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CONTENIDO LITERAL
("Libro del día del Juicio final [el]", comentario de Héctor Ramos. Derechos de autor 1995, Gigamesh)
¿Está evolucionando la ciencia ficción hacia posiciones renegadas de sus propios planteamientos tradicionales? ¿Basta con describir un mundo con presupuestos tecnológicamente alcanzables pero inexistentes en la actualidad para producir ciencia ficción? Puntualmente nos encontramos con obras que hacen cierta la opinión de que la permeabilidad del género en ocasiones acaba por destruirlo como tal. Su grado de apertura le hace blanco codiciado de autores híbridos sin escrúpulos. Sin embargo, de vez en cuando nos encontramos con novelas que bailan con coquetería con las posibilidades de la pérdida de identidad propia, pero cuyo resultado final es el propio enriquecimiento del género. Es el caso de El libro del día del Juicio final.
El ámbito de la historia y la profesión de historiador son los preferidos de Willis para sus obras de mayor resonancia, y así lo demuestra también aquí. Kivrin, una joven estudiante de historia, se embarca en un arriesgado viaje a la Edad Media que no parece contar con las debidas garantías de seguridad para su tutor, Dunworthy. El paralelismo de los dos continuos temporales, el siglo XXI y el siglo XIV, nos irá descubriendo que las dificultades son mucho mayores y más numerosas de lo previsto en el inicio para ambos. Se otorga a la profesión de historiador una importancia ficticia que a veces provoca situaciones de poder conflictivas, ya que no parece haber en la ciudad de Oxford más encumbradas jerarquías que Dunworthy y Gilchrist, su rival responsable de la época medieval.
Willis presenta la tecnología en uso, no la describe. Y ello porque en su novela las personas hablan, trabajan, se buscan unas a otras, afrontan dificultades, sufren y mueren, de modo que no es necesario que nadie nos predique sobre el empleo de los aparatos médicos, ni que nos avisen de que el teléfono posee imagen, porque lo apreciamos cuando Dunworthy llama al portero de la facultad y describe el árbol de Navidad que está decorando. Mas la escritora ha abusado también de este mecanismo para escabullirse de tener que presentarnos arriesgadas explicaciones sobre paradojas en un tema tan espinoso como los viajes temporales (aunque sea en un período tan lejano como la Edad Media, las consecuencias de la estancia de un viajero pueden ser terribles para su propio presente). Willis se limita a atribuir la preservación de la Historia a la acción omnipotente de la Red, concepto que no se nos acaba de clarificar.
Tal vez podríamos atribuir a la Red una de las numerosas comparaciones con la divinidad que pululan por la novela; y es que no se puede hablar de un Juicio Final sin mencionarla. Dunworthy atraviesa fases de atormentamiento por el viaje de Kivrin que lo llevan a comparar su situación con el envío de Jesucristo a la tierra por parte de Dios. El mundo medieval, terrible a sus ojos por las plagas que lo asolaban, es igualable a la Palestina que vio morir a Jesús. No es el único mecanismo de santificación que padece la figura de Kivrin. El padre Roche la considera una santa que ha venido entre los hombres para ayudarles en sus problemas, en lo que parece una hábil ironía de la pluma de la autora por esquivar nuestras sospechas sobre el triste final de Kivrin en una hoguera.
Una religiosidad apartada tanto del papanatismo "progre" como de la cerrazón sectarista inunda los sentimientos de unos seres humanos que, en dos sociedades que no han perdido su fervor religioso, ven cómo la única manera de descubrir a un dios que parece haberles abandonado en la desgracia es en los actos de las personas que aun creen en Su presencia (Roche) o que profesan una preocupación ilimitada por el bienestar ajeno (Dunworthy, Colin, Ahrens).
El relativismo es una de las virtudes de Willis. Con su repaso de un período histórico nos recuerda que, en el siglo XIV, la gente pudo sufrir y morir tanto o más que en el siglo XXI, pero que también tenía su forma de vivir. El concepto de juicio final es tan relativo que los humanos olvidamos que ya lo hemos vivido a lo largo de nuestra historia muchas veces. No puede ser siempre lo que nos espera a nosotros al final del túnel. Como dice la propia Willis, citada por Miquel Barceló:
"El fin del mundo ya ha ocurrido al menos una vez. Ya sabéis, la Peste Negra... Estaba en todas partes, no tenían ni idea de qué la causaba, no podían detenerla ni imaginar siquiera esa posibilidad, e iba matando gente en grandes cantidades".
Tal vez la forma egoísta de enfocar nuestra vida sea identificar el fin del mundo con nuestra propia muerte. Pero la vivencia es algo más que eso. Debemos estar vivos para experimentar toda la crudeza de la muerte, y entonces podemos hablar realmente de lo que es el fin del mundo. En palabras de la escritora:
"...el fin del mundo es siempre lo mismo, siempre ese sentimiento de incredulidad, desamparo y pesar".
El problema de Willis es el manejo de la trama: sus técnicas pierden intensidad en una extensión larga. No es capaz de distribuir adecuadamente los tiempos de angustia y de relajamiento en el lector. Debido a su costumbre de ocultamiento parcial de información -hasta bien entrada la novela, el lector no sabe lo que está pasando, y hasta el final desconoce lo que está pasando exactamente-, durante muchas páginas acaba por olvidarse de que nos ha tenido en vilo demasiado tiempo como para satisfacer nuestra curiosidad con las gestiones de un profesor de historia. Los entreactos acaban alargándose, los clímax no llegan más que en contadas ocasiones, y cuando llegan la mente del lector ha trabajado demasiado para ser sorprendida.
Sin embargo, la novela presenta tal riqueza en la concurrencia de dos corrientes narrativas. tan hábilmente paralelas, que su lectura es imprescindible.
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