(Fragmento de "Exilio de Sharra [el]", novela de Marion Zimmer Bradley. Derechos de autor 1981, Marion Zimmer Bradley)
Aquél era el hogar de mis antepasados. Pero yo sabía que nunca sería mi hogar. Los ojos me dolieron cuando miré hacia el horizonte donde el sol se hundía -un extraño sol amarillo, no rojo como debía ser un sol, sino un sol resplandeciente que me hería los ojos. Pero ahora, por un momento, justo antes del anochecer, era súbitamente rojo y enorme y se hundía detrás del lago en una repentina gloria carmesí que me inundaba de dolorosa nostalgia por mi hogar; y una pincelada de color carmesí atravesaba el agua... Me quedé mirando hasta que se desvanecieron los últimos reflejos y sobre el lago, pálida y plateada, la solitaria luna de Terra exhibió el más delgado y elegante cuarto menguante. Aquel día, horas antes, había llovido, y el aire estaba denso de olores extraños. En realidad, no extraños; en lo más profundo de mis genes, de alguna manera ya los conocía. Mis ancestros habían bajado de los árboles en este mundo, habían sobrevivido a la larga evolución que les había transformado en humanos, y más tarde habían enviado las naves colonizadoras, una de las cuales -yo había oído el relato- se había estrellado en Darkover y había colonizado el lugar; se habían arraigado tan profundamente en el nuevo mundo que yo, que había sido exiliado de mi mundo natal y había regresado, me sentía ajeno y extrañaba el mundo de exilio de mi gente. No sabía desde cuándo ni por cuánto tiempo mi gente había vivido en Darkover. Los viajes entre las estrellas tienen extrañas anomalías; las enormes distancias interestelares hacen extrañas jugarretas con el tiempo. Las gentes del Imperio Terrano no tenían manera de decir cuál nave colonizadora había fundado Darkover, o si fue tres mil o quince mil años atrás... El tiempo que había transcurrido en Terra era algo así como tres mil años. Sin embargo, el tiempo transcurrido en Darkover era de diez mil años, de modo que Darkover tenía una historia de civilización y caos casi tan larga como la de Terra. Yo sabía cuántos años hacía que Terra, mucho antes de que el Imperio Terrano se expandiera por las estrellas, había enviado la nave. Sabía cuántos años habían transcurrido en Darkover. Pero ni siquiera el historiador más avezado podía reconciliar ambas fechas: yo había dejado de intentarlo hacía mucho. Tampoco yo era el único en sentirme desgarrado entre dos lealtades, tan profundamente arraigadas que afectaban incluso al mismo DNA de mis células. Mi madre había nacido en Terra bajo aquel cielo de un azul imposible y aquella luna incolora; sin embargo había amado a Darkover, se había casado con mi padre darkovano, y le había dado hijos y, finalmente, había descansado en una tumba sin nombre en las Kilghard Hills, en Darkover. Y me gustaría estar descansando a su lado... Por un momento no estuve seguro de que aquel pensamiento no fuese mío. Después lo eliminé resueltamente. Mi padre y yo estábamos demasiado próximos, no con la cercanía habitual de una familia de telépatas del Comyn (aunque ya eso hubiera resultado monstruoso para los terranos que nos rodeaban), sino unidos por los miedos comunes, por pérdidas comunes... por la experiencia y el dolor compartidos. Al ser bastardo, rechazado por la casta de mi padre porque mi madre había sido medio terrana, mi padre había pasado por situaciones difíciles para que yo fuera aceptado como heredero del Comyn. Hasta ahora no sabía si lo había hecho por mí o por él mismo. Mis fútiles intentos de rebelión nos habían atrapado a todos en la frustrada rebelión de los aldaranes, y Sharra... Sharra. Llamas ardiendo en mi mente... La imagen de una mujer de fuego, encadenada, moviéndose, trenzas de fuego alzándose con un viento de fuego, flotando..., alzándose, devastando... Marjorie atrapada en ese fuego, gritando, muriendo... ¡No! Avarra misericordiosa, no... Negra oscuridad. Borrarlo todo. Cerrar los ojos, agachar la cabeza, irme, no estar allí, no estar en ningún lado... Dolor. Agonía ardiendo en mi mano... - Bastante mal, ¿no, Lew? Detrás de mí sentí la presencia tranquilizadora de la mente de mi padre. Asentí, apreté los dientes, golpeé el doloroso muñón de mi mano izquierda contra la barandilla y dejé que la fría extrañeza de la blanca luna me inundara. - Maldición, estoy bien. Deja de... -Me debatí por encontrar la palabra adecuada, y me salió "deja de revolotear". - ¿Qué se supone que debo hacer? No puedo evitarlo -dijo con suavidad-. Estabas... ¿Cómo te lo diría? Emitiendo. Cuando puedas guardarte tus pensamientos, te dejaré a solas con ellos. ¡En nombre de todos los Dioses, Lew, fui técnico de la Torre de Arilinn durante diez años! No exageraba. No tenía por qué. Durante tres años, probablemente los más felices de mi vida, yo también había sido mecánico de matrices en la Torre de Arilinn, trabajando con los complejos cristales matrices que enlazaban mentes y telépatas para suministrar comunicaciones y tecnología a nuestro mundo pobre en metales y en máquinas. En Arilinn había aprendido qué era ser un telépata, un Comyn de nuestra casta, dotado o maldecido por la capacidad de enlazar las mentes y la hipersensibilidad a las otras mentes que me rodeaban. Uno aprendía a no fisgonear, aprendía a impedir que los propios pensamientos se enredaran con otros, para no ser demasiado dañado por el dolor o las necesidades de los demás, a seguir siendo exquisitamente sensible y a vivir al mismo tiempo sin interferir ni exigir. Yo también lo había aprendido. Pero mi control había sido eliminado por la matriz del noveno nivel que, en un momento de insensatez, había pretendido manejar con un círculo de telépatas a medio entrenar. Habíamos esperado, vanamente, recuperar la antigua tecnología darkovana de alto nivel, que nos llegaba como una leyenda de las Eras del Caos. Y casi lo logramos por cierto, experimentando con las antiguas artes de Darkover, llamadas por la gente común brujería o magia. Sabíamos que en realidad eran una tecnología compleja, que podría haber hecho cualquier cosa, como dar energía a naves espaciales, lo que hubiera situado a Darkover a la par del Imperio, en vez de ser un pariente pobre, dependiente del Imperio Terrano, un planeta frío y pobre en metales. Casi lo habíamos logrado, pero Sharra fue demasiado poderosa para nosotros, y la matriz que durante años había estado encadenada, suministrando tranquilamente fuego a las fraguas de los herreros montañeses, había sido liberada, incontenible y voraz, por las colinas. Una ciudad había sido destruida. Y yo, yo también había sido destruido, ardiendo en aquellos fuegos monstruosos, y Marjorie, Marjorie estaba muerta... Y ahora, dentro de mi matriz, no podía ver más que las llamas y la destrucción de Sharra... Un telépata se sintoniza con la piedra matriz que utiliza. A los once años me habían dado mi matriz: si me la hubieran quitado, no habría tardado en morir. No sé qué son las piedras matriciales. Algunos dicen que son cristales que amplifican las emanaciones psicoeléctricas de la actividad cerebral en las áreas "silenciosas" donde residen los poderes del Comyn. Otros las consideran formas de vida foráneas, simbióticas con los poderes especiales del Comyn. Sea cual fuere la verdad, un telépata del Comyn trabaja a través de su propia matriz; las matrices más grandes, de niveles múltiples, nunca están sintonizadas con el cuerpo y el cerebro de un operario de matrices, sino que se retransmiten y transforman a través de su piedra. Pero Sharra nos había engullido a todos, y nos había atrapado en su fuego... ¡Basta! Mi padre habló con la fuerza particular de un Alton. Forzó su mente en la mía, y eliminó la imagen. Una misericordiosa oscuridad descendió detrás de mis ojos; después pude ver de nuevo la luna, ver otra cosa que no fueran las llamas. Mientras yo descansaba mis ojos, cubriéndolos con la mano sana, me dijo con suavidad: - Ahora no lo crees, pero estás mejor, Lew. Es cierto que te ocurre cuando bajas la guardia. Pero hay largos períodos durante los que puedes librarte del dominio de la matriz de Sharra... - Cuando no hablo de eso, querrás decir -le interrumpí con ira. - No -dijo él-, cuando no está allí. Te he estado monitorizando. No estás tan grave como durante el primer año. En el hospital, por ejemplo... No podía liberarte más que por unas pocas horas. Ahora pasan días, incluso semanas... Sin embargo, nunca sería libre. Cuando nos marchamos de Darkover, con la esperanza de salvar la mano quemada por los fuegos de Sharra, me había llevado la matriz de Sharra oculta en la ornamentada espada. No porque quisiera llevármela, sino porque después de lo ocurrido, no podía separarme de ella, igual que si fuera mi propia matriz. Llevaba mi matriz colgada del cuello desde los doce años, y no podía quitármela sin sufrir dolor y probablemente daño cerebral. Una vez me la habían quitado -una especie de tortura deliberada- y había estado más cerca de la muerte que nunca. Es probable que de haber estado sin ella un solo día más, hubiera muerto por fallo cardíaco o por lesión cerebral. Pero la matriz de Sharra, no sé por qué, había cobrado más poder que la mía. No necesitaba llevarla colgando del cuello ni estar en contacto físico con ella, pero tampoco podía distanciarme demasiado sin que comenzara el dolor y surgieran en mi cerebro las imágenes del fuego, como una interferencia que lo enturbiaba todo. Mi padre era un técnico competente, pero no podía hacer nada; los técnicos de la Torre de Arilinn, donde habían tratado de salvarme la mano, tampoco pudieron hacer nada. Al final me habían sacado del planeta, con la vana esperanza de que la ciencia terrana fuera más efectiva. Era ilegal que el Guardián del Dominio Alton, mi padre, Kennard Alton, abandonara el planeta al mismo tiempo que su Heredero. Pero lo había hecho a pesar de todo, y yo sabía que por eso sólo debía sentirme agradecido. Pero lo único que sentía era cansancio, ira, resentimiento. Deberías haberme dejado morir. Mi padre dio un paso y se situó bajo la luz de la pálida luna y de las estrellas. Apenas podía ver su silueta: alto, antes pesado e imponente, ahora encorvado por la enfermedad ósea que le había aquejado durante muchos años, pero todavía poderoso, dominante. Nunca estaba seguro de si veía la presencia física de mi padre o la poderosa fuerza mental que había avasallado mi vida desde que, a los once años, había obligado a mi mente a abrirse al Don telepático de los Alton -el don de forzar el contacto telepático incluso con los no telépatas, que caracteriza al Dominio Alton-. Lo había hecho porque no había otro modo de demostrar al Concejo del Comyn que yo era digno de ser el Heredero de Alton. Pero yo había tenido que soportarlo -y soportar su dominio- desde entonces. La mano me latía en el lugar que había golpeado con lo que me quedaba del brazo. Era un dolor peculiar, podía sentirlo en el cuarto y el sexto dedo... como si me hubieran arrancado una uña. Y sin embargo, no había nada allí, nada salvo una cicatriz vacía... Me lo habían explicado: dolor fantasma, los nervios que quedaban [...] |