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CONTENIDO LITERAL
("Antigüedades", comentario de Albert Solé. Derechos de autor 1996, Gigamesh)
John Crowley, por desgracia, prodiga considerablemente poco su voz aunque, por fortuna, el lector nacional tenga la suerte de que Porrúa y Minotauro insistan en ofrecerle de manera bastante continuada su producción a pesar de que, una vez más y como suele ser desgraciadamente frecuente para esta editorial que sigue aguantando el tipo gracias a que un día Tolkien le tocó la flauta -y ojalá se la siga tocando por muchos años más-, ve cómo el mercado pasa olímpicamente de largo ante ella para prosternarse, embobado, ante la última excrecencia póstuma de Isaac Asimov o la enésima vampirización de que Arthur C. Clarke hace objeto al negro de turno.
Es, en realidad, un destino posiblemente merecido por cuanto la obra de Crowley va en contra de los dos dogmas convictos y confesos que sustentan la conformación básicamente reaccionaria de lo que se nos intenta vender como única ciencia ficción digna de tal nombre: a saber, el de que todo escritor puede manejar la flecha del tiempo con la misma ciega, optimista e infundada confianza con que cada uno de nosotros la maneja en su vida cotidiana; y el de que eso no sólo puede sino que debe hacerse, pues la diana a acertar con ella nos ha sido puesta delante por la bienhechora deidad del progreso. La escritura de Crowley no se acostumbra a prosternar delante del futuro, pero además tampoco lleva a cabo esa toma de postura mediante el fácil recurso tipo "joven turco" de echar pestes del negro futuro que se nos viene encima, maldecir la conjura político-milito-científica y/o levantar el estandarte del malditismo ciberpunk, nuevaolero o revolucionario de turno. Tal como declara Crowley antes de ofrecernos una minuciosamente cincelada colección de pequeñas joyas del cuento, y como debe mantener siempre presente en su itinerario todo texto que aspire a cumplir su función noblemente básica de consuelo y entretenimiento de la mortalidad, "sólo porque somos unas criaturas cargadas con Esperanza y Memoria alentamos la ilusión de un Paraíso que nosotros y solamente nosotros hemos perdido".
Los siete cuentos de este librito de 141 páginas -y que tenga tan pocas páginas y cueste 1.600 pesetas es, aunque ello no sea achacable a Crowley, el único demérito que se le puede atribuir aunque, en su descargo, también hay que decir que el mercado cultural ofrece muchas basuras que salen mucho más caras, y no sólo en términos de dinero sino también de nocividad biopsicológica- dan vueltas al torno de las palabras para tratar de llevar a cabo el impalpable milagro de recuperar ese edén olvidado por la especie humana en cuanto adquirió memoria, lenguaje y la especiosa esperanza de que las cosas pudieran mejorar algún día después de haber empeorado para siempre al habérnoslas inventado. Los cuentos son, por supuesto y como no podía ser menos, irregulares en su nivel de intenciones y de resultados: los extremos más bajos del abanico van desde un puro divertimento sobre unas cuantas convenciones genéricas como es el caso de "Exogamia", perjudicado y simultáneamente potenciado por su propia brevedad, hasta el grito de nostalgia en un estado tan puro que resulta curiosamente preliterario y atenuado de "La niña verde", donde Crowley parece desfallecer ante la fea verdad y la cruel paradoja de que alguien que no tenga lenguaje no podrá llorar lo que ha perdido hasta haber adquirido, precisamente, un lenguaje que se lo haga perder.
Pero el centro del abanico es, realmente, muy alto y hermoso: "Missolonghi 1812" evoca con una admirable economía de medios y una envidiable ausencia de tópicos la fusión de la pasión literaria con el élan vital a través del poeta romántico por excelencia; "El porqué de la visita" sabe obviar el mero pretexto del juego culterano -la visita, no tanto misteriosa como inefable, de una vieja dama digna llamada Virginia Woolf, aquí más bien nunca muerta que rediviva- para relatar, con las bellísimas líneas de la segunda mitad de la página 72, la agonía, derrota y victoria del arte de novelar tal como fue entendido hasta el último gran momento de esa forma de literatura, el que reunió a Woolf, Joyce y Faulkner; o, finalmente, "Generosa con los muertos" amalgama de una forma casi milagrosamente perfecta el relato de fantasmas, la reflexión metagenérica y la pura y simple melancolía del paraíso perdido (el pasado, obviamente, y siempre ese pasado personal e intransferible que forma el mundo secreto, la huella dactilar mental de cada ser humano y que tanto obsesiona a Crowley) en la historia de una invitación a traspasar las puertas del texto y de la muerte que, evidentemente, sólo puede ser contada porque ha sido rechazada.
Esperemos, por supuesto, que ni Minotauro ni Crowley arrojen la toalla en ese empeño incesante: algunos lectores -pocos, ay- todavía queremos conocer la conclusión de ese fascinante periplo por las nieblas de la memoria, el pasado y los otros mundos que se inició con Aegipto y del que el mercado anglosajón ha visto hace poco su segundo eslabón. ¿Es mucho pedir, cuando tratamos de no ahogarnos en un océano crecientemente saturado de popes tecno-espaciales, spinoffery salvaje y ensoberbecido, o tonto descubrimiento nacional pregonado con trompetas de lo que Merritt, Van Vogt o Simak dejaron de hacer, por haberlo superado, hace ya un montón de años?
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