(Fragmento de "Cantar de Shannara [el]", novela de Terry Brooks. Derechos de autor 1985, Terry Brooks)
Un cambio de estación se estaba produciendo en las Cuatro Tierras a medida que el fin del verano daba entrada lentamente al otoño. Lejos quedaban los largos y tranquilos días de mediados de año en que el calor sofocante enlentecía el ritmo de la vida y daba la sensación de que había tiempo suficiente para todo. Aunque la temperatura continuaba alta, los días empezaban a acortarse, el aire era ya más seco y el recuerdo de las necesidades primordiales de la vida se hizo presente. Los signos de transición se evidenciaban por todas partes. En los bosques de Val Sombrío, las hojas ya habían empezado a mudar de color. Brin Ohmsford se detuvo junto a los parterres de flores que bordeaban el camino principal hacia su casa para observar durante un momento el follaje carmesí del viejo arce que sombreaba el patio. Era algo imponente, con su tronco ancho y nudoso. Brin sonrió. Ese viejo árbol era el origen de muchos de sus recuerdos infantiles. Impulsivamente, salió del camino y se dirigió hacia él. Era una joven alta, más que sus padres o que su hermano Jair, casi tanto como Rone Leah; y a pesar de su delgado cuerpo de apariencia frágil, era tan fuerte como cualquiera de los dos. Por supuesto, Jair no lo admitía con facilidad, pero sólo porque le resultaba duro aceptar su papel de hermano pequeño. Una muchacha, después de todo, no era más que una muchacha. Sus dedos tocaron con suavidad el duro tronco del arce, acariciándolo, y levantó la vista hacia la maraña de ramas que se extendía sobre su cabeza. Parecía una cabellera larga y negra que indicaba sin lugar a dudas quién era su madre. Veinte años antes, Eretria mostraba el mismo aspecto que su hija en el presente, desde la piel morena y los ojos negros hasta los rasgos suaves y delicados. Lo único que le faltaba a Brin era el ardor de su madre. Eso lo había adquirido Jair. Ella tenía el temperamento de su padre: tranquila, segura de sí y disciplinada. Comparando a sus hijos con motivo de una alocada actuación de Jair, Wil Ohmsford había dicho con cierto pesar que la diferencia notable entre ellas se establecía que Jair era capaz de hacer cualquier cosa, mientras que Brin sólo iniciaba una acción después de meditarla, aunque su capacidad de acción no era menor. Brin aún no estaba segura de quien había salido peor parado al final. Sus manos se deslizaron de vuelta a sus costados. Recordó la única vez que había usado la canción de los deseos con el viejo árbol. Todavía era una niña que experimentaba la magia élfica. Fue a mediados de un verano y lo hizo para cambiar su color verde por carmesí otoñal. Su mente infantil no vio inconveniente alguno, considerando que el rojo era mucho más bonito que el verde. Su padre se había enfurecido; el árbol había tardado casi tres años en recuperar sus ciclos tras el golpe sufrido por su sistema. Esa fue la última vez que ella o Jair utilizaron la magia en presencia de sus padres. - Brin, ven a ayudarme, por favor -le gritó su madre. Le dio una última palmadita al viejo arce y se volvió hacia la casa. Su padre nunca había confiado del todo en la magia de los elfos. Hacía poco más de veinte años, había usado las piedras élficas que le entregó el druida Allanon para proteger a la Escogida, Amberle Elessedil, en su búsqueda del Fuego de Sangre. Aquello produjo un cambio en él; lo supo en el mismo momento, pero no en que consistía. Sólo después de nacer Brin, y más tarde Jair, llegó a evidenciarse su naturaleza. No fue él; fueron sus hijas los receptores del cambio que la magia había forjado. Ellos eran los portadores de los efectos visibles de la magia; ellos, y quizá las futuras generaciones de los Ohmsford, aunque no había modo de averiguar aún si heredarían la magia de la canción de los deseos. Brin lo llamó canción de los deseos. Deséalo, cántalo, y será tuyo. Aquella fue la sensación que obtuvo cuando descubrió por primera vez el poder que tenía. Aprendió pronto que podía afectar la conducta de los seres vivos con su canción. Pudo cambiar el color de las hojas del viejo arce. Podía tranquilizar a un perro furioso. Podía lograr que un pájaro del campo se posara en su muñeca. Podía convertirse en parte de cualquier ser viviente; o convertirlo en parte de sí misma. No estaba segura de cómo lo lograba, pero sucedía. Cantaba y la música y las palabras llegaban a ella, siempre, sin que lo planeara ni ensayara, como si fuese lo más natural del mundo. Era consciente de lo que estaba cantando, pero a la vez ajena a ello, con la mente atrapada en sentimientos y sensaciones indescriptibles. Pasaban a través de ella, como limpiándola, renovándola de alguna forma, y el deseo se realizaba. Era el regalo de la magia élfica; o su maldición. De esta última forma la consideró su padre al descubrir que ella la poseía. Brin sabía que, en el fondo, estaba asustado por lo que las piedras élficas podían hacer y por la transformación que habían operado en él mismo. Después de que ella hubiese logrado que el perro de la familia persiguiera a su propia cola, casi hasta el punto de la extenuación, y que las verduras del huerto se secaran, su padre se apresuró a reafirmar su orden de que las piedras élficas no volverían a ser usadas por nadie. Las escondió en un lugar que sólo él conocía, y desde entonces así habían permanecido. Al menos, eso creía él. Pero Brin tenía dudas al respecto. En una ocasión, varios meses antes, cuando alguien mencionó que las piedras élficas se hallaban escondidas, captó una sonrisa irónica en Jair. Por supuesto, no esperaba una confesión por su parte, pero sabía por experiencia la dificultad que entrañaba mantener algo oculto a su hermano. Se encontró a Rone Leah ante la puerta principal, alto y esbelto, con el cabello castaño rojizo, que le llegaba hasta los hombros, atado en la nuca con una cinta ancha, y sus maliciosos ojos grises. - ¿Que te parecería echarme una mano? Estoy haciendo todo el trabajo y ni siquiera soy miembro de la familia. - Esa es tu obligación mientras permanezcas aquí -le recordó ella-. ¿Qué queda por hacer? - Sólo sacar estos bultos de aquí; esto debería ser lo último. -Varios baúles de piel y bolsas más pequeñas estaban amontonados en la entrada. Rone cogió el más grande-. Creo que tu madre quiere que vayas al dormitorio. Él desapareció camino abajo y Brin entró en su casa y se dirigió a los dormitorios, situados en la parte trasera. Sus padres estaban preparándose para iniciar su viaje bianual hacia las distantes comunidades del sur de Val Sombrío, que los mantendría lejos de su hogar durante más de dos semanas. Pocos curanderos poseían las habilidades de Wil Ohmsford, y ninguno a menos de quinientas millas del Valle. De modo que dos veces al año, en primavera y otoño, su padre viajaba hacia aquellas aldeas para prestar sus servicios donde eran necesarios. Eretria siempre lo acompañaba. Prestaba una ayuda importante a su marido, había logrado convertirse en una experta en el cuidado de los enfermos y los heridos. En realidad, sólo su deseo de aliviar el dolor les impulsaba a aquellos traslados, que quizás otros hubieran evitado. Pero los padres de Brin tenían un gran sentido del deber. Curar era la profesión a la que ambos habían dedicado sus vidas, y aceptaban el compromiso contraído al hacerlo. Mientras se encontraban ausentes, encargaban a Brin de la custodia de Jair. Esta vez, Rone Leah había llegado de las tierras altas para cuidar de ambos. Eretria apartó la vista de la tarea de guardar sus últimas cosas y sonrió a Brin, cuando ésta entró en el dormitorio. Llevaba suelta su larga cabellera negra y se la echó hacia atrás dejando al descubierto un rostro que no parecía tener muchos más años que el de Brin. - ¿Has visto a tu hermano? Estamos casi a punto de marchar. Brin negó con la cabeza. - Creía que se hallaba con nuestro padre. ¿Puedo ayudarte en algo? Eretria asintió, la cogió por los hombros y la hizo sentarse a su lado en la cama. - Quiero que me prometas algo, hija. Quiero que me prometas que no harás uso de la canción mientras tu padre y yo estemos ausentes; ni tú ni tu hermano. Brin sonrió. - Yo apenas lo hago ahora. -Sus ojos oscuros buscaron los de su madre. - Lo sé. Pero Jair sí, aunque crea que no me entero. En cualquier caso, mientras estemos fuera, tu padre y yo deseamos estar seguros de que ninguno de los dos lo haréis ni una sola vez. ¿De acuerdo? Brin vaciló. Su padre comprendía que la magia élfica formaba parte de sus hijos, pero no aceptaba que esa parte fuera buena ni necesaria. Alegaba que, siendo inteligente, podían valerse por sí mismos sin tener que recurrir a trucos o artificios para salir adelante. Sed quienes podáis y lo que podáis sin a canción, les aconsejaba una y otra vez; y Eretria le hacía eco, aunque parecía admitir su inutilidad, al menos, en ciertas circunstancias. En el caso de Jair, por desgracia era difícil contar con la discreción. Era impulsivo y testarudo; inclinado a seguir sus caprichos, siempre que pudiera evitar cualquier consecuencia desagradable. Y sentía la magia de forma diferente... - ¿Brin? Sus pensamientos se evaporaron. - Madre, no veo qué peligro puede haber en que Jair emplee la canción. Es sólo un juguete. Eretria negó con la cabeza. - Incluso un juguete puede ser peligroso si se usa de manera imprudente. Además, ahora ya deberías saber lo bastante de la magia élfica para apreciar el hecho de que jamás es inofensiva. Ahora escúchame. Tú y tu hermano habéis llegado a una edad en la que debería ser innecesario que vuestros padres os vigilen de continuo. Pero una advertencia quizá no os venga mal. No quiero que uséis la magia mientras estemos fuera. Atrae la atención hacia donde no interesa. Prométeme que no la utilizarás; y que impedirás que lo haga Jair. Brin asintió lentamente. - Es a causa de los rumores sobre los caminantes negros, ¿verdad? -Había oído la historia. Se hablaba mucho sobre ello abajo, en la posada, durante los últimos días. Caminantes negros: seres silenciosos y sin rostro nacidos de la magia oscura, procedentes de ninguna parte. Algunos decían que el Señor de los Brujos y sus esbirros habían vuelto. ¿Es por eso? - Sí. -Su madre sonrió ante la percepción de Brin-. Ahora, prométemelo. [...] |