Se ha hablado en numerosas ocasiones acerca de la "capacidad de asombrar" como una de las principales características que debe tener toda obra de ficción. En el caso de McKenna, esa capacidad de asombrar es elevada a límites insospechados, y en algunos de sus relatos, esa fascinación que suscitan las primeras líneas se va transformando, a medida que el cuento va acercándose a su fin, en algo que, más bien, debería calificarse como perplejidad.
Un ejemplo acusado es el primer relato, que da título a la antología. En "Casey agonista", McKenna atrapa al lector desde la primera línea: "Nadie puede morir como quiere. Hay que atenerse al reglamento." La acción se sitúa en un hospital ageográfico y atemporal, con un ambiente a lo Alguien voló sobre el nido del cuco, cuyos pacientes comparten la alucinación de un gorila de color rojizo -Casey- que les hace reír con sus muecas. El relato es envolvente, intrigante y está bien llevado, pero el final, excesivamente oscuro, deja al lector con la miel en los labios. Algo similar puede aplicarse a "El dorado", un relato que indaga en la capacidad de sugestión mental del ser humano cuando se encuentra en trances de vida o muerte. La idea de un mundo ilusorio mantenido por un cerebro en permanente estado de concentración hace que la historia resulte, a medida que se va desarrollando, más que sugerente. Pero, una vez más, a McKenna se le va de las manos y el final provoca más estupefacción que inesperada sorpresa.
"Regresa, cazador" es sin duda el mejor relato de la antología: una historia de amor entrañable que aborda el tema del ecologismo con tintes animistas. "Mi propio camino" esboza una curiosa hipótesis acerca de por qué el mono evolucionó con tanta velocidad en comparación con otros animales, pero la historia se desaprovecha, y no pasa de ser una buena idea utilizada como armazón par aun relato sin gancho. El peor, "El lugar secreto", curiosamente galardonado con el premio Nébula, una historia aburrida y absurda sobre la búsqueda de un legendario filón de oro.