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CONTENIDO LITERAL
("Demogorgo", comentario de Armando Boix. Derechos de autor 1994, Armando Boix)
Siempre creí a Brian Lumley emparentado con esa tradición de escritores británicos que, sin grandes relumbres estilísticos, tienen una especial gracia para componer novelas populares que subyugan al lector y le hacen seguir los lances de su argumento, olvidado por completo de sus deficiencias. Sax Rohmer y Denis Wheatley son los primeros ejemplos en acudir a mi cabeza. No obstante, sus primeras influencias literarias no provinieron de las Islas, sino del otro lado del Atlántico: Lumley empezó a escribir siguiendo la estela de Lovecraft e incorporando nuevas deidades a la ya vasta progenie de Cthulhu. Estos cuentos -de los que puede encontrarse una buena muestra en Horror en Oakdeene y El visitante nocturno -, suelen ser bastante más entretenidos que los producidos por otros muchos epígonos, a fuerza de desenfado y regusto "pulp", y en ellos -y muy especialmente en la serie dedicada al detective de lo oculto Titus Crow-, ya puede detectarse el que será su sello más personal: el gusto por el cóctel de géneros.
Sin llegar a los extremos de su ciclo de novelas sobre Harry Keogh, el necroscopio, en el que combina sin timideces el horror gótico con las historias de espías, la ciencia ficción y la fantasía heroica, en Demogorgo prosigue con su fórmula habitual, componiendo un ecléctico batiburrillo que se desarrollará a lo largo de casi cincuenta años y cuatro países. Su mismo comienzo, con unos saqueadores hurgando en una cripta bajo la ciudad maldita de Corozaín, es digno de un Indiana Jones de serie "B", cargado de pirotecnia. Y la acción no se detendrá ahí, sino vendrá seguida por manifestaciones sobrenaturales, gángsters, violaciones, asesinatos, combates cuerpo a cuerpo al borde del abismo y las imprescindibles gotas de romance... Incluso el destino del mundo estará en la balanza, empujando de un lado un joven ladrón que pretende salvarlo, y del otro un Anticristo medio burro. No es una metáfora; lo digo literalmente.
Toda la novela está concebida como puro producto de evasión, sin mayores pretensiones, con todas las virtudes y defectos que eso conlleva. Por un lado ofrece emociones sin descanso, bellas mujeres y villanos de aquellos no vistos desde los tiempos de Fu-Manchú y el emperador Ming; por otros se resiente de unos personajes excesivamente planos y una trama forzada e inverosímil. Si se toma con complicidad y una sonrisa en los labios, puede leerse con agrado; pero sin duda sumirá en el más absoluto disgusto a aquellos que apuesten por una literatura ambiciosa, que pretenda reivindicar su condición de arte, además de narrar historias más o menos entretenidas.
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