CONTENIDO LITERAL

("Prediciendo el futuro", conferencia de H. G. Wells. Derechos de autor 1939, H. G. Wells)

Se me ha ocurrido que tal vez estuvieran ustedes interesados en algunas de las cosas que he aprendido acerca de una forma particular de escribir libros en la cual tengo una cierta experiencia. Se trata de escribir ficción acerca del futuro. Mi primer libro publicado fue casi La máquina del tiempo, que ocurre a millones de años por delante de nosotros, y desde entonces he realizado repetidas excursiones a períodos desconocidos. Justo antes de dejar Inglaterra para venir aquí he terminado de corregir las pruebas de un libro acerca de último de los dictadores, el cual, probablemente les gustará oírlo, se desarrolla a una distancia de tan solo unos veinticinco años de nuestro presente.
Hay algo casi tópico acerca de todos esos libros proféticos. Cuanto más hacia adelante va uno, más enredado se encuentra con las ardientes cuestiones de su propio tiempo. Uno puede situar su relato a un siglo o así en el futuro, pero incluso haciéndolo de este modo puede ocurrir algo la semana próxima que haga derrumbarse tu más plausible razonamiento.
Por ejemplo, ¿quién hubiera pensado nunca en el año 1900 que la humanidad se refugiaría bajo tierra para escapar de las incursiones aéreas? En un libro escrito en 1898 situé a toda mi población en enormes ciudades de gigantescas torres, y dejé el campo fuera. ¿Qué joven escritor intentando pergreñar una historia se atrevería a hacer esto frente a la existencia de un avión de bombardeo? Cuando escribí Anticipaciones en 1900, estaba casi abandonando esta idea de atestadas ciudades, y cuando escribí La guerra en el aire en 1908 y El mundo en libertad en 1914 había desechado por completo tal concentración. Ustedes pueden casi pensar que hay algo maléfico acerca del futuro... como si a este no le gustara en absoluto ser profetizado. Pienso que de todos modos podía sentirme bastante seguro de tomar mi Máquina del tiempo y partir a varios millones de años en el futuro para ver al sol enfriarse hasta convertirse en una bola rojiza y a la Tierra secarse y helarse.
Esta es la perspectiva que permitía la ciencia en 1893, pero desde entonces han aparecido todo tipo de circunstancias atenuantes, y no hay ninguna razón que nos conduzca a suponer que la humanidad, o los descendientes de la humanidad, no van a vivir en el confort y gozando de los beneficios del sol en este planeta durante millones de años, siempre que no se hagan saltar a sí mismos en pedazos en el paroxismo de alguna guerra.
Tan pronto como esto no sea una cualidad permanente, me veré obligado a clasificar todo este material futurístico como un periodismo tan solo algo menos efímero que las noticias de los periódicos. Leemos y discutimos esto en nuestro propio tiempo, debido a que las cosas que ocurrirán en el futuro tienen una conexión con nuestro propio presente, y por eso resultan interesantes. Si la posteridad las lee, probablemente se maravillará de nuestra falta de conocimiento e imaginación. No hay la menor duda de que nuestra posteridad escribirá sus propias historias futuristas, y no hay la menor duda tampoco de que serán tan transitorias como las nuestras.
Creo que el mejor tipo de historia futurista debería ser aquella que exhiba frente al lector una mayor ilusión de realidad. Debería producir el mismo efecto de una novela histórica, vista desde el otro lado. Debería leerse como un hecho, pero, lamentablemente, ¿puede alguno de nosotros, escritores futuristas, tener siquiera un atisbo de ello? Ninguno de nosotros ha producido nada así. Ningún lector ha vivido en la novela futurista como puede haber vivido en el Londres de Barbaby Rudge de Dickens, el París de Notre Dame de Dumas, o la Rusia de Guerra y Paz de Tolstoi. El escritor futurista es como máximo el simple germen de las cosas que han de venir, y uno tiene que superar todos sus prejuicios. Tiene que penetrar en la capacidad de creer del lector. Este tiene que ayudarle. El escritor debe lanzar una invitación para que el lector se embarque con él en un viaje a la credibilidad, o de otro modo todo fracasará. Si la imaginación del escritor se agota, deja de sentir que el lector puede creer en él, y entonces lucha por hacer que este crea que durante todo el tiempo no hace más que divertir, y empieza a mostrarse sarcástico. Este es el caso del extremadamente deprimente cuadro que pinta Aldous Huxley en Un mundo feliz. En último extremo no es más que una amarga simulación.
Una gran cantidad de ficción que trata del futuro empieza aparentemente como una broma y no pretende ser nada más. Hay un impacto de risa en casi cada nuevo descubrimiento. Cada nuevo descubrimiento es necesariamente extraño al principio, y si el escritor se mantiene en esa línea se ahorrará un montón de problemas.
Esta es una idea a partir de la cual es posible producir una historia futurista cómica, y sin embargo es algo factible y extraordinariamente extraño y terrible de contemplar. Supongamos que se halla dentro del marco de posibilidades biológicas el que sea descubierto un medio de producir niñas, tan solo hembras, sin necesidad de padres. Muchos biólogos y doctores les pueden decir que en último término se trata de algo concebible. No se pregunten cómo puede ser posible, no intenten penetrar en los fascinantes problemas de psicología individual o de masas que esto produciría, tan solo supongan que es posible. Nos encontraríamos así con la posibilidad de un divertido mundo exento de machos. Deberían ignorar el hecho de que esto cambiaría al ser humano resultante convirtiéndolo en una criatura mental y psicológicamente distinta de nosotros. Deberían hacerse a la idea de que la moda se ajustaría a un mundo femenino... ausencia de secretos, uso indiscriminado del lápiz de labios y la bisutería, y gran amor por las piedras preciosas.
Supongamos ahora que intentamos complicar las cosas haciendo progresar esta hipótesis, esforzándonos en imaginar cómo funcionaría esa posibilidad. Ningún psicólogo ha especulado nunca en cómo se desarrollaría una chica en una sociedad de mujeres dentro de un mundo desprovisto de hombres. ¿Qué tipo de liberaciones emocionales iba a descubrir? ¿Cómo se enfrentarían las mujeres a los complicados mecanismos de la vida y del gobierno? ¿Se preocuparían menos por la belleza de lo que lo hacen ahora, o más, y en qué medida? Habría que escribir una historia muy cuidadosamente planificada. Habría que dejar un poco a un lado la ironía, ante la creciente suma de complicaciones. Probablemente uno se perdería en disertaciones e irrealidades, pero conseguiría una obra mucho más acabada si conseguía hacerse con ella. Supongamos que la humanidad se niega a aceptar un cambio tan grande. Probablemente se podría enmarcar la historia limitándola a un pequeño grupo de gente, y hacer que viera el resto del mundo como a través de una ventana. Tendríamos entonces una novela futurista, la forma más alta de literatura futurista.
Pese a mi constante preocupación por el futuro, nunca puedo sentirme satisfecho de mi mismo con el primer capítulo. Todo lo que he escrito han sido aventuras románticas, y peudohistorias o anticipaciones. Uno puede escribir acerca de gigantescas represas, edificios de muchos metros de altura, maravillosos aeroplanos. Esto queda muy bien puesto en palabras, pero no cuando tu ilustrador empieza a trabajar. Cuando uno desciende hasta el punto en que los lectores puedan ver de demasiado cerca, se encuentra ante el absoluto y definitivo fracaso de toda imaginación futurista... es decir, los pequeños detalles materiales. Eso es lo que me ocurrió cuando hicimos un film llamado La vida futura. Es muy fácil escribir acerca de un dictador espléndidamente vestido, sentado a la cabecera de su consejo, y entonces empezar con las discusiones; pero cuando hay que visualizar la escena y mostrarla en imagen, hay que presentarlo de la cabeza a los pies, hasta el último detalle. ¿Cómo irá peinado? ¿Irá afeitado o llevará barba? Consultamos a un buen número de peluqueros, pero ninguno de ellos tenía una idea clara de cómo sería la peluquería en el 2035. ¿Qué tipo de ropas llevaría? Pedimos la ayuda de especia- listas en vestuario, cientos de ellos. En los últimos treinta años habían sido introducidos más materiales nuevos en los vestidos que en los 3.000 años anteriores, y las novedades seguían apareciendo casi sin cesar. Ni siquiera pudimos decidir si sus ropas irían sujetas mediante botones o hebillas o cremalleras o imperdibles. A lo largo de mi vida había visto en la práctica la desaparición de pasadores, corchetes y presillas. Probablemente, dentro de cuarenta años, ningún hombre habrá visto en toda su vida un corchete, ni siquiera en los vestidos antiguos de su mujer.
¿Se sentaría nuestro dictador ante una mesa de madera en una silla de madera? Lo más moderno en que podíamos pensar era en sillas de metal y en una mesa de vidrio. No podíamos ir más allá del modernismo contemporáneo. El film empezaba con un intenso realismo. Al final del film caminábamos con un sentido de extremadamente detallada improbabilidad. Habíamos intentado anticipar inventos y descubrimientos, modas y tendencias que afectaran a millones de nuestros descendientes. Todo lo que descubrimos fue que no podíamos hacer nada para conseguir que todo aquello resultara plausible. Y nos dimos cuenta de algo más. Supongamos que uno de nosotros, o todos nosotros, tiene una visión realmente profética de los edificios, mobiliario y modas de dentro de cien años. Supongamos que podemos plasmar realmente esto en una pantalla. ¿Creerá alguien en ello? ¿Conseguiremos algo lo suficientemente convincente como para que resulte plausible a los demás?
Aquí tienen ustedes la razón por la cual ningún escritor sensible que crea que está escribiendo para la posteridad, por efímero que sea, seguirá la vocación de profeta a la cual he dedicado yo tanto de mi tiempo.