(Fragmento de "ˇArrástrate, sombra, arrástrate!", novela de Abraham Merritt. Derechos de autor 1943, Abraham Merritt)
Con ánimo bastante decaído, deshice en el Club de los Exploradores mi equipaje. La depresión singularmente desagradable que la noche anterior me había despertado en mi litera, se negaba a desaparecer. Era como el eco de alguna pesadilla cuyos detalles hubiera olvidado, pero que aún seguía agazapada en el mismo umbral de la consciencia. A ella se unía otro motivo de enfado. Por supuesto que no había esperado ningún Comité Municipal de bienvenida al volver a casa. Pero el detalle de que ni Bennett ni Ralston hubieran ido a verme, comenzó a asumir el aspecto de una gran tragedia marcada por el signo del desprecio. Había escrito a ambos antes de zarpar de vuelta, y suponía que al menos uno de ellos iría a esperarme al muelle. Eran los amigos más próximos que tenía y, con mucha frecuencia, la extraña corriente de hostilidad entre ambos me había divertido. Aunque se estimaban mucho, también era mucho lo que se reprochaban el uno al otro. Siempre pensado que tenían mayor intimidad entre sí que la que me demostraban a mí, que hubieran podido ser Damon y Pitias si cada uno de ellos no hubiese desacreditado la manera que el otro tenía de ver la vida; pero, a pesar de ello, y pensándolo bien, quizá lo fueran. El viejo Esopo ya había formulado siglos atrás sus mutuas discrepancias en la Fábula de la Cigarra y la Hormiga. Bill Bennett era la "Hormiga". El serio y concienzudo hijo del doctor Lionel Bennett, y muy trabajador, era hasta hacía poco uno de los cinco especialistas más eminentes del mundo civilizado en patología cerebral. Hago la distinción entre "moderno" y "civilizado" porque tengo pruebas de que lo que nos complacemos en llamar el "mundo no civilizado" posee muchos más especialistas de lo que se cree, y porque tengo buenas razones para creer que el mundo antiguo tenía otros que se adelantaron en mucho a los del mundo moderno, civilizado o no. Bennett, el viejo, había sido uno de los pocos especialistas que se concentraban más en su trabajo que en su cuenta bancaria. Famoso, pero pobre. Bennett, el joven, rondaba los treinta y cinco años, como yo. Sabía que su padre había depositado en él sus esperanzas. Sospechaba que en algunas líneas de investigación, y especialmente en el campo del subconsciente, el hijo había adelantado al padre, su mente era más flexible, más abierta. Hacía un año que Bill me había contado por carta que su padre había muerto y que se había asociado con el doctor Austin Lowell, reemplazando al doctor David Braile, fallecido al caerle encima una lámpara en la clínica privada del doctor Lowell. [Léase ¡Arde, bruja, arde!, en esta misma colección.] Dick Ralston era la "Cigarra". Había heredado una fortuna tan sólida que ni siquiera las dentelladas de la Depresión pudieron hacer mella en ella. Muy del estilo del típico niño rico, pero sin ver en el trabajo honor, utilidad, alegría ni ninguna otra cosa. Despreocupado, astuto, generoso... pero, decididamente, un perezoso de primera. Yo era el compromiso entre ambos... el puente sobre el que podían encontrarse. Tenía un título de Medicina, pero también el dinero suficiente para salvarme de la rutina de su práctica. Lo bastante para poder hacer todo lo que me apeteciera... que era recorrer el mundo a lo largo de mis investigaciones etnológicas. Especialmente en aquellos campos que mis colegas médicos y científicos llaman superstición... hechicerías indígenas, brujería, vudú y similares. En ese tipo de investigaciones yo era tan concienzudo como Bill en las suyas. Y él lo sabía. Por otra parte, Dick atribuía mis vagabundeos a un cuerpo inquieto heredado de uno de mis ancestros bretones, un pirata que había zarpado de Saint-Malo y se había labrado una reputación sangrienta en el Nuevo Mundo. Al final fue colgado por ello. También atribuía Dick la peculiar inclinación de mi mente al hecho de que, en Bretaña, dos de mis antepasadas hubieran sido quemadas por brujas. Por eso, todo lo mío le era perfectamente comprensible. Pero que Bill fuera tan industrioso no lo era tanto. Un tanto taciturno, pensé en el hecho de que los tres años que había permanecido en el extranjero no suponían tanto tiempo para que me olvidaran. Entonces decidí quitarme de encima el abatimiento y reírme de mí mismo. Después de todo, quizá no habían recibido mis cartas; o quizá habían tenido compromisos que no habían podido cancelar; y cada uno de ellos podía haber pensado que el otro iría a recibirme. Encima de la cama había un periódico vespertino. Vi que era de la víspera. Mi mirada se posó sobre los titulares. Dejé de reír. Decían así: RICHARD J., RALSTON, HIJO, SE DISPARÓ EN LA CABEZA Ninguna razón conocida para tal acto. Cuarto hombre rico de Nueva York que se quita la vida sin móvil aparente. La Policía investiga posible Club de los Suicidas. Leí toda la información: Richard J. Ralston, hijo, que heredó cerca de cinco millones de dólares cuando su padre, un rico propietario de minas, murió hace dos años, fue encontrado muerto esta mañana en su cama, en el dormitorio de su mansión de la calle 78. Se había disparado en la cabeza, muriendo instantáneamente. La pistola con que se mató estaba en el suelo, en el mismo lugar en que cayó de su mano. El Departamento de Investigación identificó las huellas de los dedos como suyas. El descubrimiento lo hizo su mayordomo, John Simpson, quien afirmó que él se había retirado a su habitación cerca de las ocho, según su costumbre. Debido a las condiciones del cadáver, el doctor Peabody, del juzgado, estima que Ralston debió de dispararse a las tres, o sea, aproximadamente cinco horas antes de que Simpson lo encontrara. ¿A las tres? Sentí que un leve estremecimiento me bajaba por la espalda. Teniendo en cuenta la diferencia horaria entre el barco y Nueva York, había sido, precisamente, cuando me había despertado, presa de aquella extraña depresión. Seguí leyendo: Si la historia de Simpson es cierta, y la Policía no tiene ninguna razón para dudar de ella, el suicidio no pudo ser premeditado y tuvo que ser el resultado de algún impulso súbito e invencible. Esto parece verse confirmado por el descubrimiento de una carta que Ralston había comenzado a escribir, pero que rompió antes de terminar. Los trozos fueron encontrados en el fondo de uno de los cajones del escritorio de la habitación, donde él los tiró. La carta decía así: "Querido Bill: Lamento no haber podido quedarme más tiempo. Desearía que pensaras que el asunto es objetivo y no subjetivo, no importa lo increíble que una cosa así pueda parecer. Si Alan estuviera aquí. Él sabe más..." En este punto es evidente que Ralston cambió de parecer y rompió la carta. A la Policía le gustaría saber quién es "Alan" y que le explicara de qué "sabe más". También espera que el tal "Bill" a quien iba dirigida se identifique. Aunque no hay la más mínima duda de que el caso es de suicidio, es posible que cualquiera que sea el asunto "objetivo y no subjetivo, no importa lo increíble", pueda arrojar alguna luz respecto al móvil. Por el momento, no parece existir ninguna razón que explique por qué el señor Ralston ha tenido que quitarse la vida. Sus abogados, la conocidísima firma de Winston, Smith & White, aseguraron a la Policía que sus bienes estaban completamente en orden y que la vida de su cliente carecía de "complicaciones". Es un hecho que, a diferencia de tantos ricos herederos, ningún escándalo fue asociado jamás al apellido Ralston. Éste es el cuarto suicidio en los últimos tres meses de hombres ricos de edades aproximadas a la de Ralston, y de hábitos de vida parecidos. Además, en cada uno de los cuatro casos, las circunstancias son tan similares que la Policía está contemplando seriamente la posibilidad de un pacto entre suicidas. La primera de las cuatro muertes ocurrió el 15 de julio, cuando John Marston, jugador de polo internacionalmente conocido, se disparó en la cabeza en el dormitorio de su casa de campo en Locust Valley, Long Island. Jamás salió a la luz la causa de su suicidio. Al igual que Ralston, era soltero. El 6 de agosto, el cadáver de Walter St. Clair Calhoun fue encontrado en su coche deportivo, cerca de Riverhead, Long Island. Calhoun había abandonado la carretera principal, en un lugar cubierto por la sombra de los árboles, para salir en medio de un campo. Y allí se disparó una bala en el cráneo. Nadie supo por qué. Llevaba divorciado tres años. El 21 de agosto, Richard Stanton, patrón de yate, millonario y trotamundos, se disparó en la cabeza desde el puente de su yate oceánico Trinculo. Aquello sucedió la noche antes de emprender su proyectado crucero a Sudamérica. Seguí leyendo... las especulaciones del pacto entre suicidas, supuestamente debido al aburrimiento y la búsqueda de emociones... las historias de Marston, Calhoun y Stanton... la necrológica de Dick... Leía, pero comprendiendo sólo a medias lo leído. No dejaba de pensar que aquello no podía ser cierto. No había ninguna razón para que Dick se matara. En todo el mundo no había ningún hombre menos dado al suicidio que él. La teoría del pacto entre suicidas era absurdamente fantástica, al menos en lo que a él se refería. Yo era el "Alan" de la carta, desde luego. Y Bennett era el "Bill". Pero, ¿cuáles de mis conocimientos le habían hecho a Dick echarme de menos? Sonó el teléfono y la recepcionista dijo: - Tiene una visita del doctor Bennett. - Que suba -dije. Y añadí, hablando conmigo mismo-: ¡Gracias a Dios! Bill entró. Estaba pálido y ojeroso, y parecía más un hombre que aún sufría una prueba espantosa que uno que ya hubiera pasado por ella. Sus ojos mostraban horror y perplejidad, como si mirara más al interior de su mente, fuera lo que fuese la fuente de aquel horror, que a mí. Me tendió maquinalmente la mano, y todo lo que dijo fue: - Me alegra que hayas vuelto, Alan. [ ] |