(Fragmento de "Druida de Shannara [el]", novela de Terry Brooks. Derechos de autor 1991, Terry Brooks)
El Rey del Río de Plata se encontraba en el límite de los Jardines que habían sido su dominio desde el albor de la era de los elfos, contemplando el mundo de los hombres mortales. Lo que veía lo entristecía y desanimaba. Por todas partes el terreno enfermaba y moría, la rica tierra negra se transformaba en polvo, las praderas se marchitaban, los bosques se convertían en grandes extensiones de madera muerta, y los lagos y los ríos se estancaban o evaporaban. Por todas partes, también las criaturas enfermaban y morían por falta de sustento, ya que los alimentos se emponzoñaban cada vez más. Incluso el aire había comenzado a apestar. Y mientras tanto, pensó el Rey del Río de Plata, las Sombras se fortalecen. Extendió la mano para acariciar los pétalos carmesíes del ciclamino que crecía alrededor de sus pies. La forsistia se apiñaba más allá, junto con los cornejos y las zarzas, fucsias e hibiscos, rododendros y dalias, macizos de lirios, azaleas, narcisos, rosas y un centenar de variedades de plantas siempre en flor, una profusión de colores que se extendía en la distancia hasta perderse de vista. También había animales, grandes y pequeños, criaturas cuya evolución se remontaba a la época lejana en que todos los seres vivían en armonía y paz. En el mundo presente, el mundo de las Cuatro Tierras y las Razas que se había desarrollado a partir del caos y la destrucción de las Grandes Guerras, ese tiempo no se recordaba. El Rey del Río de Plata era su único superviviente. Existía ya cuando el mundo era nuevo y sus primeras criaturas empezaban a nacer. Era joven entonces, y había muchos como él. Ahora era viejo, el último de su especie. Todo lo de entonces, excepto los Jardines que habitaba, había muerto. Sólo los Jardines sobrevivían, inmutables, mantenidos por la magia. La Palabra le había dado los Jardines, encargándolo de su cuidado, para que permanecieran como recordatorio de lo que fue y tal vez pudiera ser de nuevo. El mundo exterior evolucionaría, pero los Jardines permanecerían inmutables. A pesar de eso, se estaban contrayendo. No era algo físico, sino espiritual. Los linderos se mantenían fijos, inalterables, pues se hallaban en un plano de existencia inafectado por los cambios del mundo de los hombres mortales. Los Jardines eran una presencia más que un lugar. Sin embargo, esa presencia quedaba disminuida por la enfermedad del mundo a que estaba unida, pues su función y la de su cuidador era mantener a ese mundo. A medida que las Cuatro Tierras se iban envenenando, el trabajo se hacía más duro, sus efectos más breves, y la creencia humana en ellos, siempre difusa, empezaba a desaparecer. Eso entristecía al Rey del Río de Plata. No sentía lástima por sí mismo, sino por la gente de las Cuatro Tierras, los hombres y mujeres mortales que corrían el riesgo de perder la magia para siempre. Los Jardines habían sido un refugio para ellos en la tierra del Río de Plata durante siglos, mientras que él era el espíritu amistoso que los protegía. Había velado por ellos, les había proporcionado un sentido de paz y bienestar que trascendía las fronteras físicas, y asegurado que la benevolencia y la buena voluntad eran todavía accesibles en algunos rincones del mundo. Ahora eso había terminado. Ahora no podía proteger a nadie. La perversidad de las Sombras, el veneno que descargaban sobre las Cuatro Tierras, había ido erosionando su propia fuerza hasta dejarlo casi encerrado en sus Jardines, impotente para ir en ayuda de aquellos por quienes se había esforzado durante tanto tiempo. Contempló la ruina del mundo mientras la desesperación lo dominaba. Los recuerdos jugaron al escondite de su mente. Los druidas fueron guardianes de las Cuatro Tierras, pero los druidas habían desaparecido. Un puñado de descendientes de la Casa Élfica de Shannara habían sido los paladines de las Razas durante generaciones, protegiendo los restos de la magia. Pero todos estaban muertos. Se obligó a apartar de sí a la desesperanza. Los druidas volverían. Y había nuevas generaciones en la antigua estirpe de Shannara. El Rey del Río de Plata sabía casi todo lo que sucedía en las Cuatro Tierras, aunque no podía visitarlas. El espíritu de Allanon había convocado a varios descendientes de Shannara, que se hallaban dispersos, a fin de recuperar magia perdida, y tal vez lo consiguieran si sobrevivían lo bastante para encontrar un medio de hacerlo. Pero todos se hallan ahora en situaciones peligrosas. Todos corrían el riesgo de morir, amenazados en el este, el sur y el oeste por Sombras y al norte por Uhl Belk, el Rey de Piedra. Sus viejos ojos se cerraron un momento. Sabía qué se precisaba para salvarlos; un acto de magia, tan poderoso y complicado que nada pudiera impedir su éxito, un acto de magia que traspasara las barreras que sus enemigos habían creado, que rompiera la pantalla de mentiras y falsedades colocada ante los cuatro de quienes tanto dependía. Sí, cuatro, no tres. Ni siquiera Allanon lo captaba todo. Se dio la vuelta y se dirigió al centro de su refugio. Dejó que las canciones de los pájaros, la fragancia de las flores y el aire templado lo sosegaran mientras caminaba y permitía que el color, el sabor y el sonido de cuanto lo rodeaba penetraran a través de sus sentidos. En realidad, podía hacer cualquier cosa dentro de sus Jardines, pero su magia era necesaria fuera. Sabía que lo era. En preparación, tomó la forma del anciano que mostraba al mundo exterior en ocasiones. Sus pasos se convirtieron en bamboleo inestable, su respiración se hizo entrecortada, sus ojos se nublaron, y su cuerpo se curvó con los dolores de la edad avanzada. El canto de los pájaros cesó, y los animalillos que se encontraban cerca se escondieron rápidamente. El Rey del Río de Plata se obligó a separarse de todo en lo que estaba inmerso, retrocediendo a lo que podría haber sido, por la necesidad de sentir la mortalidad humana para comprender con claridad qué parte de sí mismo era preciso que entregara. Cuando llegó al centro de sus dominios, se detuvo. Había una laguna de purísimas aguas alimentada por un pequeño arroyo. Un unicornio bebía de ella. La tierra que la rodeaba era oscura y fértil. Flores diminutas y delicadas que no tenían nombre crecían al borde del agua. Eran tan blancas como la nieve recién caída. Un pequeño árbol se alzaba en una plantación de violetas al otro lado de la laguna. Sus delicadas hojas verdes estaban moteadas de rojo. En un par de enormes rocas, las vetas de mineral brillaban bajo la luz del sol. El Rey del Río de Plata permaneció inmóvil en presencia de la vida que lo rodeaba, y deseó fundirse con ella. Cuando lo hizo, cuando todo se entramó con la forma humana que había tomado, se expandió para abarcarla en su interior. Sus manos, de frágiles huesos y arrugada piel humana, se alzaron y convocaron su magia, y las sensaciones de la vejez que recordaban la existencia mortal desaparecieron. El arbolito llegó primero, desarraigado, transportado, y se asentó ante él; el armazón de huesos sobre el cual podría edificar. Lentamente, el árbol se curvó para tomar la forma que él deseaba, plegando las hojas contra las ramas, envolviéndose y cerrándose. La tierra llegó a continuación, alzada por palas invisibles que la apilaban contra el árbol, cubriendo y definiendo. Luego se aproximaron los minerales para los músculos, el agua para los fluidos, y los pétalos de las diminutas flores para la piel. Cogió seda de la crin del unicornio para el cabello y perlas negras para los ojos. La magia modeló y urdió, y su creación fue tomando forma. Cuando terminó, la muchacha que se encontraba ante él era perfecta en todos los sentidos, menos en uno. Todavía no estaba viva. Él miró a su alrededor y escogió a la paloma. La tomó del aire y la colocó, todavía viva, en el pecho de la muchacha, donde se convirtió en su corazón. Entonces la abrazó y le insufló su propia vida, dio un paso atrás y esperó. El pecho de la muchacha se alzó y se contrajo, y sus miembros se movieron. Abrió los ojos, carbones negros en contraste con sus delicadas y blancas facciones. Era de complexión pequeña y delicada, como una figura de papel cuyos bordes y ángulos hubiesen sido reemplazados por curvas. Sus cabellos eran tan blancos que parecían de plata, había en ellos un brillo que sugería la presencia del precioso metal. - ¿Quién soy? -preguntó con voz suave y musical que recordaba susurros de arroyuelos y apagados sonidos nocturnos. - Eres mi hija -respondió el Rey del Río de Plata, descubriendo en su interior el renacer de unos sentimientos que creía perdidos hacía mucho. No se molestó en decirle que era una elemental, una hija de la tierra creada por su magia. Ella podría sentir lo que era a partir de los instintos que le había proporcionado. Ninguna otra explicación se precisaba. La muchacha dio un cauteloso paso hacia adelante, y luego otro. Al descubrir que podía andar, empezó a moverse con más rapidez, probando sus habilidades de formas diversas mientras rodeaba a su padre, a quien contemplaba con timidez y precaución. Contempló los alrededores con curiosidad, absorbiendo las vistas, olores, sonidos y sabores de los Jardines, descubriendo en ellos una relación que no pudo entender en ese instante. - ¿Son mi madre estos Jardines? -preguntó de pronto, y él le dijo que así era. - ¿Soy parte de ambos? -volvió a preguntar, y él le dijo que sí. - Ven conmigo -le pidió el Rey del Río de Plata amablemente. Juntos, recorrieron los Jardines, explorándolos como un padre y su niña, contemplando las flores, observando el rápido movimiento de los pájaros y los animales, estudiando los vastos y complicados diseños de las raíces enmarañadas, las complejas capas de roca y tierra, y las pautas tejidas por los hilos de la existencia de los Jardines. Ella era rápida e inteligente, se interesaba por todo, respetaba la vida, se preocupaba. Él estaba satisfecho, consciente de que la había creado bien. Pasado un rato, empezó a enseñarle un poco de magia. Primero le mostró la suya propia; sólo pequeños retazos, para no abrumarla. Entonces dejó que ella probara la suya. La muchacha se sorprendió al comprobar que la poseía, y aún más al descubrir lo que podía hacer. Pero no vaciló en emplearla. Estaba ansiosa. - Tienes un nombre -le dijo él-. ¿Te gustaría saberlo? [...] |