(Fragmento de "Skraelings", novela de Carl Sherrell. Derechos de autor 1987, Carl Sherrell)
Wulfgar, seguido de su pequeño grupo de guerreros vikingos y de sus mujeres, blasfemó en voz baja al tiempo que se unían a la multitud que venía por el camino. Tenía un aspecto tan feroz que los demás viajeros se apartaron de él y de su gente. Era un jefe corpulento y ya bastante viejo. Su pecho soportaba una barba gris partida en dos grandes trenzas. Su nariz, desfigurada por una brillante cicatriz, le convertía en la mismísima imagen de la brutal era vikinga. Sin embargo, aquel día, ni él ni sus guerreros portaban armas. Para evitar la venganza de otros jefes nórdicos, Wulfgar había navegado a Islandia buscando una patria donde todavía se honrasen las tradiciones vikingas; una humillación más para el viejo guerrero al ver que tendría que presentarse ante los miembros del Althing y dar una buena razón para que le permitieran entrar en su sociedad. Ante la impaciencia de su gente, acordó ir desarmado ante el tribunal y exponer su caso. Sólo un penacho de humo que provenía del gran volcán y se dirigía hacia el Norte manchaba el matinal cielo azul. Hombres libres y gente de familias nobles de Islandia se apiñaban en el camino. No les sorprendía la humeante montaña, puesto que habían vivido a su sombra la mayor parte de sus vidas. No temían a aquella tierra de fuego y hielo, sino que se enorgullecían de ella y la llamaban patria. Los caminos atravesaban las provincias cuyos límites estaban marcados por grandes mojones grabados con símbolos rúnicos. Cada provincia estaba regida por un hombre que infundía gran respeto. Algunos de los ciudadanos más viejos se referían a estos hombres como "señores" y "reyes"; otros les rendían homenaje eligiéndolos para que los representasen en el Althing. Estos señores descendían de las familias de los primitivos vikingos que habían llegado a aquellas costas en tiempos pasados. Poseían grandes extensiones de tierra y por esta razón contaban con el respeto de los hombres libres que trabajaban en bajeles comerciales, en botes de pesca y en granjas. Todos los nobles sabían, sin embargo, que si perdían este respeto los hombres libres retirarían su apoyo, sustituyéndolos por otros a quienes tuvieran en más alta estima. "Somos iguales", era un dicho favorito de aquella gente nórdica y, aunque algunas familias se consideraban nobles, era en esencia el pueblo el que gobernaba esta tierra. El Althing se esforzaba en ser una institución justa e imparcial, que daba la bienvenida a todo aquel que asistía a sus asambleas. El ánimo de la gente se volvía festivo a medida que se acercaban al poblado cuyo edificio principal alojaba el Althing Algunos se reían y bromeaban mientras otros cantaban y bailaban sobre la suave hierba al borde del camino. Eran gente variada y pintoresca. Sajones y francos libertos, junto con un puñado de monjes irlandeses se abrían camino a empujones entre la multitud. Los monjes cristianos no cuestionaban los principios y juicios del Althing. A menudo se les pedía consejo, ya que los nórdicos los consideraban hombres versados y los auténticos descubridores de Islandia. La mayoría de los ciudadanos estimaba a los monjes como amigos, ya que habían sido aquellos extraños hombrecillos quienes habían enseñado a casi todos los habitantes de Islandia a leer y a escribir en varias lenguas. Incluso unos pocos nobles habían rechazado los viejos dioses para aceptar la cruz. Entre los monjes que recorrían el camino aquel día, iba un tal hermano Brian. Era un hombre bajo, de tez rojiza, y todavía se podía decir que bajo su tosco hábito había un cuerpo fuerte y capaz. Su pelo era del color del sol poniente, así como su nariz y su barba, y sus ojos brillaban como hielo verde. Se apartó de sus compañeros clérigos porque era un severo y celoso sacerdote. A muchos de los otros monjes les disgustaba la constante denuncia de Brian hacia aquellos que seguían aferrados a la vieja religión nórdica. La mayoría de los monjes estaban en paz con aquella gente, que había dejado a un lado sus más sangrientas costumbres vikingas y el pillaje para empezar a trabajar en el cultivo de aquella aislada y preciosa tierra. Temían frecuentemente que el hermano Brian comprometiera la amistad de los islandeses. El abad incluso había considerado enviar al apasionado hombrecillo de vuelta a su tierra, pero era consciente de que no podía justificar tal acción. Sabía, fuera de toda duda, que Brian estaba haciendo sólo lo que se esperaba de él. Los métodos demasiado entusiastas del hermano Brian se considerarían admirables en cualquier otro lugar. También en el camino, aquel día, había una anciana dama llamada Nada. Montaba un pequeño poni y llevaba puesta una larga capa gris. Una capucha guarnecida con piel escondía su anciano rostro, pero todos la reconocían a primera vista y la dejaban paso entre ellos. Era la famosa bruja de Hornstrands y, desde el asesinato del hechicero Jord, era considerada la más experta en el arte mágico de los habitantes de Islandia. Siempre se requería su presencia en las asambleas del Althing. Por aquel entonces, solicitaba bendiciones de los dioses para la tierra y su gente. También hacía profecías para los nobles allí reunidos. Su presencia era siempre una molestia para el hermano Brian. Ella lo sabía y le divertía. Muchos temían el día en que aquellos dos personajes conflictivos se enfrentaran. El poblado estaba situado entre verdes prados al final de un largo fiordo. Muchos habían llegado en bote, y el campo que rodeaba el poblado estaba ya salpicado de tiendas de campaña y pabellones multicolor. Por encima de las casas del poblado dominaba el alto tejado del gran edificio con sus ornamentos de cabeza de dragón. Los niños y los perros corrían entre los recién llegados; sus voces se mezclaban con las de los alegres viajeros y el ganado. Los islandeses bailaban y hacían juegos de habilidad entre las tiendas de campaña. Las gentes de Wulfgar estaban animadas por el espectáculo festivo y anhelaban unirse a los protagonistas de la fiesta, pero una mirada de su inexorable jefe les obligaba a permanecer a su lado. Unos pocos árboles raquíticos, trasplantados de Noruega, crecían en el herboso otero, cerca del gran vestíbulo. Era allí, a la sombra de los árboles, donde los monjes preferían sentarse para comer al mediodía. En un lado del pequeño grupo se sentaba el hermano Brian, para ver pasar desdeñosamente la multitud. Comía pan y queso y bebía vino en silencio. Los otros monjes estaban acostumbrados a su comportamiento y le ignoraban, concentrando su atención en la multitud y en la comida. También se estaban contagiando de la atmósfera alegre. Cuando el poni de Nada se acercó al lugar donde los monjes se sentaban, una niñita se precipitó al lado de la mujer. - Madre Nada -dijo-. ¿Qué presagio has tenido hoy? Nada detuvo su montura y miró a la niña. - En la primera luz de la mañana llegó esta señal, mi niña -dijo ella con voz solemne-. Una nube de pájaros oscuros vino del mar. Eran distintos de los que tenemos aquí en Islandia. No eran aves marinas sino cuervos, y me temo que presagian un malhadado destino para algunos de los que se reúnen aquí. La niña dejó de sonreír, y sin decir una palabra se alejó y se desvaneció en la multitud. - ¿Quizá fue tu propio destino el que presagiaste? -dijo Brian, riéndose desde donde estaba sentado. Nada se volvió y miró al pequeño monje, apartando la capucha de su frío rostro. - Quizá lo fue, buen hermano -replicó en el mismo tono-. O quizá fue el tuyo. Brian se rió entre dientes y echó un trozo de pan a un perro vagabundo. - Me gustaría pensar que cada cuervo representa uno de tus negros pecados que vuelven a casa a pasar la noche, madre perversa. Ella se apartó de él e instó a su poni a que volviera a la multitud de viajeros. - Al abad no le agradarían tales conversaciones, Brian -dijo otro de los monjes. - ¿Te atreves, Thadius, a hablar en nombre del abad? -preguntó Brian con sonrisa burlona. - Si no se hubiese puesto enfermo el abad, estaría aquí para decírtelo él mismo. - Que Dios le conceda una rápida mejoría -dijo Brian, volviendo su mirada hacia la multitud que pasaba-. Prefiero con mucho las palabras de su propia boca. El día transcurrió rápidamente para los viajeros, y cuando el sol colgaba bajo sobre el horizonte, la gente empezó a abrirse paso en el gran edificio. Ardía fuego en la fosa que dividía la inmensa habitación. Columnas de humo azul se elevaban entre los pesados travesaños que servían de apoyo y luego escapaban por los agujeros previstos en el tejado. Escudos y estandartes, adornados con los emblemas de familias célebres, colgaban en fila desde las vigas del techo. A lo largo de cada lado de la puerta había filas de bancos que rápidamente se llenaron de espectadores. A la cabeza del vestíbulo, en un estadio elevado, estaba la gran mesa del Althing. Cuando Wulfgar entró en el vestíbulo, cada uno de los miembros representativos estaban ya sentados a la mesa. Miró insolentemente a los que estaban alrededor de él hasta que alguno de los presentes, más dócil, dejó su sitio a Wulfgar y a sus seguidores. La silla central de la gran mesa estaba ocupada por un hombre cubierto con una piel de oso blanca; era Thorvald el Donador, un hombre de muchas tierras y mucho respeto, lo que le había conducido a ser elegido jefe del Althing. Pronto la sala se llenó a rebosar. Thorvald alzó su simbólico martillo de Thor y lo estrelló sobre las pesadas tablas de la mesa llamando a la asamblea al orden. Entonces cantó una oración compuesta por él mismo que solicitaba los consejos de Odín y Thor. A su oración siguió otra aún más larga de Nada. Un coro de doncellas permaneció en semicírculo alrededor de la gris dama, cantando suavemente, al tiempo que la voz de Nada se elevaba en su llamada a los dioses. El hermano Brian miró airadamente a la mujer encapuchada y se santiguó repetidamente. Los otros hermanos se sentaron con la cabeza inclinada, rezando en silencio sus propias oraciones. [...] |