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CONTENIDO LITERAL
("Memorias de un merodeador estelar", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1994, Armando Boix)
Pese a la buena acogida que le dispensa el público lector, de un tiempo a esta parte el subgénero de las aventuras espaciales sufre de un cierto descrédito entre algunos sectores del fándom, bien argumentado por unos pero mas visceral que razonado en otros. Ciertamente, la superficialidad de muchas novelas de este tipo ha contribuido al descrédito de la ciencia ficción, pero no es menos cierto, por otra parte, que la space opera es perfectamente capaz de producir obras de interés, como las plumas de Weinbaum, Williamson, Anderson o Vance han encargado de demostrar tantas veces.
En España uno de sus cultivadores en activo, si dejamos de lado al sin par Ángel Torres Quesada, es Carlos Sáiz Cidoncha. A lo largo de diecisiete años, con una constancia que no sé si calificar de terca o loable, ha construido a través de sus novelas una historia del futuro donde nos narra la decadencia y caída de un poderoso Imperio Galáctico y el lento retorno a la civilización.
Algunas de sus novelas anteriores resultan extrañas al paladar actual y no sólo por su resbalosa ideología -un imperio regido por una clase ociosa cuyos deseos son órdenes, con esclavos felices de su condición y unos representantes de las clases productivas que, en el mejor de los casos son pérfidos villanos en busca de la destrucción del sistema-, sino por el mismo tono épico con el que están trazadas. No corren tiempos para héroes al rescate de princesas acechadas por magnicidas o violadores, y Cidoncha ha hecho bien en dejar los lances caballerescos por los ardides del pícaro. Gabriel Luján, su protagonista, es un caradura sin ninguna clase de escrúpulos, que persigue su lucro y satisfacción personal azuzado, más que contenido, por los muchos palos que la vida reparte sobre sus lomos. A lo largo de su existencia será religioso, esclavo y guerrero -generalmente a su pesar-, y en cada uno de estos estados el destino juguetón parecer complacerse en tenderle zancadillas, superadas por él con un perfecto instinto de superviviente. En las narraciones de este tipo -debiéramos llamarlas novelas de formación si no fuera que, en este caso, el protagonista apenas parece evolucionar y es el mismo trapisondista del principio al final-, la falta de unidad se constituye en el mayor defecto, difícil de evitar, pues están construidas no un todo coherente con una dirección a cumplir, sino de un modo episódico en el que las diversas aventuras se van encadenando sin un objetivo claro, pudiendo tener doscientas o dos mil páginas, según el capricho o el cansancio de su autor. Por fortuna Cidoncha se detiene a tiempo, antes de desinteresar al lector, a pesar del final abierto con el que se reserva la opción de prolongar las hazañas de su salaz antihéroe.
Otro punto a destacar en estas Memorias... es el importante papel, casi central, que el lenguaje desempeña. Cidoncha ha gustado siempre de usar vocabulario rico, dedicándole una atención no demasiado común entre sus colegas. Sin embargo, esta búsqueda de la palabra exacta puede degenerar en el capricho por la floritura en el deseo de sorprender con el verbo excéntrico. No se trata sólo de escribir bien, sino de adecuar el estilo a la historia narrada. En obras anteriores su prosa resultaba un tanto alambicada, produciendo al lector la sensación de tener entre las manos un folletín de Feval o Eugène Sue, antes que a moderna space opera. En esta ocasión en lugar de renunciar a su inclinación natural, la ha potenciado con excelentes resultados, dado que la construcción barroca, el retruécano y el arcaísmo premeditado se avienen perfectamente con las andanzas de este trotamundos que se mira en el espejo de el Lazarillo, el Buscón o Guzmán de Alfarache.
Pero Cidoncha aún nos reserva otra sorpresa y es descubrir que se ha atrevido a algo que pocos han intentado antes y mucho menos en nuestras letras. Con un guiño al lector avispado reúne ciclo imperial con otro gran ciclo de la ciencia ficción española, en vertiente más popular, el del Orden Estelar, que Ángel Torres Quesada desarrolló en novelas "de a duro" con el seudónimo A. Thorkent. Así, con el encuentro de Gabriel Luján con la nave Hermes y su comandante Cooper, adopta la serie del gaditano como descendiente directa de la suya, convirtiendo ambas en una. ¿Es éste un modo de cerrar el círculo y dar punto final a la historia de su Imperio Galáctico o sólo la vuelve compleja, con vistas a futuras novelas? Como dice la canción, el tiempo nos lo dirá.
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