(Fragmento de "Redwall", novela de Brian Jacques. Derechos de autor 1986, Brian Jacques)
LA MURALLA 1 La menuda figura de Matías ofrecía un cómico aspecto al caminar por los claustros bamboleándose, con unas grandes sandalias que golpeteaban el suelo y el rabo asomando bajo los holgados pliegues de un hábito de novicio que no era de su talla. Se detuvo para contemplar el cielo azul y despejado, y dio un traspiés con aquellas enormes sandalias. Las avellanas cayeron del cesto de mimbre que llevaba y se desparramaron por la hierba. Incapaz de detenerse, cayó rodando. ¡Patapán! El joven ratón, consternado, soltó un chillido. Se frotó con cuidado el hocico húmedo y respingón mientras se percataba lentamente de dónde había aterrizado: ¡a los pies del abad Mortimer! Matías se apresuró a buscar las avellanas a cuatro patas, intentando volver a meterlas en el cesto al tiempo que mascullaba una torpe disculpa, evitando la mirada severa de su superior. - Perdón, padre abad. He tropezado. Me he pisado el abad, padre hábito. Oh, cielos, quiero decir que... El padre abad parpadeó solemnemente, mirándolo por encima de los anteojos. Matías otra vez. Qué torpón. El día anterior había chamuscado los bigotes al viejo hermano Matusalén al encender las velas. La expresión seria del abad se suavizó. Observó al joven novicio gatear por la hierba, esforzándose por llenarse los brazos de suaves avellanas que se le escapaban de nuevo una y otra vez. El abad meneó la cabeza, pero procurando disimular una sonrisa, se agachó y ayudó al novicio a recoger las avellanas caídas. - Ay, Matías, Matías, hijo mío -dijo cansinamente-. ¿Cuándo aprenderás a tomarte la vida con un poco más de calma, a caminar con dignidad y humildad? ¿Cómo esperas que te acepten como ratón de Redwall, si andas siempre corriendo por ahí, sonriendo de los bigotes al rabo como un conejo loco? Matías arrojó al cesto el resto de las avellanas y se quedó quieto, arrastrando torpemente los pies sobre la hierba, sin poder expresar con palabras lo que sentía en su corazón. El abad rodeó los hombros del joven ratón con una pata, intuyendo sus anhelos secretos, pues eran muchos los años que le habían visto dirigir Redwall con sabiduría, y mucha era su experiencia sobre la vida ratonil. Sonrió a su joven discípulo y le habló con amabilidad: - Ven conmigo, Matías. Es hora de que charlemos tú y yo. Un tordo curioso posado en la rama retorcida de un peral contempló a las dos figuras encaminándose tranquilamente hacia el Gran Salón, embutida una de ellas en el hábito de oscuro color pardo, y la otra con el hábito de novicio de un tono verde claro. Conversaban con seriedad en voz baja. Pensando en lo inteligente que era, el pájaro descendió hacia el cesto que había quedado olvidado. ¡Tramposos! El cesto sólo contenía unos frutos secos encerrados en sus duras cáscaras. Fingiendo falta de interés, por si acaso algún otro pájaro había sido testigo de su tonto error, empezó a trinar despreocupadamente unos cuantos compases de su melodioso cantar estival, acercándose con aire indiferente al pie de los muros del claustro en busca de caracoles. Hacía frío en el Gran Salón. La luz del sol entraba por las altas y estrechas ventanas de vidrios de colores, teñidos sus rayos oblicuos por los matices del arco iris. Un millón de motas de polvo coloreadas danzaban y revoloteaban en el aire cuando los dos ratones pisaron las viejas piedras del suelo. El abad se detuvo frente a la pared de la que colgaba un gran tapiz, que era el orgullo y el gozo de Redwall. La parte más antigua la habían tejido los fundadores de la abadía, pero cada generación sucesiva había contribuido a agrandarlo. Así pues, el tapiz no era tan sólo un valiosísimo tesoro, sino la magnífica crónica de la historia primitiva de Redwall. El abad observó la expresión maravillada de Matías, y le hizo una pregunta cuya respuesta conocía ya el sabio ratón. - ¿Qué estás mirando, hijo mío? Matías señaló una figura del tapiz. Era un ratón de aspecto heroico, con una sonrisa intrépida en su hermosa faz. Llevaba armadura y se apoyaba sin ceremonia en una impresionante espada, mientras a sus espaldas, zorros, gatos monteses y otras alimañas huían presas del terror. El joven ratón lo contemplaba admirado. - Oh, padre abad -dijo, con un suspiro-. Ojalá fuera como Martín el Guerrero. ¡Fue el ratón más valiente y audaz de cuantos han existido! El abad se sentó lentamente en el frío suelo de piedra y apoyó la espalda en la pared. - Escucha lo que voy a decirte, Matías. Has sido como un hijo para mí desde que llegaste a nuestras puertas como un pobre ratón huérfano de los bosques, rogando que te admitiéramos. Ven, siéntate a mi lado e intentaré explicarte cuál es el significado de nuestra orden. Somos ratones de paz. Sí, ya sé que Martín fue un ratón guerrero, pero aquéllos eran tiempos turbulentos en los que era necesario emplear la fuerza. La fuerza de un campeón como Martín. Él llegó aquí en mitad del invierno, cuando los Fundadores estaban siendo atacados por numerosos zorros, alimañas y un enorme gato montés. Tan feroz era Martín luchando que se enfrentó a los enemigos en solitario, y los expulsó sin contemplaciones, lejos de Mossflower. Durante la huida en desbandada, Martín luchó heroicamente pese a tenerlo todo en su contra. Salió victorioso tras matar al gato montés con su antigua espada, que adquirió fama en todo el país. Pero en el último y encarnizado combate, Martín cayó gravemente herido. Estuvo tendido en la nieve hasta que los ratones lo encontraron, lo llevaron a la abadía, le curaron las heridas y lo cuidaron. Cuando recobró las fuerzas, algo extraño pareció apoderarse de él: se transformó gracias a lo que solamente puede considerarse como un milagro ratonil. Martín abandonó la vida guerrera y colgó su espada. Fue entonces cuando nuestra orden halló su auténtica vocación. Todos los ratones hicieron el juramento solemne de no dañar jamás a ninguna otra criatura viviente, a menos que fuera un enemigo que quisiera dañar a nuestra Orden por medios violentos. Juraron sanar a los enfermos, cuidar a los heridos y asistir a los más pobres y desventurados. Así se escribió y así ha sido generación tras generación. Ahora somos una comunidad honrada y respetada. Allá donde vamos, aunque sea lejos de Mossflower, todas las criaturas nos tratan con cortesía. Ni siquiera los depredadores harían daño a un ratón que lleve el hábito de nuestra orden. Saben que él o ella curará y ayudará a quien lo necesite. Es una ley no escrita que los ratones de Redwall pueden ir a cualquier parte y atravesar cualquier territorio sin sufrir daño alguno. Debemos vivir de acuerdo con estos principios en todo momento. Es nuestra vida. La voz del abad fue aumentando en volumen e intensidad a medida que hablaba. Matías lo escuchaba con gran humildad, sentado bajo su mirada severa. El abad Mortimer se levantó y puso su vieja pata arrugada sobre la cabeza menuda de Matías, justo en medio de las aterciopeladas orejas, que estaban caídas por la vergüenza. Una vez más el pequeño ratón ablandó el corazón del abad. - Pobre Matías, ¡ay de tus ambiciones! Los tiempos de los guerreros han pasado, hijo mío. Vivimos en una época de paz, gracias al cielo, y lo único en lo que has de pensar es en obedecerme a mí, que soy tu abad, y en hacer lo que se te dice. En el futuro, cuando haga tiempo que descanse yo en mi lugar de reposo eterno, recordarás este día y bendecirás mi memoria, pues entonces serás un auténtico miembro de Redwall. Vamos, mi joven amigo, anímate. Estamos en el Verano del Rosal Tardío. Tenemos muchos días de sol y calor por delante. Vuelve a buscar tu cesto de avellanas. Esta noche daremos un gran festín para celebrar mi quincuagésimo aniversario como abad. Cuando hayas dejado las avellanas en la cocina, tengo una tarea muy especial que encomendarte. Sí, por cierto, necesitamos un buen pescado para la comida. Coge tu caña de pescar. Dile al hermano Alf que ha de llevarte a pescar en el bote pequeño. Eso es lo que les gusta hacer a los ratones jóvenes, ¿no? ¡Quién sabe, puede que pesques una buena trucha o unos cuantos espinosos! Ahora ve, corre, joven amigo. Matías temblaba de felicidad del rabo a los bigotes cuando inclinó brevemente la cabeza ante su superior, y luego se fue arrastrando las sandalias. El abad lo contempló sonriendo con benevolencia. Granujilla, pensó, tendría que hablar con el limosnero para ver si encontraba unas sandalias que le fueran bien a Matías. ¡No era de extrañar que el pobre ratón anduviera tropezando todo el día! [...] |