(Fragmento de "Marinero de los mares del destino", novela de Michael Moorcock. Derechos de autor 1976, Michael Moorcock)
Era como si se hallara en una inmensa caverna cuyos muros y techo estaban formados por masas de colores cambiantes y sombríos que, en ocasiones, se desgarraban para dejar paso a la claridad de la luna. Resultaba difícil de creer que aquellos muros no fueran otra cosa que nubes apretadas sobre las montañas y el océano, a pesar de que el claro de luna recortaba sus perfiles, las bañaba de plata e iluminaba el mar negro y turbulento cuyas olas batían la orilla en la que se encontraba el hombre. Un trueno rugió en la distancia; un relámpago brilló en la lejanía. Caía una lluvia fina y las nubes no dejaban de moverse. Con sus tonos desde el negro azabache al blanco lívido de un cadáver, formaban lentos remolinos como las capas de unos danzantes que, ceremoniosamente y en una especie de trance, bailaran un minué. El hombre que las contemplaba desde los guijarros de la tétrica playa las tomó por un grupo de gigantes bailando al son de la lejana tormenta y se sintió como lo haría alguien que entrara inadvertidamente en un salón donde estuvieran divirtiéndose los dioses. El hombre volvió la mirada de las nubes al océano. El mar parecía cansado. Las grandes olas se levantaban con dificultad y caían como con alivio, emitiendo jadeos al romper contra las ásperas rocas. El hombre se ajustó la capucha sobre el rostro y echó repetidos vistazos hacia atrás por encima del hombro, protegido por una pieza de cuero, al tiempo que se acercaba más a las aguas y permitía que la espuma de las olas besara la puntera de sus botas negras, que le llegaban hasta las rodillas. Trató de divisar algo en la caverna formada por las nubes, pero sólo alcanzó a ver un corto trecho. No había modo de saber qué había al otro lado de las aguas ni qué extensión cubrían éstas. Ladeó la cabeza y escuchó atentamente, pero no oyó nada salvo los sonidos del cielo y del mar. Exhaló un suspiro. Por un instante, la luna le iluminó y en la extrema palidez de su rostro brillaron dos ojos carmesíes con expresión atormentada; luego, se hizo de nuevo la oscuridad. El hombre volvió la cabeza una vez más, temiendo sin duda que la luz le hubiera expuesto a algún enemigo. Haciendo el menor ruido posible, se encaminó hacia el abrigo de las peñas a su izquierda. Elric estaba cansado. En un rasgo de ingenuidad, había buscado acogida en la ciudad de Ryfel, en la tierra de Pikarayd, ofreciendo sus servicios como mercenario al ejército del gobernador de la plaza. Por su estupidez, había sido encarcelado como espía de Melniboné (al gobernador le pareció evidente que Elric no podía ser otra cosa) y no había logrado huir hasta hacía muy poco, con la ayuda de sobornos y de algunos hechizos menores. La persecución, sin embargo, se había iniciado casi de inmediato. En ella se habían empleado perros de gran inteligencia y el propio gobernador había dirigido la batida más allá de las fronteras de Pykarayd, internándose en los valles de pizarras, yermos y deshabitados, de un mundo conocido por el nombre de Colinas Muertas, en el que apenas crecía o intentaba sobrevivir ser alguno. El de la extrema palidez había ascendido las empinadas rampas de las pequeñas montañas, cuyas laderas estaban formadas por pizarras grises que se desmenuzaban bajo las herraduras de su caballo, levantando un estruendo que podía escucharse a más de una milla. Recorriendo valles totalmente desprovistos de hierba y lechos de ríos que no habían visto agua en muchos años, cruzando túneles desnudos de la menor estalactita, atravesando planicies en las cuales se alzaban hitos de piedra erigidos por un pueblo olvidado, había pugnado por escapar de sus perseguidores y pronto le pareció que había dejado atrás para siempre el mundo que conocía, que había cruzado una frontera sobrenatural y que había llegado a uno de aquellos lugares yermos sobre cuya existencia había leído en las leyendas de su pueblo, donde una vez habían luchado mano a mano la Ley y el Caos hasta quedar en tablas, dejando el campo de batalla vacío de vida y de toda posibilidad de vida. Finalmente, había exigido a su caballo tal esfuerzo que el corazón del animal no había resistido más y, tras abandonar el cadáver, el hombre había continuado a pie, jadeando, hasta llegar al mar, a aquella estrecha playa, imposibilitado de continuar adelante y temeroso de retroceder por si sus enemigos le estaban esperando. Elric se dijo que daría cualquier cosa por disponer de una embarcación en aquel momento. No transcurriría mucho tiempo antes de que los perros captaran su rastro y condujeran a sus amos hasta la playa. Se encogió de hombros. Quizás era mejor morir allí en soledad, a manos de aquellos hombres que ni siquiera conocían su nombre. Lo único que lamentaba era que Cymoril sufriría al comprobar que no regresaba al terminar el año. Estaba sin comida y sólo conservaba algunas de las pócimas que le hablan mantenido con fuerzas durante los últimos días. Sin recuperar sus energías, no podía plantearse siquiera la elaboración de un conjuro que le proporcionara algún medio de cruzar el mar y de alcanzar, quizás, la isla de las Ciudades Púrpura, donde las gentes no eran tan hostiles a los melniboneses. Hacía apenas un mes que había abandonado su corte y a su futura reina, dejando a Yyrkoon sentado en el trono de Melniboné hasta su regreso. Había pensado que podría conocer mejor al pueblo humano de los Reinos Jóvenes mezclándose con sus gentes, pero éstas le habían rechazado, bien con odio manifiesto o con precavida y falsa humildad. En ninguna parte había encontrado a nadie dispuesto a creer que un melnibonés (y eso que desconocían su condición de emperador) escogiera voluntariamente compartir su suerte con los seres humanos que, en otro tiempo, habían sido esclavizados por su antigua y cruel raza. Y ahora, varado junto al desolado mar, sintiéndose atrapado y ya vencido, supo que estaba solo en un universo malévolo, privado de amigos y de metas, un anacronismo inútil y enfermizo, un estúpido envilecido por sus propias insuficiencias de carácter, por su profunda incapacidad para creer completamente en la bondad o maldad de cosa alguna. No tenía fe en su raza, en sus derechos hereditarios, en los dioses o en los hombres. Y, por encima de todo, carecía de fe en sí mismo. Redujo el paso y apoyó la mano en la empuñadura de su negra espada mágica, la Tormentosa, cuya hoja había derrotado muy recientemente a su gemela, la Enlutada, en la carnosa cámara interna de un mundo sin sol del Limbo. La Tormentosa, que parecía casi consciente, era ahora su única compañía, su único confidente, y Elric había adquirido el hábito neurótico de hablarle a su espada como otro lo haría a su caballo o como un preso compartiría sus pensamientos con una cucaracha en la celda. -Bien, Tormentosa, ¿nos adentramos en el mar y terminamos de una vez? -Su voz era apagada, casi un susurro-. Al menos, tendremos el placer de aguarles la fiesta a nuestros perseguidores. Dio unos pasos indiferentes hacia las olas, pero a su fatigado cerebro le pareció que la espada emitía un murmullo, se agitaba junto a su cintura y se resistía a avanzar. El albino soltó una risa ahogada. -Tú existes para vivir y segar vidas -dijo al acero-. ¿Existo yo, pues, para morir y llevar la gracia de la muerte a los que amo y a los que odio? A veces, así lo creo. Un triste destino, si tal es el mío. Sin embargo, debe de haber algo más en todo esto... Se volvió de espaldas al mar. Alzó la mirada a las nubes que se formaban y deshacían sobre su cabeza, dejó que la lluvia le cayera en el rostro y escuchó la música compleja y melancólica que producían las olas al batir las rocas y guijarros y hervir después bajo la fuerza de las contracorrientes. La lluvia apenas le refrescó. Llevaba dos noches sin dormir un instante, y apenas había podido pegar ojo durante varias más. Debía de haber cabalgado durante casi una semana antes de que el caballo cayera reventado. Junto a la base de un húmedo y escarpado peñasco de granito que se alzaba a casi diez metros sobre la playa, encontró un hueco en el suelo en el cual poder protegerse de lo peor del viento y la lluvia. Envuelto en su gruesa capa, se acomodó en el hueco y cayó dormido al instante. Prefería que le encontraran mientras dormía; no deseaba enterarse de su muerte. Cuando se movió, una luz grisácea y mortecina le dio en los ojos. Alzó el cuello, reprimiendo un gemido ante la rigidez de sus músculos, y abrió los ojos. Parpadeó. Era de día, aunque no fue capaz de determinar si era por la mañana o por la tarde, pues el sol estaba invisible. Una niebla fría cubría la playa y, a través de ella, aún podían apreciarse las nubes más oscuras, aumentando así la impresión de encontrarse dentro de una enorme cueva. El mar continuaba con sus chapoteos y susurros, aunque las aguas parecían más calmadas que la noche anterior. Ahora no se apreciaba el rumor de la tormenta y el aire era muy frío. Elric empezó a incorporarse, apoyándose en la espada como bastón, y escuchó con atención. No había rastro de que sus enemigos anduvieran por las proximidades. Sin duda, habían abandonado la persecución; después, quizá, de encontrar el caballo muerto. Se llevó la mano al morral que portaba al cinto y sacó de él una tira de tocino ahumado y un frasco que contenía un líquido amarillento. Tomó un sorbo del frasco, lo tapó de nuevo y lo guardó en el morral mientras mascaba la carne. Tenía sed. Recorrió un trecho de playa hasta encontrar un charco de agua de lluvia no muy cargada de sal. Bebió hasta saciarse mientras vigilaba a su alrededor. La niebla era bastante espesa y, si se hubiera alejado demasiado de la playa, se habría perdido inmediatamente. Sin embargo, ¿qué importaba eso? No tenía dónde ir y sus perseguidores debían de haberlo entendido así. Sin un caballo, le sería imposible desandar sus pasos hasta Pikarayd, el más oriental de los Reinos Jóvenes. Sin un barco, no podía aventurarse en el mar e intentar poner rumbo a la isla de las Ciudades Púrpura. No recordaba ningún mapa donde apareciera un mar oriental y no tenía idea de cuánta distancia se había alejado de Pikarayd. Decidió que su única esperanza de sobrevivir era dirigirse hacia el norte, siguiendo la costa en la confianza de que, tarde o temprano, daría con algún puerto o poblado de pescadores donde poder cambiar las escasas pertenencias que le quedaban por un pasaje en algún barco. Sin embargo, sus esperanzas eran escasas pues la comida y los bebedizos apenas le alcanzarían para un día más. Inspiró profundamente para aprestarse a la marcha pero, de inmediato, se arrepintió de haberlo hecho: la niebla le hirió en la garganta y en los pulmones como un millar de diminutos cuchillos. Tosió y escupió sobre los guijarros. Y escuchó algo, un ruido distinto de los tristes susurros del mar; un crujido uniforme, como el de un hombre caminando con una indumentaria de cuero rígido. Su mano derecha se desplazó a la cadera izquierda y a la espada que allí descansaba. Se volvió, escrutando en todas direcciones para descubrir el origen del ruido, pero la niebla lo distorsionaba. Podía proceder de cualquier parte. Elric se arrastró de nuevo hasta el peñasco donde se había refugiado por la noche y se apretó contra él de modo que ningún atacante pudiera tomarle desprevenido por detrás. Aguardó. Captó de nuevo el crujido pero, esta vez, acompañado de [...] |