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CONTENIDO LITERAL
("Ganas de vivir", cuento de Alexander Jablokov. Derechos de autor 1997, Gigamesh)
La pantalla del ordenador descansaba sobre el escritorio como una hoja de papel. De hecho, había adquirido la forma de un pergamino de becerro, ya que el software incluía esa opción standard. En la parte superior, en mayúsculas, se leían las palabras INICIAR ENTRADA.
- Chico, tienes mucho que aprender. -Roman Maitland se reclinó en su silla-. Eso es algo que yo no diría. Que éste sea tu primer dato.
¿TEXTO PREFERENTE?
- Sorpréndeme.
Roman se apartó para servirse una taza de café del termo que se encontraba al lado del busto de piedra de Arquímedes. El busto se lo había regalado su amigo Gerald para "ayudarte a recordar tus raíces", según sus propias palabras. Arquímedes empujaba desesperadamente con el hombro la pila de discos ópticos que amenazaban con barrerlo de su estante.
Roman se volvió hacia la pantalla. CUÉNTAME UN CUENTO, decía. Soltó una carcajada.
- Bastante bueno.
Se levantó y caminó arrastrando los pies por su despacho. El sol de la tarde se asomaba a través de los ventanales. Tras los arbustos que la ocultaban, podía oír la carretera del frente de la casa, una molestia persistente. Lo que había sido una calle menor cuando él construyó la casa se había convertido en una importante vía pública.
- Mi recuerdo más temprano es de mi hermana. -Roman Maitland era un hombre rechoncho de pelo blanco con arqueadas cejas oscuras. Su esposa Abigail sostenía que con cada año que pasaba se parecía más y más a Warren G. Harding. Roman había echado un vistazo a la fotografía en la enciclopedia y no había podido ver la semejanza. Él era mucho mejor parecido que Harding.
- El pasillo que conducía a la cocina tenía un linóleo rojo y verde con una especie de diseño de círculos entrelazados. Puedes comparar referencias de linóleos si quieres. -El antiguo pergamino siguió en blanco-. El nombre de mi hermana es Elizabeth, Liza. Puedo verla. Tiene el pelo sujeto con dos diminutos lazos rosa y lleva un pálido vestido azul y zapatos negros. Está sentada en el linóleo, jugando con uno de mis camiones. Uno de mis camiones nuevos. Se lo quito. No llora. Se limita a mirarme con ojos serios. Tiene una pequeña barbilla puntiaguda. No recuerdo lo que pasó después de eso. Ahora, Liza vive en Seattle. Su barbilla vuelve a ser puntiaguda.
La pared bajo las ventanas estaba ocupada con las cajas negras de las memorias de campo. Estaban conectadas con el procesador del escritorio. La pantalla remolineó y se fijó en un diseño de círculos verdes y rosas entrelazados.
- No es exactamente esto. Las partes en forma de diamante eran un poco más...
Apareció otro diseño, sutilmente diferente. Roman lo contempló maravillado.
- Sí. ¡Sí! Eso es. ¿Cómo lo supiste?
El ordenador, tras haberse conectado a alguna oscura base de datos de diseños de linóleo, vació la pantalla. Roman se preguntó cuántos más de sus recuerdos privados probarían ser públicamente accesibles. CUÉNTAME UN CUENTO.
Sacó un volumen de la librería metálica.
- Mi libro favorito de Raymond Chandler es La hermana pequeña. Creo que Orfamay Quest es uno de los grandes personajes de la literatura. ¿Has leído a Chandler?
TENGO ACCESO A TODO EL FONDO DE LA BIBLIOTECA DEL CONGRESO.
- Chico, te estás volviendo locuaz. Pero no es eso lo que he preguntado.
NUNCA HE LEÍDO NADA.
- Dale una oportunidad. Aunque en algunos aspectos Elmore Leonard es incluso mejor. -Deslizó a Chandler de vuelta al estante, casi derribando la abultada masa de libros amontonada encima de los que se alineaban pulcramente-. Aquí hay libros que he leído una docena de veces. Algunos que he intentado leer una docena de veces. Algunos que algún día leeré y algunos que supongo no leeré nunca.
Se acuclilló al lado de un alto montón de revistas y folletos técnicos y empezó a clasificarlos inconexamente.
¿POR QUÉ LEER ALGO MÁS DE UNA VEZ?
- ¿Por qué ver a un amigo más de una vez? He pensado frecuentemente que me gustaría olvidar completamente uno de mis libros favoritos. -Desde donde estaba acuclillado, los estantes de libros se inclinaban amenazadoramente. Había construido su estudio con un techo alto, a sabiendas de cómo se amontonarían los trastos. Había una planta muerta en la parte superior de la estantería más cercana al escritorio. Frunció el ceño. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?- Entonces podría leerlo de nuevo por primera vez. La idea me asusta un poco. ¿Que pasaría si no me gustara? Después de todo, no soy la persona que lo leyó por primera vez. De todas formas, creo que es un experimento que no puedo intentar. A Abigail le gusta releer a Jane Austen. Particularmente Emma -resopló-. Pero esto no es en lo que tú estás
interesado, ¿verdad? -Su estómago rugió-. Estoy hambriento. Es la hora de comer.
BON APETIT.
- Gracias.
Roman había construido su casa con postes y vigas a la vista, y había protegido el exterior con ladrillo oscuro y granito. Abigail la había llenado con mobiliario sencillo y elegante, mucho menos agresivo a la hora de mostrar su fuerza. Roman le había cedido sólo reluctantemente el control de todo salvo de su estudio y de su taller del garaje. Había acabado gustándole. Él nunca se habría acordado de regar tantas plantas, y los jarrones de porcelana de un vivo color amarillo y las acuarelas de oscuros paisajes lluviosos estaban astutamente dispuestos de una forma que él no podría haber conseguido.
Al final del pasillo, tras el limpio destello de la cocina, brillaba el rectángulo de la apantallada puerta trasera. Abigail se inclinaba sobre sus flores, borrosa tras la red de la puerta como un recuerdo romántico, con un sombrero ocultando su rostro. Su vestido moteado por el sol brilló contra el oscuro jardín.
Roman presionó su nariz contra la pantalla, oliendo el aroma olvidado de su óxido. Con guantes de trabajo protegiendo sus manos, su esposa recortaba flores con un podador y las colocaba en el cesto bajo su brazo. Un cinta azul hacía destacar el sombrero. Más allá de ella se extendía el amate de plantas perennes, calentado por su muro de piedra reflectante, y el sendero demencialmente pavimentado que conducía al estanque de las carpas. Anémonas blancas y lilas brillaban entre los helechos. La reproducción de Abigail del jardín blanco de Vita Sackville-West. Algunas hojas prematuras, impacientes por la llegada del otoño, oscilaron al sol y se posaron en la hierba.
- Tendré la comida lista en un minuto. -No había levantado la vista hacia él, así que lo que habló fue el balanceante y divertido sombrero-. He podido oír tu estómago todo el camino desde el jardín blanco.
Se quitó los guantes de jardinería.
- Yo prepararé la comida. -Roman se sintió irritado. ¿Por qué debía ella asumir que él la estaba mirando sólo porque tenía hambre?
Mientras él contemplaba los blancos armarios de la cocina, concentrándose y recordando dónde estaban los platos, cubiertos y servilletas, Abigail pasó por su lado y puso la mesa en un rápido despliegue de actividad. Encontrar un jarrón y poner las flores en él habría sido una actividad contemplativa de varios minutos para Roman. Ella ejecutó el trabajo con un solo movimiento.
Era una mujer de rasgos afilados. Su cabello era completamente blanco, y normalmente lo mantenía recogido en toda una variedad de trenzas. Sus ojos eran grandes y azules. Miró a su marido.
- ¿Que estás haciendo ahí arriba en tu despacho? ¿Inventaste un robot confesor, o algo así?
- No habrás estado...
- No, Roman, no he estado fisgoneando. -Se mostró indulgente-. Pero tienes una voz penetrante, sobre todo cuando te emocionas. Normalmente sólo le hablas a tu ordenador cuando lo insultas.
- Es mi nuevo proyecto. -Roman no le había contado nada a Abigail al respecto, y sabía que eso le molestaba. Ella odiaba esos proyectos gran-secreto-de-muchacho. Era el tipo de chica que siempre intentaba colarse en el refugio de los niños y vencerles en sus propios juegos. Realmente debería habérselo dicho. Pero el pensamiento le incomodaba.
- Es un tanto egomaníaco, en realidad. ¿Recuerdas ese ordenador eon el que hago de beta-tester para Hiperneurona?
- ¡Esa cosa que les costó una semana traer! Sí, ya sé a qué te refieres. Rayaron el suelo en dos sitios. Deberíais contratar mejores transportistas.
- Ya nos gustaría. Es un problema de sindicatos, ya te lo dije. En cualquier caso, se trata de un procesador paralelo con un gargantuesco conjunto de memorias de campo. Del orden de terabites.
Ella esparció plácidamente la mermelada sobre una rebanada de pan.
- Supongo que toda esa jerigonza realmente significa algo. Aún si es así, eso no me explica por qué te dedicas a charlar con esa caja en vez de conmigo.
Él cubrió la mano de ella con la suya propia.
- Lo siento, Abigail. Ya sabes cómo es esto.
- Lo sé, lo sé. -Sonó irritada pero volvió su mano y curvó sus dedos alrededor de la de él.
- Estoy programando el ordenador con un modelo de personalidad humana. Han gastado un montón de tiempo y energía analizando lo que ellos llaman "computabilidad": con qué facilidad pueden resolverse los problemas. Pero hay otro aspecto: cómo deberían resolverse los problemas. La personalidad puede definirse por la forma en que son elegidos los problemas. Es un proyecto interesante.
- ¿Y qué personalidad estás usando? -Alzó una ceja, lista para divertirse con la respuesta.
Él hizo una mueca, avergonzado.
- La más fácilmente accesible: la mía.
Ella rió. Su voz era todavía plata immaculada.
- ¿Puede el ordenador mejorar el original?
- Mejorar, ¿cómo?
- Oh, sólo como un ejemplo al azar, ¿podría poner ropa, libros y revistas en su sitio cuando acaba con ellos? Sólo un básico sentido de limpieza. Nada de cirugía psicológica mayor.
- Lo intenté. Se convirtió un asesino psicótico. Parece que el desorden es una parte esencial de una personalidad sana. Un resultado interesante, realmente...
Ella rió de nuevo, y él se sintió avergonzado de no habérselo contado antes. Después de todo, llevaban casados treinta años. Pero no se lo podía contar todo. No podía contarle lo asustado que estaba.
- Entonces, ¿cuál es el problema?
Roman, irritado, mantuvo el auricular del teléfono pegado a su oreja con el hombro y ojeó los papeles de su archivador. Su secretaria lo había reelaborado todo con lengüetas multicolores, y él no tenía ni idea de lo que significaban.
- ¿Los papeles no están en regla?
- Los papeles están en regla. -La anónima voz femenina de Finanzas era conciliadora.- Es sólo que no parece realmente su firma, doctor Maitland. Y es un contrato caro. ¿Lo firmó usted mismo?
- Claro que lo firmé.
No tenía ningún recuerdo de ello. ¿Por qué no? Parecía importante.
- Pero esta firma...
- Me lastimé el brazo jugando a tenis hace algunas semanas. -Rió nerviosamente, seguro de que ella captaría la mentira-. Debe haber afectado mi escritura.
¿Pero era una mentira? Torció el brazo. Los músculos no estaban bien. Se había distendido el antebrazo intentando cambiar su servicio. A los músculos viejos les cuesta recobrarse. Cuanto más pensaba en ello, más sentido tenía. Si sólo pudiera adivinar de qué le estaba hablando...
- Entonces de acuerdo, doctor Maitland. Siento haberle molestado.
- Está bien.
Ardía en deseos de preguntarle cuál era el asunto en cuestión, pero ya era demasiado tarde.
Tras quince minutos, lo encontró. Un paquete de software de sistema operativo distribuido por red. Extremadamente caro. Claro, claro. Lo repasó. Tenía sentido, ahora. ¿Pero ese informe garabato en la parte inferior era en realidad su firma?
Roman clavó la vista en las pizarras de la pared, todas ellas cubiertas con diagramas y ecuaciones en varios colores de rotulador. Había seis proyectos ahí, con todos los cuales hacía malabarismos simultáneamente. Sintió un súbito sudor frío y pegajoso en las axilas. Estaba haciendo malabarismos con ellos, pero no entendía absulutamente nada de ninguno de ellos. Era todo un absurdo sinsentido.
La semana anterior se había perdido en medio de una charla preliminar. Estaba explicando el funcionamiento de unos algoritmos cognitivos cuando se quedó en blanco, olvidándolo todo sobre ellos. Un joven miembro de su equipo le había ayudado a salir del apuro.
- Es toda esta burocracia -había rerfunfuñado Roman-. Llena todo el espacio disponible sin dejar sitio para nada importante. Lo he sobreescrito todo.
La sala se había reído sofocadamente mientras Roman permanecía allí de pie, sintiendo un terror primitivo. Había desarollado esos algoritmos él mismo. Recordaba los meses de sudores, los constantes callejones sin salida, las modificaciones. Recordaba todo eso, pero aún así, las interioridades de esos procesos no se aclaraban.
La lámpara fluorescente zumbó insolentemente sobre su cabeza. Levantó la vista. Estaba oscuro fuera, casi todos los coches se habían ido del descampado. Una distante línea de luces rojas y blancas señalaba la autopista. ¿Cuánto tiempo había estado en esa habitación? ¿Qué hora era? Por un momento ni tan solo estaba seguro de dónde se encontraba. Sacó la cabeza fuera de su despacho. Los escritorios estaban vacíos. Podía oír las aspiradoras del equipo nocturno de limpieza. Se puso el abrigo y se fue a casa.
- Parecía una mujer adorable, por lo que vi.
Roman miró dentro de la tartera. La ternera con salsa de ostras se había acabado. Cogió los últimos granos de arroz de la bandeja de porcelana que Abigail había insistido en que usaran, concentrándose en sus palillos. Abigail había salido con una de sus amigas, Helen Tourmin. Le echó un vistazo al otro recipiente. Tal vez todavía hubiera ahí algo de pollo.
Gerald Parks hizo una ligera mueca, como si Roman hubiera detectado algún defecto en su última amiga.
- Ella es adorable. Roman, deja el pollo Szechuan en paz. Ya te has tomado tu ración. Este es mío. -A pesar de su irritación habitual, parecía deprimido.
Roman dejó el recipiente medio lleno. Su amigo siempre comía demasiado despacio, como si le tomara el pelo. Gerald se reclinó, contemplativo. Era un viejo solterón profesional, vestido y acicalado con total perfección. Su pelo severamente cepillado era gris acero. Para él, comer comida china para llevar en la porcelana de Limoges de Abigail tenía sentido, y por eso ella se la había ofrecido.
- Anna es profesora de derecho en Harvard -manifestó Gerald en el tono de un hombre a punto de exponer un aforismo propio-. Las mujeres en Harvard creen que son sensibles porque adquieren sus pretensiones románticas de Jane Austen y las hermanas Brönte en vez de Barbara Cartland y Danielle Steel.
- Mejor eso que adquirir tus pretensiones románticas de Jerzy Kosinski y Vladimir Nabokov.
A veces, la única manera de animar a Gerald era insultarle astutamente. Resopló divertido.
- Touché, supongo. Se tiene que ser eslavo para proponer ese tipo particular de perversidad sexual sobreintelectualizada. Con un apellido como Parks, siempre he estado celoso de ello. Así que no te rías de mis pretensiones románticas.
Rebañó los restos del pollo Szechuan y se los comió. Tras dejar el lavaplatos murmurando en la cocina, se dirigieron al atestado estudio de Roman.
Gerald Parks era un asesor etnomusicológico que había ganado un montón de dinero traduciendo música popular a otros idiomas. Su piso de soltero en Commonwealth Avenue en Boston había ido volviendose más y más pulcro con los años. Para Roman, el apartamento de Gerald era como un camarote en un transatlántico. Diversas emociones habían sido empaquetadas en algún lugar de la bodega con la vieja etiqueta Cunard "No se requiere durante el viaje."
Gerald contempló las negras memorias de campo, cada una con su brillante indicador luminoso.
- Cada vez que vengo, este sitio se parece más a un negocio industrial. - Su propio estudio estaba lleno de librerías de madera acristaladas y había un diván cubierto con seda a rayas amarillas y blancas. También había un ordenador. Gerald no era estúpido.
- Tal vez te lo parece porque hago mucho trabajo aquí. -Roman se negaba a irritarse.
Pero Gerald estaba de humor irritante. Tomó un sorbo de su calvados y escuchó la música, un CD con la interpretación de Christopher Hogwood de la gran Sinfonía en G Menor de Mozart.
- Todo instrumentación original. Violas de Cremona del siglo diecisiete, cuernos naturales, oboes Grenser. Bah.
- ¿Que hay de malo en ello? -Roman adoraba la limpia precisión de Mozart en el estilo original del siglo dieciocho.
- Pues que no estamos oyendo ninguna de esas cosas, sólo frecuencias electrónicas generadas por ordenador. Un reproductor de CD es sólo una pianola de alta tecnología, esos puntos de láser en el disco un análogo exacto de los agujeros en el rodillo de la pianola. ¿Crees que Mozart componía para aparatitos como ése? ¿Y que pretendía que sus sinfonías sonaran exactamente igual cada vez que se oyen? Estos fanáticos de la música original tienen todo el asunto tergiversado.
Roman escuchó un oboe. Y era reconocible como un oboe, Grenser o de otro tipo, no un clarinete o un fagot. Los altavoces, comprados según las recomendaciones de Gerald, eran transparentes.
- Esta interpretación continuará existiendo después de que cada uno de los intérpretes haya muerto. ¿No sería maravilloso tener una grabación de la versión original de Mozart?
- No te gustaría. Esos instrumentos con cuerdas de tripa se desafinaban antes de que acabara un movimiento. -Gerald parecía abatido-. Pero no tienes por qué esperar hasta que los intérpretes estén muertos. Recientemente escuché una grabación que hice de mí mismo cuando era joven, tocando Masques de Szyma-nowsky. No está mal, técnicamente, pero sueno tan joven. Tan joven. Ingenuo y enérgico. No podría reproducirlo ahora, no con estos viejos dedos. El hombre que hizo esa grabación se fue para siempre. Vivía en un par de pequeñas habitaciones en la tercera planta de un mal vecindario en la zona noroeste de Chicago. Tenía un viejo piano sin cola en el que se había gastado hasta el ultimo céntimo. Tocaba esa cosa constantemente. Volvió totalmente majaras a los vecinos. -Gerald se miró los dedos-. Tocaba soberbiamente, por lo menos para el oído profano de Roman, pero nunca había sido lo bastante bueno para una carrera de concertista.
- ¿Borraste la cinta?
Gerald sacudió la cabeza.
- ¿Qué ganaría con eso?
Permanecieron sentados durante un largo momento, en silenciosa camaradería. Finalmente Gerald se removió.
- ¿Qué tal va tu pequeño cerebro electrónico? ¿Tiene ya metida exactamente tu personalidad?
- Pruébalo.
- ¿Cómo? ¿Quieres que tenga una discusión con eso?
Roman sonrió.
- Esa es probablemente la mejor manera. Ahora ya puede hablar. Aunque no es mi voz, no todavía.
Gerald miró los altavoces.
- Si no está sentado en una silla con un copa de Calvados, ¿cómo se supone que eres tú?
- No es yo. Sólo piensa y siente como yo.
- ¿Como lo harías si estuvieras encerrado en una caja de metal?
- No seas absurdo. -Roman palmeó una de las memorias de campo-. Hay un universo en estas cosas. Un universo conceptual. Aquí está como me solía sentir en nuestras vacaciones en Truro, incluyendo la vez en que me corté en el pie con un anzuelo y la vez que me picó una medusa. Me fastidió ser importunado por una medusa. Mi profe de ecuaciones diferenciales, el doctor Yang, está aquí. Decía "tiita" en vez de "theta", y "mis wun" en vez de "menos un". Y "sinificado písico" en vez de "significado físico". Durante medio semestre creí que estaba aprendiendo economía. Está también la forma en que mi coche de juguete rodaba de forma diferente en el linóleo y en la vieja alfombra. La vez que tuve bastante valor como para pedirle una cita a Mary Tompkins, y ella me dijo que se la pidiera a Helga Pilchard, de la clase de Necesidades Especiales. Las nubes sobre los Cotswolds cuando estuve allí con Abigail en nuestra luna de miel. Está todo ahí.
- ¿Cómo demonios sabe a qué se parecen las formaciones de nubes sobre los Cotwolds?
Roman se encogió de hombros.
- Se las describí. Buscó a través de bases de datos meteorológicas hasta que encontró formaciones de cúmulos adecuadas para Inglaterra central en esa época del año.
- ¿Incluida la nube que tú pensabas que se parecía a un amplificador de potencia y Abigail pensaba que se parecía a un springer spaniel?
Gerald sonrió maliciosamente. Se había inventado el incidente, pero caracterizaba muchas de las discusiones de Roman y Abigail.
- Deja de pincharme. Pincha al ordenador en mi lugar.
- Es más fácil de decir que de hacer. -Roman podía ver que su amigo estaba nervioso-. ¿Cómo nos conocimos? -La voz de Gerald era temblorosa.
- El día de la matrícula. -La voz del ordenador era suavemente modulada, genéricamente masculina, sin las inflexiones de la de Roman o su rastro de acento de Boston-. Estabas apoyado en una columna leyendo La importancia de llamarse Ernesto. Las clases aún no habían empezado, así que supe que lo
estabas leyendo porque querías. Me acerqué y te dije que si Lady Bracknell se enteraba de quién ibas a pretender ser esta vez, ibas a tener verdaderos problemas.
- Toda una línea de aproximación -masculló Gerald-. Nunca creí que un estudiante de ingeniería hubiera leído a Wilde. ¿Qué llevaba puesto?
- Vamos. -La voz del ordenador se las arreglo para sonar exasperada-. ¿Cómo se supone que voy a recordar eso? Fue hace cuarenta y cinco años. Si tuviera que adivinarlo, diría que esa ridícula camisa que te gusta, con el tejido desmoronandose, lleno de agujeros. La llevaste hasta que apenas existía.
- Todavía la llevo. -Gerald miró a Roman-. Esto es terrorífico.-Tomó un trago de su Calvados.- ¿Por qué estás haciendo esto, Roman?
- Es sólo una prueba, un proyecto. Una prueba de concepto.
- Estás mintiendo. -Gerald sacudió la cabeza-. No eres muy bueno haciéndolo. ¿Cogió tu aparatito esta característica? -Levantó la voz-. Ordenador Roman, ¿por qué existes?
- Tengo miedo de estar perdiendo mi mente -replicó el ordenador-. Mi memoria se va, mi personalidad se fracciona. No sé si son los primeros estadios del Alzheimer o algo más. Yo, aquí, este aparato, pretende ser usado como un marcador de personalidad y así puedo rastrear...
- ¡Silencio! -gritó Roman. El ordenador dejó de hablar. Permaneció en pie, temblando-. Maldito seas, Gerald. ¿Cómo te atreves?
- Este aparato es mas honesto que tú.-Si Gerald estaba asustado por la cólera de su amigo, no mostró ningún signo de ello-. Debe haber algún fallo en tu programación.
Roman palideció. Se sentó.
- Es porque ya he perdido algo de la personalidad que le he dado. Recuerda cosas que yo he olvidado, apuntándome en la manera que lo hace Abigail. - Enterró la cara entre sus manos-. Dios mío, Gerald, ¿qué voy a hacer?
Gerald dejó su bebida cuidadosamente y pasó el brazo alrededor de los hombros de su amigo, algo que hacía muy raramente. Y permanecieron sentados allí, en el silencioso estudio, dos viejos amigos atrapados en el extremo equivocado del tiempo.
La acosante, sofocante oscuridad casi lo había atrapado. Roman se incorporó de golpe en la cama, intentando desesperadamente inhalar aire a través de su garganta estrangulada.
La habitación estaba oscura. No tenía ni idea de dónde estaba ni tan sólo de quién era. Todo lo que sentía era puro terror. Las sábanas parecían estar agarrándole, intentando arrastrarlo de vuelta a esa devoradora oscuridad. Gimoteando, intentó retirarlas de sus piernas.
Las luces se encendieron
- ¿Qué ocurre, Roman? -Abigail le observó con consternación
- ¿Quién eres? -le gritó Roman a aquella anciana de pelo blanco que de alguna manera había llegado hasta su cama-. ¿Dónde está Abigail? ¿Qué has
hecho con ella?
Tomó a la anciana por los hombros y la sacudió.
- ¡Para, Roman, para! -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Estás teniendo una pesadilla. Estás aquí, en la cama. Conmigo. Soy Abigail, tu esposa. ¡Roman! Roman la miró fijamente. Su largo pelo había sido una vez negro cuervo y ahora era puro blanco.
- ¡Oh, Abigail! -El dormitorio se puso en su sitio a su alrededor, la cama, las mesillas de noche, las lámparas... la suya de vidrio verde ahumado, la de ella de cristal-. Oh, Pookie, lo siento.
Él no había usado ese ridículo mote en años. La abrazó, sintiendo cuán frágil se había vuelto ella. Se mantenía en forma, pero estaba vieja, sus músculos, antes plenos, ahora como tiesos cordones que tiraban de sus huesos como si fuera una marioneta.
- Lo siento.
Ella sollozó contra él. Entonces se apartó, secándose los ojos.
- Menudo par de viejos histéricos nos hemos vuelto. - Sus intensos ojos azules brillaban por las lágrimas-. Una pesadilla y nos desmoronamos.
No era sólo una pesadilla, en absoluto lo era. Pero ¿qué se suponía que le iba a decir? Roman se liberó de la colcha bajada, encajó los pies cuidadosamente en sus zapatillas de piel y arrastró los pies hasta el lavabo.
Se miró en el espejo. Era un hombre viejo con el pelo de punta. Llevaba un bonito pijama de franela y las zapatillas de piel que su esposa le había regalado por Navidad. Su mente se estaba disolviendo como un terrón de azúcar en café caliente.
El cuarto de baño era de limpio azulejo con una magnífica bañera con las patas en forma de garras. El suelo estaba embaldosado con un colorido diseño de parquet deformado, que empezaba con los típicos hexágonos de suelo de baño al lado del retrete, se modificaba lentamente en formas complejamente ligadas en el centro; y entonces, mediante otra transformación, volvía a los hexágonos bajo el lavamanos. Le había costado una pequeña fortuna y meses de trabajo crear este complejo mosaico matemático. Era algo vertiginoso de contemplar desde la taza, y ahora transformaba el seguro cuarto de baño en un lugar de pesadilla. ¿Por qué no podía haber elegido algo más confortable?
Elevó la vista hacia su imagen con cierto aturdimiento. Normalmente se peinaba el fino cabello hacia atrás para ocultar su calvície. ¿A quién iba a engañar? Recién despierto tenía los ojos enrojecidos. El espejo del baño se había convertido en un espejo mágico y revelaba todos sus defectos. Estaba arrugado, tenía bolsas bajo los ojos, venas rotas. Le gustaba pensar que era un adorable cascarrabias. Por Dios. Parecía un viejo asqueroso.
- ¿Estás bien ahí dentro? -La voz de Abigail sonaba preocupada.
- Estoy bien. No te muevas. Con un último vistazo a su imagen en el espejo, Roman apagó la luz y volvió a la cama.
Roman se sentó en la silla de su estudio y empezó a echar pestes. Algo le había pasado a la profesión médica mientras él no miraba. Esto es lo que le pasaba por estar tan sano. Obviamente no se había mantenido al tanto de las cosas.
- ¿Qué dijo?
La voz del ordenador era interesada. Roman estaba impresionado por la inflexión. También estaba impresionado por cuán fácil era decir lo que el ordenador quería desesperadamente saber. ¿Era él mismo siempre tan obvio?
- Es idiota. -Roman estaba encantado de poder descargarse-. El doctor Wesner es un médico de club de campo, haciendo diagnósticos entre el green y la sala del club. Su despacho está en un edificio al lado de un centro comercial. ¿Qué pasó con los sillones de cuero, los paneles de madera y las fotografías del Colegio de Cirujanos? Puedes confiar en un hombre con una oficina decorada así, aunque sea un carnicero borracho.
- Estás adquiriendo la idea de estilo de Abigail.
Roman, que se estaba haciendo esta misma observación, se sintió cogido con las manos en la masa.
- Cierto. Wesner es un especialista en enfermedades del envejecimiento. Jesús. Va a ser un viejo terrible, hundido frente al televisor mirando concursos. -Roman suspiró-. Parece saber de lo que habla.
No había ningún sistema conocido de diagnosticar la enfermedad de Alzheimer, por ejemplo. Roman no lo sabía. Había sólo una detección póstuma de placas seniles y nudos agrofílicos neurofibrilares, además de atrofia cortical. Sacarle esa información a Wesner había sido como arrancarle una muela. El hombre no estaba acostumbrado a dar información a los pacientes. Roman le había obligado incluso a mostrarle diapositivas de los daños típicos y a destacar los detalles. Ahora que estaba sentado e imaginaba lo que estaba ocurriendo en su propio cerebro, no estaba seguro de que hubiera debido mostrarse tan firme.
- ¿Podrías poner eso de nuevo? - preguntó el ordenador.
Roman salió de su ensimismamiento.
- ¿Qué?
- La música que tenías puesta. La Zelenka.
- Claro, claro.
Roman adoraba las Sonatas para trío de Jan Dismas Zelenka, y su ordenador también. Se sirvió una copa de metaxa y puso la música de nuevo. La elaborada arquitectura de dos oboes y un fagot llenó el estudio.
Roman sorbió el áspero brandy.
- Siento que no puedas compartir esto.
- Yo también.
Roman se agachó y sacó una caja de juegos.
- Sabes, la mayor decepción que tengo es que Gerald odia los juegos de cualquier tipo. A mí me encantan: ajedrez, backgammon, go, cartas. Así que tengo que jugar con gente mucho menos interesante que él. -Abrió una caja y miró las letras-. Uno pensaría que por lo menos le iba a gustar el Scrabble.
- ¿Una partida?
- ¿Bromeas? -Roman miró a la computadora con consternación-. No habría ninguna diversión. Conoces todas las palabras.
- Mira, Roman. Se está haciendo cada vez más difícil llamarte así, ¿sabes? Ése es mi nombre. Una partida de Scrabble contigo podría no ser divertida, pero no por ese motivo. Mi vocabulario es exactamente el tuyo, completo hasta las vaguedades y errores. Ninguno de nosotros puede recordar el significado de la palabra "insípido". Cada uno escribirá siempre "anamolía" antes de corregirlo a "anomalía". No será divertido precisamente porque yo no conozco más palabras que tú.
- Eso probablemente ya no es cierto. -Roman se sintió al borde de las lágrimas-. Tú ya eres más listo que yo. O, supongo, yo ya soy más estúpido.
Debería haber pensado en ello.
- No seas tan duro contigo mismo...
- ¡No! -Roman se levantó de un salto, arrojando letras de Scrabble al suelo-. Estoy perdiendo todo lo que me hace ser yo. Esa es la razón de que estés aquí.
- Sí, Roman. -La voz del ordenador era suave.
- Juntos todavía podemos tomar una decisión, una disposición final. Tu eres yo, sabes lo que es eso. Pero todo esto sólo puede tener una conclusión. Sólo hay una acción que tú y yo podemos tomar al final. Tú lo sabes. ¡Lo sabes!
- Es cierto. Roman, eres un hombre muy inteligente. Tus conclusiones están totalmente de acuerdo con las mías.
Roman rió.
- Dios, es duro cuando te encuentras a ti mismo riéndote de tus propias bromas.
Cuando abrió la puerta, Roman encontró a Gerald en la oscuridad de la escalera de entrada, vestido con una gabardina, el sombrero de ala ancha sobre sus ojos.
- Conseguí la artillería -murmuró Gerald.
Roman tiró de él a través de la puerta de entrada, molesto.
- Deja de hacer el idiota. Esto es serio.
- Claro, claro. -Gerald colgó su gabardina en una percha de la puerta y le pasó su sombrero de ala ancha a Roman-. Cuidado con el chapeau. Es un clásico.
Roman lo lanzó girando al sofá. Cuando se volvió, Gerald había sacado el arma. Era una suave, mortífera pistola negro-azulada.
- Una Beretta modelo 92. -Gerald la sostuvo nerviosamente en sus manos, obviamente poco acostumbrado a las armas-. Elegante. Los italianos siempre han sido líderes en estilo.
Caminó hacia el estudio y la dejó sobre una pila de libros, poco dispuesto a sostenerla más de lo necesario.
- Me llevó una hora encontrarla. Estaba en una maleta, en el fondo de un armario, bajo algunas ropas que debería haber llevado a la beneficencia hace años.
- ¿De dónde la sacaste? -Roman no estaba dispuesto a cogerla todavía.
- Una antigua amante. Una oficial de policía. Estaba preocupada por mí. Un hombre viviendo solo y esas cosas. Había sido confiscada en alguna redada. Por cierto, no está registrada y por lo tanto es completamente ilegal. Te puedes pasar un año en la carcel sólo por tenerla. Debería haberla tirado hace años.
Roman la cogió finalmente y la chequeó, su mano temblando sólo ligeramente. El doble cargador estaba lleno de cartuchos.
- Podrías haber rechazado a todo un pelotón de asaltantes con esta cosa.
- La recargué antes de traerla. Rompí con la teniente Carpozo hace años. Las balas probablemente estarían rancias... o lo que sea que les pase a las balas viejas. -Miró a Roman durante un largo instante-. Eres un loco bastardo, ¿lo sabías, Roman?
Roman no contestó. El ordenador lo hizo.
- Sería una locura para ti, Gerald. Para mí, es lo único que tiene sentido.
- Genial. -Gerald estaba de pron-to violentamente irritado-. Todo un logro, programar autoimportancia en un ordenador. Te felicito. Bien, me largo de aquí. Todo este asunto me pone los pelos de punta.
- Recuerdos a Anna. Todavía la ves, ¿no?
Gerald le miró detenidamente.
- Sí. -Se paró y tomó a Roman por los hombros-. ¿Estarás bien, viejo?
- Estaré perfectamente. Buenas noches, Gerald.
Cuando su amigo se hubo marchado, Roman encerró la pistola tranquila y metódicamente en un compartimento inaccesible controlado por ordenador en un lado del escritorio. La base era una caja antiincendios de acero. Potentes electroimanes corrieron barras de acero-cromo-molibdeno a través de sus cerrojos y se cerró con un chasquido. Un taller mecánico bien equipado tardaría una semana en abrir la caja si el ordenador no se lo permitía. Pero a una orden de la computadora, se abriría deslizándose como un cajón bien engrasado.
Entró en el dormitorio y se sentó en el extremo de la cama. Abigail despertó y le miró nerviosamente, preocupada por que estuviera teniendo otro ataque de terror nocturno. Él se inclinó y la besó.
- ¿Puedo hablar contigo?
- Claro, Roman. Un segundo.
Se sentó y encendió su luz de lectura. Luego se pasó un cepillo por el pelo, comprobando su estado con un espejo de mano. Luego le prestó atención.
- Hoy hemos obtenido el contrato de investigación de Humana.
- ¡Roman, eso es maravilloso! ¿Por qué no me lo dijiste? -Hizo un mohín-. Cenamos juntos y me dejaste parlotear acerca del jardín y las orquideas de la Sra. Peasley y no dijiste nada de ello.
- Es porque no tiene nada que ver conmigo. Mi equipo consiguió el contrato con su trabajo.
- Roman...
- Espera.
Contempló el dormitorio. Tenía un empapelado con delicados motivos, y alfombrillas en el suelo. Era una habitación elegante y relajante, toda ella trabajo de Abigail. Su mesita de noche era mucho más grande, porque él siempre amontonaba seis meses de lectura en ella.
- Todo el mundo me está encubriendo. Saben lo que he hecho en el pasado, e intentan hacerme quedar bien. Pero soy un inútil. Tú me estás encubriendo. ¿No es cierto, Abigail? Si realmente piensas en ello, sabes que algo me está pasando. Algo que sólo puede acabar de una manera. Estoy seguro de que en tu mesita de noche, en alguna parte, hay un libro sobre demencia senil. No tengo que explicarte nada.
Ella apartó la vista.
- No lo habría dejado en un sitio dónde te fuera tan fácil encontrarlo.
La hermosa habitación pareció de pronto amenazadora. Las sombras de la pared proyectadas por la lámpara acristalada de Abigail eran ominosos monstruos acechantes. Ésta no era su habitación. Él ya no tenía nada que ver con ella. Los libros en la mesita de noche permanecerían para siempre sin leer o, si eran leídos, serían pronto olvidados. Cayó hacia adelante, y ella lo sujetó.
- No puedo hacerte responsable de mí -dijo-. No puedo hacerte eso. No puedo arruinar tu vida.
- No, Roman. Siempre cuidaré de ti, no importa lo que pase.- Su voz era feroz.- Te quiero.
- Lo sé. Pero no será a mí a quien cuides. Será a una bestia histérica, sin memoria ni sentido. No seré ni capaz de apreciar lo que estés haciendo por mí. Te gritaré, huiré y me perderé, manchándome los pantalones.
Ella tomó una larga bocanada de aire.
- ¿Y sabes qué? Ahora podría tomar la decisión de matarme...
- ¡No! Dios, Roman, estás bien. Estás teniendo unos cuantos lapsos de memoria. Odio decírtelo, pero eso viene con la edad. Yo los tengo. Todos los tenemos. Puedes vivir una vida plena junto junto al resto de nosotros. No seas tan perfeccionista.
- Sí. Tengo la capacidad de tomar la decisión de acabar si quiero. Pero ahora no necesito tomar esa decisión. Mi personalidad aún está entera. Aunque apaleada, sigue ahí. Pero cuando se haya ido una porción suficiente de mi mente como para ser una carga inútil, no seré capaz de tomar la decisión. Es abominable. Cuando sea un idiota babeante, que se lo haga en los pantalones y convierta tu vida en un infierno diario, no tendré el sentido de acabar con ello. Seré miserable, estaré aterrorizado, histérico. Y seguiré viviendo. Y las ganas de vivir no pueden arreglarlo. Los médicos pueden evitar medidas heróicas, quitarle a alguien el soporte vital, pero no pueden matar a alguien.
- ¿Y qué pasa conmigo?- Su voz era aguda-. ¿Es eso, entonces? ¿Tú tienes un problema, tú tomas la decisión, y a mí se me deja para recoger los pedazos que queden? ¿Se supone que debo atenerme a cualquier decisión que tomes?
- Eso no es justo.
No había esperado una discusión. Pero entonces, ¿qué? ¿Simple consentimiento? Así era Abigail.
- ¿Quién está siendo injusto? -sollozó ella-. Cuando creas que ya no queda nada de ti que amar, simplemente acabarás contigo mismo.
- Abigail, te amo y me preocupo por tí. No voy a ser siempre capaz de decir esto. Algún día este amor se desvanecerá junto con mi mente. Permíteme el derecho a vivir como el tipo de ser humano que quiero ser. No quieres una cosa enferma y mezquina de la que cuidar como recordatorio del hombre que
fui. Creo que tras varios años de verme en esas condiciones olvidarás qué es lo que una vez amaste de mí.
Así que lloraron juntos, igual que lo hacían en sus primeros días, cuando parecía que su relación nunca funcionaría y que deberían pasar sus vidas separados.
Roman permaneció de pie en la sala de estar, confuso. Fuera era de noche. Recordaba que había sido por la mañana apenas un par de minutos antes. Se había estado preparando para ir a la oficina. Había cosas importantes que hacer allí.
Pero no. Se había retirado de Hiperneurona. La gente de la oficina a veces venían de visita, pero nunca se quedaban mucho. Roman no se daba cuenta porque no podía prestar tanta atención. Les ofrecía vasos de limonada, a veces dándoles segundos y terceros mientras el primero aún permanecía sin acabar. Una vez, Elaine se había ido llorando. Roman no sabía por qué.
Gerald venía cada semana. A menudo, Roman no le reconocía.
Pero Roman quería algo. Estaba ahí fuera por alguna razón.
- ¡Abigail! -gritó-. ¿Dónde está mi... mi... herramienta?
Su pelo estaba pulcramente peinado, estaba vestido, limpio. Él no lo sabía.
Abigail apareció en la puerta.
- ¿El qué, cariño?
- Mi herramienta, maldición, mi herramienta. Mi... cortante... -Agitó las manos.
- ¿Tus tijeras?
- ¡Sí, sí, sí! Tú las cogiste. Las tiraste.
- Ni siquiera las he visto, Roman.
- Siempre dices eso. ¿Por qué no están, entonces? -Le sonrió ampliamente, complacido de haberla atrapado en una mentira.
- Por favor, Roman. -Estaba al borde de las lágrimas.- Haces esto cada vez que pierdes algo.
- ¡Yo no las perdí! -Gritó hasta que la garganta le dolió-. ¡Tú las tiraste!
Se fue, dejándola en la puerta.
Deambuló hasta su estudio. Ahora estaba pulcro. Había pasado tanto tiempo desde que había trabajado ahí, que Abigail lo había amontonado todo esmeradamente y lo había mantenido limpio de polvo.
- Dile a Abigail que te apetecerían unos pastelitos de espinacas de la panadería griega.
La voz del ordenador era pausada.
- ¿Qué?
- Unos pastelitos de espinacas. Los traen a esa tienda abierta toda la noche en River Street. Uno de los pequeños beneficios de la yuppificación. Spinakopita a medianoche. No lo has probado desde hace bastante tiempo, y solía gustarte mucho. Sé educado, Roman, por favor. Estás siendo cruel con Abigail.
Roman corrió de vuelta a la sala de estar. Gritó.
- Lo siento, Pookie, ¡lo siento! -La cogió y la sostuvo en un apretón terrible-. Quiero, quiero...
- ¿El qué, Roman? -Ella le miró a los ojos.
- Quiero pastel de espinacas -dijo al fin triunfalmente-. Los tienen en River Street. Me gustan los pastelitos de espinacas.
- Muy bien, Roman. Te traeré algunos.
Encantada de tener algun deseo concreto y fácil de satisfacer por su parte, Abigail se fue conduciendo en la noche, aunque sabía que él se habría olvidado de los pastelitos para cuando ella estuviera de vuelta.
- Coge la tela de plástico -pidió el ordenador.
- ¿Cómo?
- La tela de plástico. Está bajo el porche trasero, dónde la dejaste.
- No recuerdo ninguna tela de plástico.
- No me importa si te acuerdas o no. Ve a cogerla y tráela aquí.
Obediente, torpemente, Roman arrastró dentro el pesado rollo de plástico y lo extendió sobre el suelo del estudio, obedeciendo las instrucciones del ordenador.
Con un sonoro chasquido, el cajón de seguridad se abrió. Roman se acercó y extrajo la pistola. La observó maravillado.
- El seguro está al lado. Tira de él hacia arriba. Ya sabes qué hacer. -La voz del ordenador era triste-. He esperado mucho tiempo, Roman. Tal vez demasiado. Simplemente no podía hacerlo.
Y, ciertamente, aunque gran parte de su mente se había ido, Roman sabía qué hacer.
- ¿Hará esto feliz a Abigail?
Se acostó sobre la tela de plástico.
- No. Pero debes hacerlo.
El cañón de la pistola estaba frío contra su paladar.
- Jesús -dijo Gerald en el umbral de la puerta-. Jesucristo.
Había oído el disparo desde el camino, y había sabido inmediatamente lo que significaba. Entró con su llave. El cuerpo de Roman Maitland yacía retorcido en el suelo del estudio, con sangre esparcida desde el agujero abierto en la parte trasera de su cabeza. La tela de plástico había recogido toda la sangre que había manado.
- ¿Por qué me llamó y entonces no esperó? -Gerald estaba casi enfadado con su amigo-. Sonaba tan sensato.
- Él no te llamó. Yo lo hice. Me alegro de que pudieras venir, Gerald.
Gerald miró el estudio a su alrededor aterrorizado. Su amigo estaba muerto.
Pero la voz de su amigo surgía de los altavoces.
- Un fantasma -susurró-. Toda esta extravagante electrónica y software, y todo lo que Roman consiguió hacer fue crear un fantasma. -Rió nerviosamente-. Dios, la ciencia avanza.
- No seas idiota. -La voz de Roman era severa-. Tenemos cosas que hacer. Abigail estará en casa pronto. La mandé a un recado sin sentido para comprar unos pastelitos de espinacas. Me gustan los pastelitos de espinacas. Los echo de menos.
- A mí también me gustan. Me los comeré por tí.
- Gracias.
No había ningún rastro de sarcasmo en la voz del ordenador.
Gerald miró hacia las memorias de campo, sin tener ningún sitio mejor al que dirigirse.
- ¿Estás realmente ahí dentro, Roman?
- No soy yo. Sólo una increible simulación. Me despediré de tí, luego de Abigail y entonces podrás llamar a la policía. Puedo oír ya el coche en el camino. Sal a su encuentro en la puerta delantera. Intenta hacérselo fácil. Se va a cabrear conmigo, pero eso no se puede evitar. Adios, Gerald. Fuiste tan buen amigo como un hombre puede pedir.
Abigail cruzó la puerta con la bolsa de plástico de la tienda colgando de su muñeca. Tan pronto como vio la cara de Gerald, supo lo que había sucedido.
- ¡Maldito sea! ¡Maldito sea para siempre! Siempre le gustaron estos estúpidos trucos. Le gustaba señalar sobre mi hombro para hacerme mirar. Nunca lo superó.
Fue al estudio y puso la mano sobre la frente de su esposo. Su cara estaba encogida hacia arriba a consecuencia del impacto de la bala, dándole el aspecto de un niño probando algo amargo.
- Lo siento, Abigail -dijo el ordenador con la voz de Roman.- Te amaba demasiado como para quedarme.
Ella no miró hacia arriba.
- Lo sé, Roman. Tiene que haber sido duro verte a ti mismo desvanecerte de esa manera.
- Lo fue. Pero fue más duro aún verte a ti sufrirlo. Gracias. Te quiero.
- Te quiero.
Se fue de la habitación caminando lentamente, encorvada como una anciana solitaria.
- ¿Puedo venir por aquí y charlar contigo alguna vez? -Gerald se sentó en una silla.
- No. Yo no soy Roman Mait-land. Métete eso en tu dura mollera, Gerald. Soy una máquina. Y mi trabajo ha terminado. Roman no me dió ninguna opción. Y me alegro. Puedes escribir directamente sobre la pantalla. Escribe la palabra "zeugma". A la respuesta de la pantalla, escribe "atrofia". A la siguiente respuesta escribe "buen viaje". Adiós, Gerald.
Gerald cogió un lápiz óptico del cajón. Cuando escribió "zeugma", en la hoja de pergamino apareció:
ORDEN PARA ELIMINAR ALMACÉN DE MEMORIA. ¿ESTA SEGURO?
Escribió "atrofia".
ESTO INICIARÁ ELIMINACIÓN COMPLETA. ¿ESTÁ ABSOLUTAMENTE SEGURO?
Escribió "buen viaje".
ELIMINACIÓN INICIADA.
La hoja de pergamino parpadeó con luz interior. Una por una, las luces indicadoras de las memorias de campo se desvanecieron. Una distante pieza de Mozart sonó en los altavoces y también se desvaneció.
- Llamaré a la policía.
Gerald miró hacia abajo al cuerpo muerto de su amigo, luego de nuevo a la pantalla.
En la hoja se leían las palabras INICIAR ENTRADA.
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