CONTENIDO LITERAL

("Guardianes de Dios [los]", comentario de Albert Solé. Derechos de autor 1996, Gigamesh)

Si el panorama de la edición nacional del género no estuviera describiendo una trayectoria sorprendentemente parecida a la de un ala-B que se precipita hacia la superficie del planeta más cercano, su fuselaje envuelto en llamas después de haber sido fulminado por las temibles baterías turboláser de la Estrella de la Muerte más próxima, existiría alguna colección de literatura fantástica dedicada a la midlist en la que, entre otros nombres y apellidos, ya habría aparecido alguna vez Judith Tarr. No es así, claro, y la sorpresiva aparición de esta trilogía fantástica de la Tarr -más o menos perdida en la abundante oferta de libro de bolsillo que ofrece continuamente Plaza y Janés- en nuestras librerías es, evidentemente, una casualidad y un rara avis que es de suponer no tendrá continuidad. Lástima, porque sin pretender echar las campanas al vuelo o dar a entender que se ha descubierto el equivalente genérico al tesoro de Tutankamón, lo cierto es que la obra de Tarr, ya toda una veterana en los Estados Unidos y con resultados más que estimables en su haber tanto en el terreno de la novela como en el del cuento, bien merecería ser más divulgada por estos pagos.
La Trilogía del Sabueso y el Halcón, que así es como se conoce a las tres novelas editadas por Plaza y Janés, es un excelente ejemplo de lo que podríamos llamar fantasía ilustrada/sofisticada que empezó a surgir en los años 70 -y que sigue sobreviviendo, cada vez más mal que bien, entre los piélagos de los dragones, los Dungeonmasters y el escabeche mágico entendido como la versión a base de hechizos de una riña tabernaria- después de que se hubieran ido digiriendo los teóricos frutos revolucionarios de la "New Age" y de que estilistas como Tanith Lee, Roger Zelazny, Avram Davidson o Ursula K. LeGuin (por poner ejemplos bien dispares, tanto en intenciones rectoras como en talantes literarios) hubieran demostrado que no había ninguna necesidad de pasarse la vida repitiendo las cantinelas de imitación de los clásicos que empezaban a extenderse como una plaga por el imaginario colectivo de los campus estadounidenses.
Como tal, es también un excelente muestrario de sus virtudes y defectos: la odisea de Alf, que se ha convertido en monje después de haber sido abandonado a las puertas de una abadía en una noche lo más irreprochablemente invernal y de ventisca que pueda imaginarse y haber sido hallado por los buenos hermanos, y que le paseará por los escenarios más exóticos de las Cruzadas y por un Bizancio imaginado con notable laboriosidad y algún que otro chispazo de genio, encierra un doble periplo físico y emocional. El primero, forzoso es decirlo, no aporta excesivas novedades ni prodigios: en su codearse con los poderosos de este mundo, que a veces tienen la molesta tendencia de hablar con cursivas o mayúsculas invisibles, Alf suele adoptar una postura a medio camino entre la integridad fastidiosa y el suave tirón de mangas del guía turístico que ha hecho bien los deberes (abre los ojos, buen lector, pues que estamos a punto de entrar en Hagia Sofía, donde no debes perderte el mosaico de...), y que sabe hasta qué punto valoramos el privilegio de contemplar al Dux de Venecia o a Ricardo Corazón de León a través de sus ojos.
El segundo ya es más interesante, por cuanto responde al siempre fructífero truco argumental del personaje dividido entre dos mundos opuestos que tiran de él mediante vectores de similar poderío: Alf es, oh, un elfo y, como tal, teóricamente no tiene alma, hueco en la Iglesia o sitio en el mundo de los hombres. Pero Alf, en una operación de represión y aherrojado de la olla freudiana que debería ganarle un puesto de honor entre las filas del Opus Dei, ha interiorizado con tanto fervor el credo de quienes deberían ser sus enemigos naturales que ha conseguido ganarles la carrera con una ventaja descomunal: Alf, en efecto, es lo más parecido a un santo con lo que puedan encontrarse todos quienes se cruzan en su camino, y esa continua tensión entre su santidad auto-impuesta y las tentaciones del mundo (y las de su propia especie, sobre todo las que supone Thea, una representante del otro sexo) proporcionan sus páginas más interesantes a la trilogía del Sabueso y el Halcón.
Cierto, Tarr no sabe trascender los problemas de la forma que ha adoptado (o que le han impuesto, pues su caso como escritora tal vez guarde algún parentesco con el de su hijo ficcional) y, como en toda trilogía que se precie, el volumen central a ratos es un obvio artilugio de transición entre el comienzo y el desenlace. Cierto, también, que los imperativos de la fantasía ilustrada y las sombras de la corrección política hacen que todos los males deban tener una explicación, una pequeña disculpa y un a ratos algo incómodo regusto a ese "entenderlo todo es perdonarlo todo" que ha terminado constituyéndose en una de las peores trampas del subgénero (en la que, por cierto, LeGuin está cayendo con estrepitoso entusiasmo en sus últimas y crecientemente penosas novelas cortas). Aun así, y con todos los peros que se le puedan oponer, las tres novelas que constituyen la crónica del paso del hermano Alf por este mundo y su majestuosa salida de él para refugiarse en esa Tierra de las Hadas que, por su misma naturaleza, cancela definitivamente la narración (¿qué contar allí donde nada ocurre, en efecto?) merecen ampliamente el desplazamiento.