CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "El día de los trífidos", novela de John Wyndham)

1 - Comienza el fin

Cuando un día que usted sabe que es miércoles comienza como si fuese domingo, algo anda muy mal en alguna parte.

Lo sentí tan pronto como desperté. Y sin embargo, cuando se me aclaró un poco la mente, comencé a dudar. Al fin y al cabo, era muy posible que fuese yo el que estaba equivocado, y no algún otro. Seguí esperando, acicateado por la duda. Pero pronto tuve mi primera prueba objetiva: me pareció oír que un reloj distante daba las ocho. Escuché con atención y desconfianza. Pronto otro reloj comenzó a emitir unas notas altas y perentorias. Con gran tranquilidad dio ocho indiscutibles campanadas. Entonces supe que pasaba algo raro.

Sólo por accidente no asistí al fin del mundo; bueno, el mundo que había conocido durante treinta años. A casi todos los sobrevivientes les pasó lo mismo. Está en la naturaleza de las cosas que haya siempre un buen número de enfermos en los hospitales: la ley de los promedios había decidido la semana anterior que yo fuese una de esas personas. Si eso hubiese ocurrido una semana antes, yo no estaría escribiendo estas líneas; no estaría aquí.

Pero la casualidad no sólo quiso que yo estuviese en el hospital en ese preciso momento, sino también que una venda me cubriese los ojos, y toda la cabeza. Tengo, por tanto, que estar agradecido a quienquiera que sea el que decide la regularidad de esos promedios. Pero aquella mañana yo solo sentía cierto mal humor, preguntándome qué diablos habría ocurrido, pues ya había pasado allí bastante tiempo como para saber que, después de la jefa de enfermeras, lo más sagrado en un hospital era el reloj.

Sin reloj, el hospital no marchaba, simplemente. No pasaba un solo segundo sin que alguien lo consultase con respecto a los nacimientos, las muertes, las dosis, las comidas, las luces, las conversaciones, el trabajo, el sueño, el descanso, las visitas, la ropa, el lavado... Y hasta ahora el reloj había decretado, invariablemente, que alguien tenía que empezar a lavarme y asearme tres minutos antes de las siete de la mañana. Esta era una de las razones por las que yo apreciaba tener un cuarto privado. En una sala común todo hubiese comenzado innecesariamente una hora antes. Pero aquí, y en este momento, unos irregulares relojes continuaban dando las ocho desde diversos sitios... y nadie había aparecido aún.

Aunque aquel lavado con la esponja no me agradaba mucho (yo había sugerido inútilmente que si alguien me llevaba hasta el baño podríamos eliminar ese proceso), su falta me desconcertaba de veras. Además, la esponja anunciaba normalmente la proximidad del desayuno, y yo ya sentía hambre.

Posiblemente eso no me hubiese preocupado tanto cualquier otro día, pero en aquel miércoles 8 de mayo tenía que ocurrir algo muy importante para mí. Quería terminar de una vez con aquellas molestias y aquella rutina. Aquella misma mañana me iban a quitar los vendajes.

Tanteé a mi alrededor buscando el timbre, y dejé que sonara durante cinco segundos, para que supiesen lo que pensaba de ellos.

Mientras esperaba la bonita y enojada respuesta que un llamado semejante tenía necesariamente que provocar, seguí escuchando.

Afuera, me daba cuenta ahora, el día parecía más extraño aún. Los ruidos que se producían en la calle, y los que no se producían, eran de un domingo demasiado domingo... y yo había llegado a la conclusión de que aquel día era miércoles. Aunque algo le había pasado a ese miércoles.

Nunca pude comprender enteramente qué debilidad llevó a los fundadores del hospital St. Merryn a erigir el edificio en un cruce de calles, no lejos de un barrio de oficinas, y destrozar de este modo, y constantemente, los nervios de los enfermos. Pero aquellos afortunados capaces de soportar los ruidos del tránsito tenían ventaja de poder permanecer en cama sin perder contacto, por así decirlo, con el fluir de la vida. Generalmente los ómnibus atronaban la calle tratando de llegar a la esquina antes que cambiaran las luces; e igualmente a menudo los chillidos de los frenos y las salvas del silenciador anunciaban que habían perdido la carrera. Momentos más tarde los coches en libertad volvían a rugir mientras subían la cuesta. Y de cuando en cuando un interludio: un choque terrible seguido por una discusión general; algo demasiado torturante para alguien que como yo sólo podía juzgar la extensión de los daños por la cantidad de insultos y maldiciones subsiguientes. Ciertamente, ni durante el día, ni durante la mayor parte de la noche, existía la posibilidad de que el paciente de St. Merryn tuviese la impresión de que el round se había interrumpido, ya que él, personalmente, se había retirado a un rincón.

Pero esta mañana todo era distinto. Tan misteriosamente distinto que llegaba a ser perturbador. No se oía el rechinar de las ruedas, ni el frenar de los ómnibus, ni el ruido de ningún otro vehículo. Ni frenos, ni bocinas, ni siquiera el golpear de los cascos de los ocasionales. Ni, como debía ocurrir a aquella hora, el armónico taconear de la gente en camino hacia sus empleos.

Cuanto más escuchaba, más raro me parecía... y más me preocupaba. En unos diez minutos de cuidadosa atención, sólo oí, cinco veces, unos pasos titubeantes y arrastrados, tres voces lejanas que gritaban algo incomprensible y los sollozos histéricos de una mujer. Ni el arrullo de una paloma, ni el piar de un gorrión. Sólo el zumbido de los alambres en el viento...

Comenzó a invadirme una sensación desagradable y vacía. La misma que me asaltaba en mi infancia cuando creía que había algo, algo horroroso en algún rincón oscuro de la habitación y no me animaba a sacar un pie por miedo que algo saliese de debajo de la cama y me tomase por el tobillo y ni siquiera a encender la luz ya que el más pequeño de mis movimientos podía que algo saltase hacia mí. Tuve que luchar contra esa sensación, lo mismo que cuando era niño y me veía a solas en la oscuridad. Y no resultó más fácil. Es sorprendente comprobar lo poco que se ha crecido cuando llega el momento de la prueba. Los miedos elementales seguían acompañándome, esperando su oportunidad, y casi ya aprovechándola... Sólo porque tenía los ojos vendados y el tránsito se había interrumpido.

Cuando logré dominarme un poco, traté de examinar racionalmente la situación. ¿Por qué se detiene el tránsito? Bueno, comúnmente porque se hace algún arreglo en el camino. Algo muy simple. De un momento a otro comenzarían a oírse las perforadoras neumáticas, como una nueva distracción auditiva para los sufrientes hospitalizados. Pero el examen racional tenía una dificultad: no se detenía allí. Indicaba además que no se oía ni el distante murmullo del tránsito ni el silbato de una locomotora, ni la sirena de una barcaza. Nada... Y los relojes comenzaron a dar las ocho y cuarto.

La tentación de echar un vistazo, nada más que un vistazo naturalmente, para tener por lo menos una idea de lo que estaba ocurriendo, era muy grande. Pero me contuve. Ante todo, echar un vistazo no era algo tan simple como parecía. No se trataba sólo de levantar una venda; había un montón de gasas y apósitos. Pero, lo que era más importante, yo tenía miedo. Una semana de ceguera total basta para que no nos atrevamos a tomarnos libertades con nuestros ojos. Cierto era que la gente del hospital se proponía quitarme ese mismo día las vendas pero iban a hacerlo en una luz débil, especial, y si me encontraban algo malo en los ojos, volverían a vendarme. Yo solo no podría darme cuenta. Era posible que mi vista quedase dañada para siempre. O que yo no pudiese ver. Yo no lo sabía aún.

Lancé un juramento y volví a tocar el timbre. Me tranquilicé un poco.

Nadie, parecía, prestaba atención a los timbres. Comencé a sentirme no sólo preocupado, sino también fuera de mis casillas. Depender de alguien es algo humillante, pero no tener de quien depender es todavía peor. Se me estaba acabando la paciencia. Algo había que hacer.

Si salía al pasillo, y armaba un alboroto de todos los diablos, alguien aparecería, aunque sólo fuese para decirle qué pensaba de mí. Aparté las ropas y salí de la cama. Yo nunca había visto mi habitación, y aunque por lo que había oído creía conocer la posición de la puerta, no me fue fácil hallarla. Me encontré con varios sorprendentes e innecesarios obstáculos, pero después de torcerme un dedo del pie y de lastimarme ligeramente la pierna, atravesé la habitación. Me asomé al pasillo.

- ¡Eh! -grité-. Tráiganme el desayuno. ¡Habitación cuarenta y ocho!

Durante un momento, nada ocurrió. Luego se oyeron unas voces que gritaban, juntas. Parecían centenares, y no se podía distinguir claramente una sola palabra. Era como si yo hubiese puesto un disco con las voces de una multitud... una multitud malhumorada. Una fugaz visión de pesadilla me pasó por la mente mientras me preguntaba si me habrían trasladado durante la noche a algún manicomio. Quizá éste ya no era el hospital de St. Merryn. Esas voces no me parecían normales. Cerré rápidamente la puerta y llegué como pude a la cama. No parecía haber lugar más seguro en todo ese confuso alrededor. Y como para asegurármelo aún más, se oyó un sonido que me paralizó en el instante en que apartaba la sábana. Allá abajo, en la calle, sonó un grito salvaje y enloquecido y de un contagioso terror. Se repitió tres veces, y se quedó como temblando en el aire.

Me estremecí. Podía sentir el sudor que me corría por la frente, bajo las vendas. Estaba seguro ahora de que había ocurrido algo espantoso y terrible. No podía soportar más mi aislamiento y mi desamparo. Tenía que saber qué pasaba a mi alrededor. Me llevé las manos a las vendas. Enseguida ya con los dedos en los alfileres, me detuve...

¿Y si el tratamiento no había tenido éxito? ¿Y si cuando me sacara las vendas descubría que no podía ver? Eso seria peor aún... Cien veces peor.

Estaba solo y me faltaba coraje para averiguar si me habían salvado o no la vista Y si hubiesen logrado salvármela, ¿convendría que me quedase con los ojos descubiertos?

Dejé caer las manos, y me acosté de espaldas. No sabía qué hacer, y lancé algunas tontas y débiles maldiciones.

Pasó algún tiempo antes que pudiese volver a enfrentar aquel problema. Me sorprendí a mí mismo revolviendo otra vez en mi mente en busca de una posible explicación. No la encontré. Pero me pareció indudable que, a pesar de todas esas paradojas del diablo, era miércoles. Pues el martes había sido un día notable, y yo podía jurar que desde entonces sólo había pasado una noche.

Los archivos dicen que el miércoles 7 de mayo la órbita de la Tierra pasó entre los restos de la cola de un cometa. Pueden ustedes creerlo, si quieren... Millones lo creyeron. Quizá ocurrió así. Yo no puedo probarlo. No estaba en condiciones de ver qué era eso; aunque tengo mis propias ideas. Sólo sé que tuve que pasarme las primeras horas de la noche escuchando los relatos de los testigos presenciales acerca de lo que era, aparentemente, el más notable espectáculo celeste de toda la historia.

Y sin embargo, hasta que sobrevino el fenómeno, nadie había oído una palabra de ese supuesto cometa...

No sé por qué las radios se encargaron de describir el suceso, pues todo aquel que podía caminar, arrastrarse o ser arrastrado, se encontraba en la calle o en las ventanas disfrutando de una nunca vista exhibición de fuegos artificiales. Pero así fue, y eso contribuyó a que yo sintiese aún más pesadamente mi ceguera. Llegué a pensar que si el tratamiento no había tenido éxito, seria mejor acabar con todo.

Los boletines de noticias de aquel día informaron que unas misteriosas y brillantes luces verdes habían cruzado el cielo de California la noche anterior. Sin embargo, tantas cosas pasaban en California que nadie podía sorprenderse. En los informes subsiguientes apareció el tema de los restos del cometa, y ya nadie lo olvidó.

Las descripciones llegadas desde todos los puntos del Pacífico hablaban de una noche iluminada por meteoros verdes, "a veces en lluvias tan apretadas que el cielo parece caer sobre nosotros". Y así fue, si uno lo piensa.

La línea de la noche se desplazó hacia el oeste, pero el brillo de la exhibición no perdió su primitiva intensidad. Algunos ocasionales relámpagos verdes comenzaron a hacerse visibles aun antes que cayera el crepúsculo. El narrador, al describir el fenómeno en el noticioso de las seis, advirtió que era un espectáculo asombroso y que nadie debía perdérselo. Mencionó asimismo que el fenómeno interfería seriamente la recepción de ondas cortas a larga distancia, pero que las frecuencias medias -donde seguirían los comentarios- no habían sido afectadas, como tampoco, hasta ahora, la televisión. No tuvo que repetir el consejo. Ya en el hospital estaban todos excitados, y me pareció que nadie, de veras, iba a quedarse sin ver el fenómeno, excepto yo.

Como si no bastasen los comentarios de la radio, la mucama que me trajo la cena tuvo que contármelo todo.

-El cielo está lleno de estrellas errantes -me dijo-. Todas muy verdes. Hacen que la cara de la gente tenga un color horrible. Todos están mirándolas, y a veces hay tanta claridad como de día, aunque de otro color. Algunas de las estrellas son tan brillantes que hacen daño a los ojos. Dicen que nunca ocurrió nada parecido. Es una lástima que usted no pueda verlas, ¿no es cierto?

-Lo es -dije con bastante sequedad.

-Hemos descorrido las cortinas de las salas para que todos puedan verlas -siguió diciendo la muchacha-. Si no tuviese esos vendajes, usted también podría mirar desde aquí.

-Oh -dije.

-Pero desde afuera tiene que ser todavía mejor. Dicen que en los parques hay miles de personas observándolo todo. Y en todas las terrazas se puede ver a gente que mira el cielo.

- ¿Cuánto creen que va a durar? -pregunté pacientemente.

-No lo sé, pero dicen que no es tan brillante aquí como en otros sitios. Pero aunque le hubiesen sacado hoy las vendas no creo que le dejaran mirar. Tiene usted que ir acostumbrándose despacio a la luz, y algunas de las estrellas son muy brillantes. Algunas... ¡Oooh!

- ¿Por qué dijo "oooh"? -pregunté.

-Hubo una tan brillante en ese momento... Pareció como si el cuarto fuese todo verde. Qué lástima que usted no pueda mirar.

-Sí, es una lástima -dije-. Bueno, muestre ahora que es una buena chica y váyase.

Traté de escuchar la radio, pero emitía los mismos "ooohs" y "aaahs" acompañados de unos finos comentarios ("espectáculo magnífico"; "fenómeno único") hasta que comencé a sentir que aquella era una fiesta a la que habían invitado a todos menos a mí.

Yo no podía elegir ningún otro entretenimiento, pues la radio del hospital transmitía un solo programa; había que contentarse con él o con ninguno. Al cabo de un rato me pareció que el número de variedades comenzaba a apagarse. El avisador advirtió a aquellos que aún no lo habían visto que, si no se apresuraban, lo iban a lamentar eternamente.

Parecía como si todos, de común acuerdo, quisiesen convencerme de que yo estaba dejando pasar la gran oportunidad de mi vida. Al fin me cansé y apagué la radio. Lo último que oí fue que la exhibición estaba disminuyendo con gran rapidez, y que dentro de unas pocas horas saldríamos del área cubierta por los restos del cometa.

Estaba seguro de que todo esto había ocurrido la noche pasada, pues si no hubiese sentido un hambre todavía mayor. Muy bien, ¿qué ocurría entonces? ¿La ciudad, y el hospital, no se habían recobrado todavía del alboroto de la noche?

En ese momento fui interrumpido por un coro de relojes, distantes y cercanos, que comenzaron a anunciar las nueve.

Toqué por tercera vez desesperadamente el timbre. Mientras esperaba, acostado, pude oír más allá de la puerta algo así como un murmullo. Era un murmullo formado por sollozos y pies que se arrastraban, e interrumpido de cuando en cuando por una voz que se alzaba a lo lejos.

Pero nadie entró en mi habitación.

Volví a sentirme decaído. Las desagradables fantasías de la infancia estaban invadiéndome otra vez. Me encontré esperando a que aquella puerta invisible se abriera, y que unas cosas horribles entraran en silencio... En verdad, yo no estaba muy seguro de que alguien o algo no estuviese ya dentro del cuarto, rondando furtivamente a mi alrededor...

No es que yo sintiese alguna inclinación por esa clase de cosas, de veras... Todo era culpa de aquel maldito vendaje, de aquellas voces confusas que me habían respondido en el corredor. Pero indudablemente yo estaba sintiendo miedo, y una vez que uno ha empezado a sentir miedo, éste no deja de crecer. Ya era tarde para tratar de ahuyentarlo con canturreos y silbidos.

Al fin me enfrenté directamente con el único problema: ¿me asustaba más quitarme las vendas y dañarme la vista o seguir en la sombra mientras el miedo crecía en mi interior?

Si hubiese sido un día o dos antes, no sé qué hubiese hecho -posiblemente lo mismo-, pero ese miércoles pude decirme por lo menos:

-Bueno, acabemos de una vez. No puedo hacerme mucho daño si uso un poco de sentido común. Al fin y al cabo, hoy tenían que sacarme las vendas. Me arriesgaré.

Algo hay que poner a mi favor. No estuve muy lejos de arrancármelas de cualquier modo. Tuve bastante cordura y dominio de mí mismo como para salir de la cama y cerrar las persianas antes de tocar los alfileres.

Cuando me saqué las vendas y descubrí que podía ver en la débil luz del cuarto, sentí un alivio que no había conocido hasta entonces. Sin embargo, lo primero que hice, después de comprobar que no había nada horrible ni debajo de la cama ni en ninguna otra parte, fue atrancar la puerta con una silla. Ahora podía actuar con un poco más de tranquilidad. Me tomé toda una hora para que los ojos se me fuesen acostumbrando a la luz del día. Al fin llegué al convencimiento de que gracias a los oportunos auxilios y a los buenos cuidados mis ojos estaban tan bien como antes.

Pero nadie venía a mi habitación.

En el estante inferior de la mesa de noche descubrí un par de anteojos oscuros, colocados allí previsiblemente por si llegaba a necesitarlos. Obré con prudencia y me los puse antes de acercarme a la ventana. La parte inferior era fija, y limitaba la visión. Mirando de lado y hacia abajo alcancé a ver a una o dos personas que parecían vagar extrañamente a la ventura por lo alto de la calle. Pero lo que más me sorprendió fue la claridad y precisión con que se veían todas las cosas... hasta los techos distantes que asomaban por detrás de las terrazas de enfrente. Y de pronto advertí que no humeaba ninguna chimenea, ni pequeña ni grande...

Encontré mis ropas ordenadamente colgadas en el armario. Una vez que me las puse, me sentí mejor. Aún había algunos cigarrillos en la tabaquera. Encendí uno, y comencé a sentirme con un estado de ánimo en el que, aunque todo era indudablemente muy sospechoso, ya no podía entender por qué el pánico había comenzado a dominarme.

No es fácil volver a situarse en aquellos días. Hoy tenemos que confiar principalmente en nosotros mismos. Pero en aquel entonces estábamos tan dominados por la rutina; las cosas se unían de tal modo unas con otras...

Todos cumplíamos tan tranquilamente con nuestro papel, y en el momento oportuno, que era fácil confundir el hábito y la costumbre con la ley natural. No es raro que lo que más nos perturbara fuera aquella total interrupción de la rutina diaria.

Cuando la mitad de la vida ha transcurrido en el seno de una ordenada concepción del mundo, no bastan cinco minutos para volver a orientarse. Recuerdo aquella época, y compruebo que la cantidad de cosas que uno no sabía o que no estaba interesado en saber es no sólo asombrosa, sino también un poco sorprendente. Yo no sabía prácticamente nada, por ejemplo, de algo tan común como los medios por los que la comida llegaba a mis manos, o de dónde venía el agua dulce, o cómo se fabricaban las ropas, o cómo funcionaban los servicios sanitarios de la ciudad. El mundo se había convertido en una acumulación de especialistas que atendían a sus tareas personales con mayor o menor eficiencia, y que esperaban que otros hiciesen lo mismo. Por eso me parecía increíble que el hospital estuviese totalmente desorganizado. Alguien, en alguna parte, estaba seguro, tenía que estar encargándose de él... Desgraciadamente era alguien que se había olvidado de que existía una habitación 48.

Pero cuando llegué otra vez a la puerta y examiné el pasillo comprendí que lo que estaba pasando, fuese lo que fuese, no afectaba solamente al enfermo de la habitación 48.

No había nadie a la vista, aunque se alzaba a lo lejos un persuasivo murmullo de voces. Se oía también un sonido de pies que se arrastraban por el piso, y de cuando en cuando una voz más alta que resonaba huecamente en los corredores, pero nada similar al alboroto que yo había escuchado antes. No grité esta vez. Salí cautelosamente. ¿Por qué cautelosamente? No sé. Algo me indujo a hacerlo.

Era difícil, en aquel edificio lleno de ecos, saber de dónde venían los sonidos, pero uno de los extremos del pasillo terminaba en una ventana oscura, en donde se veía la sombra de un balcón. Al doblar una esquina, me encontré fuera del ala de las habitaciones privadas y en un corredor más estrecho. Miré y me pareció que estaba vacío. Luego, al adelantarme, vi una figura que surgía de las sombras. Era un hombre de chaqueta negra y pantalones a rayas, y con un abrigo blanco de algodón. Lo tomé por un médico, pero no comprendí por qué caminaba apoyándose en la pared.

-Hola -le dije.

El hombre se detuvo. Volvió hacia mí un rostro gris y aterrorizado.

-¿Quién es usted? -me preguntó con inseguridad.

-Me llamo Masen -le dije-. William Masen. Soy un paciente. Habitación 48. Y salí a ver por qué...

-¿Puede ver? -me interrumpió.

-Claro que sí. Tan bien como antes -le dije-. Ha sido un trabajo magnífico. Nadie venía a sacarme las vendas, así que me las quité yo solo. Espero no haberme hecho daño. Me pareció que...

Pero el hombre me interrumpió otra vez.

-Por favor lléveme a mi oficina. Tengo que hablar por teléfono.

Tardé en contestar. Todo parecía muy raro aquella mañana.

-¿Dónde queda eso? -le pregunté.

-Piso quinto, ala Oeste. El nombre está en la puerta. Doctor Soames.

-Muy bien -le dije, un poco sorprendido-. ¿Dónde estamos ahora?

El hombre sacudió la cabeza de derecha a izquierda, con una cara tensa y exasperada.

-¿Cómo diablos puedo saberlo? -dijo, amargamente-. Usted tiene ojos, maldita sea. Úselos. ¿No puede ver que estoy ciego?

Nada decía que estuviese ciego. Tenía los ojos muy abiertos, y parecía mirar con fijeza.

-Espere un minuto -le dije. Miré a mi alrededor. Encontré un gran 5 pintado en la pared, frente a la salida del ascensor. Volví y se lo dije.

-Bien. Tómeme del brazo -me ordenó-. Colóquese como si saliera del ascensor y doble a la derecha. Luego métase en el primer pasillo a la izquierda. La tercera puerta es mi oficina.

Seguí sus instrucciones. No nos encontramos con nadie. Lo llevé hasta el escritorio y le alcancé el teléfono. El hombre tocó el aparato hasta encontrar la barra y la golpeó con impaciencia. La expresión de su cara comenzó a cambiar. La irritabilidad y aquel gesto duro desaparecieron. Parecía ahora simplemente cansado, muy cansado. Dejó el receptor en el escritorio. Durante algunos segundos permaneció inmóvil y en silencio, como con los ojos clavados en la pared de enfrente. Al fin se volvió.

-Es inútil... ha terminado. ¿Está usted todavía ahí? -añadió.

-Sí -le dije.

Pasó los dedos por el borde del escritorio.
-¿Qué hay delante de mí? ¿Dónde está esa condenada ventana? -preguntó, irritado otra vez.

-Justo detrás de usted -le dije.

El hombre se volvió y caminó hacia la ventana, con los brazos extendidos. Tanteó el alféizar y los lados, cuidadosamente, y dio un paso atrás. Antes que yo comprendiese qué estaba haciendo, se lanzó contra la ventana. La atravesó rompiendo los vidrios.

No fui a mirar. Al fin y al cabo, era un quinto piso.

Cuando pude moverme, me dejé caer pesadamente en el sillón. Saqué un cigarrillo de una caja que había sobre la mesa y lo encendí con dedos temblorosos. Me quedé allí algunos minutos tranquilizándome, y esperé a que aquel malestar se desvaneciese. Al fin dejé el cuarto y volví al lugar donde me había encontrado con el hombre. Cuando llegué allí, no me sentía todavía muy bien.

En el extremo de aquel ancho corredor había una puerta de vidrios esmerilados, con unos óvalos transparentes a la altura de los ojos. Pensé que habría alguien allí, a cargo de la sala, a quien podría contarle lo del doctor.

Abrí la puerta. La sala estaba bastante a oscuras. Evidentemente habían corrido las cortinas luego de la exhibición de la noche, y todavía seguían corridas.

-¿Hermana? -pregunté.

-No está -dijo una voz de hombre-. Más aún -continuó-, no viene por aquí desde hace horas. ¿Puede usted abrir esas cortinas, compañero, para que entre un poco de luz? No sé que ha pasado en este maldito bar esta mañana.

-Muy bien -le dije.

Aunque todo estuviese desorganizado, no había motivo para que esos infortunados pacientes tuviesen que estar acostados en la oscuridad.

Descorrí las cortinas de la ventana más próxima, y dejé que entrara una oleada de sol. Era una sala de cirugía, con cerca de veinte pacientes, todos postrados en cama. Piernas lastimadas, la mayor parte; algunas amputaciones.

-Déjese de jugar con las cortinas, compañero, y ábralas del todo -dijo la misma voz.

Me volví y miré al hombre que había hablado. Era un joven corpulento, moreno, con una piel curtida por el sol. Estaba sentado en la cama, con la cara vuelta hacia mí... y hacia la luz. Parecía como si estuviese mirándome fijamente a los ojos, y lo mismo su vecino, y el hombre de más allá.

Durante algunos momentos les devolví la mirada. Tardé bastante en darme cuenta. Al fin les dije:

-Este... las cortinas... las cortinas se han atrancado. Buscaré a alguien para que las arregle.

Y salí corriendo de la sala.

Me temblaba el cuerpo otra vez, y necesitaba un trago. Las cosas estaban tomando forma. Pero me costaba creer que todos los hombres de la sala fuesen ciegos, como el doctor. Y sin embargo...

El ascensor no funcionaba, así que bajé por las escaleras. En el piso siguiente me animé y fui a mirar otra sala de enfermos. Las camas estaban desarregladas. Al principio pensé que no había nadie, pero no... no del todo. Dos hombres en ropas de dormir yacían en el piso. Uno estaba empapado en sangre y tenía una herida abierta; el otro había sido alcanzado, aparentemente, por una especie, de congestión. Los dos estaban muertos. El resto había desaparecido.

De vuelta en las escaleras, me pareció que casi todas las voces que yo había estado escuchando venían del piso inferior, y que ahora resonaban más claramente. Titubeé un instante, pero no podía quedarme allí.

En la vuelta siguiente casi tropecé con un hombre que estaba acostado en la sombra. Más abajo yacía alguien que se lo había llevado por delante, y que se había roto la cabeza en los escalones de piedra.

Al fin llegué al último descanso. Desde allí podía ver el vestíbulo principal. Parecía como si todos los que podían moverse hubiesen bajado instintivamente al vestíbulo, ya fuese para buscar ayuda o para salir a la calle. La puerta estaba abierta de par en par, pero nadie daba con ella. Una apretada muchedumbre de hombres y mujeres casi todos vestidos con ropas de hospital, se movía lenta y desamparadamente. El movimiento apretaba sin piedad a aquellos que se encontraban en los bordes de la muchedumbre contra aristas de mármol, o relieves ornamentales. Algunos eran aplastados contra los muros. De cuando en cuando alguien tropezaba. Si la presión de los cuerpos no le impedía caer, era muy difícil que pudiera volver a levantarse.

El vestíbulo parecía... bueno, ustedes han visto los dibujos de Doré que representan a los pecadores en el infierno. Pero Doré no pudo, incluir los sonidos: los sollozos, los gemidos susurrantes, y aquellos gritos ocasionales de desamparo.

No pude aguantar más de un minuto o dos. Huí corriendo escaleras arriba.

Quizá debí hacer algo en ese momento. Llevarlos a la calle, y poner fin por lo menos a aquel ajetreo lento y terrible. Pero una mirada me había bastado. Era imposible abrirse camino hasta la puerta y guiar a esa gente. Además, si lo hubiese hecho, si hubiese conseguido llevarlos afuera... ¿de qué les hubiera servido?

Me senté en un escalón para sobreponerme; con la cabeza entre las manos, y aquel incesante y horrible murmullo en los oídos. Luego busqué, y encontré, otra salida. Era una escalera estrecha que me llevó al patio.

Quizá no esté contando muy bien todo esto. Fue algo tan inesperado y sorprendente que durante un tiempo no quise, a propósito, acordarme. Creía haber tenido una pesadilla de la que trataba, desesperadamente, pero en vano, de salir. Crucé el patio rehusándome todavía a creer en lo que había visto.

Pero de algo estaba seguro. Realidad o pesadilla, necesitaba como nunca un trago.

No se veía a nadie en la calle, pero casi enfrente había una taberna. Aún recuerdo su nombre: "El ejército de Alamein". Había una silueta de madera, más o menos parecida al vizconde Montgomery, colgada de un gancho de hierro, y abajo una puerta abierta de par en par.

Me dirigí en línea recta hacia ella.

El entrar en una taberna me dio durante un momento una consoladora sensación de normalidad. En prosaica y familiarmente como muchas otras.

Alguien se movía en el salón, en uno de los rincones. Oí una respiración fatigada. Un corcho dejó su botella con un estallido. Luego una voz exclamó:

-¡Gin, maldita sea! ¡Al diablo con el gin!

Se oyó el ruido de un vidrio que se hacia pedazos. La voz lanzó una corta risita.

-El espejo. ¿Pero para qué sirven los espejos?

El ruido de otro corcho.

-Otra vez el condenado gin -se quejó la voz, ofendida-. Al diablo con el gin.

Esta vez la botella golpeó contra algo blando, saltó al suelo, y se quedó allí, lanzando a borbotones su contenido.

-¡Eh! -llamé-. Quiero un trago.

Durante un momento la voz no contestó.

-¿Quién es usted? -preguntó al fin, precavida.

-Soy del hospital -le dije-. Quiero un trago.

-No recuerdo su voz. ¿Puede ver?

-Si -le dije.

-Bueno, entonces en nombre de Dios, lléguese hasta aquí, doctor, y búsqueme una botella de whisky.

-Soy bastante doctor como para eso -dije.

Salté por encima del mostrador y caminé hacia el otro lado del bar. Era un hombre de vientre voluminoso, con unos grises bigotes de foca, y que llevaba sólo unos pantalones y una camisa sin cuello. Estaba bastante borracho. Parecía indeciso entre abrir la botella que tenia en la mano o usarla como un arma.

-Si no es un doctor, ¿qué es usted? -preguntó.

-Soy un paciente. Pero necesito un trago tanto como cualquier doctor -le dije-. Lo que tiene en la mano es otra botella de gin.

-¡Oh, es gin! Gin de mierda... -dijo, y la botella voló por el aire atravesando ruidosamente la ventana.

-Deme ese sacacorchos -le dije.

Saqué una botella de whisky del estante, la abrí, y se la alcancé con un vaso. Para mí elegí un brandy fuerte con muy poca soda, y luego otro. Después de eso, la mano me temblaba un poco menos.

Miré a mi compañero. Estaba tomándose el whisky directamente de la botella.

-Se va a emborrachar -le dije.

El hombre dejó de beber y volvió hacia mí la cabeza. Hubiese jurado que me miraba.
-¿Que me voy a emborrachar? Maldita sea, estoy borracho -me dijo burlándose. Tenía tanta razón que no hice ningún comentario. El hombre reflexionó un momento antes de anunciar:

-Tengo que emborracharme más. Tengo que emborracharme, mucho más. -Se inclinó hacia mí-. Estoy ciego. Sí, lo estoy. Ciego como un topo. Todos están ciegos como topos. ¿Vio las estrellas verdes?

-No -admití.

-Ahí tiene usted. Una prueba. No las ha visto; no está ciego. Todos las vieron -el hombre hizo un amplio y expresivo ademán-, y todos están ciegos. Cometa de...

Me serví un tercer brandy, preguntándome si lo que el hombre había dicho tendría algún significado.

-¿Todos están ciegos? -repetí.

-Así es. Todos. Quizá todos los hombres del mundo... excepto usted -añadió de pronto.

-¿Cómo lo sabe? -le pregunté.

-Es fácil. Escuche -me dijo.

El hombre y yo, juntos, apoyándonos en el mostrador de aquella sombría taberna, nos pusimos a escuchar. No había nada que oír... nada excepto el murmullo de un periódico sucio que volaba por la callejuela vacía. Una quietud que no se conocía en aquel sitio desde hacía mil años, o más.

-¿Comprende lo que digo? Es evidente -dijo el hombre.

-Sí -dije con lentitud-. Comprendo.

Decidí que debía irme. No sabía adónde. Pero tenía que ver qué pasaba.

-¿Es usted el dueño? -le pregunté.

-¿Y qué pasa si lo soy? -preguntó el hombre.

-Nada. Tengo que pagarle esos tres brandys dobles.

-Oh. Olvídese.

-Pero oiga...

-Olvídese, le digo. ¿Sabe por qué? ¿De qué le sirve el dinero a un muerto? Y eso es lo que soy. Sólo necesito un poco de alcohol.

l hombre me parecía bastante robusto para su edad, y así se lo dije.

-¿Para qué vivir ciego como un topo? -me preguntó, agresivamente-. Eso mismo dijo mi mujer. Y tenía razón. Aunque tuvo más coraje que yo. Cuando descubrió que los chicos también estaban ciegos, ¿sabe qué hizo? Los metió en cama y abrió la llave del gas. Eso hizo. Yo no tuve coraje. Era valiente mi mujer, más que yo. Yo también voy a ser muy valiente. Me reuniré con ellos. Cuando esté bastante borracho.

¿Qué podía haberle dicho? Lo que le dije sólo sirvió para hacerlo enojar. Al fin el hombre se dirigió a las escaleras y comenzó a subir con la botella en la mano. No traté de detenerlo, ni de seguirlo. Miré cómo se iba. Luego me bebí el último sorbo de brandy, y salí a la calle silenciosa.




2 - La aparición de los trífidos

Este es un informe personal. Hablo aquí de muchas cosas que han desaparecido para siempre, pero no puedo referirme a ellas sin utilizar las palabras de aquel entonces; así que seguiré usándolas. Pero si no quiero que el relato sea ininteligible tendré que retroceder un poco más.

Cuando yo era niño vivíamos, mi padre, mi madre y yo, en un suburbio del sur de Londres. Teníamos una casita que mi padre sostenía asistiendo concienzuda y diariamente a una oficina del Departamento de la Deuda Interna, y un jardincito en el que trabajaba durante el verano. Muy poco nos distinguía de los diez o doce millones de personas que vivían en Londres y sus alrededores.

Mi padre era una de esas personas capaces de sumar una larga columna de números - aun de aquel ridículo sistema monetario entonces en boga- en un abrir y cerrar de ojos, de modo que para él lo más natural era que fuese contador. Como resultado, mi inhabilidad para cualquiera de esas columnas sumase dos veces el mismo total, me transformó ante sus ojos tanto en un misterio como en una decepción. Sin embargo, así era. Algo inevitable. Y los sucesivos maestros que trataron de demostrarme que los resultados matemáticos eran obtenidos mediante un razonamiento lógico, y no por lo de cierta inspiración esotérica, se vieron obligados a abandonarme con el convencimiento de que yo no tenía cabeza para los números. Mi padre leía los reportes escolares con una tristeza que en verdad el resultado general de mis estudios no justificaba. En su mente se desarrollaba, me imagino, un pensamiento semejante a éste: ninguna cabeza para los números = ninguna idea de las finanzas = ningún dinero.

-No sé realmente qué haremos contigo. ¿Qué quieres hacer? -me preguntaba.

Y hasta que tuve trece o catorce años, yo sacudía tristemente la cabeza, consciente de mi triste incapacidad, y confesaba que no lo sabía.

Era mi padre entonces el que sacudía la cabeza.

Para mi padre el mundo se dividía claramente en dos: empleados de escritorio que trabajaban con la cabeza, y hombres no empleados en escritorios que no sabían pensar y que se ocupaban en los trabajos más sucios. No sé cómo hacía para seguir creyendo en algo que había desaparecido cien o doscientos años atrás, pero esa idea dominó de tal modo mi infancia que tardé en comprender que la debilidad para los números no implica necesariamente una vida de barrendero o de pinche de cocina. No se me ocurría que el tema que más me interesaba pudiera conducirme a seguir una determinada carrera, y mi padre no advirtió, o no quiso advertir, que en biología mis calificaciones eran siempre excelentes.

Fue la aparición de los trífidos lo que terminó por decidir el asunto. En realidad, hicieron por mí mucho más que eso. Me proporcionaron un empleo y una cómoda renta. En varias ocasiones casi me quitaron también la vida. Por otra parte tengo que admitir que me la salvaron, pues fue el aguijón de un trífido lo que me llevó al hospital en aquel momento crítico de la aparición de "los restos del cometa".

Se han publicado numerosas teorías sobre la repentina aparición de los trífidos La mayoría no tiene sentido. Indudablemente, esas teorías no nacieron, como suponen algunas almas cándidas, por generación espontánea. Muy pocos aceptaron la hipótesis de que eran algo así como una visita de muestra, presagios de algo peor si el mundo no seguía la buena senda y mejoraba su conducta. No podía admitirse tampoco que sus semillas hubiesen llegado hasta nosotros flotando a través del espacio como especímenes de las horribles formas que podía asumir la vida en mundos menos favorecidos... Espero, por lo menos, que no tengan ese origen.


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