CONTENIDO LITERAL

("El trono de huesos de dragón" (fragmento), novela Tad Williams)


1

El Saltamontes y el Rey

Aquel día podía apreciarse una agitación fuera de lo común en el dormido corazón de Hayholt, en la desconcertante maraña de tranquilos pasillos y en los patios llenos de hiedra, en las celdas de los monjes y en las húmedas y sombrías cámaras. Cortesanos y sirvientes murmuraban con los ojos fuera de las órbitas. Los pinches de las cocinas intercambiaban significativas miradas a través de los fogones humeantes. Conversaciones en susurros parecían tener lugar en cada pasillo y puerta de la gran fortaleza.
Debía de ser el primer día de primavera, a juzgar por el ambiente de expectación que parecía existir, pero el gran calendario situado en las abarrotadas estancias del doctor Morgenes parecía indicar algo muy diferente: era el mes de novendre. El otoño estaba en pleno apogeo y el invierno se acercaba lentamente.
Lo que hacía que aquel día fuese diferente de los demás era algo que no tenía nada que ver con la estación del año, sino con lo que ocurría en la sala del trono de Hayholt. Durante tres largos años sus puertas habían permanecido cerradas por orden del rey y sus ventanas multicolores habían sido igualmente cubiertas con grandes telas. Ni siquiera se les había permitido traspasar el umbral a los criados que se ocupaban de la limpieza, lo que provocó una angustia sin fin a la dama encargada de las sirvientas. Tres veranos y tres inviernos había permanecido cerrada aquella sala, pero hoy había dejado de estar vacía y eso hacía que el castillo hirviese de rumores.

Lo cierto es que había una persona en Hayholt cuya atención no se hallaba volcada en la sala que durante tanto tiempo había permanecido cerrada; era una solitaria abeja, en un panal lleno de murmullos, cuya canción solitaria no entroncaba con el zumbido general. Aquel ser se hallaba en el corazón del Jardín de los Setos, en un hueco entre la apagada piedra roja de la capilla y la parte trasera de un seto cardado, y esperaba que nadie lo echase de menos. Había tenido un día horroroso; todas las mujeres andaban de aquí para allá muy ocupadas, con poco tiempo para responder a preguntas; el desayuno había sido preparado tarde, y frío por añadidura. Como siempre, le habían dado órdenes confusas, y parecía que nadie tenía tiempo para ninguno de sus problemas...
De mala gana pensó que aquello también era de prever. Si no fuera por el descubrimiento de aquel grande y magnífico escarabajo -que había llegado deambulando a través del jardín, tan satisfecho de sí mismo como un próspero aldeano-, toda la tarde habría resultado una gran pérdida de tiempo.
Con una ramita ensanchó el delgado caminito que había escarbado en la oscura y fría tierra junto a la muralla, pero aun así el cautivo no pudo seguir hacia adelante. Movió ligeramente el brillante caparazón, pero el terco escarabajo se negó a moverse. El muchacho enarcó las cejas y se mordió el labio superior.
-¡Simón! En el nombre de la Creación, ¿dónde has estado metido?
La ramita cayó de sus nerviosos dedos, como si una flecha le hubiese atravesado el corazón. Poco a poco se volvió para mirar la sombra surgida por encima de él.
-En ningún sitio... -empezó a decir Simón, y según sentía salir las palabras a través de sus labios un par de huesudos dedos lo cogían de la oreja y lo levantaban hasta ponerlo en pie, mientras aullaba de dolor.
-No me digas que en ninguna parte, gandul -rugió en su oreja Raquel el Dragón, dama encargada de las sirvientas, una yuxtaposición únicamente posible gracias a que Raquel estaba de puntillas y a la natural inclinación de Simón a estar cabizbajo, ya que a la cabeza de la sirvienta le faltaba más de un palmo para alcanzar la estatura del muchacho.
-Perdonad, señora, lo siento -murmuró Simón, a la vez que percibía, lleno de tristeza, que el escarabajo se dirigía hacia una rendija en la pared de la capilla, hacia la libertad.
-El sentirlo no siempre te va a servir-rezongó Raquel-. ¡Todos los chicos de la casa están trabajando y poniéndolo todo a punto menos tú! Eso ya está bastante mal, pero, claro, yo tengo que perder mi valioso tiempo en tratar de encontrarte. ¿Cómo puedes ser tan malo, Simón, cuando deberías actuar como un hombre? ¿Eh, cómo?
El chico, de catorce larguiruchos años y totalmente aturdido, no dijo nada. Raquel lo miró.
"Ya tiene un aspecto bastante triste -pensó la mujer- con ese pelo rojo y las pecas, pero cuando entorna los ojos y frunce el entrecejo, parece medio bobo."
A su vez, Simón miró a su apresadora, y vio que respiraba pesadamente, exhalando el aire de novendre con bufidos de vapor. Ella también temblaba, aunque el muchacho no podía afirmar si era de frío o de rabia. En realidad, no tenía mucha importancia, pero lo hacía sentirse peor.
"Todavía espera una respuesta. ¡Qué aspecto más enfadado y cansado tiene!" Simón se encogió todavía más y se miró los pies.
-Bueno, pues vas a venir conmigo. El buen Dios sabe que tengo un montón de cosas que un chico ocioso como tú puede hacer. ¿Es que no sabes que el rey se ha levantado de su lecho de enfermo?
Raquel lo agarró del codo y lo llevó arrastrando por el jardín.
-¿El rey? ¿El rey Juan? -preguntó Simón, lleno de sorpresa.
-¡No, ignorante, el rey Perico-de-los-Palotes! ¡Claro que se trata del rey Juan!
Raquel detuvo sus pasos para apartarse una guedeja de lacio cabello gris y sujetarla bajo su bonete. Le tembló la mano.
-Espero que estés contento -dijo-. Me has hecho enfadar tanto que he sido irrespetuosa con el nombre de nuestro buen rey Juan, que tan enfermo está. -Respiró ruidosamente y se inclinó para dar una dolorosa manotada en la parte carnosa del brazo de Simón-. Sígueme.
Ea dama echó a andar, con un compungido muchacho pisándole los talones.

Simón nunca había conocido otro hogar aparte del antiquísimo castillo llamado Hayholt, que quiere decir Gran Torreón. El nombre era adecuado: la Torre del Ángel Verde, su punto más alto, se elevaba por encima de los más altos y viejos árboles. Si el mismo ángel, encaramado en el extremo de la torre, hubiera dejado caer una piedra de su verdusca mano, habría recorrido cerca de doscientos codos antes de caer ruidosamente en el foso salobre y turbar el sueño de los grandes lucios que se agitaban por encima del lodo centenario.
Hayholt era más antiguo que todas las generaciones de campesinos erkynos que hubieran podido nacer, trabajar y morir en los campos y pueblos que rodeaban el gran torreón. Los erkynos eran sólo los últimos poseedores del castillo; otros muchos también lo habían llamado suyo, pero nadie había podido conseguirlo del todo. La muralla exterior que rodeaba la desgarbada torre mostraba el trabajo de diversas manos y épocas. La áspera roca y la madera labradas por los rimmerios, los extraños grabados de los hernystiros, junto con las meticulosas tallas de los nabbanos. Pero, por encima de todo ello, permanecía la Torre del Ángel Verde, erigida por los imperecederos sitha mucho antes de que los hombres llegasen a estas tierras, cuando todo Osten Ard formaba parte de sus dominios. Los sitha fueron los primeros en construir aquí; edificaron el baluarte primigenio en los promontorios situados junto al lago Kynslag y al río que corría hacia el mar. Asu'a llamaron los sitha a su castillo. Si esta casa con tantos señores tuviera un nombre real, ése sería Asu'a.
Aquella "raza mágica", los sitha desaparecieron de las verdes praderas y se dirigieron hacia los bosques, las escarpadas montañas y a otros lugares desconocidos no recomendables para el hombre. Los restos de su castillo -un hogar para los usurpadores- quedaron atrás.
Asu'a representaba una paradoja; orgulloso y desvencijado, festivo y prohibido, se alzaba imponente por encima de los campos y del pueblo, inclinado sobre su feudo como un oso durmiendo entre sus crías.

A menudo Simón tenía la sensación de ser el único habitante del inmenso castillo que no había encontrado su lugar en la vida. Los albañiles enyesaron la parte frontal de la residencia y repararon los desperfectos de los muros del castillo -aunque a menudo aquellos desperfectos parecían volver a abrirse paso a través de la restauración- sin dedicar un solo pensamiento al porqué o al cómo giraba el mundo. Los carniceros, entre alegres silbidos, llevaban rodando grandes barriles de buey en salazón, de aquí para allá. Junto con el senescal del castillo, regateaban con granjeros, todavía con tierra húmeda pegada a la piel, sobre las cebollas y zanahorias que cada mañana llegaban a las cocinas de Hayholt. Raquel y las sirvientas que estaban a su cargo siempre se hallaban terriblemente ocupadas, arriba y abajo con sus escobas de paja, juntando montoncitos de polvo como si estuviesen reuniendo un rebaño de asustadizas ovejas, entre murmullos de piadosas imprecaciones sobre la forma en que algunas gentes dejan las habitaciones cuando se marchan, y, en general, siendo el terror de los perezosos y dejados.
En medio de tanta actividad, el desgarbado Simón era como un desfallecido saltamontes en un hormiguero. Sabía que nunca llegaría a ser gran cosa; así lo había pronosticado demasiada gente, casi todos ellos mayores que él, y presumiblemente más listos. A una edad en la que otros chicos clamaban por las responsabilidades de los hombres adultos, Simón todavía era una persona atolondrada. No importaba el trabajo que le encomendasen, su atención pronto empezaba a vagar y caía en sueños sobre batallas, gigantes, viajes por mar a bordo de grandes y brillantes navíos..., y, de alguna manera, las cosas se le rompían, perdían o salían al revés.
En otras ocasiones no se lo encontraba por ninguna parte. Permanecía oculto en el castillo como una escuálida sombra, podía escalar los muros como los encargados de reparar los tejados o como los vidrieros, y conocía tantos pasadizos y lugares ocultos que la gente del castillo lo llamaba "el chico fantasma". Raquel le tiraba con bastante frecuencia de las orejas y lo llamaba cabezahueca.

Por fin Raquel le había soltado el brazo, y Simón arrastró los pies con aspecto sombrío mientras seguía, como un cordero, a la dama encargada de las sirvientas. Había sido descubierto, el escarabajo había escapado y toda la tarde se había desplomado sobre él.
-¿Qué es lo que tengo que hacer, Raquel? -murmuró desganado-. ¿Ayudar en la cocina?
La dama gruñó con desdén y siguió andando. Simón miró hacia atrás con pesar al tener que abandonar el refugio de los árboles y arbustos del jardín. Las pisadas de ambos resonaron llenas de solemnidad a lo largo del pasillo enlosado.

Simón había sido criado por las sirvientas, pero estaba claro que él nunca podría entrar en el servicio; dejando su niñez aparte, Simón era alguien a quien obviamente no se le podían confiar delicadas operaciones domésticas. Se había realizado un gran esfuerzo para encontrarle tareas adecuadas. En una gran casa, y Hayholt sin duda era la mayor de ellas, no había lugar para los que no estaban ocupados. Encontró una especie de trabajo en las cocinas del castillo, pero incluso en esa labor, que no pedía demasiado de él, le fue imposible acomodarse. Los demás friegaplatos reían y se daban codazos unos a otros al observar cómo Simón -con los brazos metidos hasta el codo en agua caliente y los ojos entrecerrados, mientras se perdía en el mundo de los sueños- aprendía el secreto del vuelo de los pájaros o salvaba a doncellas de bestias imaginarias, mientras su estropajo flotaba lejos, en la superficie de la pila.
La leyenda dice que sir Fluiren -un familiar del famoso sir Camaris de Nabban- llegó en su juventud a Hayholt para convertirse en caballero, y que durante un año trabajó disfrazado en el mismo fregadero, debido a su gran humildad. Los trabajadores de la cocina se burlaban de él y lo apodaron "manos finas", ya que el terrible trabajo no conseguía disminuir la blancura de sus dedos.
Simón sólo tenía que mirar sus agrietadas y enrojecidas manos para darse cuenta de que él no era el hijo huérfano de ningún gran señor. Siendo no mucho mayor que él, el rey Juan había matado al Dragón Rojo. Simón peleaba con escobas y cacerolas, lo que para él no resultaba muy diferente. Se trataba de un mundo más tranquilo, diferente del de los tiempos de la juventud de Juan, gracias, en gran parte, a los actos del ahora anciano rey. Ya no había dragones -al menos vivos- que habitasen las oscuras y grandes estancias de Hayholt. Aunque Raquel -según se decía Simón-, con su hosca faz y sus dedos retorcidos, se parecía bastante a ellos.

Llegaron a la antecámara de la sala del trono, centro de una desacostumbrada actividad. Las sirvientas se movían casi a la carrera, de una pared a otra, como moscas encerradas en una botella. Raquel se detuvo y, con los brazos apoyados en las caderas, dio un vistazo a sus dominios; por la sonrisa que afloró a sus labios, lo que vio parecía agradarle.
Durante un momento se olvidó de Simón, que permanecía medio apoyado en una pared llena de tapices. Con la cabeza baja dirigió una mirada de reojo a la chica nueva, Hepzibah, que estaba rellenita y tenía el cabello ensortijado; observó cómo caminaba con un balanceo de caderas insolente. Al pasar junto a él con un cubo de agua, vio cómo la miraba y la muchacha sonrió abiertamente, divertida. Simón sintió que el fuego le subía por el cuello hasta inundarle las mejillas y se volvió para cogerse al deshilachado tapiz que colgaba de la pared.
A Raquel no le había pasado inadvertido el intercambio de miradas.
-Que el Señor te azote como a un burro, chico, ¿no te he dicho que te pusieras a trabajar? ¡Pues ponte!
-¿En qué? -respondió Simón, y se sintió mortificado al oír la risita burlona de Hepzibah desde el pasillo. El muchacho se pellizcó el brazo, lleno de frustración, y le dolió.
-Coge esa escoba y vete a barrer las habitaciones del doctor. Ese hombre vive como en un nido de raras, y quién sabe dónde querrá ir el rey, ahora que se ha levantado.
Por el tono de voz de Raquel podía percibirse que el hecho de ser rey no aminoraba la generalizada aversión que sentía hacia los hombres.
-¿A las habitaciones del doctor Morgenes? -preguntó Simón; por primera vez desde que había sido descubierto en el jardín, se sintió revivir-. ¡Ahora mismo voy!
Asió una escoba a la carrera y desapareció.
Raquel bufó y se dio la vuelta para examinar la más mínima mota de polvo que pudiera quedar en la antecámara. Durante un instante se preguntó lo que sería poder atravesar la gran puerta de la sala del trono, aunque apartó el pensamiento de sí de un manotazo. Reunió a sus legiones con unas palmadas y con su recia mirada las condujo fuera de la antecámara para librar otra batalla contra su gran enemigo: el desorden.

En la sala que se extendía más allá de la puerta colgaban polvorientos estandartes, una fila sobre otra, a lo largo de los muros, llenos de animales fantásticos: el dorado purasangre del clan Mehrdon, la brillante cimera en forma de martín pescador de Nabban, lechuzas y bueyes, nutrias, unicornios y serpientes fabulosas; todas las hileras estaban llenas de silenciosas y durmientes criaturas. Ningún destacamento agitó aquellos raídos colgantes; incluso las telarañas aparecían vacías y deshechas.
Algunos pequeños cambios se habían producido en la sala del trono, algo volvía a revivir en la lóbrega cámara. Alguien cantaba una tranquila canción con la delicada voz de un joven o de un anciano.
En el extremo más alejado de la sala colgaba un inmenso tapiz entre las estatuas de los Supremos Reyes de Hayholt, un tapiz con el escudo de armas, el Dragón y el Árbol. Las ceñudas estatuas de malaquita, una guardia de honor en número de seis, flanqueaban un enorme y pesado trono que daba la impresión de estar completamente hecho de amarillento marfil. Los brazos del trono eran nudosos y el respaldo aparecía cubierto por una enorme y dentada calavera cuyos ojos eran pozos de sombras.
Ante el trono aparecían sentadas dos figuras. La más menuda de ellas iba vestida con ropas multicolores y cantaba: era su voz la que se elevaba desde los pies del trono, demasiado débil para producir ni siquiera un ligero eco. Sobre ella se cernía una gran forma, sentada en el borde como una vieja y cansada ave de presa encadenada al hueso del trono.
El rey, tras tres años de enfermedad y debilitamiento, había regresado a su polvorienta sala y escuchaba mientras el hombrecito cantaba a sus pies; las largas y moteadas manos del monarca se aferraban a su grande y amarillento trono.
Se trataba de un hombre alto; tiempo atrás lo habría parecido mucho más, pero ahora aparecía encorvado, como un monje en posición de orar. Vestía una túnica del color del cielo y llevaba barba como un profeta jesureo. Una espada reposaba cruzada en su regazo, brillando como si acabase de ser limpiada; en la frente del rey descansaba una corona de hierro, tachonada de esmeraldas y ópalos.
El enano que había a los pies del soberano reposó durante un largo y silencioso instante, para luego volver a empezar otra canción:

¿Pueden contarse las gotas de lluvia
cuando el sol luce en lo alto?
¿Se puede nadar en el río
cuando su lecho está seco?
¿Se puede coger una nube?
No, no se puede, tampoco yo…
y el viento grita: "Espera"
cuando pasa una.
El viento grita: "Espera"
cuando pasa una…

Una vez que la canción hubo acabado, el hombre alto con la túnica azul bajó su mano y el bufón la tomó entre las suyas. Ninguno de los dos dijo ni una palabra.
Juan el Presbítero, Señor de Erkynlandia y Supremo Rey de todo Osten Ard; azote de los sitha y defensor de la verdadera fe, poseedor de la espada Clavo Brillante, flagelo del dragón Shurakai... Preste Juan, sentado una vez más en el trono hecho con huesos de dragón. Era muy, muy anciano, y estaba llorando.

-Ay, Towser -balbuceó al fin, con voz profunda pero cascada por la edad-, debe de tratarse de un Dios inmisericorde para que me haga pasar este mal trago.
-Tal vez, mi señor- respondió el hombrecito con una sonrisa amarga-. Tal vez..., pero sin duda otros muchos no se quejarían de crueldad si los condujera a vuestra posición en la vida.
-¡Eso es precisamente lo que quiero decir, viejo amigo! -El rey agitó la cabeza-. En esta edad enfermiza, todos los hombres son ecuánimes. Cualquier aprendiz de sastre ha sacado seguramente más provecho de la vida que yo.
-Ay, mi señor... -La canosa cabeza de Towser se movió de lado a lado, pero los cascabeles de su sombrero, desde hacía tiempo sin badajo, no tintinearon-. Mi señor, os quejáis oportunamente pero sin razón, todos los hombres llegan a este momento, grandes o pequeños. Habéis tenido una hermosa vida.
El Preste Juan levantó la empuñadura de Clavo Brillante ante él, blandiéndola como si se tratase del Sagrado Árbol. Estiró la mano y pasó el dorso ante sus ojos.
-¿Conoces la historia de esta espada? -preguntó.
Towser la miró abiertamente. Había oído aquel relato en numerosas ocasiones.
-Explicádmela, ¡oh, rey! -dijo, tranquilo. El Preste Juan sonrió, pero sus ojos no dejaron de mirar la empuñadura forrada de cuero.
-Una espada, mi pequeño amigo, es la extensión de la mano derecha de un hombre... y el extremo de su corazón. -Elevó todavía más la espada, para que atrapase un delgado rayo de luz que atravesaba una de las diminutas y altas ventanas-. Al igual que el Hombre es la mano derecha de Dios, el Hombre es el ejecutor de los deseos del Corazón de Dios. ¿Lo entiendes?
De repente se agachó y miró con ojos brillantes bajo las pobladas cejas.
-¿Sabes lo que es esto?
Su tembloroso dedo señalaba un trozo de gastado metal incrustado en la empuñadura de la espada.
-Decidme, señor -contestó Towser, a pesar de saber perfectamente de qué se trataba.
-Este es el único clavo del verdadero Árbol que todavía queda en Osten Ard. -El Preste Juan llevó la empuñadura a sus labios y la besó, para después apretar el frío metal contra su mejilla-. Este clavo proviene de la mano de Jesuris Aedón, nuestro Salvador..., de Su mano...
Los ojos del rey se convirtieron en espejos al recibir el reflejo de una extraña luz proveniente del techo.
-Y también está la reliquia, claro -dijo un instante después-, el hueso del dedo del martirizado san Eahlstan, el azote de los dragones, que está aquí, en la empuñadura...
Hubo otro intervalo de silencio, y cuando Towser alzó la mirada vio que su señor lloraba de nuevo.
-¡Al diablo con ello! -se quejó Juan-. ¿Cómo puedo ser merecedor del honor de poseer la Espada de Dios? Tanto pecado hay en mi alma que todavía siento su peso, y el brazo que una vez castigó al dragón apenas puede ahora levantar una taza de leche. ¡Me muero, querido Towser, me muero!
El bufón se inclinó hacia adelante y desasió de la empuñadura de la espada una de las huesudas manos del rey para besarla mientras éste sollozaba.
-Por favor, mi señor-suplicó-. ¡No lloréis más! Todos los hombres deben morir; vos, yo, todo el mundo. Si no nos matamos a causa de la estupidez de nuestra juventud o por la mala ventura, es nuestro destino vivir como los árboles: envejecer hasta que nos tambaleemos y caernos. Ése es el camino que siguen todas las cosas. ¿Cómo se puede luchar contra la voluntad del Señor?
-¡Pero es que yo construí este reino! -El Preste Juan tembló de rabia y liberó su mano de la presión del bufón para depositarla en el brazo del trono-. ¡Eso debería contar y contrarrestar cualquier pecado que hubiese en mi alma, por muy manchada que ésta estuviese! ¡Seguro que el Buen Dios lo tiene en cuenta! Saqué a esa gente del fango, fui el azote de los malditos, expulsé a los sitha del país, di a los campesinos ley y justicia... El bien que he hecho debe ser tenido en cuenta.
Durante un instante la voz de Juan se hizo apenas perceptible, como si sus pensamientos vagasen por otros mundos.
-¡Ay, mi querido amigo! -dijo, por fin, con un tinte de amargura en la voz- y ahora ni siquiera puedo ir al mercado de la calle Mayor. Debo permanecer en el lecho, o caminar penosamente por el castillo apoyado en los brazos de hombres más jóvenes. Mi..., mi reino se está corrompiendo mientras los sirvientes murmuran y caminan de puntillas al otro lado de mi cámara. ¡Todo es pecado!
La voz del rey rebotó en las paredes de piedra de la sala provocando un eco que se disipó entre las motas de polvo que revoloteaban por todas partes. Towser volvió a tomar la mano de Juan y la apretó hasta que el monarca volvió a recuperar la compostura.
-Bueno -dijo el Preste Juan al cabo de unos instantes-, mi Elías reinará con mayor firmeza de lo que yo soy ahora capaz. Al ver la decadencia de todo esto -y extendió el brazo como para abarcar la sala del trono-, hoy he decidido hacer que regrese de Meremund. Debe prepararse para ser coronado. -El rey suspiró-. Supongo que debo abandonar estos lamentos propios de mujer y estar agradecido por tener lo que otros muchos reyes no tuvieron: un hijo fuerte que pueda mantener el reino unido después de mi marcha.
-Dos hijos fuertes, mi señor.
-Bah -sonrió el rey-. Podría llamar muchas cosas a Josua, pero no creo que "fuerte" fuera una de ellas.
-Sois demasiado duro con él, mi señor.
-Tonterías. ¿Crees que puedes hacer que cambie de opinión, bufón? ¿Conoces al hijo mejor de lo que puede hacerlo el padre?
La mano de Juan tembló, y éste pareció ponerse enteramente rígido. La tensión se aflojó al cabo de un instante.
-Josua es un cínico -volvió a empezar el rey con voz más tranquila-. Un cínico, un melancólico, frío con sus súbditos, y el hijo de un rey no tiene nada excepto súbditos, cada uno de los cuales es un potencial asesino. No, Towser, mi hijo menor es muy extraño, sobre todo desde..., desde que perdió la mano. Ay, misericordioso Aedón, tal vez sea culpa mía.
-¿Qué queréis decir, mi señor?
-Tendría que haber tomado otra esposa tras la muerte de Ebekah. Mi hogar, sin una reina, ha sido un lugar frío... Tal vez sea éste el origen del extraño carácter del chico. Sin embargo, creo que Elías no es de esa manera.
-Hay una especie de franqueza brutal en la naturaleza del príncipe Elías -murmuró Towser, pero si el rey lo oyó no hubo reacción por su parte que así lo indicase.
-Doy gracias a Dios por hacer que Elías naciese primero. Posee un carácter valiente y marcial. Creo que si fuese el menor, Josua no estaría seguro sobre el trono.
El rey Juan agitó la cabeza para asentir a sus propias palabras y, a tientas, agarró la oreja del bufón, pellizcándola como si el viejo saltimbanqui fuese un niño de cinco o seis años.
-Prométeme una cosa, Towser...
-¿Qué, señor?
-Cuando muera (sin duda pronto, no creo que resista el invierno) traerás a Elías a esta sala... ¿Crees que la coronación tendrá lugar aquí? No importa; si es así, esperarás hasta el final. Tráelo aquí y entrégale Clavo Brillante. Sí, tómala ahora y sosténla. Temo morir mientras Elías esté lejos, en Meremund o en cualquier otro lugar, y quiero que la hoja llegue a sus manos con mis bendiciones. ¿Lo has entendido, Towser?
Con manos temblorosas Juan volvió a enfundar la espada y durante unos instantes luchó por deshacer el nudo de tahalí del que colgaba. Towser se arrodilló para tratar de ayudar al rey con sus hierres dedos.
-¿Cuáles son vuestras bendiciones, mi señor? -preguntó Towser, con la lengua entre los dientes, mientras trataba de desenredar el nudo.
-Dile lo que yo te he explicado. Dile que esta espada es la punta de su corazón y de su mano, al igual que nosotros somos los instrumentos del Corazón y la Mano del Dios... Y dile que nada vale tanto, vale tanto..., vale tanto... -Juan dudó, y condujo sus manos temblorosas hacia los ojos-. No, déjalo. Explícale únicamente lo que te he dicho sobre la espada. Dile sólo eso.
-Lo haré, mi señor -respondió Towser, y enarcó las cejas al deshacer el nudo-. Cumpliré vuestros deseos de buen grado.
-Muy bien. -El Preste Juan volvió a apoyarse en su trono de huesos de dragón y cerró sus ojos grises-. Vuelve a cantar para mí, Towser.
Así lo hizo el bufón. Por encima de ellos, los polvorientos gallardetes parecieron moverse ligeramente, como si un susurro se deslizase entre la multitud de observadores, entre las viejas garzas, osos de ojos apagados, y otros todavía más raros.



2

Una historia de dos ranas


Una mente ociosa es un semillero del mal.
Mientras observaba las armaduras para caballos que se hallaban esparcidas a lo largo del pasillo, Simón parecía ser un triste reflejo de la frase, una de las expresiones favoritas de Raquel. Un momento antes había descendido por el largo y adornado pasillo que corría a lo largo de la capilla, de camino hacia las habitaciones del doctor Morgenes, que tenía que barrer. Había estado moviendo la escoba, pretendiendo que era el estandarte del Árbol y el Dragón de la guardia erkyna del Preste Juan y que los conducía a la batalla. Tal vez le hubiera valido más la pena poner atención sobre dónde estaba agitando su escoba, pero, ¿quién había sido el idiota que había colgado una armadura de caballo en el pasillo del capellán? No es necesario decir que el estruendo que provocó la armadura al ser golpeada por la escoba de Simón y caer al suelo había sido horroroso, y el muchacho esperaba, con el rostro expectante, que un vengativo padre Dreosan apareciese de un momento a otro.
Se dio mucha prisa en recoger los deslustrados trozos de la armadura, algunos de los cuales se habían soltado de las tiras de cuero que sujetaban la pieza entera. Simón consideró otra de las máximas de Raquel: "El mal siempre encuentra quehaceres para unas manos desocupadas". Aquello era una tontería, claro, pero lo puso furioso. No eran sus manos vacías ni lo ocioso de su pensamiento lo que le causaba problemas. No, eran el hacer y el pensarlos que lo sacaban de quicio. ¡Si pudieran dejarlo en paz!
El padre Dreosan todavía no había hecho acto de presencia cuando Simón ya había conseguido amontonar todas las piezas en un precario equilibrio; luego, de forma precipitada, las escondió bajo los faldones de un tapete de mesa. Al hacerlo, casi derribó el relicario dorado que reposaba en el centro de la mesa; pero, por fin -y sin más contratiempos- consiguió hacer desaparecer de la vista los restos de la armadura, y nada, excepto un ligero cerco en la pared, indicaba que allí había reposado aquel objeto. Simón recogió su escoba y la restregó por la ennegrecida pared, tratando de borrar los bordes más oscuros de la marca que indicaba la presencia de la armadura colgada. Después echó a correr por el pasillo y a través de las escaleras del coro.
Volvió a aparecer en el Jardín de los Setos, de donde había sido brutalmente arrancado por el Dragón. Simón se detuvo para inhalar el fuerte aroma de las plantas y tratar de apartar de sus narices el hedor de sopa sebosa. Su mirada se vio sorprendida por una extraña forma que se perfilaba en las ramas superiores del Roble del Festival, un viejo árbol al otro extremo del jardín, tan retorcido y lleno de ramas que daba la impresión de que durante siglos había crecido bajo una cesta gigante. Bizqueó y levantó una mano para protegerse los ojos de los rayos del sol. ¡Se trataba de un nido de pájaros!
Aquello era algo que de verdad le gustaba. Tiró la escoba y dio algunos pasos en dirección al árbol antes de recordar su misión en las habitaciones de Morgenes. Si hubiera estado en situación de distraerse habría trepado al árbol en un instante, pero el tener que ver al doctor era un placer, aunque ello implicase trabajo. Se prometió a sí mismo que el nido no permanecería allí mucho tiempo sin que le echase un vistazo; pasó a través de los setos y penetró en el patio del castillo que se extendía ante la puerta del bastión interior.
Dos figuras acababan de traspasar la puerta y se dirigían hacia Simón. Una de ellas era achaparrada; la otra, todavía más. Se trataba de Jakob, el candelero, y de su ayudante Jeremías. Este último llevaba un enorme y al parecer pesado bulto sobre el hombro, y caminaba -si es que ello era posible- con más pereza de lo habitual. Simón los saludó al cruzarse con ellos. Jakob sonrió y alzó la mano.
-Raquel quiere velas nuevas para el comedor - dijo el candelero-, así que le llevamos velas.
Jeremías puso cara hosca.
Un corto trote por la verde pendiente llevó a Simón ante la inmensa puerta. Un pequeño retazo de sol todavía brillaba a aquellas horas de la tarde sobre las almenas que se extendían por encima de su cabeza, y las sombras de los gallardetes del muro occidental se revolvían como oscuros peces sobre la hierba. El guardia -poco mayor que Simón-, que vestía librea roja y blanca, sonrió y asintió mientras el señor de los espías traspasaba la puerta, con su mortífera escoba en la mano, y la cabeza baja por si a la tiránica Raquel se le ocurría asomarse a echar un vistazo desde una de las altas ventanas del torreón. Cuando se creyó al abrigo de la gran entrada, aminoró el paso. La atenuada sombra de la Torre del Ángel Verde atravesaba el foso; la distorsionada figura del Ángel, triunfante en su aguja, descansaba en una zona de tintes rojizos, en uno de los extremos del foso.
Tan pronto como se encontró allí, Simón decidió coger algunas ranas. No le llevaría demasiado tiempo, y el doctor las usaba a menudo para sus cosas. No estaría escabulléndose de su trabajo sino ampliando la gama de sus servicios, aunque tendría que apresurarse, ya que se acercaba la noche. Ya podían escucharse los laboriosos ensayos de los grillos para lo que debía de ser una de sus últimas actuaciones del año, a la vez que las ranas dejaban escapar sus sonoros contrapuntos.
Simón se metió en el agua y se detuvo para escuchar; vio cómo el cielo iba adquiriendo tintes violetas por el este. Junto con las habitaciones del doctor Morgenes, el foso era su lugar favorito en toda la Creación..., o al menos en lo que había podido ver de ella.
Con un suspiro inconsciente se quitó su deformada gorra de tela y chapoteó a lo largo del foso hacia los viveros de jacintos.

El sol había desaparecido por completo y el viento siseaba a través de los arbustos que bordeaban el foso cuando Simón llegó al bastión mediano para detenerse, con la ropa goteando y una rana en cada bolsillo, ante los aposentos del doctor Morgenes. Golpeó con los nudillos sobre el grueso panel de la puerta, procurando no tocar el extraño símbolo pintado con tiza sobre la madera. Había aprendido a través de una dura experiencia que no tenía que posar las manos sobre las cosas del doctor sin antes preguntar. Pasaron unos instantes antes de que la voz de Morgenes se hiciese audible.
-Idos -dijo, con un tono de irritación.
-¡Soy yo..., Simón! -gritó éste, y volvió a llamar.
En esta ocasión se produjo una pausa mayor que se deshizo al escucharse el sonido de unos pasos rápidos. La puerta se abrió. Morgenes, cuya cabeza apenas alcanzaba la barbilla de Simón, apareció enmarcado en una brillante luz azulada, y la expresión de su rostro se presentó oscurecida. Durante unos instantes pareció mirarlo con fijeza.
-¿Qué? -dijo, por fin-. ¿Quién?
-Soy yo. ¿Queréis ranas?-repuso Simón, sonriendo. Agarró una de las cautivas y se la alargó cogida de una pata.
-¡Oh, oh! -dijo el doctor, que pareció despertar de un profundo sueño. Agitó la cabeza-. ¡Simón..., claro! ¡Entra, entra! Te pido disculpas... Soy algo distraído.
El doctor Morgenes abrió la puerta lo suficiente como para que el muchacho pudiera deslizarse a través de ella y entrar en un estrecho vestíbulo interior. Luego volvió a cerrarla.
-Has dicho ranas, ¿eh? Hummm, ranas...
El doctor se adelantó y lo condujo a través del corredor. A la luz de las lámparas azules que se alineaban a lo largo del pasillo, la forma simiesca del doctor parecía inclinarse en vez de caminar. Simón lo siguió, con los hombros casi tocando los fríos muros de piedra de ambos lados. Nunca había podido entender cómo estancias que parecían tan pequeñas como las de Morgenes -las había observado desde la muralla y había medido la distancia desde el patio- podían tener corredores tan largos.
Las divagaciones de Simón se vieron interrumpidas por un repentino estruendo proveniente del final del pasillo. Silbidos, pitidos, estallidos y algo que parecía el aullido de cien podencos hambrientos.
Morgenes dio un salto de sorpresa, y dijo:
-Oh, en el Nombre del más grande, olvidé apagar las velas. Espérame aquí.
El hombrecito salió disparado por el corredor, con el fino cabello blanco ondeando, empujó la puerta hasta que consiguió entrar -el aullido y los silbidos doblaron su intensidad- y se deslizó en el interior. Simón pudo oír una explosión apagada.
El horroroso estruendo cesó al instante, de forma tan rápida y absoluta como..., como...
"Como una vela que se apaga", pensó.
La cabeza del doctor asomó por la puerta y le hizo una seña para que entrase.
Simón, que ya había presenciado escenas similares, siguió a Morgenes al interior de las estancias, no sin cierta precaución. Entrar de forma precipitada en ellas podía representar que uno cayese de bruces sobre algo desagradable y extraño.
En el interior no existía nada que pudiese ser relacionado con el espantoso griterío. El muchacho volvió a maravillarse de la diferencia entre lo que las estancias de Morgenes parecían ser -una garita de guardia reconvertida, de veinte pasos de largo, colgada entre la pared llena de hiedra de la esquina nordeste del bastión mediano- y la percepción del lugar una vez que uno se encontraba en su interior, que era la de una cámara de techo bajo pero espaciosa, casi tan larga como un campo de torneo, aunque no tan ancha. A la anaranjada luz que se filtraba a través de la larga hilera de ventanitas que daban al patio de armas, Simón oteó el rincón más lejano de la habitación y decidió que, si tirase una piedra, le costaría alcanzar la pared al otro lado de donde se encontraba, junto a la puerta.
Aquel curioso efecto de estiramiento le resultaba, a pesar de todo, familiar. De hecho, aparte de los sonidos horrorosos, toda la estancia tenía el aspecto usual, como si una horda de buhoneros enloquecidos hubieran sentado sus puestos de venta y a continuación hubiesen emprendido una precipitada retirada bajo una salvaje tormenta. La gran mesa del refectorio, que se extendía casi a lo largo de toda la pared, estaba atestada de aflautados tubos de vidrio, cajas, sacos de tela llenos de especias y olorosas sustancias, así como intrincadas estructuras de madera y metal de las que colgaban ampollas, frascos y otros recipientes irreconocibles. La pieza central de la mesa la constituía una gran bola llena de delgados tubos que se introducían en su interior a través de la brillante superficie y que parecía flotar en un recipiente de líquido plateado. Ambos artilugios se balanceaban en el vértice de un trípode de marfil labrado. De los tubos salía una especie de vapor, y la bola de metal no dejaba de agitarse.
El suelo y los estantes estaban llenos de objetos aun más extraños. Bloques de piedra pulida, cepillos y alas de cuero se veían extendidos por las losas del suelo, compitiendo por el espacio con jaulas -algunas llenas y otras no-, armatostes metálicos, láminas de brillante cristal amontonadas de forma caprichosa contra las paredes tapizadas... y libros, libros y más libros, por todas partes, medio abiertos o apilados aquí y allá por toda la habitación, como grandes y torpes mariposas.
También se veían bolas de vidrio con líquidos de colores en su interior, que hervían y burbujeaban sin estar al fuego, y una caja plana de brillante arena negra que cambiaba de forma en un movimiento sin fin, como si estuviese siendo modelada por una inexistente brisa del desierto. Cabinas de madera que colgaban de la pared dejaban entrever pájaros que piaban de forma impertinente para desaparecer a continuación. Junto a éstas colgaban grandes mapas de países de geografía desconocida, aunque la geografía nunca había sido uno de los fuertes de Simón. Todo aquello junto hacía que la guarida del doctor resultase un paraíso para un joven curioso... Sin lugar a dudas, era el lugar más maravilloso de Osten Ard.
Morgenes se paseaba por el extremo más alejado de la habitación bajo un mapa estelar medio caído, en el que se unían los brillantes puntos celestiales mediante una línea dibujada que conformaba el contorno de un extraño pájaro de cuatro alas. Con un silbido de triunfo, el doctor se inclinó y empezó a excavar entre todo aquel desorden como una ardilla en primavera. Un rollo de pergaminos, unas calzas de brillantes colores, un montón de copas y platos provenientes de alguna cena perdida salieron volando por encima de su cabeza. Por fin se incorporó, levantando una gran caja de cristal. Se abrió paso hasta la mesa, depositó la caja encima y cogió un par de frascos de una estantería, según creyó Simón, al azar.
El líquido de uno de ellos era del color de las puestas de sol; del frasco salía humo como si de un incensario de tratase. El otro estaba lleno de algo azul y viscoso que cayó muy lentamente a la caja en la que Morgenes vaciaba ambos frascos. Los fluidos se mezclaron y se tornaron tan claros como el aire de la montaña. El doctor sacó sus manos de la caja, como un ilusionista ambulante, y se hizo un silencio.
-Las ranas -pidió Morgenes, agitando los dedos.
Simón se acercó y sacó a los batracios de los bolsillos de su manto. El doctor los cogió y los echó a la caja con un ademán de triunfo. Los sorprendidos anfibios se sumergieron en el líquido transparente, hundiéndose con lentitud hacia el fondo para, a continuación, empezar a nadar con vigor por su nuevo hogar. Simón rió tanto a causa de la sorpresa como de lo divertido que encontró el comportamiento de las ranas.
-¿Es agua?
El anciano se volvió para mirarlo con ojos brillantes.
-Más o menos, más o menos... -Morgenes se pasó los largos dedos por su espesa barba-. Esto..., gracias por las ranas. Creo que ya sé qué hacer con ellas. No les dolerá lo más mínimo. Incluso diría que disfrutarán, aunque dudo de que les guste ponerse botas.
-¿Botas? -preguntó Simón, pero el doctor ya volvía a estar ausente y revolviéndolo todo de nuevo. Esta vez cogió un fajo de mapas de un estante inferior y le indicó al muchacho que tomase asiento.
-Bueno, jovencito, ¿qué te gustaría recibir a cambio de tu día de trabajo? ¿Una brillante moneda? ¿O tal vez preferirías quedarte a Coccindrilis como mascota?
El doctor soltó una carcajada y le alargó un lagarto disecado.
Simón dudó acerca de la oferta sobre el lagarto -sería estupendo dejarlo en la cesta de la ropa para que lo descubriese la chica nueva, Hepzibah-, pero no se decidió. El pensar en las sirvientas y en la limpieza lo irritó. Algo que quería ser recordado se abría paso a través de su mente, pero Simón se las arregló para apartarlo.
-No-dijo, al fin-. Me gustaría oír algunas historias.
-¿Historias? -preguntó Morgenes mientras se inclinaba hacia adelante con gesto sorprendido-. ¿Historias? Deberías acudir al viejo Shem, a los establos, si quieres escuchar ese tipo de cosas.
-No -respondió Simón, cabizbajo. Esperaba no haber ofendido al anciano. ¡Los viejos eran tan sensibles!-. ¡Me refiero a historias sobre cosas reales! ¡Sobre cómo eran las cosas -las batallas, los dragones-, cosas que hayan ocurrido!
-Aaahh -dijo Morgenes, al tiempo que la sonrisa volvía a aparecer en su sonrosada cara-. Ya comprendo. Te refieres a la historia. -El doctor se frotó las manos-. Eso está mejor. -Se incorporó y empezó a andar, evitando con ágiles pasos todos los cachivaches esparcidos por el suelo-. Bueno, ¿qué es lo que quieres escuchar, muchacho? ¿La caída de Naarved? ¿La batalla de Ach Samrath?
-Explicadme algo sobre el castillo -contestó Simón-. Sobre Hayholt. ¿Lo construyó el rey? ¿Qué antigüedad tiene?
-El castillo...
El anciano detuvo su caminar, se cogió una esquina de su brillante túnica gris y empezó a frotar, con aire ausente, una de las curiosidades favoritas de Simón: una armadura, de exótico diseño, pintada con flores de brillantes colores azul y amarillo, fabricada enteramente en madera pulida.
-Hummm..., el castillo... -repitió Morgenes-. Bueno, ésta es en verdad una historia de dos ranas. Si tuviera que contarte la historia completa tendrías que vaciar el foso y traer a todos sus verrugosos habitantes, carretadas de ellos, para merecerlo. Pero si lo que quieres es un apunte general, creo que te lo podré ofrecer. Ten un poco de paciencia mientras encuentro algo con lo que humedecerme la garganta.
Mientras Simón trataba de permanecer tranquilo, Morgenes se dirigió a su gran mesa y cogió una taza que contenía un líquido espumoso y marrón. La olió con aire sospechoso, la llevó a sus labios y bebió un trago. Tras una pausa en la que se detuvo a considerar el sabor, se relamió el labio superior y se atusó la barba con aire de felicidad.
-Ah, la Stanshire Negra. Sin lugar a dudas, la cerveza es lo mejor. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del castillo.
Morgenes despejó un lado de la mesa y -con la taza cogida cuidadosamente- saltó con sorprendente facilidad para sentarse en ella; entonces dejó que los pies se balanceasen a medio codo por encima del suelo. Volvió a beber otro trago.
-Me temo que esta historia empieza mucho antes de nuestro rey Juan. Deberíamos empezar con los primeros hombres y mujeres que llegaron a Osten Ard, gente sencilla que vivía a orillas del Gleniwent. La mayoría eras pastores y pescadores; tal vez habían venido del perdido oeste a través de algún puente de tierra que ya no existe. A los señores de Osten Ard apenas les causaron molestias...
-Creí haberos oído decir que fueron los primeros en llegar aquí -interrumpió Simón, con el secreto placer de haber pillado a Morgenes en una contradicción.
-No. Dije que fueron los primeros hombres. Los sitha eran los amos de esta tierra mucho antes de que ningún hombre caminase sobre ella.
-¿Queréis decir que en verdad eran la Gente Pequeña? -Simón hizo una mueca-. ¿Tal y como Shem Horsegroom explica? ¿Pookahs, niskis y todo eso? Qué interesante.
Morgenes agitó su cabeza y bebió otro trago.
-No sólo eran: son, aunque eso ya se sale del marco de mi narración, y de ninguna manera son "gente pequeña"... Espera, muchacho, déjame seguir.
Simón se inclinó hacia adelante y trató de parecer paciente.
-¿Sí?
-Bueno, como ya he dicho, los hombres y los sitha fueron pacíficos vecinos, aunque bien es cierto que, de forma ocasional, se originaron disputas sobre pastos o cosas por el estilo. Pero como los humanos no representaban ninguna amenaza para el Pueblo Encantado, fueron generosos. Según fue pasando el tiempo, los hombres empezaron a construir ciudades, a veces a sólo medio día de camino de tierras sitha. Más tarde, emergió un gran reino en la península rocosa de Nabban, y los hombres mortales de Osten Ard empezaron a dirigir sus miradas hacia allí en busca de guía. ¿Me sigues, muchacho?
Simón asintió.
-Bien. -Antes de continuar, Morgenes echó un gran trago-. Pues bueno, la tierra parecía lo bastante grande como para ser compartida por todos, hasta que el hierro negro llegó de más allá de las aguas.
-¿El qué? ¿Qué hierro negro?
Simón se quedó rígido ante la mirada que le dirigió el doctor.
-El pueblo de marinos que vino del casi olvidado oeste, los rimmerios -continuó Morgenes-. Desembarcaron en el norte, iban muy armados y eran fieros como osos. Vinieron en sus grandes navíos en forma de serpiente.
-¿Los rimmerios? -preguntó el muchacho-. ¿Rimmerios como el duque Isgrimnur de nuestra corte? ¿En barcos?
-Los antepasados del duque eran grandes marinos antes de asentarse en estas tierras -afirmó el anciano-. Pero cuando llegaron no venían en busca de pastos o de tierra cultivable, sino a saquear. Aunque lo más importante es que trajeron el hierro con ellos, o al menos el secreto para darle forma. Hicieron espadas y lanzas de hierro, armas contra las que nada podía el bronce de Osten Ard; armas que incluso podían abatir las de madera encantada de los sitha.
Morgenes se incorporó y volvió a llenar la copa con el contenido de una barrilito situado sobre la catedral de libros que había junto a la pared. En lugar de regresar a la mesa se detuvo para pasar el dedo sobre las brillantes charreteras de la armadura.
-Nadie pudo contenerlos durante mucho tiempo; el trío y fuerte espíritu del hierro parecía estar tanto en los navegantes como en sus armas. Mucha gente huyó hacia el sur, en busca de la protección de las guarniciones fronterizas de Nabban. Las legiones de Nabban, fuerzas bien organizadas, resistieron todavía durante un tiempo. Pero al final también ellas se vieron forzadas a abandonar la Marca Helada en manos de los rimmerios. Huno... muchas matanzas.
Simón se revolvió inquieto.
-¿Qué pasó con los sitha? ¿Dijisteis que no tenían hierro?
-El hierro les resultaba mortal.
El doctor rascó con la uña e hizo desaparecer una mota de polvo de la pulida madera de la pechera de la armadura.
-Ni siquiera ellos pudieron derrotar a los rimmerios en campo abierto, pero- apuntó con su dedo lleno de polvo en dirección a Simón, como si el hecho le concerniese de forma personal-, pero los sitha conocían su tierra. Estaban unidos a ella, puede decirse que formaban parte de ella, de una manera que los invasores nunca conseguirían emular. La defendieron durante un tiempo y fueron retirándose poco a poco a posiciones de resistencia. El mayor de estos lugares, y ahora comprende la razón de todo este discurso, era Asu'a Hayholt.
-¿Este castillo? ¿Los sitha vivieron en Hayholt? -A Simón le resultaba imposible disimular el tono de incredulidad que tenía su voz-. ¿Cuánto hace que fue construido?
-Simón, Simón...
El doctor se rascó la oreja y volvió a sentarse en la mesa. La puesta de sol había desaparecido por completo de las ventanas, y la luz de las antorchas dividía su rostro como una máscara medio iluminada.
-Por todo lo que yo o cualquier otro mortal podemos saber, aquí ya había un castillo cuando llegaron los sitha..., cuando Osten Ard era tan nuevo e inmaculado como un arroyo de alta montaña. Lo cierto es que los sitha vivieron aquí desde incontables años antes de que apareciesen los hombres. Éste fue el primer lugar de todo Osten Ard que sintió el trabajo de manos artesanas. Es la fortaleza del país que domina las vías de agua, las tierras de cultivo y los pastos. Hayholt y sus predecesores, las antiguas ciudadelas que se hallan enterradas debajo de nosotros, han permanecido aquí desde mucho antes de la aparición de la humanidad. Ya era viejo, muy viejo, cuando llegaron los rimmerios.
A Simón le dio vueltas la cabeza al pensar en la enormidad de las afirmaciones de Morgenes. El viejo castillo le pareció de repente opresivo, como si sus muros fueran una jaula. Se estremeció y miró a su alrededor, como si alguna antigua y celosa cosa fuera a aparecer en aquel instante para cogerlo con manos polvorientas.
Morgenes se rió alborozado -una risa muy juvenil para un hombre tan viejo- y saltó de la mesa.
Las antorchas parecieron brillar con más intensidad.
-No temas, Simón. Creo, y yo, entre todo el mundo, soy el más indicado para saberlo, que ya no hay nada que temer de la magia sitha. No hoy en día. El castillo ha cambiado mucho, con piedras nuevas sobre las antiguas, y cada palmo ha sido bendecido por cien sacerdotes. Bueno, Judit y el personal de cocina de vez en cuando deben de notar la desaparición de alguna bandeja de pasteles, pero creo que eso se podría imputar tanto a los jovencitos como a los duendes...
La charla del doctor fue interrumpida por unos golpes secos sobre la puerta de las estancias.
-¿Quién es? -gritó.
-Soy yo -respondió una voz sombría. Se hizo una larga pausa-. Yo, Inch -acabó de decir la voz.
-¡Por los huesos de Anaxos! -juró el anciano, muy aficionado a las expresiones exóticas-. Abre la puerta..., yo ya estoy demasiado viejo para hacer caso a los tontos.
La puerta se abrió hacia adentro. El hombre que apareció enmarcado a la luz del vestíbulo interior parecía ser alto, pero tenía la cabeza gacha e inclinaba su cuerpo hacia adelante de forma que era difícil poder afirmarlo con seguridad. Una cara redonda y sin expresión flotaba como una luna por encima de las clavículas, tachonada de erizado cabello negro, como si hubiera sido cortado con un cuchillo sin filo y mellado.
-Siento... molestaros, doctor, pero..., dijisteis que viniese antes, ¿no?
La voz era lenta y pesada como la manteca al caer.
Morgenes hizo un gesto de exasperación y se tiró de una guedeja de su propio cabello gris.
-Sí, así lo hice, pero me refería a pronto después de la hora de la cena, que todavía no es el caso. Bueno, ahora no tiene sentido hacerte volver tras tus pasos. Simón, ¿conoces a Inch, mi ayudante?
El muchacho asintió educadamente. Había visto a aquel hombre una o dos veces; Morgenes lo había hecho venir alguna noche para que lo ayudase, al parecer, a mover cosas pesadas. Lo cierto es que no parecía servir para gran cosa más, ya que Inch no tenía el aspecto de ser la persona más idónea en la que confiar.
-Bien, joven Simón. Siento tener que poner fin a mi charla-dijo el anciano-, pero ya que Inch está aquí, debo aprovecharlo. Vuelve pronto, y hablaremos más, si quieres.
-Claro que sí.
Una vez más Simón saludó con una inclinación de cabeza a Inch, que lo miró con ojos de vaca. Había alcanzado la puerta, y casi la llegó a tocar, cuando una visión repentina volvió la vida a su cabeza: una clara visión de la escoba de Raquel, que seguía donde él la había dejado, en la hierba, junto al foso, como el cadáver de un extraño pájaro acuático.
¡Cabezahueca!
No respondería nada. Podría recoger la escoba en el camino de regreso y explicar al Dragón que había terminado la tarea encomendada. Raquel tenía demasiadas cosas en las que pensar, y, aparte de que ella y el doctor fueran dos de los habitantes más antiguos del castillo, apenas hablaban. No era un mal plan.
Sin comprender por qué, Simón se dio la vuelta. El anciano estaba inclinado sobre un rollo de pergaminos depositados sobre la mesa mientras Inch permanecía tras él sin tener la mirada fija en nada en particular.
-Doctor Morgenes...
Al conjuro de su nombre el doctor alzó la mirada, bizqueando. Pareció sorprendido de que Simón todavía permaneciese en la habitación, y éste también lo estaba.
-Doctor, me he portado como un loco.
Morgenes arqueó las cejas, expectante.
-Se suponía que tenía que barrer vuestras estancias. Eso es lo que Raquel me pidió que hiciese, y se me ha pasado toda la tarde sin que cumpliese el encargo.
-¡Ah, ya! -dijo Morgenes, mientras arrugaba la nariz; luego mostró una amplia sonrisa-. Conque barrer mis habitaciones, ¿eh? Bueno, muchacho, vuelve mañana y hazlo. Dile a Raquel que tengo más tareas para ti y que, por favor, sea tan amable de dejarte venir.
Morgenes volvió a depositar la mirada sobre el libro, la levantó de nuevo, con ojos entrecerrados, y frunció los labios. Cuando el doctor se sentó en silencio, la alegría que había sentido Simón se transformó en nerviosismo.
"¿Por qué me mirará así?"
-Piensa en ello, muchacho -añadió el doctor-. Tengo muchas tareas en las que me puedes ayudar y... puede que necesite un aprendiz. Vuelve mañana, como ya te he dicho. Yo hablaré con el ama de los sirvientes acerca de lo otro.
El doctor sonrió y regresó al estudio de sus pergaminos. Simón se dio cuenta de que Inch lo miraba desde detrás del doctor, con una indescifrable expresión que se movía por debajo de la plácida superficie de su pálida faz. El muchacho se dio la vuelta y salió corriendo a través de la puerta. La euforia hizo presa de él cuando abandonó el vestíbulo de luz azulina y emergió bajo el cielo oscuro y cubierto de nubes. ¡Aprendí! ¡Aprendiz del doctor!
Cuando llegó al gran portón, se detuvo y se asomó al borde del foso para buscar la escoba. Los grillos ya habían dado comienzo a su actuación coral. Cuando por fin la encontró, se sentó un momento, reclinado en el muro, junto a la orilla del agua para escucharlos.
Mientras la rítmica serenata crecía a su alrededor, pasó los dedos por las piedras cercanas. Al acariciar la superficie de una de ellas, tan suave y pulida como madera de cedro, pensó:
"Esta piedra puede que esté aquí desde..., desde antes de que nuestro Señor Jesuris naciera. Quizás algún chiquillo sitha se hubiera sentado en este mismo rincón tranquilo para escuchar los sonidos de la noche...
"¿De dónde llegaría esa brisa?"
Se oyó una voz parecida a un silbido, aunque las palabras eran demasiado débiles para ser entendidas.
"Tal vez, también pasó la mano sobre la misma piedra."
Un silbido del viento: "Volveremos a tenerlo, hombrecito. Volveremos a tenerlo...".
Arrebujó el cuello de su manto para guarecerse de aquel frío inesperado y se incorporó para subir por la vertiente donde crecía la hierba. De repente, se sintió solo y lejos de las voces y luces familiares.



3

Pájaros en la capilla


En el nombre del Bendito Aedón...
¡Paf!
-... Y de Elysia, su madre...
¡Paf!
-... Y de todos los santos que cuidan de nosotros...
¡Paf!
-... Cuidad... ¡Bah! -sonó un grito de frustración-. ¡Malditas arañas!
Entre golpes, maldiciones e invocaciones, Raquel limpiaba de telarañas el techo del comedor.
Dos muchachas estaban enfermas y otra se había torcido un tobillo. Aquélla era la clase de día que proporcionaba un brillo peligroso a los ojos color ágata de Raquel el Dragón. Ya era bastante tener a Sara y a Jael en cama con la menstruación. -Raquel era muy severa, pero sabía que cada día de trabajo de una chica que se encuentra mal puede significar perderla tres días más-. Sí, ya era bastante desagradable que Raquel tuviera que cuidarse del trabajo restante a causa de la ausencia de aquéllas. Como si no tuviera suficiente, ahora el senescal había anunciado que el rey cenaría aquella noche en el Gran Salón, y Elías, el príncipe regente, había llegado de Meremund, por lo que todavía había más trabajo que hacer.
Y Simón, a quien había enviado hacía horas a recoger unos pocos montoncitos de polvo, todavía no había regresado.
Así que allí estaba ella con su cansado y viejo cuerpo, colgada de una desvencijada escalera, mientras trataba de desprender las telarañas de los altos rincones del techo con una escoba. ¡Ese chico! Ese, ese...
-Sagrado Aedón, dame fuerzas...
¡Paf! ¡Paf! ¡Paf!
¡Ese maldito chico!

No sólo se trataba -pensó después Raquel, mientras trepaba por la escalera, con la cara enrojecida- de que el chico fuese perezoso y difícil. Había hecho por él todo lo posible durante años para evitarle desgracias; y a causa de ello sabía que era mejor de lo que cabía esperar. No, lo peor de todo es que parecía que no le importaba a nadie más. Simón ya tenía la altura de un hombre y una edad en la que casi debería desempeñar las labores de un hombre... Pues no. Se escondía, desaparecía y soñaba despierto. Los trabajadores de la cocina se reían de él. Las sirvientas lo mimaban y le hacían llegar comida, cuando ella, Raquel, lo había castigado sin comer. ¡Y Morgenes! Bendita Elysia. ¡Ese hombre incluso lo animaba a hacerlo!
Y encima, ahora le había pedido a Raquel que dejara que el chico trabajase para él, a diario, para que barriese y le ayudase a tener las cosas en orden -¡ja!- y para asistir al anciano en algunos de sus trabajos. Como si ella no lo supiera. Ambos no harían más que sentarse, y el viejo trasegaría cerveza y le explicaría al chico sólo el cielo podía llegar a saber qué clase de perniciosas historias.
De todas formas, no podía dejar de tener en cuenta la oferta. Era la primera vez que alguien se interesaba por el muchacho. ¡Parecía tan hundido la mayor parte del tiempo! Al fin y al cabo Morgenes parecía creer que podía ser en beneficio del chico...
El doctor a menudo irritaba a Raquel con sus historias y su florido lenguaje -pues estaba segura de que ocultaba burla-, pero parecía querer cuidar al mozo. Morgenes siempre parecía haber sentido interés por todo lo referente a Simón... Una sugerencia aquí, una idea allí: en una ocasión intercedió por él cuando el jefe de los lavaplatos lo echó y le prohibió volver a las cocinas. Morgenes se había interesado por el chico.
Raquel miró por entre las anchas vigas del techo y su mirada se deslizó a través de las sombras,- sopló para apartarse un mechón de húmedo cabello del rostro.
Volvió a acordarse de aquella lluviosa noche, ¿cuándo fue...? ¿Hace casi quince años? Se sintió muy vieja al volver a pensar en aquello... Le parecía que sólo había transcurrido un momento...

La lluvia había caído durante todo el día y toda la noche. Raquel atravesó el patio lleno de barro, levantando su capa por encima de la cabeza con una mano y con la otra sosteniendo un candil. De repente metió el pie en una ancha rodera dejada por un carromato y sintió que el agua le salpicaba las pantorrillas. Liberó el pie, pero sin el zapato. Juró con amargura y continuó su agotadora carrera en una noche como aquélla con un pie descalzo, pero no disponía de tiempo para hurgar en los charcos en busca de su zapato.
Una luz permanecía encendida en el estudio de Morgenes, pero los pasos que la llevaron hasta su entrada le parecieron interminables. Cuando el doctor abrió la puerta, Raquel se dio cuenta de que estaba acostado: vestía un largo camisón que necesitaba unos cuantos remiendos y se frotaba los ojos con aspecto adormilado a la luz de un candil. Las enredadas sábanas del lecho, rodeado de una especie de empalizada de libros, hicieron que a Raquel le viniese al pensamiento el cubil de algún animal salvaje.
-¡Doctor, dése prisa! -dijo la dama-. ¡Tiene que venir enseguida, ahora mismo!
Morgenes la miró y retrocedió.
-Entra, Raquel. No tengo idea de qué clase de palpitaciones nocturnas son las que padeces, pero ya que estás aquí...
-No, no, loco, se trata de Susana. Ha llegado la hora, pero está muy débil. Tengo miedo de lo que pueda ocurrirle.
-¿Quién? ¿Qué? Bueno, un momento, deja que coja mis cosas. ¡Qué noche más horrorosa! Ve para allá. Ya te alcanzaré.
-Pero, doctor Morgenes, he traído el candil para usted.
Demasiado tarde. La puerta ya estaba cerrada y Raquel se encontró sola en el escalón con el agua de lluvia goteando por su larga nariz. Maldijo y volvió hacia las dependencias de los servidores.
Poco después Morgenes aparecía subiendo las escaleras mientras se quitaba el manto. Al llegar al umbral se dio cuenta de cuál era la situación con una sola mirada: una mujer estaba tendida en la cama con el rostro vuelto hacia el otro lado; estaba embarazada y gemía. Su oscuro cabello le cruzaba el rostro, y con un puño sudado agarraba la mano de otra joven arrodillada junto a ella. Raquel estaba al pie de la cama con otra mujer de más edad.
La mayor de ellas se dirigió a Morgenes mientras éste se deshacía de su abultado vestuario.
-Hola, Elispeth -saludó él con calma-. ¿Cómo está?
-No muy bien. Tengo miedo, señor. Sabéis que si fuese de otra forma lo habría hecho yo misma, pero ella ha probado durante horas y ahora se está desangrando. Su corazón está muy débil.
Mientras Elispeth hablaba, Raquel se acercó.
-Hummm -dijo Morgenes, se inclinó y revolvió en la bolsa que había traído consigo-. Dale un poco de esto, por favor -indicó, y alargó hacia Raquel un frasquito tapado-. Sólo un trago, pero cuida de que lo tome.
El doctor volvió a rebuscar en su bolsa mientras Raquel abría con mucho cuidado la temblorosa mandíbula de la mujer que reposaba en el lecho y vertía un poco del líquido en el interior de la boca. El olor de sangre y sudor que impregnaba la habitación cambió de repente y se convirtió en una fuerte y aromática fragancia.
-Doctor -dijo Elispeth cuando Raquel regresaba-, no creo que podamos salvar a los dos.
-Debéis salvar la vida del niño -interrumpió Raquel-. Ése es el deber de los temerosos de Dios. Así lo afirman los sacerdotes. Salvad al niño.
Morgenes se volvió para dirigirle una mirada de desagrado.
-Buena mujer, yo temo a Dios a mi manera, si es que no te importa. Si la salvo a ella, y no pretendo que pueda hacerlo, siempre podrá tener otra criatura.
-No, no puede -respondió Raquel, con tono duro-. Su esposo ha muerto.
La mujer pensó que de todas las personas que allí había, Morgenes tenía que ser el que mejor lo supiera. El marido de Susana había sido pescador y visitaba a menudo al doctor antes de ahogarse, aunque Raquel no podía imaginarse de qué hablaban.
-Está bien -dijo Morgenes, distraído-, siempre puede encontrar otro... ¿Qué? ¿Su marido?
Su mirada se iluminó y corrió junto al lecho. El doctor pareció darse cuenta finalmente de quién estaba en el lecho, desangrando su vida en la áspera sábana.
-¿Susana? -preguntó, con calma, y volvió el doloroso rostro de la mujer hacia él. Los ojos de ella se abrieron durante un instante y lo vieron; después, tras sufrir otra oleada de agonía, se volvieron a cerrar-. Pero ¿qué es lo que ha pasado aquí? -suspiró Morgenes. Susana sólo podía gemir, y el doctor miró a Raquel y a Elispeth con rabia en el rostro-. ¿Por qué no me ha informado nadie de que esta pobre muchacha estaba a punto de concebir a su hijo?
-No esperaba hacerlo hasta dentro de dos meses -respondió amablemente Elispeth-. Ya lo sabéis, estamos tan sorprendidas como vos.
-¿Y por qué tendría que preocuparos que la viuda de un pescador fuera a dar a luz? -preguntó Raquel. Ella también podía ponerse furiosa-, ¿Y por qué perdéis el tiempo preguntando?
Morgenes la miró y bizqueó.
-Tenéis toda la razón -dijo, y volvió junto al lecho-. Salvaré al niño, Susana -dijo a la temblorosa mujer.
Ella asintió una vez y luego se puso a llorar.
Era un llanto débil, pero se trataba del llanto de un niño vivo. Morgenes tendió la delgada y enrojecida criatura a Elispeth.
-Es un niño -explicó el doctor, y volvió a posar su atención sobre la madre.
Susana estaba tranquila y respiraba con más calma, pero su piel estaba tan blanca como el mármol de Harcha.
-Lo he salvado, Susana. Tenía que hacerlo -susurró el doctor. Las comisuras de la boca de la mujer se tensaron en lo que podía ser el esbozo de una sonrisa.
-Lo... sé... -dijo, con una voz cada vez más débil-. Si mi... Eahlferend... no hubiera...
El esfuerzo fue demasiado para ella y se detuvo. Elispeth se inclinó sobre el lecho para enseñarle la criatura, envuelta en sábanas, y todavía unida por el cordón umbilical.
-Es muy pequeño-dijo la anciana mujer-, pero se debe a que ha llegado demasiado pronto. ¿Cuál es su nombre?
-Llamadle... Seomán... -jadeó Susana-. Quiere decir... "espera"...
Susana se volvió hacia Morgenes y pareció desear decir algo más. El doctor se le acercó, y con su blanco cabello rozó una mejilla pálida como la nieve, pero ella no pudo decir nada más. Después volvió a toser, y sus ojos oscuros rodaron para mostrarse blancos. La muchacha que sostenía una de sus manos sollozó.
También Raquel sintió sus ojos llenos de lágrimas. Se alejó y pretendió hacer ver que limpiaba algo. Elispeth separaba a la criatura del último vínculo que lo unía a su madre ya muerta.

[...]