CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Ahora: cero", cuento de J. G. Ballard. Derechos de autor, J. G. Ballard)

USTED ME PREGUNTABA cómo descubrí este poder absurdo y fantástico. Como al doctor Fausto, ¿me lo otorgó el mismísimo Diablo a cambio de mi alma? ¿Lo obtuve acaso por medio de algún extraño objeto talismánico -un ojo de ídolo, una pata de mono- desenterrado de un viejo baúl o legado por un marinero moribundo? ¿O me lo habré encontrado mientras investigaba las obscenidades de los Misterios Eleusinos y de la Misa Negra, percibiendo de pronto todo el horror y magnitud de ese poder entre nubes de incienso y humo sulfuroso?
Nada de eso. En realidad el poder se me reveló de manera bastante accidental, en el curso de trivialidades cotidianas: se me apareció disimuladamente en las puntas de los dedos, como un talento para el bordado. Fue algo tan inesperado, tan gradual, que tardé en darme cuenta.
Y ahora usted preguntará por qué tengo que contarles todo esto, describir el increíble y todavía insospechado origen de mi poder, catalogar libremente los nombres de mis víctimas, la fecha y la forma exacta de esas muertes. ¿Estaré tan loco que busco realmente justicia: el proceso, el birrete negro y el verdugo que me salta a la espalda, como Quasimodo, y me arranca de la garganta la campanada de la muerte?
No (¡ironía perfecta!), la extraña naturaleza de mi poder es tal que puedo difundirlo sin temor a todos aquellos que deseen oírme. Soy esclavo de ese poder, y cuando lo describo no hago más que servirlo, llevándolo fielmente, como se verá, a su conclusión definitiva.
Pero empecemos por el principio.
Rankin, mi superior inmediato en la compañía "Seguros Siemprevida" se transformó en el desgraciado instrumento de ese destino que me revelaría el poder.
Yo detestaba a Rankin. Rankin era engreído y terco, de una vulgaridad innata, y había alcanzado la posición que ocupaba ahora mediante una astucia de veras desagradable, negándose una y otra vez a recomendar mi ascenso a los directores. Había consolidado su puesto de gerente de departamento casándose con la hija de uno de los directores, una bruja horripilante, y era por lo tanto invulnerable.
Nuestra relación tenía como fundamento el desprecio mutuo, pero mientras yo aceptaba mi papel, convencido de que mis propias virtudes se impondrían al fin a la atención de los directores, Rankin abusaba deliberadamente de su posición, ofendiéndome y denigrándome en cuanta oportunidad se le presentaba.
Rankin socavaba sistemáticamente mi autoridad sobre el personal de secretaría, que tácitamente estaba bajo mis órdenes, nombrando caprichosamente a los empleados. Me daba trabajos largos y de poca importancia, que me aislaban de los demás. Pero principalmente trataba de molestarme con impertinencias. Cantaba, silbaba, se sentaba en mi mesa mientras charlaba con las dactilógrafas; luego me llamaba a su despacho y me hacia esperar mientras leía en silencio todos los papeles de un archivo.
Aunque yo trataba de contenerme, mi odio por Rankin era cada vez más despiadado. Salía de la oficina hirviendo de cólera, y hacia todo el viaje en tren con el periódico abierto, pero la rabia no me dejaba leer. La indignación y la amargura me arruinaban las noches y los fines de semana.
No podía evitar que en mi mente nacieran pensamientos de venganza, sobre todo cuando sospeché que Rankin estaba dando a los directores informes desfavorables sobre mi trabajo. Pero era difícil encontrar una venganza satisfactoria. Por último la desesperación me llevó a adoptar un método que me parecía despreciable: el anónimo; no a los directores, pues seria muy fácil descubrir el origen de las cartas, sino a Rankin y a su mujer. Las primeras cartas, con las acostumbradas denuncias de infidelidad, nunca las envié. Me parecían ingenuas, inadecuadas, obra evidente de un paranoico rencoroso. Las guardé bajo llave en una pequeña caja de acero, más adelante las redacté de nuevo, suprimiendo las crudezas más gastadas y cambiándolas por algo más sutil: insinuaciones de perversión y obscenidad que dejasen huellas profundas e inquietantes en la mente del lector.
Mientras escribía la carta a la señora Rankin, enumerando en un viejo cuaderno las cualidades más despreciables de su marido, descubrí que el lenguaje amenazador del anónimo (que es en verdad una rama especializada de la literatura, de normas ya clásicas y recursos apropiados y lícitos), y el ejercicio de la denuncia, la descripción de las maldades y la depravación del sujeto descrito y de la terrible venganza que le aguardaba, me producían un curioso alivio. Desde luego, este tipo de catarsis es bien conocido por todos aquellos que acostumbran hablar de sus experiencias desagradables con el sacerdote, el amigo o la esposa, pero para mí, que llevaba una vida solitaria y desamparada, ese descubrimiento me conmovió particularmente.
Fue entonces cuando adopté la costumbre de escribir todas las noches, ya de vuelta en casa, un breve resumen de las perversidades de Rankin, analizando sus motivos y anticipando incluso las ofensas y las injurias del día siguiente. Todo eso lo vertía en forma de narración, y me permitía una gran libertad, introduciendo diálogos y situaciones imaginarias que subrayaban el comportamiento atroz de Rankin y mi estoica paciencia.
Esta compensación fue oportuna, pues la campaña de Rankin aumentaba día a día. Se volvió abiertamente insultante; criticaba mi trabajo delante de los empleados y hasta amenazaba con quejarse a los directores. Una tarde me enfureció tanto que estuve a punto de agredirlo. Corrí a casa, abrí la caja, y busqué alivio en mis diarios. Escribí página tras página, reproduciendo en la narración los sucesos del día, adelantándome luego a nuestro encuentro final de la próxima mañana, y culminando en el accidente que me salvaría del despido.
Las últimas líneas decían:
...Poco después de las dos de la tarde siguiente, mientras espiaba como siempre desde la escalera del séptimo piso a los empleados que regresaban tarde del almuerzo, Rankin perdió de pronto el equilibrio, cayó por encima de la baranda y se estrelló en el piso del vestíbulo.
Mientras escribía, pensé que esta escena imaginaria no era otra cosa que una justicia todavía insuficiente, pero lejos estaba de sospechar que ahora tenia entre mis dedos un arma de enorme poder.
Al día siguiente, cuando volvía a la oficina después de almorzar, me sorprendió encontrar junto a la puerta a un pequeño grupo de gente, un patrullero y una ambulancia detenidos en la calle. Mientras subía los escalones unos policías salieron del edificio, abriendo paso a los enfermeros que llevaban una camilla; le habían echado encima una sábana que mostraba las formas de un cuerpo humano. No se le veía la cara, y por las conversaciones que oí deduje que alguien había muerto. Aparecieron dos de los directores, sorprendidos y consternados.
- ¿Quién es? -pregunté a uno de los chicos de la oficina que había venido a curiosear.
- El señor Rankin -me susurró. Señaló el hueco de la escalera-. Resbaló junto a la baranda del séptimo piso, cayo al vacío y rompió una baldosa grande junto al ascensor...
El muchacho siguió hablando pero yo me volví, aturdido por la violencia física que flotaba en el aire. La ambulancia partió, la gente se dispersó, los directores regresaron a sus despachos, intercambiando gestos de asombro y pesar con otros miembros del personal, los porteros se llevaron los trapos y los baldes; atrás quedó una mancha roja y húmeda, y la baldosa destrozada.
Una hora más tarde yo estaba repuesto. Sentado frente al despacho vacío de Rankin, mirando a las mecanógrafas que caminaban como perdidas de un lado a otro, aparentemente sin poder convencerse de que el jefe no volvería nunca, sentí que el corazón se me encendía y cantaba. Me transformé: acababan de quitarme de encima aquel peso agobiante; se me tranquilizó la mente, las tensiones y la amargura desaparecieron. Rankin se había ido, al fin. La época de injusticias había terminado.
Contribuí generosamente a la colecta que se hizo en la oficina; asistí al entierro, gozando por dentro mientras el féretro se hundía en la tierra, sumándome groseramente a las expresiones de pesar. Me preparé a ocupar el escritorio de Rankin, mi legitima herencia.
No es difícil imaginar mi sorpresa unos pocos días después cuando Carter, un hombre más joven y de mucha menos experiencia, considerado en general como mi subalterno, fue promovido para ocupar el sitio de Rankin. Al principio me sentí desconcertado; no podía entender la lógica tortuosa que ofendía de ese modo todas las leyes de la precedencia y los méritos. Concluí que Rankin me había denigrado con verdadera eficacia.
Sin embargo, acepté el desaire, le ofrecí a Carter mi lealtad y lo ayudé a reorganizar la oficina.
Superficialmente esos cambios fueron menores. Pero más adelante me di cuenta de que eran mucho más deliberados de lo que habían parecido al principio, y que trasladaban a manos de Carter la mayor parte del poder dentro de la oficina, dejando en mis manos el trabajo de rutina que nunca salía de la sección y que por lo tanto no llegaba a manos de los directores. También vi que durante el último año Carter se había estado familiarizando cuidadosamente con todos los aspectos de mi tarea y que se atribuía a sí mismo trabajos que yo había hecho durante la época de Rankin.
Por último desafié abiertamente a Carter. Lejos de mostrarse evasivo, Carter recalcó simplemente mi papel subalterno. Desde entonces ignoró mis intentos de reconciliación y me acosó sin descanso.
El insulto final llegó cuando Jacobson se incorporó a la sección ocupando el antiguo puesto de Carter y fue oficialmente nombrado ayudante de Carter.
Esa noche saqué la caja de acero donde guardaba las notas de las persecuciones de Rankin y describí mis sufrimientos a manos de Carter.
Hice una pausa, y la última anotación en el diario de Rankin me llamó la atención:
...Rankin perdió de pronto el equilibrio, cayó por encima de la baranda y se estrelló en el piso del vestíbulo.
Las palabras parecían estar vivas, con unos vibrantes y extraños armónicos. No sólo predecían con notable exactitud la suerte de Rankin: tenían también una peculiar fuerza compulsiva y magnética, que las separaba nítidamente del resto de las notas. En algún sitio dentro de mi cerebro, una voz, inmensa y sombría, las recitó lentamente.
En un repentino impulso volví la página, busqué una hoja en blanco y escribí:
...A la tarde siguiente Carter murió en un accidente de tráfico frente a la oficina.
¿Qué juego infantil era ése? Tuve que sonreír: me sentía primitivo e irracional, como un brujo haitiano que traspasa con alfileres una imagen de barro.
Yo estaba en la oficina, al día siguiente, cuando un chillido de frenos en la calle me clavó en la silla. El tráfico se detuvo bruscamente y hubo un repentino alboroto seguido de silencio. Sólo el despacho de Carter daba a la calle; Carter había salido hacia media hora; nos apretamos detrás del escritorio asomándonos a la ventana.
Un coche había patinado, atravesándose en la acera, y un grupo de diez o doce hombres lo levantaba ahora llevándolo a la calle.
El coche no estaba dañado, pero algo que parecía aceite corría por el pavimento. Entonces vimos el cuerpo de un hombre, extendido bajo el coche, los brazos y la cabeza torcidos desmañadamente.
El color del traje me pareció extrañamente familiar.
Dos minutos más tarde supimos que era Carter.
Aquella noche destruí la libreta y todos mis apuntes acerca del comportamiento de Rankin. ¿Seria coincidencia, o yo habría deseado de algún modo su muerte, y del mismo modo la muerte de Carter? Imposible: no podía haber ninguna relación imaginable entre los diarios y las dos muertes; las marcas de lápiz en las hojas de papel eran líneas arbitrarias de grafito, representaciones de ideas que sólo existían en mi mente.
Pero la posible respuesta a mis dudas y especulaciones era tan obvia que no podía esquivarla.
Cerré la puerta con llave, abrí la libreta en una página en blanco y busqué algo adecuado Tomé el diario de la tarde. Habían suspendido la ejecución de un joven, acusado de matar a una anciana. La cara del acusado miraba desde una fotografía: una cara grosera, ceñuda, desalmada.
Escribí:
...Frank Taylor murió al día siguiente en la cárcel de Pentonville.
El escándalo creado por la muerte de Taylor casi provocó la renuncia del ministro del Interior y de los directores de la cárcel. Durante los días siguientes los diarios lanzaron acusaciones violentas en todas direcciones, y al fin trascendió que Taylor había sido brutalmente muerto a golpes por los guardias. Leí atentamente las pruebas y toda la información reunida por el tribunal, esperando que pudiesen arrojar alguna luz sobre el instrumento malévolo y extraordinario que vinculaba las notas en mis diarios con las inevitables muertes al día siguiente.
Sin embargo, como lo temía, no encontré nada de interés. Mientras tanto yo seguía tranquilamente en la oficina, llevando adelante el trabajo, de modo automático, obedeciendo sin comentarios las instrucciones de Jacobson, con la mente en otra parte, tratando de descubrir la identidad y el significado de ese poder que me había sido concedido.
Todavía sin convencerme, decidí hacer una prueba definitiva, donde yo daría instrucciones minuciosas, para descartar de una vez toda posibilidad de coincidencia.
Jacobson era el sujeto ideal.
Entonces, luego de echar la llave a la puerta, escribí con dedos trémulos, temiendo que el lápiz me saltase de la mano y se me hundiese en el corazón:
...Jacobson murió a las dos y cuarenta y tres de la tarde del día siguiente, luego de cortarse las muñecas con una navaja de afeitar en el segundo compartimiento de la izquierda en el cuarto de baño de hombres del tercer piso.
Puse la libreta en un sobre, lo cerré y lo guardé bajo llave en la caja de acero, y me quedé despierto durante toda la noche; las palabras me resonaban en los oídos, resplandeciendo ante mis ojos como joyas del infierno.
Luego de la muerte de Jacobson -exactamente según las instrucciones- dieron a los empleados de la sección una semana de vacaciones (en parte para alejarlos de periodistas curiosos que empezaban a oler algo raro, y también porque los directores creían que Jacobson había sido morbosamente influido por las muertes de Rankin y Carter).
Durante esos siete días esperé impaciente la hora de volver al trabajo. Toda mi actitud hacia ese poder misterioso había cambiado de modo considerable. Habiendo verificado su existencia, aunque no su origen, mi mente se volvió otra vez hacia el futuro. Más confiado, entendí que si me habían dado ese poder era mi obligación utilizarlo, reprimiendo mis temores. Me dije que quizá yo no era sino el instrumento de una fuerza superior.
¿Y no sería el diario nada mas que un espejo del futuro, no me adelantaría yo de algún modo fantástico veinticuatro horas en el tiempo cuando describía las muertes, mero cronista de hechos ya ocurridos?
Esas preguntas me perseguían incesantemente.
Cuando volví al trabajo me encontré con que muchos miembros del personal habían renunciado, y que sus puestos habían sido cubiertos con dificultad; la noticia de las tres muertes, en especial el suicidio de Jacobson, había llegado a los diarios. Aproveché todo lo posible el reconocimiento de los directores, que agradecían a los miembros más antiguos del personal que se quedaran en la firma, para consolidar mi posición. Por fin tome el mando del departamento, pero eso no era más que hacer justicia a mis méritos; mis ojos estaban ahora puestos en el directorio.
Literalmente me pondría los zapatos de los muertos.
En breve, mi estrategia consistía en precipitar una crisis en los asuntos de la firma, lo que obligaría a la junta a buscar nuevos directores ejecutivos entre los gerentes de sección. Esperé por lo tanto a que faltara una semana para la próxima reunión de directorio, y entonces hice cuatro anotaciones, una para cada director ejecutivo. Tan pronto como fuese director, estaría en posición de saltar rápidamente a la presidencia del directorio, designando mis propios candidatos a medida que fuesen apareciendo vacantes. Como presidente me correspondería una silla en el directorio de la casa central, donde repetiría el proceso con las variantes necesarias. Tan pronto como tuviese a mi alcance un verdadero poder, el ascenso a la supremacía nacional, y ulteriormente mundial, seria rápido e irreversible.
Si esto parece candorosamente ambicioso, recuerden que yo no había apreciado aún la finalidad y las dimensiones reales del poder, y pensaba todavía dentro de los estrechos límites de mi mundo y mi formación.
Una semana más tarde, mientras expiraban simultáneamente las sentencias de los cuatro directores, yo estaba en la oficina sentado, pensando en la brevedad de la vida humana, esperando la inevitable citación al directorio. Por supuesto, cuando llegó la noticia de las muertes, ocurridas en una sucesión de accidentes de tránsito, hubo una consternación general en la oficina, que yo aproveché fácilmente, pues fui el único que no perdió la serenidad.
Con asombro, al día siguiente yo y el resto del personal recibimos un mes de sueldo en concepto de despido. Completamente pasmado -al principio creí que había sido descubierto- protesté volublemente ante el presidente pero se me aseguró que aunque apreciaban de veras todo lo que yo había hecho, la firma no estaba en condiciones de seguir funcionando como unidad viable e iba a liquidación forzada.
¡Qué farsa! Se había hecho una justicia tan grotesca. Aquella mañana, cuando salía de la oficina por última vez, me di cuenta de que en el futuro tendría que usar de mi poder sin ninguna piedad. La vacilación, el ejercicio del escrúpulo, el cálculo de sutilezas, lo único que me habían dado era una mayor vulnerabilidad frente a las inconstancias y barbaridades del destino. En adelante yo sería brutal, despiadado, audaz. Tendría además que actuar sin demora. Nada me aseguraba que el poder no iba a esfumarse, dejándome indefenso, en una posición aún menos afortunada que cuando se me reveló por primera vez.
Mi tarea inmediata era establecer los límites exactos de mi poder. Durante la semana siguiente llevé a cabo una serie de experimentos, subiendo progresivamente en la escala del asesinato.
Ocurría que mis habitaciones estaban a unos cien metros por debajo de uno de los principales corredores aéreos de entrada en la ciudad. Durante años yo había sufrido el rugido insoportable de los aviones que pasaban por encima a intervalos de dos minutos, haciendo temblar las paredes y el techo, destruyendo todo posible pensamiento. Saqué las libretas. Aquí tenía una oportunidad de unir la investigación con el placer.
Usted se preguntará: ¿no me remordían la conciencia esas setenta y cinco víctimas arrojadas a la muerte en el cielo nocturno veinticuatro horas más tarde, ni me compadecía por los familiares, ni dudaba de la sabiduría de ese poder increíble?
Mi respuesta es ¡no! Yo no actuaba caprichosamente; llevaba a cabo un experimento vital para el perfeccionamiento de mi poder.
Decidí tomar un rumbo más osado. Yo había nacido en Stretchford, un oscuro distrito comercial que había hecho todo lo posible por mutilarme el cuerpo y el espíritu. Al fin la existencia de Stretchford podría encontrar alguna justificación probando la eficacia de mi poder sobre una zona amplia.
Escribí en la libreta una declaración breve y simple:
Todos los habitantes de Stretchford murieron al mediodía siguiente.
A la mañana salí y compré una radio, y la tuve encendida todo el día, esperando pacientemente la interrupción inevitable de los programas de la tarde, los primeros informes horrorizados del inmenso holocausto.
¡Pero no informaban de nada! Yo estaba asombrado, la cabeza me daba vueltas, temía perder la razón. ¿El poder se habría disipado, esfumándose tan rápida e inesperadamente como había aparecido? ¿O las autoridades estarían ocultando toda mención del cataclismo, por temor a una histeria nacional?
Tomé enseguida el tren para Stretchford.
En la estación hice algunas preguntas discretas, y se me aseguró que la ciudad seguía existiendo. Pero, mis informantes ¿no serían parte de la conspiración de silencio del gobierno? ¿El gobierno se habría dado cuenta de que estaba en presencia de una fuerza monstruosa, y esperaba atraparla de algún modo?
Pero la ciudad estaba intacta, las calles colmadas de tránsito, el humo de innumerables fábricas flotando por encima de las azoteas ennegrecidas.
Volví tarde esa noche, y encontré a la casera que me esperaba para importunarme, reclamándome el pago del alquiler. Conseguí postergar esas demandas por un día, y prestamente saqué el diario y pronuncié sentencia contra ella, rogando que el poder no me hubiese dejado del todo.
Fácil es imaginar el dulce alivio que sentí a la mañana, cuando la encontraron al pie de la escalera del sótano; un repentino ataque al corazón la había arrebatado al otro mundo.
¡Entonces el poder no me había abandonado!
Durante las semanas siguientes se me fueron revelando las principales características del poder. En primer lugar, sólo operaba dentro de los limites de lo posible. Teóricamente la muerte simultánea de todos los pobladores de Stretchford podría haber sido causada por las explosiones coincidentes de varias bombas de hidrógeno, pero como este hecho era aparentemente imposible (huecos son, en verdad, los alardes de nuestros lideres militaristas) la orden no se cumplió.
En segundo lugar, el poder se limitaba a la sentencia de muerte. Traté de dominar o predecir los movimientos de la bolsa, los resultados de las carreras de caballos, la conducta de mis jefes en mi nuevo empleo, pero todo fue en vano.
En cuanto al origen del poder, nunca lo conocí. Me pareció que yo no era más que el agente, el empleado voluntarioso de un macabro Némesis que unía como una parábola la punta del lápiz con el pergamino de los diarios.
A veces tenía la impresión de que las breves anotaciones eran citas fragmentarias de algún inmenso libro de los muertos que existía en otra dimensión, y que mientras yo escribía mi escritura se sobreponía a la de ese escriba mayor, a lo largo de la fina línea de lápiz que intersectaba nuestros respectivos planos de tiempo, sacando de pronto de la zona eterna de la muerte una sentencia definitiva sobre alguna victima de este mundo tangible.
Guardaba los diarios en una caja fuerte de acero, y hacía todas mis anotaciones con el mayor cuidado y reserva, para evitar cualquier sospecha que pudiese relacionarme con la ola creciente de muertes y desastres. La mayoría eran sólo experimentos, y no me beneficiaban particularmente.
Por eso fue muy grande mi sorpresa cuando descubrí que la policía me vigilaba de cuando en cuando. Lo noté por primera vez cuando vi al sucesor de mi casera conversando subrepticiamente con el policía de la zona, señalando mi habitación y dándose palmaditas en la cabeza, quizá para indicar mis poderes telepáticos y mesmerianos. Luego, un hombre que -ahora puedo asegurarlo- era un detective vestido de civil me detuvo en la calle con algún débil pretexto e inició una conversación delirante acerca del clima, con el propósito evidente de sacarme información.
Nunca me acusaron, pero pronto mis jefes empezaron también a mirarme de una manera curiosa. Concluí entonces que la posesión del poder me había dado un aura visible y distinta, y era eso lo que estimulaba la curiosidad de las gentes.
Cuando esta aura fue detectada por más y más personas (la advertían ya en las colas de los ómnibus y en los cafés), y por alguna razón la gente comenzó a señalarla abiertamente, haciendo comentarios divertidos, supe que el período de utilidad del poder estaba terminando. Ya no podría ejercerlo sin miedo de que me descubrieran. Tendría que destruir el diario, vender la caja fuerte que durante tanto tiempo había guardado mi secreto, y quizá hasta abstenerme de pensar en el poder, no fuera que eso generase el aura.
Verme obligado a abandonar el poder cuando estaba sólo en el umbral de sus posibilidades, me parecía una vuelta cruel del destino. Por razones que todavía me estaban vedadas yo había logrado traspasar el velo de lo familiar y lo trivial, que encubre el mundo interior de lo preternatural y lo eterno. ¿Tendría que perder para siempre el poder y la visión que se me habían revelado?
Me hice esta pregunta mientras hojeaba el diario por última vez. Ya estaba casi completo ahora, y se me ocurrió que era quizá uno de los textos más extraordinarios aunque inéditos, en la historia de la literatura. Allí se mostraba de modo irrevocable la primacía de la pluma sobre la espada.
Mientras saboreaba este pensamiento, tuve de pronto una inspiración de una fuerza y una brillantez notables. Había tropezado con un método ingenioso pero sencillo que preservaría el poder en su forma más letal y anónima sin tener que ejercerlo directamente ni anotar los nombres de las victimas.
Este era mi plan: yo escribiría y publicaría un relato aparentemente ficticio, una narración convencional, donde describiría, con toda franqueza, mi descubrimiento del poder y la historia subsiguiente. Daría los nombres auténticos de las víctimas, citaría las circunstancias de la muerte, el crecimiento de mi diario, mis sucesivos experimentos. Sería escrupulosamente sincero, y no ocultaría nada. Por último explicaría mi decisión de abandonar el poder y publicar un relato completo y desapasionado.
En efecto, luego de un considerable trabajo, el relato fue escrito y publicado en una revista de amplia circulación.
¿Usted se sorprende? Lo entiendo; es como si yo mismo hubiese firmado mi propia sentencia de muerte con tinta imborrable, enviándome directamente a la horca. Sin embargo, omití una sola pieza de la historia: el desenlace, el final inesperado, la vuelta de tuerca. Como todos los cuentos respetables, este también tiene su vuelta, una vuelta por cierto tan violenta como para arrancar a la Tierra de su órbita. No fue escrito con otro propósito.

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