CONTENIDO LITERAL

("Encuentro con el mal", comentario de Albert Solé. Derechos de autor 1995, Gigamesh)

El encuentro entre las leyendas del vampirismo pasadas por el filtro romántico y del folletín y la peculiar olla de perversiones, temores religiosos y puro y simple poder literario de un hombre llamado Bram Stoker, engendró uno de los mitos más poderosos y proteicos de la literatura terrorífica. El vampiro demostró -para bien o para mal poseer la capacidad de ir trasladando continuamente su sepulcro de un lado a otro y de llenarlo en cada momento con los mitemas más adorados y temidos de cada generación. El proceso ha seguido desarrollándose con un vigor asombroso desde ese primer encuentro originante, y es de suponer que habría podido continuar sin trabas de no haberse producido un nuevo y mucho más peligroso encuentro entre el vampiro, el mercado literario y la obsesión taxonómica que pretende encontrar un hueco para toda mercancía encuadernada.
Los estudios, las tesis y las entelequias se han ido acumulando alrededor del vampiro como la yedra alrededor de una estatua funeraria, pero la opinión general reinante en tal literatura parasitaria y/o fertilizante está tendiendo a olvidar que, aparte de la sexualidad reprimida, el conflicto social o el enfrentamiento puritanismo-despendole, había otro factor inseparable del atractivo del vampirismo: el no muerto compra la vida eterna al precio de llevar una existencia vicaria y reprochable y de convertirse en un solitario que se alimenta, casi se podría decir que preferible e ineludiblemente, de aquellos a quienes amó en vida. Esa vida eterna está aquí y ahora, y es vista como doblemente horrible por todo aquel que aún tenga una cierta esperanza de que se puede escapar a la negrura de la muerte mediante la religión y la promesa de otra vida enraizada en el más allá del bien Los fanáticos de La Biblia no leen novelas de vampiros porque no necesitan horrores exóticos a su marco de normas, cierto, pero el vigor del subgénero se había nutrido hasta ahora de quienes reunían en su interior la mezcla necesaria del horror ante el precio a pagar por esa vida eterna concreta y de una débil esperanza en que no era necesario pasar por el feo camino de los colmillos.
S. P. Somtow, y ésa es su gran virtud, escribió su novela en un tiempo (1984) en que ya era posible prescindir de lo que un fan del vampirismo glamuroso actual puede considerar (¿legítimamente?) como zarandajas, y el proceso se ha ido acelerando de una forma que parece imparable. Si la salvación religiosa ha pasado a ser irrelevante, algo que como consideración despectiva es todavía más definitivamente liquidador que el que parezca inalcanzable, el vampiro pasa a convertirse en un fetiche a envidiar -"Papá, yo quiero ser vampiro", podría proclamarse parafraseando una inolvidable canción de Albert Pla-, y sólo queda el pequeño problema de que mantenerse en la vampirez exija chupar sangre y dejar un reguero de víctimas. Las estrategias actuales para resolver este "pequeño" problema varían bastante, desde luego, y van desde la empleada por Anne Rice (ay, mísero de mí, ay, infelice, cruel destino es ser vampiro y matar, matar, matar y rematar) hasta las amorales de Poppy Brite (qué guay es ser vampiro y no envejecer nunca, no tener que aguantar a los padres y poder bailar toda la noche entre chupetón y sorbetón), pasando por una variada gama de truquitos prácticos, que esquivan el dilema moral encuadrando al vampiro en nichos del sistema laboral peculiarmente adecuados a su fisiología, desde trabajar en un banco de sangre a ser policía del turno de noche.
Y S. P. Somtow, y por fin volvemos a él y qué remedio nos iba quedando salvo hacerlo, epitomiza prácticamente todas esas trayectorias y algunas que no he citado (como la comunidad de vampiros a la King) en su larga, larguísima epopeya de Valentine, el vampiro-estrella del rock que empezó su carrera como castrato después de una fugaz temporada de servicio a la Sibila de Delfos y que ha llegado hasta nuestra era para aprender la compasión y distinguirse definitivamente de sus víctimas incluso cuando éstas engrosan las filas del vampirismo: Valentine, experimentado él, discursea con su psicoanalista y le/nos endilga paparruchadas jungianas antes de beneficiársela en un coito místico de la variedad tríada que, ay, se hace esperar hasta el final de la novela; se presenta como arquetipo y desdeña alegremente ajos, cruces y demás porque ya es lo bastante niño-viejo como para haberse librado de tanta melopea; y, finalmente, disfruta de una espectacular metamorfosis final Autor ex machina que abre las puertas a su segunda novela dejándole convertido poco más o menos que en Dios o, como mínimo, en un ente vanvogtiano.
El sepulcro de Somtow/Valentine vuelve a cerrarse después de este asombroso periplo, y quienes hemos asistido a su irreversible vaciado nos quedamos entre tristes y consolados: nunca podremos cantar con la voz de Somtow/Valentine y nunca trascenderemos la muerte o el precio feo y sangriento que queramos pagar para escapar a ella, pero al menos podremos entretenernos viendo cómo los vampiros ricos y famosos sufren, ríen y dan conciertos antes de elevarse al siguiente peldaño de la escala kármica.
Observación: La novela de Somtow ha sido servida con una traducción tan increíblemente mala que al terminarla uno no sabe si reír o llorar. ¿A quién reclamar el precio de perlas, se supone que minuciosamente cultivadas, del calibre de "un jugador de kabuki" (pág. 315, o la milagrosa conversión del teatro japonés en un nuevo deporte ¿de equipo?); erratas dignas de Raymond Queneau o los hermanos Marx como "la conversación era un ministerio" (pág. 346); o de enunciaciones tan irremediablemente abstrusas como "Y ahora surgiría una incomodidad en la buena práctica, estoy seguro, para la dura prueba que aguarda"? (pág. 215, líneas 4 a 6).