrañarle que le digan que hay que cortarle el brazo para salvarle la vida. Llevo veinte años de servicio en este país, y no salgo de mi asombro al ver el número de miembros que ha perdido la gente simplemente por capricho de los médicos. - Y a ese respecto, coronel Pole -replicó Darwin agriamente-, en sus veinte años de servicio también se habrá dado usted cuenta de que serían necesarios mil de los peores médicos para conseguir los mismos efectos de [ ] |