(Fragmento de "Ojo del mundo [el]", novela de Robert Jordan. Derechos de autor 1990, Robert Jordan)
La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera era por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas de la Niebla. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un inicio. Nacido bajo los picos tocados por las sempiternas nubes que dieron su nombre a las montañas, el viento sopló hacia el este, cruzando las Colinas de Arena, antaño riberas de un gran océano, en un tiempo anterior al Desmembramiento del Mundo. Siguió su rumbo hasta Dos Ríos, penetrando la enmarañada floresta llamada Bosque del Oeste, y su fuerza golpeó a dos hombres que caminaban junto a un carro y un caballo por un sendero sembrado de piedras denominado Camino de la Cantera. Pese a que la primavera debiera haber hecho notar su presencia un mes antes, el aire se hallaba preñado de una gelidez que parecía augurar una nevada. Las ráfagas aplastaban la capa de Rand al´Thor contra su espalda y el tejido de lana de color terroso le azotaba las piernas continuamente. Deseó que su capa fuera más pesada o haberse puesto una camisa de más antes de partir. La mayor parte de las veces en que trataba de arroparse con ella, la capa se enganchaba en el carcaj que pendía de su cadera. De poco servían sus intentos de retener la prenda con una mano; en la otra llevaba un arco, con una flecha dispuesta para surcar el aire. Cuando una racha especialmente furiosa le arrebató la capa de la mano, dirigió la mirada a su padre por encima del peludo lomo castaño de la yegua. Sentía que era una tontería comprobar que Tam estaba todavía allí, pero aquel día tenía algo especial. Fuera del aullido del viento al levantarse, reinaba el más absoluto silencio en el campo, y el leve crujido del eje sonaba estruendoso por contraste. Ningún pájaro cantaba en el bosque, ninguna ardilla saltaba en las ramas. Tampoco esperaba verlos realmente, no aquella primavera. Sólo los árboles que mantenían sus hojas durante el invierno mostraban algún signo de verdor. Marañas de zarzas del año anterior se extendían con telarañas parduscas sobre las piedras que sobresalían bajo la arboleda. Las ortigas eran las hierbas más numerosas; el resto eran especies de cardos erizados de espinas o plantas hediondas, que dejaban un fétido olor en las botas del caminante que las pisaba distraído. El suelo aún se veía cubierto por blancas manchas de nieve bajo la sombra del tupido ramaje. En donde lograba filtrarse, el sol parecía apagado. El pálido astro permanecía sobre los árboles, en el lado oeste, pero su luz era decididamente mortecina, como si estuviera entremezclada con sombra. Era una mañana desapacible, que propiciaba pensamientos inquietantes. Sin reflexionar, tocó la muesca de la flecha; estaba presta para alzarla hasta su mejilla, tal como le había enseñado Tam. El invierno había sido bastante riguroso en las granjas, peor que ninguno de los que recordaban los más viejos del lugar; sin embargo, su dureza había sido sin duda aún mayor en las montañas, a juzgar por la cantidad de lobos que descendían hasta Dos Ríos. Los lobos atacaban por sorpresa los rediles de ovejas y se abrían camino hasta los corrales para dar cuenta de terneros y caballos. Los osos también habían perseguido al ganado, en lugares en donde no se habían visto tales animales desde hacía años. Ya no era seguro salir a la intemperie después del crepúsculo, pues los hombres eran tomados como presas al igual que los corderos, y a veces ello ocurría incluso antes de la caída del sol. Tam andaba a grandes zancadas al otro lado de Bela; utilizaba su lanza como vara de apoyo sin hacer caso del viento que hacía ondear su capa marrón igual que una bandera. De tanto en tanto, tocaba levemente el flanco de la yegua para recordarle que había que seguir camino. Con su fornido pecho y su amplio rostro, su firmeza era un anclaje en la realidad en aquella mañana, como una piedra en medio de un sueño inaprensible. Pese a las arrugas que surcaban sus mejillas atezadas por el sol y las escasas hebras negras que se distinguían en su pelo cano, estaba imbuido de un aire de solidez, como si un torrente pudiera abalanzarse a su alrededor sin hacer tambalear sus pies. Ahora renqueaba impávido sendero abajo. Los lobos y los osos estaban muy bien, indicaba su ademán, pero era preferible para ellos que no intentaran detener el paso de Tam al´Thor cuando se dirigía al Campo de Emond. Con un arrebato de culpa Rand volvió a centrar la vista en el lado del camino que dominaba él, atraído al sentido del deber por la actitud práctica de Tam. Era varios centímetros más alto que su padre, más alto que ningún habitante de la zona, y había heredado bien poco de su aspecto físico, a no ser tal vez un cierto parecido en los hombros. Sus ojos grises y el tono rojizo de sus cabellos provenían de su madre, según Tam. Ella no era natural de aquellas tierras y Rand apenas conservaba el recuerdo de su rostro sonriente, si bien depositaba flores en su tumba todos los años, en Bel Tine, en primavera y en Día Solar, en verano. Dos pequeñas barricas del licor de manzana elaborado por Tam reposaban en la traqueteante carreta, además de ocho barriles, de mayor tamaño, de sidra de manzana. Tam, que suministraba la misma cantidad cada año a la Posada del Manantial para consumir durante la celebración de Bel Tine, había declarado que ni los lobos ni el gélido viento bastarían para impedirle hacerlo aquella primavera. De todos modos, no habían visitado el pueblo durante semanas. Ni siquiera Tam se aventuraba por los caminos más de lo imprescindible por aquella época. Pero Tam había dado su palabra respecto al licor y la sidra, aun cuando hubiera esperado a efectuar la entrega hasta la víspera de la festividad. Para Tam era importante hacer honor a la palabra dada. Rand, por su parte, estaba contento de poder salir de la granja, casi tan contento como por la proximidad de Bel Tine. Mientras Rand vigilaba la orilla del sendero, iba creciendo en él la sensación de ser observado. Durante un rato trató de zafarse de ella. Excepto el viento, nada se movía ni exhalaba un sonido entre los árboles. Sin embargo, aquella impresión no sólo persistía sino que se tornaba cada vez más definida. El vello de sus brazos estaba hirsuto, la piel le picaba con un hormigueo que parecía provenir de su interior. Apartó con irritación el arco para frotarse el brazo, mientras se decía a sí mismo que no debía sucumbir a la imaginación. No había nada en el bosque a su lado del camino y Tam habría hablado si hubiera visto algo en el otro. Miró hacia atrás por encima del hombro... y parpadeó. A poco más de veinte palmos de distancia, una silueta envuelta en una capa cabalgaba tras ellos, conformando una unidad con su montura, ambos negros, sombríos y sin brillo. En principio fue la inercia lo que lo hizo seguir caminando de espaldas junto al carro, mientras observaba. La capa del jinete lo cubría hasta la embocadura de las botas y la capucha estaba tan bajada que no se le veía el rostro. De un modo vago, Rand pensó que aquel hombre tenía algo particular, pero era la penumbra tras la apertura de la capucha lo que le fascinaba. Apenas veía los más borrosos contornos de una cara y, sin embargo, sentía que estaba mirando directamente a los ojos del desconocido. Y no podía apartar la vista. Las náuseas se apoderaron de su estómago. Sólo podían avistarse sombras entre los pliegues de la capucha, pero percibía el odio con tanta intensidad como si viera un rostro deformado por él. Era un odio que abarcaba a todo ser viviente. Un odio dirigido a él, especialmente. De pronto una piedra le golpeó el tobillo y dio un traspié, lo cual le hizo apartar los ojos del oscuro jinete. El arco cayó al suelo y únicamente logró mantener el equilibrio agarrándose a los arreos de Bela. La yegua se detuvo con un resoplido de sorpresa y giró la cabeza para ver qué se había prendido a ella. - ¿Estás bien, muchacho? - Un jinete -dijo Rand sin resuello-. Un desconocido que nos sigue. - ¿Dónde? -Tam alzó su lanza y miró con cautela hacia atrás. - Allí, debajo de... La explicación de Rand quedó interrumpida al volverse para señalar. El camino se hallaba vacío tras ellos. Las peladas ramas de los árboles no ofrecían resguardo ante la mirada y, no obstante, no había ni rastro del hombre ni del caballo. Sus ojos toparon con la muda pregunta en el rostro de su padre. - Estaba allí -repuso-. Era un hombre con una capa negra, montado en un caballo negro. - No pondría en duda tu palabra, hijo, pero ¿adónde se ha ido? - No lo sé. Pero estaba allí. -Recogió el arco y la flecha y comprobó apresurado la emplumadura para volver a aprestar el arma, la cual estuvo a punto de disparar antes de distender de nuevo la cuerda- Estaba allí. Tam sacudió la cabeza. - Si tú lo dices, muchacho. Veamos, un caballo deja huellas de herraduras, incluso en este suelo rocoso. -Comenzó a caminar hacia la parte trasera del carro, con la capa agitada por el viento-. Si las encontramos, sabremos con certeza que estaba allí. Si no... bueno, en estos días es fácil que un hombre crea ver visiones. Rand se dio cuenta de improviso de cuál era la rareza que caracterizaba al jinete, aparte de su mera presencia en aquel lugar. El viento que los golpeaba a él y a Tam no había movido siquiera un pliegue de aquella capa negra. Sintió de repente la boca seca. Debió de haberlo imaginado. Su padre tenía razón; aquella mañana era como para hacer volar la imaginación de un hombre. No obstante, no creía que ése fuera su caso. El inconveniente era de qué modo iba a decirle a su padre que el hombre que se había esfumado aparentemente en el aire llevaba una capa en la que el viento no hacía mella. Con expresión preocupada miró con atención la maleza que los rodeaba; se le antojaba distinta de las otras veces. Casi desde que fue capaz de caminar, había corrido solo por el bosque. Los remansos y los arroyos del Bosque del Río, situado más allá de la última granja al este del Campo de Emond, eran los parajes donde había aprendido a nadar. Había explorado el terreno hasta las Colinas de Arena -lo cual mucha gente del Campo de Emond decía que traía mala suerte- y en una ocasión había llegado hasta las mismas faldas de las Montañas de la Niebla, acompañado de sus mejores amigos, Mat Cauthon y Perrin Aybara. Eso se hallaba mucho más lejos de los lugares frecuentados por los habitantes del Campo de Emond, para quienes un viaje hasta el pueblo más cercano, subiendo hacia la Colina del Vigía o bajando hacia Deven Ride, representaba un gran acontecimiento. En ninguna de aquellas excursiones había encontrado un paraje que le inspirara temor. Pero aquel día el Bosque del Oeste no era un lugar que le resultara familiar. Un hombre que podía desaparecer de forma tan repentina podía reaparecer de igual modo, tal vez incluso justo a su lado. - No, padre, no es preciso. -Cuando Tam se detuvo sorprendido, Rand ocultó el rubor de su cara con la capucha de la capa-. Sin duda tienes razón. No tiene sentido buscar lo que ya no está allí cuando podemos emplear ese tiempo en acercarnos al pueblo y librarnos así de este viento. - No me vendría mal fumarme una pipa -dijo Tam- y tomar una jarra de cerveza al calor del fuego. -Sonrió de improviso-. Y supongo que estás ansioso por ver a Egwene. Rand logró esbozar una sonrisa. Entre todas las cosas en que deseaba pensar en aquellos instantes, la hija del alcalde tenía poca cabida. No necesitaba más confusión. A lo largo del último año, ésta le había provocado nerviosismo en cada uno de sus encuentros y, lo que era peor, ella no parecía ni advertir su malestar. No, francamente no quería incorporar a Egwene en sus pensamientos. Tenía la esperanza de que su padre no hubiera reparado en su temor cuando Tam dijo: - Recuerda la llama, muchacho, y el vacío. Era bien raro aquello que Tam le había enseñado. Concentrarse en una sola llama y arrojar a ella todas las propias pasiones -temor odio, rabia- hasta que la mente quedara en blanco. Intégrate en el vacío, le decía Tam, y lograrás cuanto te propongas. Aparte de él, nadie hablaba de ese modo en el Campo de Emond. Pero Tam ganaba cada año en Bel Tine el concurso de tiro con arco gracias a la aplicación de su teoría de la llama y el vacío. Rand abrigaba alguna expectativa en poder clasificarse él mismo aquel año, si era capaz de vaciar su mente. El hecho de que Tam lo hubiera mencionado ahora significaba que sí se había dado cuenta; sin embargo, prefirió no añadir nada más sobre el tema. Tam azuzó a Bela con un chasquido de lengua y prosiguieron camino. Rand deseaba poder imitar a su padre, quien caminaba a grandes zancadas como si nada hubiera sucedido hasta entonces y nada pudiera ocurrir después. Intentó forjar el vacío en su mente, pero éste le rehuía y tornaban las imágenes habitadas por el jinete de capa negra. Quería creer que Tam estaba en lo cierto, que aquel hombre sólo había sido producto de su imaginación; pero recordaba con demasiada precisión aquel sentimiento de odio. Alguien había estado allí, y ese alguien quería hacerle daño. No paró de mirar atrás hasta verse rodeado por los puntiguados tejados de paja del Campo de Emond. El pueblo se hallaba adosado al Bosque del Oeste, que se aclaraba de forma gradual hasta los últimos árboles, que se encontraban ya entre las macizas moles de casas. El terreno trazaba una suave pendiente hacia el este. Salpicados por retazos de arboleda, las granjas y prados con cerca ocupaban el territorio que separaba la población del Bosque del Río y su maraña de arroyos y balsas. La tierra del oeste era tan fértil como la restante y los pastos crecían con abundancia allí casi todos los años; no obstante, apenas se veían granjas del lado del Bosque del Oeste. La escasez de asentamiento humano se reducía a la inexistencia a varios kilómetros de distancia de las Colinas de Arena y, por supuesto, de las Montañas de la Niebla, las cuales se alzaban por encima de las copas de árboles del Bosque del Oeste, distantes, pero claramente visibles desde el Campo de Emond. Algunos decían que la tierra era demasiado rocosa, como si no existieran pedregales en todo el término del Campo de Emond, y otros que era un lugar inhóspito. Unos pocos opinaban entre murmullos que no era sensato acercarse a las montañas más de lo estrictamente necesario. Fuera cual fuese el motivo, lo cierto era que sólo los hombres más audaces se aventuraban a trabajar en el Bosque del Oeste. Los niños y los perros se arremolinaron con gran alboroto en torno al carro una vez que hubieron cruzado la primera hilera de casas. Bela trotaba pesada y pacientemente, haciendo caso omiso del griterío de los pequeños, que se amontonaban bajo su hocico jugando a pillapilla y al salto a la pata coja. En el transcurso de los últimos meses apenas se habían escuchado los juegos y las risas de los niños: aun cuando el tiempo había mejorado lo suficiente para permitirles salir, el temor a los lobos los había retenido en las casas. Parecía que la proximidad del Bel Tine les había infundido de nuevo las ganas de jugar. La festividad había afectado a los adultos por igual. Los postigos estaban abiertos de par en par y en casi todas las casas había una mujer en la ventana, con un delantal y las largas trenzas cubiertas con un pañuelo, que sacudía sábanas o ponía a ventilar los colchones. Tanto si las hojas habían brotado en los árboles como si no, ninguna ama de casa se permitiría dejar pasar Bel Tine sin haber efectuado el aseo primaveral de la casa. [...] |