CONTENIDO LITERAL

("Flor de los cielos [la]", cuento de Jorge Fernández Higueras. Derechos de autor 1975, Jorge Fernández Higueras)

Todavía no había cumplido los dieciséis años. Por las mañanas se asomaba a las ventanas de su casa y miraba a las gentes que se movían como hormigas por las calles estrechas y los puentes del castillo. Miraba los brillantes cascos de los soldados y los harapos descoloridos de los campesinos, y se recreaba en la armonía y el equilibrio estético de los recios torreones, de las calzadas aéreas y de los palacios de mármol. Pero, en realidad, su alma esperaba ansiosa que cayera pronto la tarde, que se apagara el crepúsculo y que la sombra se extendiera de nuevo sobre las viejas piedras ciclópeas. Porque cuando el sol ha descendido ya tras el horizonte, comienza el reinado de las estrellas, comienzan las horas de silencio en que esos millones de pálidos puntos de luz son los reyes de la noche, rodeados por su halo de misterio y de soledad, de nostalgia lejana y silenciosa. Con las estrellas estaban siempre los pensamientos de I'Sarth.
Curkleirl, el viejo mago que le había cuidado desde que murieron sus padres, decía siempre que todos los hombres deben dormir cuando suena el cuerno en la torre de Ekuris, porque cuando se cierra la noche, los demonios de Skartaf cabalgan sobre sus dragones de fuego y quien los ve alguna vez ya nunca puede soportar la luz del sol y queda atado por siempre al reino de la noche. I'Sarth tenía miedo de los demonios de Skartaf, y cuando la luz de alguna antorcha se reflejaba sobre las cortinas de su dormitorio, el muchacho se cubría la cabeza con una manta, temiendo que fuese alguno de los dragones de fuego. Este temor irracional a la noche había acompañado a I'Sarth durante toda su infancia. Pero todo eso acabó cuando conoció a Karuln.
Karuln era un muchacho introvertido de unos diecisiete años, y llamó la atención de I'Sarth desde el primer momento. Había llegado al nivel hacía poco tiempo e inmediatamente se hizo amigo de I'Sarth y hablaron de muchas cosas importantes para ellos. Karuln había subido de nivel cuando su padre distinguido por el Capataz. De manera que sabía bien las cosas que se contaban por las callejuelas a las que I'Sarth había tenido siempre prohibido el paso. Pero lo más sorprendente era que nunca había oído hablar de los demonios de la noche. Incluso decía haber dormido algunas veces al aire libre y haber trabajado muchas más en los talleres de herrería, con las grandes puertas abiertas a la oscuridad. Muchas noches de pesadilla le costaron a I'Sarth aquellas conversaciones prohibidas, por fin un día, al sonar el cuerno de la torre de Ekuris permaneció despierto, y tras algunas horas de indecisión consiguió levantar la cortina y echar una mirada al exterior. Cuando vio las estrellas sus piernas temblaron de emoción. De niño, cuando todavía moraba en los palacios altos, había tenido un sueño. Ya no lo recordaba exactamente, pero esa impresión vino a su mente al ver las armoniosas formas de las constelaciones. Y una oleada de nostalgia por el pasado perdido para siempre sacudió todo su espíritu.

Desde entonces, miró a las estrellas todas las noches hasta que aprendió a reconocer casi todas las constelaciones; pero su mirada triste siempre volvía a la gran estrella verde que lucía lentamente cerca del cénit. Aquel astro tenía algo para él, un mensaje que le estaba aguardando, a él especialmente. Estaba seguro, y cuanto más lo miraba, más se convencía. Aquellos destellos de luz verdosa eran sólo para él y a él sólo entregarían sus secretos.
Así que todas las noches se asomaba a la ventana y permanecía horas y horas con su espíritu fundido en las nebulosas silentes y su alegría danzando en las estrellas fugaces. Pero cuando llegaba el día, notaba como el sueño le invadía. Sus ojos se cerraban y su mente buscaba inconscientemente la oscuridad. Se sobrecogió entonces pensando si no serían las estrellas los propios demonios de Skartaf y aquella su sutil maldición. Mas con el tiempo se dio cuenta de que podía reducir notablemente sus periodos de sueño sin que ese le afectara en sus horas de vigilia. Así que continuó dedicándose a la muda y solitaria contemplación del firmamento.
Una noche de aquéllas, mientras su mirada vagaba perdida entre los incontables millones de luminarias que forman la Vía Láctea, oyó unos gemidos procedentes de las habitaciones de su tutor. Curkleirl estaba agonizando. I'Sarth entre cautelosamente en su dormitorio y pudo ver retorciéndose en su lecho. El mago era muy viejo, tan viejo como el Castillo, tan viejo como el tiempo. Y su rostro apergaminado y cubierto de infinitas arrugas profundas había visto el mundo antiguo. Pero su tiempo estaba contado.
Al día siguiente, cuando los doctores certificaron la muerte del anciano, I'Sarth fue expulsado del nivel. Como nadie quiso recogerle -pues es bien sabido que trae mala suerte recoger a un muchacho que ha perdido por dos veces a sus tutores-, se vio arrojado a las calles donde debería trabajar o luchar para ganarse el sustento. Al principio esta contingencia no le intimidó, y se dedicó a vagar por las aceras que desde siempre le habían estado vedadas, recorriéndolas incansablemente, de arriba a abajo, impulsado por su entusiasmo. Para cuando el sol comenzó a declinar, I'Sarth había visto tantas maravillas y tantas miserias como nunca antes en su vida, y su espíritu se complacía en su nueva libertad. Pero su estómago, poco acostumbrado al ayuno, comenzaba a molestarle; y además había que buscar un sitio donde dormir.
En las calles, la gente era amable y alegre. Pero nadie daba nada por nada, como no tardó en descubrir. Todo el mundo tenía algún trabajo. La mayoría iban a vender o intercambiar sus mercancías al mercado, donde las exhibían para desesperación de los hambrientos. Y conforme las luces del crepúsculo se fueron extinguiendo, las pesadas puertas de madera y hierro, llenas de pestillos y candados, se cerraron, e I'Sarth se vio abandonado a la intemperie.
Alzó los ojos y vio su estrella que le contemplaba desde lo alto. No, aún no había llegado su hora. Ella todavía estaba allí, esperándole, y no había nada que temer.
Pero las callejuelas, alegres y coloreadas durante el día, eran negras y siniestras cuando llegaba la noche, y parecía que monstruos desconocidos acechaban desde cada sombra, desde cada esquina. Por fin, I'Sarth se acostó en una esquina, bajo un balcón de piedra, decorado con gárgolas fantasmagóricas, que le ofrecía refugio contra el viento. Antes de dormirse observó atentamente como los gatos y otros animales, que no pudo identificar pero que tenían ojos brillantes y el cuerpo cubierto de escamas, se deslizaban furtivamente en pos de las ratas que salían desde las cloacas.
Se despertó con el sol. Todas sus ropas estaban húmedas y por el suelo enfangado corrían hilillos de agua sucia. Algunos mercaderes ya habían comenzado a levantar sus tenderetes en los portales y las frutas saludaban al sol, tentadoras. En un descuido de uno de los vendedores, I'Sarth se hizo con una manzana de la arena. La escondió rápidamente entre sus ropas y la sacó al doblar la esquina. Saboreó la pulpa dulce, sintiendo cómo se deslizaba por su garganta, embriagándolo con su sabor. Sin embargo, su estómago todavía estaba muy vacío, y además el aspecto que ofrecía con sus ropas húmedas y sucias era demasiado sospechoso. Al fin fue sorprendido por un mercader que lo observó con ojos divertidos bajo su turbante de colores claros, desgastada la tela por el polvo del desierto. Frotándose la delgada barba con suavidad, escuchó atentamente las disculpas y explicaciones del muchacho.
-Bien -dijo al fin-. Supongo que no servirá de nada que te llevemos ante el Encargado. Además has devuelto lo que me has robado. Pero, ¿qué vas a hacer suponiendo que te deje marchar? ¿Seguirás así, intentando obtener comida de manera tan triste y arriesgada ... ?
Como el muchacho no contestara, el mercader prosiguió:
-¿Por qué no te vienes conmigo? Te presentaré a mi gente. Tú me ayudarás y yo te alimentaré. Así se acabarán tus problemas.
I'Sarth aceptó y el hombre del turbante le llevó a una plaza donde estaban atados varios camellos y dragones. En el centro, varios hombres con túnicas claras y barbas morenas exhibían su mercancía a los curiosos. Eran, como se enteró I'Sarth, hombres del desierto. Vagaban de castillo en castillo, comprando mercancías en uno y vendiéndolas en otro, y parecían sentir un hondo desprecio por los que moraban en ellos. "El mundo es grande y abierto", decían. "Nuestro techo es el cielo y nuestro lecho el suelo", cantaban riendo. Al parecer estaban acampados fuera de las murallas; allí les esperaban las mujeres y los niños, y pensaban regresar al camino en pocos días. Ofrecieron a I'Sarth su hospitalidad y éste se mostró ansioso de acompañarlos. Ayudó a vender y a vigilar las mercancías y luego a empacarlas y cargarlas en los dragones. El último día, se ocultó en un fardo y ellos sobornaron a los guardianes para que no se esmeraran en su revisión. Así consiguieron sacarlo sin pasaporte. Después cruzaron el gran patio y salieron por las puertas de Kaliari.
I'Sarth nunca había visto el Castillo desde fuera, y su impresionante mole, más grande que diez montañas, le abrumó; pero al principio, apenas pudo concebir la vastedad del Exterior Infinito. Las dunas se extendían hasta el límite de la tierra y el cielo, incluso más allá del Castillo, y sólo las desmesuradas barreras de los campos de labranza contenían su avance. Y allí, como abandonados en la inmensidad, estaban las tiendas de lona de los Peregrinos, con sus gentes de rostro alegres e inquietos. Ellos le recibieron con amabilidad y pronto tuvo muchos amigos. Y partieron.
La pequeña comitiva se internó entre las dunas, avanzando sin temor hacia el sol naciente. E I'Sarth comenzó a hacerse una idea de la vastedad del Mundo.
Durante cinco años viajó con los Peregrinos y visitó docenas de castillos y se enorgulleció de los que ahora eran su pueblo. Hablaba con todos ellos y bailaba en sus fiestas las noches claras, cuando los cúmulos estelares tras el horizonte boreal. Pero la compañía que más frecuentaba era la del anciano Halas-Rahandra, el sabio. A él le contaba sus sueños y sus visiones y le preguntaba sobre ellos. En compensación, el anciano le mostró sus mundos.
Una noche, Halas-Rahandra levantó sus ojos cansados al cielo y dijo:
-¿Ves aquella estrella roja que brilla allí, en el Este? La más grande. Esa estrella es la mía...
I'Sarth miró hacia donde señalaba el anciano y vio una estrella roja. Pero no era muy grande, de hecho era tenue, casi invisible, y parecía difícil que la vista débil del anciano pudiera percibirla. Entonces I'Sarth le contó lo de su estrella, la verde y grande cerca del cénit. Pero el anciano no podía verla.
La luz de las hogueras iluminó las facciones preocupadas del muchacho. Pero no dijo nada.
Un día, muchos meses más tarde, el anciano le dijo que su fin se acercaba, que estaba alcanzando su objetivo. Y una noche I'Sarth se despertó y vio al anciano sentado con las piernas cruzadas y el torso erguido, con los ojos abiertos y la mirada fija en la débil estrella roja del Este. Su cabello blanco era agitado por el viento nocturno y su frente resplandecía. El muchacho se despojó de su manta y se acercó al anciano. Este no hizo el menor signo de haberlo visto, pero comenzó a hablar.
Tuve una vez un sueño -dijo-, un sueño muy hermoso. Yo era entonces un niño, pero me vi fuerte y grande. Y mis manos se alzaban hacia el cielo entre las estrellas fugaces hasta alcanzar un lucero. Y este astro comenzó a sangrar y me di cuenta de que era un corazón, un corazón luminoso y palpitante. Era mi corazón. Entonces yo extendí mis brazos y los apreté contra el mundo. Abracé al mundo que se alegró de mi compañía, pues estaba triste y solitario. Y yo derramé mi sangre sobre él. Yo era el mundo... Entonces me desperté. El mundo seguía sonriendo a mi alrededor.
Cuando terminó de hablar sus labios se contrajeron en una sonrisa. Todo su cuerpo brillaba, alumbrado por una luz preternatural. Entonces miré hacia la estrella roja y, al hacerlo, ésta creció y comenzó a arder. Y su luminosidad rojiza se desplegó como una flor de eternidad y llenó el cielo con sus pétalos helados. El anciano cerró los ojos.
Durante unas horas la estrella dominó el cielo; luego comenzó a apagarse. Poco antes del alba se había extinguido por completo. Ya no quedaba ni la diminuta gema que había existido antes. En su lugar, negro espacio. Y Halas-Rahandra estaba muerto. Enterraron al anciano bajo las dunas y cantaron sus funerales. "Sigue tu estrella", le había dicho el anciano el día anterior, "hasta el fin ". I'Sarth comprendió que allí su búsqueda había terminado. Entonces tomó la decisión de abandonar a los Peregrinos.
El día era gris verdoso y los acantilados se perdían entre la bruma. Había ruinas de viejos templos de mármol, cuyas columnas sobresalían del polvo, ruinosas y antiguas. Y el mar susurraba con su voz apagada, y las cabelleras de las olas parecían brillar con toda la luz del cielo. Calmados resplandores dorados sobre el azul turquesa de las aguas en sombras.
El robot se acercó renqueando hacia el joven de larga cabellera que miraba hacia el mar. Trepó dificultosamente sobre las dunas que se desmoronaban bajo sus pies de acero y habló.
-Hola -dijo.
-Hola -respondió I'Sarth volviéndose sorprendido.
El hombre y el robot se miraron cara a cara sin saber qué decir. Por fin la máquina rompió el silencio.
-Hacía mucho tiempo que no venía nadie... Tú eres el primero que llega a esta playa en muchos años. ¿De dónde vienes?
-Me llamo I'Sarth y nací en el castillo de Sarianais-Jor. Durante varios años he vagado con los nómadas del Gran Desierto, pero ahora viajo solo. He visitado docenas de ciudades y castillos, y hoy estoy aquí.
Las gaviotas chillaban cerca de la orilla. El viento llevaba el olor del mar y del pescado.
-Aquí hubo un día -una ciudad. Pero hace cientos de años... Ya sólo quedan ruinas... ¿Qué es lo que buscas ?
-No lo sé -sonrió I'Sarth-. Sé solamente que mi vida tiene un objetivo, un sentido. De forma que lo voy buscando... Eso es todo.
El robot bajó la vista. Los ojos de cristal eran tristes en su rostro de metal y plástico.
-Un objetivo... Por lo menos tu objetivo ahora es buscar ese objetivo -murmuró-. Yo en cambio, un día me vi aquí y aquí estoy. ¿Qué otra cosa voy a hacer?
La sonrisa tembló en el rostro de I'Sarth. Luego, el joven comenzó a andar hacia la orilla. El robot le siguió.
La marca, al descender, había dejado una vasta franja lisa de arena húmeda y dura, de casi cien metros de ancha. Los dos pasearon lentamente hacia las olas. Había una columna estriada con la superficie ya desgastada por la erosión del mar y del viento. Surgía como un solitario monolito, templo o altar de algún culto olvidado en el tiempo. Los pólipos se habían adherido a ella cerca de la base y las gaviotas la utilizaban como atalaya.
-Poco a poco las obras humanas comienzan a integrarse en la naturaleza dijo el robot-. Aquí antaño había un palacio de salones brillantes por donde paseaban cortesanos y sacerdotes, las máquinas también... Ahora, esta columna, lo único que queda de aquello, forma parte del mar y del cielo. De la naturaleza, del mundo que se muere.
I'Sarth se agachó a recoger una caracola que descansaba medio enterrada en la arena. A lo lejos, entre las nubes, el sol comenzaba a brillar, dando al paisaje una luz irreal.
El mar vivía.
Las olas frías mojaron sus pies desnudos y el viento agitó su poncho descolorido. El robot miraba.
-Bueno, me voy -dijo I'Sarth repentinamente.
El robot siguió mirándolo mientras se alejaba hacia las dunas y las rocas.
-Adiós -murmuró tristemente.
Y pasaron los años.
Una noche, cuatro camelleros llegaron junto a unas ruinas en la cumbre de una montaña. Eran hombres de rostro aceitunado y cabello liso y rubio, y vestían las prendas de los peregrinos. Azuzaban con precaución a sus animales, buscando un refugio entre las rocas. De pronto, uno de los hombres se detuvo indicando a los otros que lo hicieran también. Señaló hacia la cumbre. Todos miraron con atención y vieron que sobre la montaña parecía brillar un halo mortecino. Los peregrinos eran hombres rudos, acostumbrados a mirar hacia la tierra sin temor a sus horrores. Pero el cielo era ajeno a ellos. Temían al viento y al sol de verano, y las tormentas y los rayos en las ruinas eran sus enemigos.
Y mientras levantaban el rostro hacia aquella luz fantasmal que parpadeaba en el aire cargado de humedad, leves escalofríos recorrieron los cuerpos de los hombres del desierto. Procuraron a toda costa mantener silenciosos a sus animales y echaron suertes para ver quién debía subir para averiguar qué era aquello.
Así, sigilosamente, un hombre de tez oscura envuelto en una chilaba con dragones bordados, ascendió por las peñas. No estaba del todo asustado, pero algunos de sus viejos temores de la infancia estaban renaciendo en su subconsciente. Al fin llegó al límite de la noche. Escrutó entre dos rocas y su cuerpo entero se relajó. No había demonios. Era sólo un hombre, un viejo sentado frente a una hoguera, con su caballo y su mochila. "Por el infierno, pensó, ¿una hoguera es lo que asusta a los hombres de Saribj?".
En seguida subieron los cuatro con sus camellos cargados y saludaron al viejo. Se presentaron como embajadores de una familia de peregrinos, cuya intención era alquilar unos terrenos en la ciudad de Surubi para montar su mercado. Sus largas cabelleras doradas refulgían a la luz de las hogueras y sus blancos dientes brillaban en sus sonrisas.
-¿Y tú quién eres, anciano?
-Soy un peregrino. Me llamo I'Sarth y nací en Sarianais.
-Oh, Sarianais-Jor, la ciudad de las torres, con sus calles y sus casas de lapislázuli.
-¿Habéis estado allí?
-Sí, hace muy poco tiempo.
-Y, decidme: ¿cómo está la ciudad? Quisiera saber si ha cambiado desde que yo la dejé.
El hombre de la barba rubia hizo una mueca de disgusto.
-Las ciudades se mueren, anciano -dijo-. Sarianais-Jor no es por desgracia la excepción. Todas las sociedades de los castillos están en decadencia. La erosión va acabando con las tierras de cultivo. Ahora, todas las familias de peregrinos compran grandes paquetes de semillas y las desparraman por el desierto, con la esperanza de que algún día los prados y los bosques vuelvan a crecer... Ahora, las ciudades y los castillos no se bastan a sí mismos. Desaparecerán. Nadie puede encerrarse entre muros de granito y olvidar el mundo en que vive. Es una falsedad. Los castellanos se engañan a sí mismos y éstas son las consecuencias. Las paredes y los muros no les han servido de nada. Mientras el mundo agoniza, las ciudades se mueren.
-Sólo los peregrinos sabían lo que iba a pasar.
-Claro -contestó I'Sarth-. Sólo nosotros sabemos lo que es el mundo.
Abrieron sus mochilas y calentaron sus alimentos.
-Tenemos poca agua. Hace ya unas semanas que no llueve.
-Siempre hay poca agua...
Callaron. Durante unos minutos sólo se oyó el ruido de los fardos y de los odres, el crepitar de las brasas y el gemido silencioso del viento. I'Sarth permanecía quieto, inmóvil, contemplando el mundo rojizo de la hoguera.
-¿Y qué haces tú aquí, solo y tan lejos de Sarianais?
I'Sarth alzó la vista y sus pupilas brillaron reflejando la luz de las llamas. La eterna pregunta volvía a aparecer, la pregunta que él mismo se hacía y que quizás nunca encontrara respuesta.
-Una vez, cuando yo era joven, conocí a un anciano que había visitado cien castillos. Y en él yo vi la sabiduría del mundo. El me dijo que mi vida tenía un objetivo, un propósito. Yo entonces lo dejé todo y me dejé arrastrar por el río de la vida, con la seguridad de que me llevaría derecho a mi objetivo... Ya no soy joven, pero... -Alzó los ojos hacia su estrella. Allí estaba. Más luminosa que nunca.
Resplandecía con su fuego verde, ardiendo en las alturas sin consumirse. De pronto una idea comenzó, a crecer en el cerebro de I'Sarth y al mismo tiempo el brillo de la estrella aumentó.
Surgieron rayos luminosos del centro formando una estructura radial que crecía más y más. Luego, el mismo centro comenzó a expandirse, a crecer hacia la periferia, apagando a las demás estrellas con su luz. De nuevo estaba allí. La flor de los cielos.
¿Dónde? Ahora podía mirar su vida hacia atrás, podía verla en retrospectiva, calibrando todos sus actos. ¿Cuándo lo había encontrado?
-¡Eso era! Había vivido. Se había dejado arrastrar por la vida sin luchar, sin oponerse, sin tomar decisiones por ella. Había sido juguete del mundo y el mundo le otorgaba su premio.
Mientras buscaba, esperaba encontrar. Nunca había indagado ni forzado el curso de su vida. Se había limitado a esperar. Sin saber que esperando cumplía su fin: vivir.
Había vivido. Había visto el mundo. Había conocido a hombres y máquinas. Había amado y había sido amado. No se había impuesto metas a sí mismo. Sólo había esperado. ¿Qué otro objetivo tiene el hombre en el mundo? Y ahora era tan evidente. Ahora, como siempre, era feliz.
La estrella cubría todo el Universo. Cubría el cielo.
Por un momento bajó la vista y vio a los cuatro hombres sentados a su alrededor, contemplando temerosamente el cielo. Sonrió.
Permaneció así, en muda contemplación, sintiendo su felicidad y su vida, sintiendo toda la Vida. Y después se unió al Universo.

Cuando la estrella se apagó, los peregrinos vieron que I'Sarth estaba muerto. Su rostro todavía conservaba aquella sonrisa apagada, algo acentuada por las luces y sombras de la hoguera. El alba estaba ya próxima y el cielo oriental comenzaba a iluminarse, aunque parecía que nada sería tan brillante como aquella estrella verde que había eclipsado a la Vía Láctea.
-Ya no está -dijo uno de los peregrinos volviendo a mirar al cielo-. La estrella se ha consumido a sí misma.
Ninguno volvió a hablar hasta que el sol brilló de nuevo.