CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "La luz fantástica", novela de Terry Pratchett. Derechos de autor 1986, Terry Pratchett)

El sol se alzó lentamente, como si no estuviera seguro de que el esfuerzo valiera la pena.
Amaneció otro día del Disco, pero muy gradualmente, y he aquí la razón.
Cuando la luz tropieza con un campo mágico fuerte, se le olvida lo que es la prisa. Se ralentiza al momento. Y en el Mundodisco la magia era cualquier cosa menos escasa, lo que significaba que la suave luz amarilla del amanecer fluía sobre el paisaje dormido como la caricia de un amante gentil o, en opinión de algunos, como jarabe dorado. Hizo pausas para llenar los valles. Se apiló contra las cadenas montañosas. Cuando llegó a Cori Celesti, la espiral de quince kilómetros de altura de piedra gris que constituía el Eje del Disco y el hogar de sus dioses, los montones fueron creciendo hasta desplomarse como un enorme tsunami perezoso, tan silencioso como el terciopelo, por todo el paisaje.
Era un espectáculo sin igual en ningún otro mundo.
Pero claro, es que ningún otro mundo viaja por el infinito estelar a lomos de cuatro gigantescos elefantes que a su vez reposan sobre el caparazón de una inmensa tortuga. El nombre de la tortuga macho —ó hembra, según otra escuela de pensamiento— es Gran A'Tuin. Él —ó ella, que todo podría ser— está ahí, bajo las minas, el lecho marino y los falsos huesos fosilizados colocados por un Creador que no tenía nada mejor que hacer aparte de dar la lata a los arqueólogos y meterles ideas tontas en la cabeza.
Gran A'Tuin, la tortuga estelar, con su caparazón escarchado de metano, agujereado por cráteres de meteoritos, erosionado por el polvo asteroidal. Gran A'Tuin, con ojos como mares antiquísimos y un cerebro del tamaño de un continente por el que los pensamientos se mueven como pequeños glaciares deslumbrantes. Gran A'Tuin, con sus gigantescas aletas lentas y tristes, con su caparazón pulido por las estrellas, avanzando trabajosamente por la noche galáctica bajo el peso del Disco. Tan grande como un mundo. Tan vieja como el tiempo. Tan paciente como un ladrillo.
En realidad, los filósofos han metido la pata hasta el fondo. La verdad es que Gran A'Tuin se lo está pasando de miedo.
Gran A'Tuin es el único ser del universo que sabe exactamente adónde va Gran A'Tuin.
Por supuesto, los filósofos han discutido durante años el tema del destino hacia el que se dirige Gran A'Tuin, y a menudo han manifestado su miedo a no averiguarlo jamás.
Pues lo van a averiguar dentro de un par de meses. Y entonces sí que tendrán miedo de verdad...
Otra cosa que ha preocupado durante siglos a los filósofos más imaginativos del Disco es la cuestión del sexo de Gran A'Tuin, y han invertido mucho tiempo y trabajo en tratar de descubrirlo de una vez por todas.
De hecho, mientras la enorme forma vaga como un gigantesco cepillo de concha, los resultados del último trabajo acaban de aparecer.
El caparazón bronceado del Viajero Viril cae completamente fuera de control: es una especie de nave espacial neolítica construida y lanzada por el borde por los sacerdotes-astrónomos de Krull, ciudad convenientemente situada en la mismísima Periferia del Disco. En estos momentos, la nave está demostrando contra ciertas teorías que sí existe la caída libre.
Dentro de la nave viaja Dosflores, el primer turista del Disco. Acaba de pasar algunos meses explorándolo, y en estos momentos lo abandona rápidamente por motivos bastante complicados pero que tienen que ver con un intento de huida de Krull.
El intento ha sido un éxito al mil por cien.
Pero, aunque todas las pruebas indican que probablemente será también el último turista del Disco, está disfrutando con el paisaje.
Cayendo en picado a unos tres kilómetros por encima de él está Rincewind el mago, vestido con lo que en el Disco pasa por ser un traje espacial. Imaginadlo como un equipo de buzo diseñado por hombres que no han visto un mar en su vida. Hasta hace seis meses, Rincewind era un mago fracasado completamente normal. Conoció a Dosflores, fue contratado como guía por un salario extravagante, y desde entonces se ha pasado la mayor parte del tiempo recibiendo golpes, aterrorizado, perseguido, colgando de lugares elevados sin la menor esperanza de salvación o, como en este caso, cayendo desde lugares elevados sin la menor esperanza de salvación.
No mira el paisaje porque toda su vida le pasa ante los ojos como un relámpago y no le deja ver nada. Acaba de descubrir por qué cuando te pones un traje espacial es vitalmente importante no olvidarte del casco.
Se podrían decir muchas más cosas para explicar por qué caen por el borde del mundo, y por qué el Equipaje de Dosflores, que fue visto por última vez cuando intentaba seguirle con sus cientos de patitas, no es una maleta cualquiera..., pero esas cosas toman mucho tiempo y esfuerzo, más del que vale la pena invertir. Por ejemplo, se dice que en una fiesta alguien preguntó al famoso filósofo Ly Tin Malahierb “¿Qué haces aquí?”, y que la respuesta duró tres años.
Además, tiene mucha más importancia lo que está sucediendo arriba, muy por encima de A'Tuin, los elefantes y el mago que agoniza rápidamente. El mismísimo tejido espaciotemporal está a punto de pasarlas canutas.

El aire estaba aceitoso con el clásico tacto de la magia, y acre por el humo de las velas hechas con una cera negra cuyo origen concreto no investigaría nadie en sus cabales.
Había algo muy extraño en aquella habitación oculta en los sótanos más profundos de la Universidad Invisible, el principal centro de enseñanza de magia en el Disco. Para empezar, parecía tener demasiadas dimensiones, no exactamente visibles, sino suspendidas en el aire justo un poco más allá del rabillo del ojo. Los muros estaban cubiertos de símbolos misteriosos, y la mayor parte del suelo quedaba ocupada por El Sello de Estasis de Ocho Pliegues, al que en los círculos mágicos se atribuía el mismo poder disuasor que a un ladrillo bien apuntado.
El único mobiliario de la habitación consistía en un atril de madera oscura, tallada con la forma de un pájaro..., bueno, para ser sinceros, con la forma de algo alado que probablemente sería mejor no examinar muy de cerca. En el atril, unido a él por una pesada cadena llena de candados, había un libro.
Un libro grande, pero no lo que se dice impresionante. Otros libros en la biblioteca de la universidad tenían cubiertas incrustadas de gemas preciosas y maderas fascinantes, o estaban encuadernados con piel de dragón. La encuadernación de éste era de cuero manoseado. Parecía la clase de libro que en los catálogos de las bibliotecas ostenta la aclaración de “ligeramente maltratado por el tiempo”, aunque en este caso habría sido más honrado decir que el tiempo le había aplicado el tercer grado.
Unas abrazaderas metálicas lo mantenían cerrado. No eran de adorno, su única función era ser pesadas..., igual que la cadena, que no servía tanto para unir el libro al atril como para atarlo a él.
Parecían obra de alguien que tuviera un objetivo bien claro en mente, y que se hubiera pasado la mayor parte de la vida fabricando arneses para elefantes.
El aire se espesó y se agitó. Las páginas del libro empezaron a encresparse de una manera horrible, intencionada, y una luz azulada se derramaba entre ellas. El silencio de la habitación se endureció como un puño que alguien estuviera apretando poco a poco.
Media docena de magos en camisón se turnaban para escudriñar por la mirilla de la puerta. No había hechicero que pudiera dormir mientras estaban teniendo lugar aquel tipo de cosas..., la acumulación de magia en bruto inundaba la universidad como una marea.
—Bien —dijo una voz—, ¿qué pasa? ¿Por qué no he sido avisado?
Galder Ceravieja, Gran Conjurador Supremo de la Orden de la Estrella de Plata, Señor Imperial del Sacro Cayado, Superiorísimo de Octavo Nivel y 304º Canciller de la Universidad Invisible, no era lo que se dice un espectáculo impresionante ni siquiera con su camisón rojo lleno de runas místicas bordadas a mano, ni con su largo gorro rematado por una borla, ni aun con la palmatoria de Mickey Mouse en la mano. Lo peor eran las zapatillas con pompón.
Seis rostros atemorizados se volvieron hacia él.
—Eh... fuiste avisado, señor —dijo uno de los magos menores.
—Por eso estás aquí —añadió otro servicialmente.
—Quiero decir que por qué no fui avisado antes —rugió Galder al tiempo que se abría paso a empujones hacia la mirilla.
El aire de la habitación chisporroteaba ahora con pequeños relámpagos y motas de polvo incineradas por el flujo de magia bruta. El Sello de Estasis empezaba a chamuscarse y retorcerse por los bordes.
El volumen en cuestión recibía el nombre de Octavo y, obviamente, no era un libro cualquiera.
Por supuesto, hay muchos libros famosos de magia. La gente habla del Necroteleconomicón, con sus páginas hechas de antigua piel de lagarto. Otros mencionan el Libro del Viaje Astral sin Moverse de su Sillón, escrito por una secta lama misteriosa y bastante perezosa. Quizá algunos recuerden que el Grimorio Tronchante contiene, según se dice, el único chiste original que queda en el universo. Pero todos son simples panfletos comparados con el Octavo, que el Creador del Universo se olvidó aquí, con su despiste característico, tras completar su obra maestra.
Los ocho hechizos encerrados en sus páginas llevaban una vida propia secreta y tirando a complicada, y era creencia común que...
Galder frunció el ceño sin dejar de observar la problemática habitación. Claro que ahora sólo quedaban siete hechizos. Un joven imbécil, un aprendiz de mago, había echado un vistazo al libro, y uno de los hechizos escapó y se instaló en su mente. Nadie consiguió averiguar cómo había sucedido. ¿Cómo se llamaba aquel idiota? ¿Winswand?
Chispas octarinas y púrpura salpicaban su lomo. Una leve espiral de humo empezaba a brotar del atril, y las pesadas abrazaderas metálicas que mantenían el libro cerrado parecían más tensas de lo que sería conveniente.
—¿Por qué están tan inquietos los hechizos? —preguntó uno de los magos más jóvenes.
Galder se encogió de hombros. No podía mostrarlo, claro, pero empezaba a estar realmente preocupado. Como mago experto del octavo nivel, podía ver las formas semiimaginarias que aparecían momentáneamente en el aire vibrante, lisonjeando, llamando. De la misma manera que los mosquitos aparecen antes de una tormenta, las acumulaciones realmente importantes de magia siempre atraían cosas de las caóticas Dimensiones Mazmorra... Cosas desagradables, llenas de salivazos y órganos fuera de su sitio, siempre buscando cualquier agujero por el que colarse en el mundo de los hombres. [No vamos a describirlas, porque las más bonitas parecían una mezcla de pulpo y bicicleta. Es de todos bien sabido que las cosas de universos indeseables siempre están tratando de colarse en éste, que es el equivalente psíquico a céntrico y bien comunicado]
Había que detener aquello.
—Necesito un voluntario —dijo con voz firme.
Se hizo un repentino silencio. El único sonido que se oía venía de detrás de la puerta. Era el desagradable ruidillo del metal al romperse bajo la presión.
—Muy bien, de acuerdo —siguió—. En ese caso, necesitaré unas tenacillas de plata, un litro de sangre de gato, un látigo pequeño y una silla...
Se dice que lo contrario del ruido es el silencio. Mentira. El silencio no es más que la ausencia de ruido. El silencio habría sido un barullo terrible comparado con la repentina implosión de sinruidez que golpeó a los magos con la potencia de un diente de león al explosionar.
Una gruesa columna de luz chisporroteante brotó del libro, golpeó el techo lanzando una lluvia de llamas y desapareció.
Galder alzó la vista hacia el agujero, haciendo caso omiso de las zonas humeantes en su barba. Lo señaló con gesto dramático.
—¡A las bodegas superiores! —exclamó lanzándose hacia la escalera de piedra.
Sacudiendo las zapatillas y haciendo ondular los camisones, el resto de los magos le siguieron, tropezando unos con otros en su precipitación por ser los últimos.
De cualquier manera, todos llegaron a tiempo para ver la bola ígnea de potencial mágico desapareciendo en el techo de la habitación superior.
—Urgh —dijo el mago más joven señalando hacia el suelo.
La habitación había sido parte de la biblioteca hasta que la magia pasó por ella, reorganizando violentamente las partículas de probabilidad en todo lo que encontró en su camino. Así que parecía razonable suponer que las pequeñas salamandras púrpura habían sido parte del suelo, y que las chirimoyas bien podrían haber sido libros. Y varios de los magos juraron más adelante que el pequeño orangután naranja sentado tristemente en medio de todo aquello se parecía mucho al bibliotecario jefe.
Galder miró hacia arriba.
—¡A la cocina! —aulló corriendo entre las chirimoyas hacia el siguiente tramo de escalera.
Nadie supo jamás en qué se había convertido la gran cocina de hierro forjado, porque derribó una pared y huyó antes de que el desgreñado grupo de magos de ojos enloquecidos irrumpiera en la habitación. El chef de hortalizas fue hallado mucho más tarde escondido en el caldero de la sopa, balbuceando incoherencias como “¡Los nudillos! ¡Los horribles nudillos!”, que en nada ayudaban a aclarar las cosas.
Los últimos jirones de magia, ahora un poco más calmada, desaparecían por el techo.
—¡A la Sala Principal!
Allí la escalera era mucho más ancha y estaba mejor iluminada. Jadeando y apestando a chirimoya, los magos más ágiles llegaron a la cima cuando la bola de fuego estaba en el centro de la enorme cámara que era la sala principal de la universidad. Pendía inmóvil, a excepción de alguna que otra prominencia que arqueaba y resquebrajaba su superficie.
Todo el mundo sabe que los magos fuman. Probablemente eso explique el coro de toses agonizantes y jadeos roncos que brotó tras Galder cuando éste se detuvo para calibrar la situación y para preguntarse si se atrevería a buscar un escondite. Agarró a un estudiante aterrado.
—¡Llamad a los adivinos, a los videntes, a los intuidores, a los introspectores! —ladró—. ¡Que estudien esto!
Algo cobraba forma dentro de la bola ígnea. Galder se protegió los ojos y escudriñó la silueta que aparecía ante él. Imposible confundirla: era el universo.
Estaba seguro porque él mismo tenía una maqueta en su estudio, y todo el mundo aseguraba que era mucho más impresionante que el auténtico. Enfrentado con las posibilidades que ofrecen las perlas y la filigrana de plata, el Creador no había tenido nada que hacer.
Pero el pequeño universo dentro de la bola ígnea era increíblemente..., bueno, realista. Lo único que le faltaba era el color. Todo era de un blanco translúcido y nebuloso.
Allí estaba Gran A'Tuin, y los cuatro elefantes, y el mismísimo Disco. Desde aquel ángulo Galder no distinguía muy bien la superficie, pero sabía con gélida certeza que también sería de una precisión absoluta. En cambio, sí distinguió una réplica en miniatura de Cori Celesti, en cuya cumbre vivían los dioses del mundo, camorristas y un tanto aburguesados, en un palacio de mármol, alabastro y suites enmoquetadas de tres piezas, que habían elegido llamar Dunmanifestin. Para cualquier ciudadano del Disco con pretensiones de cultura, era una fuente de considerable inquietud verse gobernado por dioses cuya idea de una experiencia artística trascendente era un timbre de la puerta con música.
El pequeño universo embrionario empezó a moverse lentamente, girando...
Galder quiso gritar, pero no le salió la voz.
Suavemente, pero con la fuerza imparable de una explosión, la forma se expandió.
Lo miró horrorizado, y luego atónito, mientras le atravesaba con la insubstancialidad de un pensamiento. Extendió una mano y vio cómo los claros fantasmas de las rocas le corrían entre los dedos en ajetreado silencio.
Gran A'Tuin ya se había hundido pacíficamente bajo el nivel del suelo, más grande que una casa.
Los magos situados tras Galder estaban sumergidos hasta la cintura en los mares. Un bote más pequeño que un dedal captó por un momento la atención de Galder antes de que la corriente lo arrastrara a través de los muros de la habitación.
—¡Al tejado! —consiguió gritar señalando hacia arriba con un dedo tembloroso.
Aquellos magos a los que les quedaban suficientes neuronas como para pensar y suficiente aliento como para correr le siguieron precipitadamente, atravesando continentes que cruzaban sin problemas la piedra sólida.

Era una noche tranquila, teñida por la promesa del amanecer. Una luna creciente acababa de ponerse. Ankh-Morpork, la ciudad más grande en las tierras que rodeaban el Mar Circular, dormía.
Bueno, esta afirmación no es del todo cierta.
Por una parte, los habitantes de la ciudad que solían dedicarse, por ejemplo, a vender verdura, herrar caballos, tallar diminutos y exquisitos adornos de jade, cambiar moneda y fabricar mesas, en general, dormían. A menos que tuvieran insomnio. O se hubieran levantado para ir al retrete, que todo puede ser. Por otra, la mayoría de los ciudadanos menos respetuosos de la ley estaban con los ojos bien abiertos y se dedicaban, entre otras cosas, a entrar por ventanas que no les pertenecían, cortando gargantas, robándose unos a otros, escuchando música alta en sótanos llenos de humo y pasándoselo muy bien en general. Pero la mayoría de los animales estaban dormidos, a excepción de las ratas. Y de los murciélagos, claro. Por lo que respectaba a los insectos...
El caso es que la descripción escrita rara vez es completamente precisa, y durante el reinado de Olaf Quimby II como Patricio de Ankh se aprobaron algunas leyes en un intento decidido de poner fin a ese tipo de cosas y hacer que los informes fueran un poco más verídicos. Así, si una leyenda hablaba de un célebre héroe y decía que “todos los hombres admiraban sus proezas”, cualquier bardo que apreciase su vida añadiría rápidamente “excepto un par de personas en su pueblo natal que le consideraban un mentiroso, y un montón de gente más que en su vida había oído hablar de él”. Los símiles poéticos quedaban estrictamente limitados a afirmaciones como “su poderoso corcel era veloz como el viento en un día bastante tranquilo, pongamos Fuerza Tres”, y cualquier comentario a la ligera sobre una amada con un rostro capaz de hacer botar mil barcos debía ir respaldado por pruebas de que el objeto del deseo tenía sin lugar a dudas cara de botella de champán.
Al final, Quimby fue asesinado por un poeta descontento durante un experimento realizado en los terrenos del palacio para demostrar la discutida precisión del proverbio “La pluma es más poderosa que la espada”, y en honor a él se acordó añadir, “sólo si la espada es muy pequeña y la pluma muy afilada”.
De acuerdo. Así que aproximadamente el sesenta y siete por ciento de la ciudad, quizá el sesenta y ocho, dormía. No es que los ciudadanos que reptaban por la ciudad en sus ocupaciones generalmente ilegales advirtieran la extraña marea clara que recorría las calles. Sólo los magos, acostumbrados a ver lo invisible, la observaban extenderse por los campos lejanos.
El Disco, al ser plano, no tenía un auténtico horizonte. Si algún marinero osado tenía ideas raras después de contemplar durante demasiado rato huevos y naranjas, y se dirigía hacia las antípodas, descubría pronto por qué los barcos lejanos parecen desaparecer por el borde del mundo: porque desaparecen por el borde del mundo.
Pero hasta la visión de Galder tenía sus límites en el aire polvoriento y lleno de jirones de niebla. Alzó los ojos. Sobre la universidad se vislumbraba la forma amenazadora de la Torre del Arte, que se decía era el edificio más antiguo del Disco, con su famosa escalera de caracol de ocho mil ochocientos ochenta y ocho peldaños. Desde su cima almenada, guarida de cuervos y gárgolas con un aspecto desconcertantemente alerta, un mago podía ver el mismísimo borde del Disco. Después de pasarse diez minutos tosiendo como loco, claro.
—Al infierno —murmuró—. ¿De qué sirve ser un mago? ¡Avyento, tésalo! ¡Volaré! ¡A mí, espíritus del aire y la oscuridad!
Abrió una mano rugosa y señaló una zona de parapeto ruinoso. Una llamarada octarina brotó de debajo de su uña sucia de nicotina y bajó en picado hacia las piedras del suelo, muy abajo.
Cayó. Gracias a un bien calculado intercambio de velocidades, Galder se elevó con el camisón aleteando alrededor de sus piernecillas desnudas. Ascendió cada vez más, cortando la luz clara como un, como un..., de acuerdo, como un mago viejo pero poderoso propulsado hacia arriba por una buena alteración en el equilibrio de fuerzas del universo.
Aterrizó en un lecho de nidos viejos, recuperó el equilibrio y miró hacia abajo para contemplar el vertiginoso espectáculo del amanecer en el Disco.
En aquella época del largo año, el Mar Circular quedaba casi en el lado de poniente de Cori Celesti y, mientras la luz del día se deslizaba por las tierras en torno a Ankh-Morpork, la sombra de la montaña segaba el paisaje como el gnomon del reloj solar de Dios. Pero, donde todavía era de noche, compitiendo con la luz en la carrera hacia el borde del mundo, surgía una línea de niebla blanca.
Oyó un crujido de ramitas secas tras él. Se volvió para ver a Ymper Trymon, segundo al mando en la Orden, que había sido el único mago capaz de seguirle.
Galder no le hizo caso durante un momento, preocupándose sólo por agarrarse con firmeza a las piedras y fortalecer sus hechizos de protección personal. Los ascensos tardaban en llegar en una profesión que conllevaba tradicionalmente una larga vida, y se aceptaba que los magos más jóvenes trataran de ascender en el escalafón por los pellejos de los mayores, tras haberlos vaciado de sus anteriores propietarios. Además, había algo inquietante en el joven Trymon. No fumaba, sólo bebía agua hervida y Galder tenía la desagradable sospecha de que era inteligente. No sonreía suficientemente a menudo, y además le gustaban las cifras y esos diagramas de organización en los que hay muchos cuadraditos con flechas que señalan hacia otros cuadraditos. En resumen, era el tipo de hombre que podía utilizar la palabra “burocratización” y decirla en serio.
La totalidad del Disco visible desde allí estaba ya cubierta por una deslumbrante piel blanca que le sentaba de maravilla.
Galder bajó la vista para contemplar sus propias manos, y las vio enfundadas en una clara red de hebras brillantes que se adaptaban a cada movimiento.
Reconoció aquel tipo de hechizo. Él mismo lo había usado, aunque en proporciones menores..., mucho menores.

[...]