(Fragmento de "Estrella azul [la]", novela de Fletcher Pratt. Derechos de autor 1952, Fletcher Pratt)
Penfield hizo girar entre sus dedos pulgar e índice el delgado pie de su vaso de oporto. -No estoy de acuerdo -dijo-. Hay que ser vanidosamente egocéntrico para suponer que nuestra forma de vida sea la única entre todos los millones de mundos que pueden existir. -¿Cómo sabes que existen? -preguntó Hodge. -Por simple observación -apuntó McCall-. Los astrónomos han probado que hay otras estrellas, además de nuestro Sol, con planetas que giran a su alrededor. -Estáis siguiendo su juego -observó Penfield, frunciendo sus espesas cejas mientras partía una nuez-. Es mejor hacer una consideración estadística. ¿A qué se debe que este vaso de oporto no comience a hervir de repente y manche el techo? Jamás habréis visto a un vaso de oporto comportarse de tal suerte y, sin embargo, las moléculas que lo forman se hallan en constante movimiento: cualquier físico os dirá que no hay ninguna razón que les impida moverse a todas ellas al unísono en una determinada dirección. Lo que ocurre es que existe una abrumadora posibilidad de que tal cosa no ocurra. Creer que nosotros, habitantes de la Tierra, uno de los planetas de una estrella menor, seamos la única forma de vida inteligente, viene a ser algo parecido a esperar que el oporto vaya a hervir de un momento a otro. -Pienso que existen muchas posibilidades de vida inteligente -dijo McCall-. Un sueco que escribía en alemán, creo recordar que se llamaba Lundmark, se dedicó a estudiarlas. Y, entre otras cosas, apuntó la hipótesis de que un ciclo de cloro-silicio es tan capaz de conservar la vida como el de oxígeno-carbono de nuestro planeta, por lo que no hay ninguna razón en particular para que la naturaleza haya de favorecer más a una forma de vida que a otra. El oxígeno es un elemento demasiado activo para flotar a nuestro alrededor en estado libre y en tanta cantidad. -Estamos de acuerdo -le secundó Hodge-. ¿No sería posible que el ciclo que mencionas viniese a ser la regla y el nuestro su excepción? -Vamos a ver -terció Penfield-, ¿adónde queréis ir a parar? Pasadme el oporto y estudiaremos los pros y los contras. Se acomodó en el sillón, mirando hacia el techo de la habitación, donde los escudos de armas esculpidos en la negra madera parecían agazaparse entre las sombras, y añadió: -No quiero decir que todo lo que se encuentre aquí vaya a repetirse de la misma manera en cualquier parte del universo, o sea que a tres hombres apellidados Hodge, McCall y Penfield, que se han sentado tranquilamente después de una buena cena en común, les haya dado por hacer filosofía. El hecho de que nos encontremos en este lugar y bajo las presentes circunstancias es la resultante de toda la historia pasada de... Hodge se echó a reír. -Eso de ponernos en el punto focal de la historia de la humanidad me parece algo chocante -dijo. -Estás confundiendo los términos -prosiguió Penfield-. No he dicho que fuéramos criaturas especiales y ni siquiera que valiera la pena ser tomadas por tales, sino que antes de que nosotros llegáramos se habían dado unas circunstancias decisivas, tan poco probables como que ese oporto comience a hervir. Por ejemplo, personas como Beethoven, George Washington y el inventor de la rueda forman parte de nuestro pasado. Pero estas personas no tendrían por qué existir en cualquier otro de los mundos que comenzaron aproximadamente cuando nosotros, por lo que ese mundo en cuestión no se habría visto alterado por sus acciones. -Me parece -dijo McCall- que, una vez que aceptemos la idea de que existen mundos que han comenzado a existir más o menos al mismo tiempo que el nuestro, es decir, que otro planeta que tenga el mismo tamaño y composición química y que se halle situado a la misma distancia de su sol... -Eso es lo que me resulta difícil de aceptar -se inmiscuyó Hodge. -Acepta nuestras locuras por un momento -prosiguió McCall-, y comprobarás que resulta más interesante que estar interrumpiéndonos todo el rato -cerró con un golpe seco su encendedor y reanudó la conversación-. Lo que iba diciendo es que, si estás de acuerdo en concederme un origen común, al final llegaremos a lo mismo, a pesar de lo que Penfield pueda pesar en contra. Y de todo esto tenemos la prueba en nuestra Tierra. Me refiero a lo que se ha dado en llamar evolución convergente. Cuando los reptiles eran los animales dominantes, evolucionaron en herbívoros y carnívoros, que se comían a los primeros. Y entre los mamíferos primitivos hubo animales tan parecidos a los cánidos y a los félidos al mismo tiempo, que la única manera de poder diferenciarlos habría consistido en diseccionarlos y observar su esqueleto. ¿Por qué no íbamos a poder aplicar esto a la evolución humana? -¿Quieres decir -resumió Penfield- que Beethoven y George Washington serían inevitables? -No exactamente -puntualizó McCall-, sino que se daría algún tipo de inventor, en lo musical, y una especie de jefe militar y político en posesión de elevados principios. Podría haber diferencias. Y Hodge dijo: -Espera un momento. Si somos el resultado de la historia de la humanidad, lo mismo les ocurre a Beethoven y a Washington. Todo lo que has conseguido es un determinismo, y al fin y al cabo nada es cambiante, apenas el sol ha decidido dejar los planetas a su aire. -La doctrina del libre albedrío... -comenzó a decir McCall. -La conozco -dijo Penfield-. Pero si niegas por completo la libertad, entonces no tendrás más remedio que llegar a un universo en donde cada uno de sus mundos sea idéntico al nuestro... Lo cual es tan absurdo como la imagen única que Hodge presenta de nosotros, pero que repugna aún más desde el punto de vista filosófico. -Entonces -le replicó Hodge-, ¿qué cosmología nos ofreces tú? Ya que no quieres quedarte con ninguno de nuestros esquemas, muéstranos los tuyos. Penfield tomó un sorbo de oporto y prosiguió: -Sólo puedo sugeriros un ejemplo. Supongamos que este mundo, u otro que se le pareciera mucho (uno de tantos accidentes improbables como ese oporto en ebullición que antes mencionábamos), no hubiera llegado a realizar todo el camino que le hubiera conducido hasta el momento actual. Hace un rato hablé de la rueda. ¿Cómo sería ahora nuestra vida si no hubiera sido inventada? -Pregunta a McCall -apuntó Hodge-. Él es el técnico. -No. Precisamente, la rueda no -dijo McCall-. Por ahí no paso. Es evidente que se trata de un resultado lógico del medio. Y aparece en cuanto el hombre primitivo comprende que la sección de un tronco de árbol puede rodar. No. Si estás haciendo suposiciones, éstas han de ser evidentes, o sea que tienes que pensar en términos de cosas que de hecho no hubieran podido producirse. Por ejemplo, la música. Hay muchos pueblos en nuestro planeta que no han descubierto la escala cromática completa, incluyendo las civilizaciones clásicas. Pero supongo que esto no será para ti algo necesariamente básico. Durante unos instantes, los tres saborearon el oporto y fumaron en la silenciosa compañía que da la amistad. Uno de los maderos del inflamado hogar se desplazó de su posición, cayendo entre una lluvia de chispas. Entonces, McCall rompió el silencio. -Si te pones a pensar en ello, la máquina de vapor resulta un invento un tanto fuera de lugar. Y la mayor parte de las máquinas modernas y sus productos proceden de ella en una u otra forma. Pero estoy pensando en algo más básico y más peculiar. La pólvora. -¡Vamos, hombre! -dijo Hodge-. La pólvora es el resultado de una especialización... -No, no lo es -le cortó Penfield-. McCall tiene toda la razón. La pólvora destruyó el sistema feudal y produjo el ambiente apropiado que haría posible tu máquina a de vapor. Por otra parte, no olvidéis que todas las civilizaciones antiguas, incluso las del Oriente, se vieron sometidas a regresiones periódicas a causa de invasiones de pueblos bárbaros. La pólvora proveyó al hombre civilizado de una técnica que ningún bárbaro podía imitar, y le ayudó a salvar las zonas inhóspitas. -Todas las técnicas para trabajar los metales y buena parte de la química dependen básicamente del uso de explosivos -apostilló McCall-. Imaginaos sacando a mano los minerales que necesitáis. -Muy bien -dijo Hodge-. Reíos si queréis. Pero supongamos que pueda existir un mundo como el nuestro, donde la pólvora no haya sido inventada. ¿Os imagináis a que se parecería? -En absoluto -dijo McCall-, pero creo que Penfield se ha equivocado en un detalle. En lo concerniente al sistema feudal, quiero decir. Al final ya se encontraba en franca decadencia, por lo que los cañones que disparaban a los castillos no hicieron sino acelerar el proceso. Sin la pólvora podrían haberse dado buen número de residuos del sistema feudal, pero globalmente no habrían tardado en colapsarse. -Bueno, bueno -insistió Hodge-. Habéis pasado por alto algo importante. Si elimináis la pólvora y todas las cosas que proceden de ella, tendréis que reemplazarlas por otras distintas. A fin de cuentas, buena parte del tiempo y de la atención de nuestra llamada civilización ha sido utilizada en desarrollar los resultados de la pólvora y de la máquina de vapor. Si los dejáis a un lado, entonces crearéis un vacío que, según se dice, repugna a la naturaleza. Por tanto, debiera corresponderles un desarrollo igual de importante en cualquier otro campo, que llegaría más allá del momento en el que nos hallamos. Penfield tomó un sorbo y asintió. -No está mal -dijo-. El desarrollo en una de las ramas que hemos despreciado, por encontrarnos demasiado atareados con la mecánica. ¿Por qué no la parapsicología, la psicología o la psiquiatría, o sea, las ciencias del espíritu? -Pero los psicólogos se contentan con trabajar según los principios usuales de las ciencias físicas -puntualizó McCall-: observar, verificar cierto número de ejemplos y después sugerir una predicción. No consigo ver cómo podría haber llegado más lejos otra especie ignorando estos principios, o pasando por encima de ellos.
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