(Fragmento de "Pueblo del polo [el]", novela de Charles Derennes. Derechos de autor 1907, Charles Derennes)
Que más bien debiera ser un prefacio, pues en los capítulos siguientes no seré yo el narrador. Pero como las revelaciones que contiene este libro chocan contra un viejo prejuicio del orgullo humano, sería presuntuoso, por mi parte, suponer que el público no fuese a ver en El pueblo del Polo más que la simple imaginación del poeta o el montaje del novelista. Por tanto, antes que nada, deseo indicar mis fuentes y explicar de dónde procede esta narración y de quién la obtuve. Por lo demás, no pido que, de buenas a primeras, se acepte a ciegas; me daré por satisfecho si los lectores comparten los sentimientos que me asaltaron a medida que la iba leyendo, o sea, la incredulidad, la estupefacción, el convencimiento de que lo que acababa de leer era factible y, finalmente, la certeza de que no existía ninguna razón para ponerlo en duda. Antes de proseguir, debo enunciar un axioma que supone el punto de partida, en mis deliberaciones, respecto a la dialéctica a la que el lector debiera conformarse: estamos acostumbrados a pronunciar con cierto desprecio las palabras extraordinario e inadmisible a propósito de realidades que los progresos de la inteligencia y de sus medios de investigación quizá un mañana nos permitan observar experimentalmente. Puedo asegurar que, a cada instante, cualquier sabio e incluso cualquier hombre roza en la sombra de su fatal insuficiencia una de tantas innumerables verdades que, a sabiendas, parecen huir de ellos; las más de las veces les habría bastado muy poco para poder domeñarlas. La humanidad avanza, pero lo hace al azar, desvelando de repente los horizontes, menos posibles, las hipótesis que apenas nos atrevíamos a acariciar en la complicidad del sueño se transforman repentinamente en hechos objetivamente incontestables. Quizá bastase, por ejemplo, con un ínfimo progreso de nuestros medios de observación telescópica o microscópica para que, de un día para otro, la ciencia, las religiones y la moral cambiasen para siempre. Durante el mes de diciembre de 1906 me encontraba en Saint-Margaret´s Bay, un pueblecito del condado de Kent situado en la costa del Canal de la Mancha, a seis millas de Dover. Había ido allí con la intención de escribir, en la paz de una región aún no profanada por las numerosas hordas de turistas, un estudio que llevaría el título de El automóvil y el alma moderna. Como mi trabajo ya estaba casi terminado, sólo esperaba para regresar a París la llegada de mi ilustre amigo Louis Valenton, profesor del Colegio de Francia y miembro del Instituto. Después de volver de una larga y penosa misión paleontológica en Asia del Norte, había decidido disfrutar de algunos días de descanso en Saint-Margaret´s Bay, desde donde regresaríamos juntos a Francia, como habíamos acordado. El día 20 por la tarde recibí un telegrama suyo, advirtiéndome de que acababa de desembarcar en Liverpool. Al día siguiente veía detenerse delante del albergue donde me alojaba dos carromatos cargados de maletas y, pocos minutos más tarde, Louis Valenton en persona descendía de un antiguo cabriolé de alquiler. Louis no sólo es un sabio de indiscutible competencia, sino también un hombre de gusto, un artista sensible a la belleza de los paisajes, puesto que para elogiarlos y describirlos utiliza palabras que serían la envidia de muchos poetas. Así pues, a la mañana del día siguiente a su llegada, no se contentó con mostrarme las muestras paleontológicas que había descubierto, sino que me contó sus viajes a través de los bosques de pinos de Siberia, y me habló de las inmensas llanuras sepultadas casi todo el año bajo un sudario de nieve, de los paisajes de desolación donde apenas conseguían vegetar musgos raquíticos y donde la eterna voz del viento era la única cosa viva, de los barrancos en cuyos flancos los formidables depósitos de rocas azuladas parecían suspender sobre quienes se aventuraban en aquellos parajes la continua amenaza de sus caídas; me habló de las súbitas avalanchas cuyos ecos, extendiéndose en las vastas soledades, propagaban el estrépito hasta el infinito, y de las cavernas que guardaban encerradas en sus profundidades tinieblas de hace mil siglos, donde, antes de desenterrar los tesoros científicos de los vestigios fósiles, a veces se había visto obligado a separar los montones de esqueletos, roídos la víspera por osos y lobos... La expedición había sido fructífera. Además de los esqueletos bien conservados de animales desaparecidos, de los que, hasta entonces, sólo se tenían fragmentos insignificantes, traía consigo los huesos de un ser visto ni imaginado, cuyo descubrimiento debía tener inapreciables consecuencias para los historiadores de la evolución de las especies. Abrió una caja y sacó de ella unos huesos cuidadosamente embalados, numerados y relucientes bajo la capa de esperma de ballena con que los había enjalbegado al retirarlos del suelo, para evitar que se desmoronasen convirtiéndose en polvo. Inmediatamente después, agachado en el parqué, reconstruyó el esqueleto, rápidamente, como hacen los niños con los rompecabezas que, a la larga, acaban por serles familiares. Cuando hubo terminado, apenas pude reprimir un grito de estupefacción por la curiosa apariencia humana del animal; recordando el colegio y algunos artículos hojeados en las revistas, exclamé, un tanto atolondradamente: - ¡El antropopiteco! Valenton sonrió y negó con la cabeza. - No -dijo-, no se trata del ser hipotético con el que nuestros sabios, a falta de algo mejor, han intentado llenar el abismo que aún sigue abierto entre los monos antropomorfos y la humanidad primitiva... Es indudable que las patas posteriores y la columna vertebral se hallan dispuestas de tal manera que no puede negarse la posibilidad de una estación vertical casi perfecta; sin duda, la bóveda craneana se halla mucho más desarrollada que en los gorilas e, incluso, que en algunos pueblos salvajes... Pero mire un poco más de cerca este esqueleto, considere este cuello de longitud desmesurada; estos dientes cónicos y agudos; esta articulación del hombro que no permite mover el brazo de otra forma que no sea verticalmente; estas patas anteriores que se doblan en sentido inverso al del brazo humano, como las patas de un perro al nadar; estas manos (empleo este término a falta de otro mejor) provistas de seis dedos poco prensiles y, posiblemente, unidos entre sí mediante membranas; esta cola enorme, en forma de aleta; y, finalmente, los huesos de la pelvis, tan estrechos y conformados de forma tan poco humana... Y comprenderá que ya no se trata del famoso antepasado del hombre, sino de un reptil anfibio, huésped de los pantanos o de los mares terciarios y, probablemente, ovíparo... Valenton se dirigió hacia la caja y extrajo de ella unos fragmentos calcáreos que me enseñó: - Tenga -añadió-, mire las huellas dejadas en las rocas donde reposaron los huesos de este animal: no tenía pelos y su piel debía parecerse extrañamente a la de los lagartos, tal y como ahora la vemos aumentada por la lupa. Permaneció callado durante un instante y después prosiguió. - Al principio, cometí un error parecido al suyo- bauticé a este animal con el nombre de pitecosaurio... ¿Sabía que los mamíferos, lo mismo que los pájaros, son descendientes de los grandes saurios primitivos, los iguanodontes, los, megalosaurios o los plesiosaurios? Pues bien, después de un examen sumario, me pareció que el pitecosaurio debía ser al primer mono, lo que el pterodáctilo al arqueópterix... Ahora doy a este animal otro nombre... Con voz emocionada, casi jadeante bajo el efecto de la angustia que me oprimía por el presentimiento de una revelación enorme, pregunté: - ¿Cual? - El de antroposaurio -respondió Valenton-. Sí... Veo que comprende lo que significa la palabra anthropos que aparece en este nombre compuesto; no está puesta para indicar una similitud física que, como le hacía notar hace un momento, es totalmente superficial; si la he utilizado ha sido por falta de otra mejor, siendo en este planeta la inteligencia y la razón atributos exclusivos de la especie humana, para indicar que ese animal era en cierto grado inteligente y racional; no me cabe la menor duda de ello. Y recalcó la última frase, que repitió mientras tomaba entre sus manos el cráneo y lo miraba atentamente. - Cuvier -añadió- había reconstruido completamente algunos animales desaparecidos a partir del examen de un simple miembro o de una mandíbula; posteriormente, el descubrimiento del esqueleto completo de aquellos animales ha demostrado casi siempre la exactitud de sus reconstrucciones... Pues bien, yo digo que basta con mirar este cráneo, medir este ángulo facial para deducir casi con completa seguridad que cierto raciocinio, cierta inteligencia, los primeros elementos de una religión, de una moral y de una existencia socialmente organizada tuvieron que surgir de él. - Entonces -exclamé-, ¿esa inteligencia habría precedido al hombre en la Tierra? - No -respondió Valenton-, este animal es contemporáneo de los primeros hombres. La inteligencia humana y la inteligencia... antroposauria tuvieron que coexistir en cierta época. Fíjese, se trata de una comparación que me parece que explica perfectamente la manera en que evolucionan las especies, transformándose y surgiendo unas de otras: imagínese una familia que posee una casa construida en medio de una tierra fértil, los campos de que dispone la alimentan, lo mismo que a sus primeros hijos e incluso a los hijos de sus hijos; pero la especie se multiplica, la tierra ya no basta y las nuevas generaciones se ven obligadas a ir a buscar fortuna en otras partes. Estas personas acaban convirtiéndose en lo que la naturaleza de su patria de adopción quiere que sean; si el país está, por ejemplo, cubierto de bosques difíciles de roturar y poblados de animales, serán cazadores, y no agricultores como sus hermanos y primos que siguen en la cuna de su raza... Análogamente, ciertas especies, abandonando los pantanos primitivos donde vivían los saurios monstruosos de las eras antiguas, fueron ganando poco a poco la tierra firme, se cubrieron de pelo, y de ellas salió la clase de los mamíferos. Pero las especies hermanas que se habían quedado en los pantanos también continuaron transformándose y progresando. ¿Qué [ ] |