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CONTENIDO LITERAL
(Fragmento de "El zorro y el bosque", cuento de Ray Bradbury. Derechos de autor, Ray Bradbury)
Hubo fuegos artificiales aquella primera noche, algo inquietantes quizá, pues recordaban otras cosas horribles, pero éstas eran hermosas realmente: cohetes que subían en el aire antiguo y dulce de México, y chocaban con las estrellas convirtiéndolas en fragmentos azules y blancos. Todo era agradable y suave. El aire era una mezcla de muertos y vivos, de lluvias y polvos, del olor del incienso y el olor de las tubas de bronce que lanzaban al aire los amplios compases de La Paloma. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par, y parecía como si una enorme constelación amarilla hubiese caído desde el cielo de octubre y ardiese ahora en los muros de piedra. Un millón de velas esparcía colores y humos. Otros fuegos de artificio, más nuevos y mejores, echaban a correr como cometas de cola recta por la plaza fresca y empedrada, golpeaban contra las paredes del adobe del café y se elevaban luego como alambres incandescentes hacia los altos campanarios donde sólo se veían los desnudos pies de unos niños que saltaban de un lado a otro, volteando una y otra vez las monstruosas campanas, y lanzando al aire una música monstruosa. Un toro llameante saltaba por la plaza persiguiendo a los hombres, que reían a carcajadas, y a los niños, que corrían chillando.
- El año es 1938 -dijo William Travis, de pie al lado de su mujer, a orillas de la vociferante multitud, con una sonrisa-. Un buen año.
El toro se precipitó contra ellos. La pareja se hizo a un lado y hecho a correr bajo una lluvia de fuego, alejándose del ruido y la música, la iglesia y la banda, bajo la luz de las estrellas. El toro (un esqueleto de bambú y polvora sulfurosa) pasó rápidamente llevado en hombros por un vivaz mexicano.
Susan Travis se detuvo para tomar aliento.
- Nunca me he divertido tanto.
- Es maravilloso - dijo William.
- Seguirá, ¿no es cierto?
- Toda la noche.
- No. Me refiero a nuestro viaje.
William frunció el ceño y se tocó el bolsillo del chaleco.
- Tengo cheques de viajero como para toda una vida. Diviértete. Y olvídate. Nunca nos encontrarán.
- ¿Nunca?
- Nunca.
Ahora alguien lanzaba al ire unos petardos gigantescos desde la torre del sonoro campanario. Los petardos caían envueltos en chispas y humo y la multitud se apartaba, y la pólvora ardía maravillosamente entre los pies de los bailarines y los móviles cuerpos. Un apetitoso olor a tortas fritas llenaba el aire, y desde las terrazas de los cafés unos hombres observaban la escena, con potes de cerveza en las manos oscuras.
El toro estaba muerto. El fuego ya no salía de las cañas de bambú. El hombre se sacó el armazón de los hombros. Unos niños se acercaron a tocar la magnífica cabeza de papel, los cuernos verdaderos.
- Vamos a ver al toro -dijo William.
Al pasar ante la puerta del café, Susan vio al hombre. Los observaba. Un hombre blanco, con un traje blanco como la sal, sorbata azul y camisa azul, y un rostro delgado y quemado por el sol. Tenía el pelo rubio y lacio, y los ojos azules, y los seguía con la mirada.
Susan no se hubiese fijado si no hubiera visto aquellas botellas agrupadas sobre la mesa, junto al brazo blanquísimo: una panzuda botella de crema de menta, una clara botella de vermouth, un frasco de coñac, y otros siete botellas de diversos licores. Y al alcance de la mano se alineaban diez vasitos a medio llenar, de los cuales, y sin quitar los ojos de la plaza, el hombre bebía, de cuando en cuando, arrugando los ojos y apretansdo los labio delgados. En la otra mano humeaba un esbelto cigarro, y sobre una silla se amontonaban veinte cajas de cigarillos turcos, diez paquetes de habanos y algunos frascos de agua de colonia.
- Bill... -murmuró Susan.
- Tranquilizate -dijo William-. No es nadie.
- Lo vi en la plaza esta mañana.
- No mires atrás. Sigue caminando. Haz como si miraras la cabeza del toro. Eso es. Hazme alguna pregunta.
- ¿Crees que será algún investigador?
- ¡No han podido seguirnos!
- ¡Pueden!
- Qué hermoso toro -le dijo William al dueño.
- No ha podido seguirnos a través de doscientos años, ¿no es cierto?
- Cuidado, por favor -dijo William.
Susan se tambaleó. William la tomó por el codo y la llevó a través de la multitud.
- No te desmayes. - William sonrió, tratando de tranquilizarla-. Enseguida te sentirás bien. Vayamos a ese café. Beberemos delante de ese hombre. Si es quien creemos, no sospechará de nosotros.
- No, no puedo.
- Tenemos que hacerlo. Vamos -Y añadió en voz alta, mientras entraban en el café-: Y yo le dije a David: ¡Eso es ridículo!
Aquí estamos, pensó Susan. ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? ¿Qué tememos? Comienza por el principio, se dijo a sí misma, recurriendo a toda su cordura. Sintió bajo los pies el piso de adobe.
Me llamo Ann Kristen. Mi marido se llama Roger Kristen. Vivíamos en el año 2155, en un mundo malvado. Un mundo que como un enorme barco negro se alejaba de la costa de la cordura y la civilización haciendo sonar su negra sirena en medio de la noche, con dos billones de personas a bordo, dirigiéndose hacia la muerte, más allá de la orilla del mar y de la tierra, hacia la locura y el fuego radiactivo.
Entraron en el café. El hombre los miraba fijamente.
Sonó un teléfono.
Susan se sobresaltó.
Recordó un teléfono que había sonado en el futuro, doscientos años después, una clara mañana de abril de 2155.
- ¡Ann, te habla Rene! ¿Lo sabes ya? Me refiero a Viajes por el Tiempo, Sociedad Anónima. Viajes a Roma, al año 21 a. de C.; viajes a la batalla de Waterloo, ¡a cualquier época, a cualquier lugar!
- Rene, bromeas.
- No. Clinton Smith salió esta mañana para Filadelfia, 1776. Viajes por el Tiempo, S. A., lo arregla todo. Es bastante caro. Pero, piensa... ¡Ver realmente el incendio de Roma, y a Kublakhan y Moisés, y el mar Rojo! Probablemente ya hay un aviso en tu correo neumático.
Ann abrió el cilindró y allí estaba el aviso, impreso en una hoja metálica.
¡Los hermanos Wright en Kitty Hawk!
¡Roma y los Borgias!
¡Viajes por el Tiempo, S. A. lo viste a usted y lo mezcla con la multitud el día del asesinato de César o Lincoln! Garantizamos enseñanza en cualquier idioma, para que usted puede visitar fácilmente cualquier civilización, cualquier año, sin molestias. Latín, griego, norteamericano vulgar. ¡Elija el tiempo de sus vacaciones y ya no sólo el sitio!
La voz de Rene resonaba en el teléfono:
- Tom y yo salimos mañana para 1492. Están arreglándolo todo para que Tom pueda embarcar en una de las carabelas de Colón. ¿No es asombroso?
- Sí - murmuró Ann, estupefacta-. ¿Y qué dice el gobierno de esta compañía de máquinas del tiempo?
- Oh, la policía vigila el asunto. Temen que la gente rompa los convenios, se escape y se esconda en el pasado. Todos tienen que dejar una garantía: su casa y sus bienes. Al fin y al cabo estamos en guerra.
- Sí, la guerra -murmuró Ann-. La guerra.
Y allí, de pie, al lado del teléfono, Ann pensó: Ésta es la oportunidad de la que tanto hemos hablado yo y mi marido, la que hemos estado esperando años y años. No nos gusta este mundo de 2155. Roger quiere dejar su trabajo en la fábrica de bombas, yo mi puesto en el laboratoio de cultivos patógenos. Quizá logremos huir a través de los siglos hasta un país salvaje donde nunca podrán encontrarnos no traernos de nuevo aquí para quemarnos los libros, censurarnos las ideas, aterrorizarnos las mentes, ensordecernos con radios...
Estaban en México en el año 1938.
Susan contemplaba las manchadas paredes del café.
Los buenos trabajdores del Estado del Futuro podían descansar en el pasado. Y Anny Roger había retrocedido hasta 1938, a la ciudad de Nueva York, y habían disfrutado de los teatros y de la estatua de la Libertad que aún se alzaba, verde, en el puerto. Y al tercer día se habán cambiado las ropas, los nombres y habían huido.
- Tiene que ser - murmuró Susan, observando al hombre-. Esos cigarrillos, los cigaroos, los licores... ¿Recuerdas nuestra primera noche en el pasado?
Hacía un mes, en aquella primera noche, antes de venir a México, habían bebido los licores raros, habían comprado y saboreado comidas insólitas, perfumes, cigarrillos, todo lo que escaseaba en el futuro donde sólo la guerra era importante. Habían perdido la cabeza. Habían entrado en tiendas, bares, cigarrerías, y habían ido, cargados de paquetes, a encerrarse en el cuarto, a enfermarse de un modo maravilloso.
[...]
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