CONTENIDO LITERAL

("Nueva Lisboa", comentario de Julián Díez. Derechos de autor 1995, Gigamesh)

Querámoslo o no, en tanto el mundillo de la ciencia ficción prosigue en su discurrir cada vez más lento, el Gran Universo sigue moviéndose ahí fuera. Su penúltima tendencia que nos afecta es la asunción por parte de la literatura general de los temas que se supone pertenecen a nuestro patrimonio privado común; el problema está en que la mutua incomunicación con la que ellos nos ignoran y nosotros les menospreciamos tiene consecuencias negativas para ambos lados de la frontera, tanto en su ancho y poderoso margen como en nuestra pequeña y oscura orilla, haciendo imposible una fértil convivencia que nos liberaría a nosotros de los generalizados complejos de inferioridad (otra cosa es si ese respeto realmente nos valdría para algo) y enriquecería la literatura general con nuestras brillantes ideas.
Siempre han existido los fronterizos, desde luego, pero su utilidad a la hora de conseguir la integración parece dudosa: gente como Joan Perucho o José María Merino no son conocidos entre los aficionados fieles y nadie cree que hagan género según el punto de vista de la gran literatura. De momento, los intentos de mestizaje más declarados han terminado en fracasos de diversa medida. El peor ha sido, sin duda, Temblor, de Rosa Montero, que tirando de retruécano fácil era para echarse a temblar. Algo mejor resultaba Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza, aunque tampoco era como para romperse las manos aplaudiendo. Ahora tenemos un par de ejemplos contrapuestos que me vienen al pelo para repartir estopa a todo el mundo, que es al fin y al cabo lo que se espera.
Empecemos con ellos. En el colmo de la originalidad, José Antonio Millán ha encontrado para el Gran Universo la existencia de la realidad virtual, según informaba a bombo y platillo en una doble página el suplemento de libros de El País y ha plasmado su descubrimiento en Nueva Lisboa, publicada como una cosa supermoderna y chachi por la muy vendedora y prestigiosa Alfaguara.
Para decirlo pronto y no dejar lugar a las dudas, nos enfrentamos a la típica novela de literatura general que deleita a la crítica snob y espanta al aficionado: más de trescientas páginas de nada, un vacío tan absoluto que llega a convertirse en denso y asfixiante. Una prueba más de que la mayor parte de ellos creen que la ciencia ficción es basura y que se puede entrar en ella para saquear sin miramientos. Como explicaba Sergi Pamiés en una entrevista concedida a la Guía del Ocio de Barcelona para hablar sobre su último libro: "Quería hacer una parodia de los personajes de ciencia ficción, con su color verde y sus grandes orejas". Vale, chaval.
El prometedor planteamiento de la novela de Millán puede dar una idea de lo que aguarda al lector no avisado: un cerebro es el último ser humano sobre la tierra y vive en las realidades virtuales que le va procesando su ordenador. ¿Parece aburrido? Pues, efectivamente, lo es. Por supuesto, la novela está bien escrita y nada cabe achacar en ese sentido; las frases están escogidas con una paciencia y una laboriosidad que no son comunes en el género más que en estilistas tipo Ballard o Delany. Pero tendencias pelmazas a anteponer predicado a sujeto y otras artificiosidades por el estilo impiden que el tomo se justifique sólo por razones estilísticas.
Además, para el viaje realizado no hacían falta alforjas algunas: no hay un solo átomo de novedad temática en toda la novela, que se aprovecha de que su destinatario natural no está acostumbrado a las convenciones del género fantástico. Millán encadena gadgets no justificados, que cuela merced a la omnipotencia de su ordenador protagonista.
El libro es de aquellos que te consiguen generar una progresiva antipatía. Llegado determinado punto de extenuación por el deleite vanidoso con que el autor me salpica con sus secreciones cerebrales, tuve que pasar a toda prisa las hojas para constatar que la cosa seguía, seguía y seguía igual, página tras capítulo tras página.
Así pues, aquí tenemos la perfecta justificación para que el lector limitado al género menosprecie a quienes intentan desde fuera poner su granito de arena a la playa de lo imaginario. El problema está, y ahora es cuando llega la hora de golpear a los devotos que limitan todas sus lecturas a lo fantástico, que llegan a creer que esa excusa les exime de leer cualquier cosa que no sea la morralla habitual. El ejemplo está claro con el escaso eco que ha merecido la aparición de Las novias inmóviles, una pequeña y brillante novelita de terror de Pilar Pedraza.