("Tebas, la de las cien puertas", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1995, Armando Boix)
Tras acabar Tebas, la de las cien puertas quedo con la sensación de haber contemplado a un pura sangre tirando de un arado. No se trata de que la novela sea horrible: se lee de un tirón -es cortita-, resulta entretenida y se desarrolla sin digresiones, con un ritmo excelente; pero cabría esperar mucho más del autor de Regreso a Belzagor y Alas nocturnas. Cuando uno lee a emborrona papeles del tipo Margaret Weis y Tracy Hickman se conforma con bien poco; en el caso de Silverberg, que ha demostrado repetidas veces la calidad de su escritura, el nivel de exigencia se coloca a mayor alzada. ¿Tenía algunas facturas por pagar y éste era el mejor modo de liquidarlas sin sudar demasiado? La novela parece escrita a medio gas, sin esfuerzo, fiado del oficio para suplir la falta de ambición. Realmente aporta bien poco. Imagínense: un agente del servicio de viajes por el tiempo es enviado al antiguo Egipto para rescatar a dos colegas desaparecidos años atrás, y al encontrarlos resulta que le han cogido gusto a la época y no tienen demasiadas ganas de regresar... Pobre tramoya, en la que cede sin ruborizarse a los más deleznables recursos de la novela popular. Y para comprobarlo basta contemplar las habilidades amatorias de su protagonista y el modo en que cada hembra que se cruza en su camino se lanza sin dudarlo en sus brazos, con una simplicidad digna de la más baja space opera de revista de los 50. Pero tampoco debería extrañarme; después de su sonado regreso a las letras en 1980, la obra de Silverberg se ha limitado a deambular por los senderos del best seller resultón, sin acabar de convencer a nadie. Es el período llamado por Emilio Serra en un artículo como de la "basura cara" -El castillo de Lord Valentine, Gilgamesh el rey, etc.-, y que, pese a algunos espejismos como Tom O'Bedlam, parece prolongarse hasta hoy. ¿Hemos perdido a Silverberg para siempre? Sería de lamentar. |