(Fragmento de "Reino herido [el]", novela de Stephen R. Donaldson. Derechos de autor 1980, Stephen R. Donaldson)
Cuando Linden Avery oyó la llamada en la puerta, emitió un sonoro gruñido. Estaba de mal humor y no quería visitantes. Tenía ganas de tomar una ducha fría y permanecer sola, en la intimidad, para empezar a acostumbrarse a la deliberada austeridad que iba a mantener en su nuevo ambiente. Había empleado la mayor parte de la tarde de un día de primavera, excepcionalmente ajetreado, mudándose a este apartamento que el Hospital había alquilado para ella, ordenando su destartalado armario ropero, su inadecuado mobiliario y acarreando la serie de cajas de cartón llenas de libros de texto desde su coche un poco anticuado hasta la segunda planta de la vieja casa de madera. La casa yacía acurrucada entre hierbajos, como una reliquia de la antigüedad y cuando había abierto la puerta de su apartamento por primera vez, fue saludada por tres habitaciones y un baño con mugrientas paredes amarillas y un zócalo cubierto de agrietada pintura beige. En resumen, aquella atmósfera rozaba la indignidad. Asimismo encontró un trozo de papel, que presumiblemente había sido deslizado por debajo de la puerta, con un gran triángulo trazado en líneas rojas, que podía haber sido hecho con una barra de labios o con sangre fresca, en el interior del cual rezaban las palabras: Por un momento, ella había mirado el papel, guardándolo seguidamente en su bolsillo. No deseaba ofertas de salvación. No quería nada que no se hubiese ganado. Pero la nota, combinada con aquel aire irrespirable, el esfuerzo de trasladar sus pertenencias escaleras arriba y el apartamento en sí, hicieron que se sintiera capaz de asesinar a alguien. Las habitaciones le recordaban la casa de sus padres. Por eso desde el primer momento odió al apartamento. Sin embargo, fue sumisa y lo aceptó. Aprobaba y rechazaba a la vez la aptitud que había adoptado, su estado de ánimo era lógico. Era médico no residente, y se había propuesto encontrar un trabajo que la llevara a un pueblo medio rural, medio paralizado como aquel, un pueblo semejante al lugar donde había nacido y donde habían muerto sus padres. Aunque sólo tenía treinta años, se sentía vieja, desagradable y severa; el justo resultado de una vida severa y desagradable. Su padre había muerto cuando ella tenía ocho años, su madre cuando tenía quince y, después de tres vacíos años en un colegio, entró en la facultad de Medicina, en régimen de internado y residencia, especializándose en Medicina General. Había estado sola desde que podía recordar y esa soledad había arraigado fuertemente en ella. Sus dos o tres aventuras amorosas habían sido más bien prácticas de higiene o experimentos en fisiología; no la habían marcado en absoluto. Por tanto, cuando se miraba a sí misma, veía solamente severidad y las consecuencias de la violencia. Su duro trabajo y las emociones sufridas a lo largo de su vida no habían dañado la graciosa femineidad de su cuerpo ni disminuido el brillo de su larga cabellera rubia, ni tampoco la belleza de su rostro. Su autocontrolada existencia no había cambiado la dulce expresión de sus ojos grises. Pero su cara estaba ya surcada por algunas arrugas, que le habían perpetuado un gesto de concentración marcado entre las cejas sobre la recta y delicada nariz, y unas líneas como testimonios de dolor en cada lado de su boca, de una boca que había sido hecha para algo más placentero que la vida que le había tocado en suerte. Su voz se había vuelto inexpresiva, sonando más como un instrumento de diagnosis, como algo que da la información pertinente, que como un vehículo de comunicación. Pero la forma en que había vivido le había dado algo mas, que soledad y tendencia al mal humor. La vida le había enseñado a creer sólo en su propia fuerza. Era una doctora y había tenido en sus manos la vida y la muerte, y había aprendido, por tanto, cómo tratarlas a ambas de manera eficaz. Confiaba en su habilidad para soportar las cargas. Cuando oyó la llamada en la puerta protestó en voz alta. Pero luego, se arregló las ropas que llevaba, manchadas de sudor, como si quisiera poner en orden sus emociones, y fue a abrir. Reconoció en seguida aquel hombre bajo, de boca torcida que esperaba en el rellano. Era Julius Berenford, jefe de personal del Hospital del Condado. Era quien la había contratado para atender a sus pacientes fuera de la Clínica y en el servicio de urgencias. En un hospital metropolitano hubiera sido anormal contratar a un médico general para este cargo. Pero el Hospital del Condado servía a una región compuesta mayormente de granjeros y habitantes de las colinas. Aquella ciudad, aquella finca campestre, había ido petrificándose constantemente a lo largo de veinte años. El doctor Berenford necesitaba un médico de medicina general. La cima de su cabeza estaba al nivel de los ojos de ella, a quien doblaba en edad. La silueta abultada y redonda de su estómago contrastaba con la delgadez de sus extremidades. Daba la impresión de padecer una afección dispéptica, como si encontrara el comportamiento humano, a la vez, cerrado y halagüeño. Cuando sonreía por debajo de su blanco bigote, las bolsas de los ojos se contraían irónicamente. -Doctora Avery -dijo, avanzando tímidamente hacia adentro. -Doctor Berenford. -Ella deseaba protestar por la intrusión pero apartándose hacia un lado, dijo secamente-: entre. El entró en el apartamento, mirando a su alrededor, al tiempo que se dirigía hacia una silla. -Veo que ya tiene aquí sus cosas -observó-. Bien, espero que habrá encontrado ayuda para trasladar todo eso. Ella cogió una silla y se sentó cerca de él, en ángulo, como si se tratara de una consulta profesional. -No ¿a quién hubiera podido pedir ayuda? El doctor Berenford empezó a discutir la cuestión; pero ella le cortó con un gesto. -No importa. Estoy acostumbrada. -Bien, pero no debería estarlo. -La miró a las ojos-. Usted ha dejado su trabajo como residente de un hospital de gran renombre y su labor ha sido muy buena. Lo menos que hubiera podido esperar es que le ayudaran a subir sus muebles escaleras arriba. Su tono era levemente humorístico, pero ella comprendió la preocupación que había detrás, porque el tema había surgido más de una vez, durante sus anteriores entrevistas. El le había preguntado repetidas veces cómo era posible que una mujer con sus credenciales hubiera solicitado un puesto en un modesto hospital de condado. En ninguna ocasión había aceptado las volubles respuestas que ella había preparado para él. Al final, incluso, se había visto forzada a ofrecerle al menos una aproximación de la verdad. "Mis padres murieron cerca de una ciudad como ésta", le dijo. "Eran de mediana edad, y si hubieran estado al cuidado de un buen médico todavía estarían vivos". Esto era en parte cierto y en parte falso, y en la raíz de esta ambivalencia se hallaba la razón de que se sintiera vieja. Si la melanoma de su madre hubiera sido diagnosticada a su debido tiempo, podía haberse tratado quirúrgicamente con un noventa por ciento de probabilidades de éxito. Y si la depresión de su padre hubiera sido observada por alguien con suficientes conocimientos y capacidad de percepción, su suicidio podía haberse evitado. Pero también era cierto lo contrario, que nada hubiera logrado salvar a sus padres. Habían muerto simplemente porque no tenían el valor suficiente para seguir viviendo. Siempre que pensaba en estas cosas sentía como sus huesos se volvían un poco más frágiles. Se había trasladado a aquella ciudad porque deseaba ayudar a personas como sus padres, porque quería demostrarse que podía ser eficaz en tales circunstancias, que ella no era como sus padres; y porque quería morir. Como ella no hablaba, Berenford dijo: -De todas formas, esto es ajeno al caso. -La amargura que mostraba en su silencio lo desconcertaba-. Me complace que se encuentre usted aquí. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarle a instalarse? Linden iba a rehusar su oferta, por la falta de costumbre de recibir ofertas de ayuda quizás por decisión consciente, cuando recordó la hoja de papel que tenía en el bolsillo. En un impulso, la extrajo y se la alargó. -Esto fue introducido por debajo de la puerta -dijo-. Tal vez usted pueda aclararme en qué me estoy metiendo. El observó el triángulo y la inscripción, murmurando para sí: -"Jesús salva." -Luego levantó la mirada y dijo-. Gajes del oficio. Mire usted, he asistido regularmente a la iglesia en esta ciudad durante cuarenta años. Pero desde que soy un profesional entrenado que se gana decentemente la vida -prosiguió, ahora gesticulando-, algunos de nuestros buenos vecinos siempre están tratando de convertirme. La ignorancia es la única forma de inocencia que comprenden. -Luego se encogió de hombros, devolviéndole la nota-. Esta zona ha estado deprimida durante mucho tiempo. La gente deprimida hace cosas extrañas. Tratan de convertir la depresión en virtud, es decir, necesitan algo para sentirse menos desamparados. Lo que acostumbran a hacer en estos alrededores es hacerse evangelistas. Supongo que tendrá que resignarse a aguantar a esa gente que se preocupa tanto de su alma. Nadie goza de mucha intimidad en una pequeña ciudad. Linden asintió, pero sólo escuchaba vagamente. De pronto asaltó el recuerdo de su madre llorando, compadeciéndose a sí misma, culpando a Linden de la muerte de su padre. Con visible expresión de disgusto, trató de desecharlo. Era tan doloroso para ella que, de ser posible, hubiera consentido que aquellos recuerdos fueran físicamente extirpados de su cerebro. Pero el doctor Berenford la estaba observando, como si su aversión se reflejara en su rostro. Al darse cuenta, Linden cambió de expresión, cubriendo de serenidad sus facciones como lo haría con una máscara quirúrgica. [...] |