("Un jinete solitario", cuento de Rodolfo Martínez. Derechos de autor 1996, Rodolfo Martínez)
Afuera, en la distancia, un gato bufó, En diciembre terminé el curso en la Guardería y no me quedó más remedio que pasarme por la Central. Firmé las seis copias de los comprobantes, me acerqué a la administración a recoger mis atrasos y terminé en la cafetería con una taza de café en las manos asintiendo distraídamente a los chismes que me contaba Aldo Esteban. Era lo último que me apetecía, después de seis meses intentando hacer comprender a dos docenas de hombres y mujeres el tipo de mundo cruel, brillante y, a veces, aburrido que les esperaba allí fuera. Como de costumbre, dudaba de haberlo conseguido. Los idealistas ingenuos seguían siendo idealistas ingenuos, los mercenarios ansiosos no habían perdido el brillo de hambre en los ojos, los adictos a la información seguían deseándola como si la vida les fuera en ello y los escasos fanáticos patrioteros continuaban usando la bandera para envolver en ella sus sueños más húmedos. Sólo los años podrían cambiarles y quizá con el tiempo recordaran mis palabras; era poco probable, y en el fondo no me importaba. Creo que hubo una vez en que mi trabajo en la Guardería me pareció interesante, más aún, en alguna época lo consideré esencial. Ese tiempo había pasado. Me había ido convirtiendo en un instructor derrotado que repetía su cantinela con una desesperación monótona que nadie salvo yo mismo conseguía captar. Qué más daba. Al menos la Guardería me permitía mantenerme apartado durante la mitad del año de la Central, de sus zancadillas y comadreos, de las sonrisas obsequiosas que te apuñalaban por la espalda y de la eterna burocracia que parecía ser la única constante en el universo del espionaje. Cuando el curso terminaba volvía a la Central y procuraba irme de allí lo más pronto posible. Casi siempre tenía suerte, pero había ocasiones en las que caía en las redes de algún antiguo conocido y la buena educación, la cobardía o ambas me impedían deshacerme de él. Así que allí estaba, calentándome las manos en la taza de café mientras Esteban desgranaba sus chismes intrascendentes intentando convencerme (y convencerse) de que era un tipo importante, que estaba al tanto de todo y sabía bien lo que se cocía en los pasillos del mundo secreto. De vez en cuando asentía distraídamente o dejaba escapar un gruñido carente de significado. Eso le bastaba a Esteban, cuyo auditorio solía ser mucho menos complaciente. - ¿Recuerdas a Vaquero, el ciberpirata? -dijo de pronto-. Coño, claro que lo recuerdas, fuiste su instructor, ¿no? Aquello me despertó de mi estado de espectador abstraído. - Sí. Pero es historia antigua. Hace años que nos dejó. - Y ahora ha dejado al resto del mundo -dijo Esteban, con una risita entre dientes-. Quemado completamente. - ¿Cómo? - Provocó las iras de una IAC allá en la Peonza. Después de eso, la primera que vez que intentó enchufarse a la red recibió una microdescarga que le fundió todas las sinapsis. Un vegetal. Quemado, chico, quemado del todo. - Cuéntame -dije, procurando no sonar excesivamente interesado. Si Esteban creía que su información valía algo era capaz de hacerme sudar para conseguirla. No se dio cuenta de mi interés, así que fue dejando escapar la historia con su voz monótona. Como contador de relatos Esteban resultaba tedioso e insoportable, como narrador de acontecimientos era una joya: no había un solo detalle, por trivial que fuera, que no hubiese guardado en su memoria. La historia de Vaquero tenía algo ridículamente trágico. Después de renunciar en el Servicio se había ido a la Peonza, la estación espacial de la Convergencia, y había permanecido allí durante siete años, trapicheando con la información que conseguía robar de las redes de datos. Lo irónico del asunto es que su destrucción vino motivada porque se involucró, sin saberlo, con un agente bajo cobertura que llevaba diez años en la Peonza. El agente estaba en dificultades: una de las inteligencias artificiales conscientes de la estación se había metido en un juego de poder y para ella el agente no era más que un peón sacrificable. Vaquero intentó ayudarle a escapar y tuvo cierto éxito, lo que motivó que cayese bajo las iras de la IAC. Su venganza fue tan cruel como efectiva: cuando Vaquero se enchufó los cables de conexión a la red en el eslot bajo su oreja derecha, la IAC le envió una descarga de microamperios que le fundió la mayor parte del cerebro y le dejó convertido en un vegetal. Algo no acababa de convencerme en aquella historia. Vaquero no era ningún novato, sabía muy bien que la IAC tenía que estar esperando el momento oportuno para vengarse, y pese a ello se había conectado sin tomar las menores precauciones. Luego recordé lo que conocía de su carácter y no me sorprendió tanto: siempre hubo una vena autodestructiva en su forma de ser. El modo que eligió de morir (pues aunque su cuerpo físico todavía respondía a los estímulos, su mente se había ido para siempre) no era más que un suicidio complicado y rocambolesco. Cuando Esteban terminó de contarme la historia hacía tiempo que el café se había enfriado. Lo arrojé al reciclador de deshechos, murmuré una excusa sin sentido y dejé a Esteban allí sentado, en busca de otra víctima a la que atormentar con sus trivialidades. La cabina de transporte me dejó junto a mi casa. En realidad, era el último sitio en el que quería estar en aquellos momentos. Para ser exactos, era el último sitio en el que había querido estar en los últimos años, desde que Sara decidió que no aguantaba más la vida a mi lado y desapareció una tarde de abril sin la menor explicación. No era necesaria: llevaba tiempo viéndolo venir. Abrí la puerta y me enfrenté con la realidad prosaica de unos muebles que no me gustaban y unas paredes que proclamaban a gritos mi fracaso. No había comido nada desde hacía al menos ocho horas, pero me dejé caer vestido en la cama, me tomé un par de sedantes y dormí sin sueños que pudiese recordar el resto de la noche. El amanecer, como siempre, fue igual que una promesa frustrada. Me levanté y permanecí la mayor parte de la mañana sumergido hasta los hombros en agua caliente y burbujeante. A medida que me iba hundiendo poco a poco en la paz triste de la bañera, la imagen de Vaquero, tal y como lo había conocido nueve años atrás, se fue haciendo más nítida en mi cabeza. Recuerdo perfectamente lo que dije en mi primera clase. No es extraño, iniciaba cada curso soltando la misma parrafada que a mí mismo empezaba a sonarme estúpida. - Esto que ven no es un persona virtual. Mi cuerpo no es un holograma. Si me pinchan sangro, si sufro lloro, y si me agravian, ¿por qué no vengarme? -la cita del viejo Shakespeare no era correcta del todo, pero eso no importaba-. Se preguntarán ustedes por qué. Llevan tres meses atendidos por los más eficientes automaestros que nuestros especialistas en software han podido programar. Ahora les envían un viejo, cansado e ineficiente humano. ¿Qué motivo puede haber para eso? La respuesta oficial es que hay cosas que una máquina, por bien diseñada que esté, no puede enseñarles como lo haría un ser humano. Eso es un tontería. La verdadera respuesta es que el Servicio, como toda máquina burocrática, es lenta e ineficiente en el cambio y tiende a conservar las cosas más allá de su utilidad. No crean que no se lo agradezco. Gracias a eso tengo un trabajo. En esos momentos hacía una pausa para encender mi pipa y contemplar disimuladamente a mi auditorio. Las respuestas podían ser tan variadas como predecibles, y eso me permitía hacer una rápida catalogación de mis alumnos: desde el que se reía con disimulo al que me miraba despectivo, pasando por los pocos que habían encontrado en mis palabras una crítica al sistema y dudaban entre tratar de llevarme por el buen camino o echar a correr en busca del censor más próximo para denunciarme. Aquel curso, sin embargo, me encontré con una reacción que se salía de los patrones establecidos. En un pupitre del fondo un individuo vestido de forma estrafalaria me miraba pensativo, mientras acariciaba con la mano derecha las anchísimas alas de un sombrero. Dudó unos instantes, levantó la otra mano y, cuando hubo captado mi atención, dijo: - Quizá lo que las máquinas no nos pueden enseñar es que las cosas acostumbran a sobrevivir a su utilidad. Al principio lo tomé por una simple salida ingeniosa, aunque no tardaría en saber que, en cierto modo, estaba hablando de sí mismo. Sin embargo, en aquellos momentos lo único que hice fue consultar con mi base de datos unipersonal en busca de su nombre y responderle: - Señor Velasco, su comentario, aunque no carente de ingenio, es en realidad un oxímoron. Si las máquinas no nos pueden enseñar eso, ellas mismas están sobreviviendo a su utilidad. - Quizá sea así -apostilló, sin darse por vencido. En mi interior no tuve más remedio que asentir. Pero no dije nada en voz alta. Me limité a enarcar una ceja en un gesto divertido y continuar con la clase. La verdad es que me sentía regocijado. Había encontrado lo que todo maestro ansía y raras veces consigue: un hereje. Di gracias al cielo en silencio y pensé que aquel curso iba a resultar realmente interesante. Volví a la Central ese mismo día. Firmé mi entrada y cogí el turboascensor hasta los sótanos, en dirección a los archivos. Después de unos minutos de charla intrascendente con el encargado me perdí en el laberinto de informes impresos y deambulé entre los anaqueles como si no tuviera en mente nada concreto. Si alguna vez hubiera necesitado alguna confirmación para las palabras con las que empezaba cada curso, la habría encontrado allí. El Servicio tiene uno de los sistemas informáticos más avanzados de la Confederación, y sin embargo, allí estaban aquellos cientos de miles de papeles apilados en estantes de madera, como si van Neumann aun no hubiera inventado a su terrible criatura. No necesitaba consultar el expediente de Vaquero para refrescar mi memoria. Recordaba cada detalle de su historia, al menos de la parte que había vivido a su lado, y no dudaba de que lo contado por Esteban fuera más que suficiente como para no necesitar averiguar más sobre lo que había hecho después de dejarnos. Pero releer un expediente que ya conozco es para mí una forma más de pensar, así que cogí el de Velasco, Andrés (a. Vaquero) y me senté en el rincón más alejado y silencioso que pude encontrar con él en la mano. No me interesaba mucho lo que allí había consignado sobre sus antecedentes, aunque sin duda estos explicaban la clase de persona que era cuando llegó a nosotros. Odio la psicología de salón, y no necesito un doctorado para comprender que una infancia solitaria puede empujar a un niño al mismo tiempo hacia la informática y la pedantería. Las páginas interesantes empezaban unos seis meses antes de su reclutamiento, con el fallido atentado terrorista que le dio en bandeja la presidencia de la Confederación a Mijail Katanawe. Claro que Vaquero no habría estado muy de acuerdo en considerarlo fallido. La bomba destinada a acabar con la vida de Katanawe falló por un pelo en su objetivo, pero eso no le impidió llevarse por delante sin la menor consideración a media docena de inocentes espectadores que tuvieron la mala suerte de estar cerca del coche en aquellos momentos. Entre aquel amasijo de cadáveres irreconocibles estaba el de Lois Lamartine, quien llevaba algo más de año y medio viviendo con Vaquero. Una cosa lleva a la otra, como se suele decir. Vaquero pasó seis meses encerrado en su apartamento, convertido en una figura desaliñada y pálida que solo dejaba de trabajar en su proc cuando el agotamiento le hacía desmoronarse y caer sobre la holopágina de códigos para roncar sonoramente mientras su ceño se fruncía y pesadillas inconfesables hacían girar sus ojos a velocidades vertiginosas. Pasados los seis meses se afeitó, se cortó el pelo al cero y después de un baño interminable salió de casa y se las arregló para contactar con nosotros y ofrecernos sus servicios. Caímos sobre él con verdadera voracidad: llevábamos mucho tiempo tras él y sus increíbles habilidades, y la propia Lois nos lo había recomendado como un excelente material para un agente de campo. Al fin y al cabo era su deber: ella era uno de los nuestros. Estaba firmando mi salida del edificio cuando el vifono junto al funcionario de guardia emitió su pitido irritante. Dejé que el registrador raspara las células superficiales de mi dedo índice y comparara mi código genético con el que tenía almacenado en sus ficheros mientras, con el rabillo del ojo, seguía la conversación del funcionario de guardia con la persona que había al otro lado de la línea. Al fin la máquina dio su visto bueno a mi ADN y ya me disponía a salir cuando el hombre colgó y, volviéndose a mí, dijo: - Señor Highsmith. Me detuve y le miré. - Desean verle en el quinto piso. No necesitaba preguntar en qué parte de él. El temor reverente que había en su voz era más que suficiente. Sin embargo, una vida llena de frases intrascendentes destinadas a ganar tiempo me hizo abrir la boca: - ¿Quién me llama? - Él -dijo, como si el monosílabo fuera explicación suficiente. Lo era. Di media vuelta, cogí el ascensor y descendí hasta el sótano. Una vez en él emprendí el ascenso interminable por la estrecha escalera de caracol que me llevaría al despacho del hombre que durante varias décadas (y según algunos rumores no por estúpidos menos inquietantes, varios siglos) había estado rigiendo en la sombra los destinos de la Confederación. Al fin llegué al quinto piso, me identifiqué ante la puerta y esta se abrió en silencio. Crucé un largo pasillo en penumbra y me detuve frente a una nueva puerta, esta entreabierta. Entré sin llamar y me encontré en un pequeño y espartano despacho iluminado por un único foco a un lado de la mesa. Un rostro humano entraba parcialmente en el cono de luz. Allí estaba Control, como si no se hubiera movido del sitio desde la última vez que lo viera. Su rostro inexpresivo y anguloso no había cambiado en absoluto, como tampoco lo habían hecho sus ademanes de pajarillo indeciso. - Siéntese, Highsmith -me dijo con una voz suave y cansada. Hice lo que me pedía. Control había estado al frente del Servicio desde mucho antes de mi ingreso en él. Como he dicho, algunos rumores insensatos afirmaban que llevaba en el quinto piso cerca de mil años, y que el actual Control era el mismo hombre que había ordenado el exterminio de los multis y el genocidio de Tierra de Nadie en el 2997. Aunque el rumor era de por sí absurdo, no tenía nada de imposible. Un cuerpo humano no puede vivir tanto tiempo, pero es fácil diseñar un clon, acelerar su crecimiento hasta la madurez en pocos meses y luego trasplantar a él los recuerdos de su donante. Claro que era ilegal pero si el Gran Titiritero no podía hacerlo, ¿quién más hubiera podido? Por supuesto, lo que el rumor ignoraba con verdadera cabezonería es el simple hecho de que un cerebro humano no está capacitado para albergar mil años de recuerdos y experiencias. Ah, pero incluso eso tenía una explicación, como oí contar a alguien cuando, en mitad de una conversación sobre el tema, expuse mis objeciones: filamentos de memoria. Reemplacemos parte del cerebro con filamentos de memoria y tendremos una capacidad para el almacenaje y manejo de información casi ilimitada. Claro que los filamentos de memoria habían sido desarrollados hacía poco más de trescientos años, así que el Control original no podía haberse beneficiado de ellos. No es que me importase mucho. Lo que hubiera ocurrido en Tierra de Nadie hacía once siglos no era asunto de mi incumbencia. Presentía que tampoco lo era de la de Control. Aunque fuese realmente el hombre que manipuló la opinión pública para exterminar a la única especie alienígena inteligente que habíamos conocido los humanos y destruir un planeta cuyo único pecado era ser distinto al resto de la Confederación, aquel asunto ya no ocupaba un lugar importante en su mente. A veces pienso que jamás lo ocupó. Por supuesto, con ese pensamiento estoy dando, de forma implícita, carta de autenticidad al rumor. Mientras me sentaba y mi mente repasaba todo esto, Control apenas se movió. Sus ojos, lo único vivo de su rostro, brillaban en la penumbra, y a sus facciones de estatua asomaba lo que casi parecía una sonrisa. - ¿Qué tal el curso? -preguntó al fin. Me encogí de hombros. - Como siempre. Una vez intenté agradecerle lo que había hecho por mí. Control era inmune a la gratitud. Se había limitado a ponerme en un lugar donde todavía podía serle útil al Servicio. De no haber encontrado ninguno me habría echado a los perros. Así de simple. Nunca estuve muy seguro de creerle. - ¿Repasando antiguos casos? -preguntó de repente, cambiando de tema con la brusquedad con que solía hacerlo cuando le interesaba ir al grano. - Nada interesante. Revisando algunos expedientes. - El de Velasco, por ejemplo. Sabía que mis huellas dactilares habían quedado impresas en el material sensible que cubría la carpeta del expediente y que el pequeño chip que lo controlaba las había enviado al registro central. Lo que me sorprendía era el que todavía pudiera interesarle a Control que alguien hurgara en el expediente de Vaquero. - No es que no lo esperase. Suponía que, en cuanto se enterara de lo ocurrido, iría a los archivos. En realidad, es lo que deseaba. Aquello no me hizo sentir mejor. No me gusta que me encajen en uno de los planes del Gran Titiritero. Una tontería. Había estado encajado en ellos desde que ingresé en el Servicio. Quizá desde antes. - Míreme, Highsmith. No es necesario que me diga lo que ve: una araña en el centro de su tela, tirando de los hilos y recogiendo suculentos cadáveres. Conozco todos y cada uno de los rumores que circulan sobre mí: algunos resultan divertidos, otros triviales, y unos pocos frustrantes. Todos ellos, sin embargo, han contribuido a hacer de mí un mito y, con un poco de suerte a mi sucesor le pasará lo mismo. Soy Control, el Gran Titiritero, y lo que yo manipulo queda atado para siempre. Estoy libre de error. En realidad, no soy humano. Todo eso me conviene. Se puede atacar a un hombre. Luchar contra un mito resulta más difícil. Y eso me ha permitido aferrarme a este sillón durante más de cincuenta años... o algunos dirían mil -sonrió, ahora de forma abierta. Era la primera vez que le veía hacer algo así y tuve la impresión de que su rostro no estaba diseñado para una hazaña de ese calibre-. Pese a todo, soy humano. No soy más que un hombrecillo que ha escalado con esfuerzo hasta donde está. Un pequeño burócrata que ha encontrado su parcelita de poder y espera morir dentro de ella. Esa confesión me hizo sentir más incómodo aun. No dudaba de sinceridad, pero si alguien es capaz de utilizar la verdad para sus propios fines, ese es Control. - ¿Y a qué viene esto? Quizá a nada. Quizá a mucho. Míreme bien, Highsmith, sí, vuelva a mirarme. ¿Podría encontrar dos hombres menos parecidos que su Vaquero y yo? ¿Cómo hacerle comprender lo que sentí cuando nuestros investigadores me trajeron el material que habían obtenido sobre su pasado? Parecía mi hermano gemelo. ¿Se sorprende? La soledad forja los caracteres de formas muy distintas. A Vaquero le convirtió en un pedante y en el mejor pirata informático de la Confederación. También hizo de él un hombre irracional, que confiaba más en el instinto que en la lógica. No es sorprendente: Vaquero se rebeló contra la soledad y luchó toda su vida contra ella. En cierto modo creo que tuvo éxito. Yo me... iba a decir que me conformé, pero la expresión no es adecuada. No, la acepté, la admití como el destino natural del ser humano y aprendí a convivir con ella. Sin embargo... a veces pienso qué habría sido de mí si me hubiera rebelado como hizo Vaquero. - Quizá estaría muerto -la frase había surgido de forma tan automática que no tuve tiempo de arrepentirme de haberla dicho. - Quizá -dijo él, sonriendo de nuevo-. Pero también es posible que, pese a todo, hubiera merecido la pena. - Comprendo. No era más que una palabra vacía para llenar el silencio, pero Control pareció sopesarla como si realmente tuviera algún sentido. - ¿Comprende? Sí, creo que sí. Usted también es parecido a nosotros dos, Highsmith. No hay dos opciones frente a la soledad, sino tres. Podemos aceptarla, como hice yo, o luchar contra ella, como Vaquero. O también podemos resignarnos a que nos acompañe toda nuestra vida pese a que lo que en realidad deseamos es tomar la segunda opción. Solo que nos falta valor. Asentí. En aquellos momentos era incapaz de decir nada. - Siempre ha sido un espectador, Highsmith. Nunca ha intentado manipular la vida como yo, o vivirla como Vaquero. Se ha limitado a contemplar lo que pasaba. Bien, quiero que haga eso una última vez para mí. Este es un encargo directo y confidencial del quinto piso. No necesito decirle lo que eso significa. No, no hacía falta. Podría interrogar a quien quisiera, meter las narices donde me apeteciese, y nadie podría decirme una palabra. Control acaba de convertirme en su brazo ejecutivo. - Quiero la vida de Vaquero. Quiero tener un retrato suyo, completo, total, hasta el último detalle. Si ha entendido mi pequeño discurso no necesita preguntar por qué. Si no lo ha hecho, es inútil que lo pregunte. Bien, eso es todo. Buenos días. Control pareció haberse olvidado de mi presencia. Yo me levanté y me fui de allí. Descendí lentamente por la escalera de caracol. En cierto modo, lo que acaba de pasar no me parecía real. Me sentía como si hubiera entrado en los parajes prohibidos de un sueño que no me pertenecía. No es que tuviera importancia. Como había dicho Control, siempre he sido un mirón. Creo que ese es el verdadero motivo por el que Sara me abandonó, no por mi pertenencia al mundo secreto, por haberme convertido en lo que ella llamaba "un guardián del miedo", sino por no haber tenido jamás el valor suficiente como para vivir. Incluso mi relación con ella había sido solo eso: otra historia que yo había contemplado, una película que se desarrollaba ante mis ojos, más cercana a mí y por eso mismo más fascinante, pero en el fondo ajena. Control acaba de ponerme en bandeja la oportunidad perfecta: una vida que contemplar, que escudriñar, una historia que debía desvelar hasta en el más pequeño y trivial de sus acontecimientos. Sentí un impulso de gratitud hacia él. Luego recordé un antiguo dicho: "cuando los dioses quieren destruirnos primero nos vuelven locos, luego nos conceden nuestros deseos". - El amor mata, ¿sabes, profe? -me dijo hace tiempo Vaquero. Curiosamente, su forma ampulosa y pedante de hablar parecía haberse suavizado-. Drena lentamente tu corazón, recorre tus venas como cromo fundido y todas esas majaderías con las que los adolescentes se llenan la boca. Pero es cierto, mata. Para él no hay reglas, nunca pagará las facturas, jamás resultará ser culpable de nada, se acercará a tu mente como una barra de acero helado y cuando la haya atravesado no quedará nada detrás. Es así de simple. Mata. Y cuando abren tu cadáver lo único que encuentran los médicos es arena fina depositada en tu corazón, tal vez dos gotas de lluvia en tus pulmones. Nada más. ¿Entiendes de qué hablo, profe, tienes la menor idea de lo que estoy diciendo, oh ínclito y sapientísimo maestro de espías novatos? Quizá sí. Tengo la curiosa impresión de que sí. De que sabes muy bien que el amor mata, que es un animal dañino, rabioso, una de las criaturas más feroces que deambulan por la selva. Curioso. No está mal para algo que según algunos ni siquiera existe, que no fue más que un invento de Leonor de Aquitania para tener a su maridito bien sujeto por los adminículos reproductores, vulgo huevos, peladillas, pelotas, cojoncillos, bolas, nueces, albondiguitas... Sí, curioso. Porque si no existe, entonces soy un cadáver andante que se ha muerto de nada, de nada en absoluto. Tiene gracia. Sí, la tenía, pero no como él pensaba. No me sorprendían sus palabras, al fin y al cabo aun no tenía veinticuatro años y es normal que a esas edades se piense todavía en el amor como en una fuerza de la naturaleza. El lado gracioso del asunto es que yo ya había cumplido los cuarenta y siete y, aunque jamás se lo dije, pensaba exactamente lo mismo que él. Sin duda el amor mata. Tal vez por eso jamás me permití experimentarlo, como no fuera de la misma forma distante y abstraída en que experimentaba todo en la vida. Así que me había salvado: no estaba muerto. Claro que tampoco había estado vivo jamás, ¿cómo podría afectarme la muerte entonces? Creo que, en cierta forma eso es lo que nunca comprendió Vaquero (¿o quizá lo hizo? a veces me gusta pensar que sí). Solo lo que ha vivido puede morir. Los vegetales, los mirones, las rocas, los eternos espectadores somos inmortales. No, creo que Vaquero jamás se dio cuenta de lo afortunado que era. Había una vez un hombre que estaba enamorado y era correspondido. Algo no muy original, me temo. Esa situación, tan tópica como almibarada, desapareció para siempre la mañana en que el atentado contra la vida de Mijail Katanawe falló en su objetivo y en lugar de eso provocó la muerte de media docena de espectadores inocentes, entre ellos la mujer a la que Vaquero amaba. A partir de aquel momento la vida de nuestro hombre se llenó de nuevos tópicos: algunos lo acompañaban en el sentimiento, otros se limitaban a expresarle cuánto lo sentían, y había quien afirmaba que el mundo era absurdo e incomprensible y, por supuesto, injusto. Vaquero sabía perfectamente todo eso, pero no le servía de gran cosa. Las palabras de consuelo, las miradas de comprensión resultaban inútiles frente a la furia ensordecedora que le quemaba las tripas y que era incapaz de soltar porque no había lugar alguno contra el que dirigirla. Todo lo que podía hacer era encerrarse en su habitación, pelearse con los muebles y despellejar sus manos contra la pared, para acabar tan vacío como al principio. El rencor seguía allí, convirtiendo sus entrañas en acero fundido, y por mucha rabia que soltara seguía quedándole más dentro. Sí, sin duda el mundo era absurdo, incomprensible, injusto, y lo que era peor, Vaquero se negaba a dejarse derrotar por él. Después de año y medio de compartir hasta la menor de las nimiedades de su vida se negaba a creer que de nuevo estaba solo, que la mano tibia que interrumpía sus pesadillas era ahora un fantasma sutil, que la risa desganada ante sus chistes malos se había convertido en un eco distante, que cuando alguien lo llamaba imbécil no había ninguna ternura en el insulto. Solo podía hacer una cosa. De haber tenido inclinaciones artísticas, es probable que hubiera pintado un cuadro grandioso, o compuesto una sinfonía indescriptible, o quizá escrito un poema inacabable. En lugar de eso conectó su ordenador e hizo lo que mejor sabía: programó. Usó cada uno de sus recuerdos para construir una personalidad virtual, utilizó hasta la más trivial de las memorias que tenía de ella para simular de nuevo su existencia, atrapada para siempre en el código de un programa. Después de todo puede que Vaquero sí tuviera ciertas inclinaciones artísticas, porque el resultado fue una obra maestra. Quien hubiera conocido a Lois Lamartine cuando aun estaba con vida no habría podido encontrar la menor diferencia entre ella y la personalidad virtual que las habilidades informáticas de Vaquero habían recreado. Salvo quizás una, que a Vaquero nunca le pareció demasiado relevante: su creación no tenía cuerpo. Eso no es del todo cierto. Igual que recreó su personalidad había recreado su voz, sus rasgos y sus ademanes, y cuando el proyector dibujaba el holograma de la mujer que había amado, su cuerpo parecía tan real como el que había tenido en vida. Es verdad que no podía ser tocado, que se escurría de entre sus dedos como la más tenue de las nieblas, pero eso no importaba demasiado. El sexo está sobrevalorado, pensaba Vaquero, sin comprender que lo que en realidad había descubierto es que el sexo no tiene nada que ver que los actos aparatosos y, a veces, gratificantes con los que estamos acostumbrados a identificarlo. Ni siquiera en eso Vaquero resultó ser demasiado original. Muchos antes que él habían perdido lo que más querían, deseaban o necesitaban y habían huido a su propio interior en su busca. Con el tiempo algunos conseguían engañarse lo suficiente como para pensar que lo habían encontrado y terminaban encerrándose en su mundo particular de ilusiones. La diferencia está en que Vaquero, en lugar de encerrarse con su fantasía, la sacó al exterior y la convirtió en algo objetivo, mensurable, palpable. Era la compañera ideal. No porque fuese perfecta. Vaquero era un programador demasiado concienzudo como para no dar lo mejor de sí mismo, y al hacerlo no pudo evitar recrear a Lois tal y como había sido, con todos sus tics, miserias y defectos. El peligro era evidente: un fantasma perfecto que jamás nos desengaña acaba hastiando y terminamos por comprender que algo así no puede ser real. La Lois virtual era tan imperfectamente humana como lo había sido su modelo y Vaquero se enamoró de ella con la misma candidez y apasionamiento que la primera vez. De hecho, desde su punto de vista, seguía amando a la misma persona. Quizá fuese cierto. Estábamos dispuestos a abalanzarnos sobre Vaquero en cuanto se pusiera a nuestro alcance. Al fin y al cabo, Lois había sido nuestra, y sus informes indicaban que sería un agente de campo casi perfecto, una vez lo hubiéramos despojado de los prejuicios a través de los que contemplaba el mundo para sustituirlos por los nuestros. Sin embargo, no hizo falta. Fue él mismo quien nos buscó con tanta intensidad que al principio creímos que era una trampa. Tuvo que llegar Control y poner las cosas en su sitio: - Claro que nos busca -dijo, con aquella voz casi inaudible-. ¿A qué otro lugar podría ir? Así que le tendimos la mano y le recogimos como al hijo largamente esperado que parecía ser. El mundo del espionaje se abrió de piernas ante él: era joven, arrogante, increíblemente pomposo en su forma de hablar y sus ademanes parecían los de un macarra no demasiado seguro de su papel. Pero conocía su trabajo como nadie y, una vez que se le había metido algo en la cabeza, lo perseguía de forma implacable hasta conseguirlo. También era de una fragilidad tremenda y yo tenía que encargarme de que después de haber pasado por mis expertas manos fuera tan indestructible como una cinta de monofilamento. Además de ser el director ejecutivo de la Guardería me ocupaba del entrenamiento informático de los espías novatos. Con Vaquero aquello era como si alguien quisiera explicarle el Big Bang a Hawking. Enseguida me di cuenta de que yo no tenía nada que enseñarle y que estaba tan por encima de mí que poco podía aprender de él. Pero también me ocupaba de las clases de moral. Ignoro de quién fue la idea; a veces creo que alguien lo comentó medio en broma y terminó convirtiéndose en oficial sin que nadie supiera muy bien cómo había ocurrido. Pero así era. No sólo teníamos que hacer que nuestros muchachos supieran vivir de acuerdo a su cobertura, sabotear los sistemas más complejos o asesinar de treinta y nueve formas distintas usando exclusivamente sus manos. También teníamos que explicarles, no, que convencerles de que lo que hacían era por el bien de la Confederación y, en última instancia, de la humanidad. Sorprendentemente algunos de ellos terminaban creyéndolo. Como agentes su utilidad solía ser limitada, pero como asesinos no tenían precio. Jamás cuestionaban una orden y la cumplían con la fría eficiencia del fanático entregado a su causa. La mayoría, sin embargo, salían del curso de moral tan escépticos como habían entrado y unos pocos más aun que antes de haberse metido en nuestro mezquino mundo secreto. Esos solían ser los mejores. Cuando la venda se les caía de los ojos y su rosada ingenuidad desaparecía estaban listos para ser moldeados y convertidos en lo que nosotros quisiéramos. Las palabras con las que iniciaba mi primera clase de moral eran tan heréticas como las que abrían el curso de informática: - Algunos de ustedes se convertirán en agentes de contraespionaje y se pasarán la vida vendiendo al Mandato Sáver falsos secretos. Otros pasarán tras sus líneas y corromperán a sus ciudadanos para que nos entreguen a nosotros secretos verdaderos. Algunos se integrarán en la sección antiterrorista. Puede que muchos de ustedes acaben tras la mesa de un despacho, firmando justificantes de pago, o poniendo orden en los historiales de agentes retirados. Eso no importa. Les aseguro que ningún trabajo es trivial en el Servicio. Todos ellos son necesarios para que nuestro sistema se mantenga. La pregunta a la que responderá este curso no es cómo. Tienen otros maestros que les explicarán esa parte mucho mejor que yo. No, la verdadera cuestión es por qué. Un arma no necesita saber el motivo por el que es apuntada y disparada. Desgraciadamente para nosotros y al contrario que un arma, ustedes tienen algo vagamente parecido al cerebro dentro de su cráneo y eso, que a veces puede ser una ventaja, también se puede convertir en una auténtica molestia. Una pistola obedece cuando su dueño aprieta el gatillo. Ustedes no, a menos que sepan lo que están haciendo, el motivo y estén de acuerdo con él. Mi tarea es que comprendan por qué es necesaria la existencia de algo como el Servicio. La suya, una vez comprendida, es aceptar vivir de acuerdo a esa necesidad. Así pues, la única pregunta de todo este curso es por qué. Y si creen que la respuesta es fácil, más vale que presenten su dimisión, firmen el acta de secretos oficiales y vuelvan a sus vidas ahí fuera. Usted, Karzinsky -dije, volviéndome a uno de los estudiantes, aparentemente al azar. En realidad había estudiado los historiales de todos ellos (en aquellos mismos instantes estaba interactuando con mi base de datos personal) y sabía que Karzinsky era del tipo oficialista: aceptaba lo establecido porque creía que así debía ser, sin preocuparse mucho de los detalles-, dígame por qué debemos espiar al Mandato Sáver e intentar llenar sus redes de la mayor cantidad de desinformación posible. Dígame por qué hemos de evitar que los grupos terroristas instalen sus violentas utopías a golpe de sangre. - Eh... yo... supongo que para impedir que nos destruyan, señor. - Karzinsky, quizá no lo sepa, pero ha puesto el dedo en la llaga. Efectivamente para evitar que nos destruyan. Pero de nuevo pregunto ¿por qué? Quizá sea bueno que nos destruyan, quizá el modo de vida del Mandato sea mejor, más justo, más equitativo. Tal vez esos sistemas disparatados que los grupos terroristas afirman defender sean superiores al nuestro. ¿No lo cree? - Por supuesto que no, señor. - Parece muy seguro de sí mismo. Le confesaré una cosa, Karzinsky, se la confesaré a todos ustedes. Yo no estoy tan seguro. Después de todo, es posible que ellos tengan razón y nosotros estemos equivocados. Además, puestos a hacer confidencias, les revelaré otro pequeño secretillo. No importa. No importa que su sistema sea mejor o no que el nuestro. Esa cuestión es irrelevante. Entonces, ¿por qué? ¿por qué defender nuestro modo de vida si ni siquiera estamos seguros de que sea el mejor de los existentes? Aunque no lo crean (y no lo creerán, y algunos de ustedes seguirán sin creerlo cuando este curso haya acabado) la respuesta es, en este caso, muy sencilla. Porque es el nuestro. Así de simple. Es el nuestro. Hemos decidido vivir de esa forma y vamos a hacer cualquier cosa para impedir que nadie la cambie. Sí, incluso iremos contra nuestro propio sistema con tal de defenderlo. ¿Merece el sistema que lo hagamos, es tan bueno? Repito, no importa. Es el nuestro y por eso y no por otra razón lo hacemos. Cuando comprendan eso y lo acepten dejarán de ser novatos y comenzarán el largo camino que les convertirá en habitantes del mundo secreto -aquí siempre hacía una larga pausa, calibrando la reacción de mi público-. Puesto que es la primera clase, hoy no hablaré más. Pueden irse. Entonces me sentaba y fingía enfrascarme en la lectura de unos impresos. Generalmente, los estudiantes tardaban un rato en comprender que la clase había terminado y se ponían lentamente en pie, rumiando e intentando asimilar mis palabras. En aquella ocasión la reacción no se apartó demasiado de lo que esperaba. La única diferencia fue el breve guiño que el ojo derecho de Andrés Velasco, comúnmente apodado Vaquero, lanzó en mi dirección. Ignoré el desafío y seguí leyendo los impresos mientras mi hereje abandonaba la sala y se dirigía a su cuarto. Aún no había transcurrido un mes desde el inicio del curso cuando vi por primera vez a la Lois virtual. Durante aquellos veinte días, la arrogancia de Vaquero había ido creciendo en las clases, posiblemente alimentada por mi actitud cínica ante sus comentarios. Un hombre como Vaquero puede soportar que le contradigan o le den la razón, pero no podrá evitar enardecerse cada vez que te limites a mirarle y sonreír como si hubiera dicho algo moderadamente gracioso pero no demasiado interesante. Así que, para regocijo del resto de los novatos, Vaquero se había convertido en el disidente oficial. Lo curioso es que eso hizo que nuestra relación se fuera estrechando con rapidez. Enseguida comprendió que mi actitud no era más que una pose y que en realidad me interesaba lo que decía. Su forma de comportarse en las clases no cambió en apariencia, pero algo sutil se había introducido en sus comentarios, un cierto toque de complicidad entre él y yo que el resto de sus compañeros no compartían. De forma inconsciente alimenté esa complicidad y no tardé en encontrarme a su lado en la cafetería, sentado con una taza humeante en las manos y discutiendo de los temas más peregrinos. En realidad yo apenas abría la boca; Vaquero (por aquel entonces aún le llamaba Andrés) no necesitaba gran cosa de su público y yo sabía perfectamente cuándo enarcar la ceja en un gesto escéptico, sonreír de forma condescendiente o llevarle la contraria sin mucha convicción. De hecho, estaba fascinado ante los extraños derroteros por los que su mente solía llevarle. Tenía un cerebro curioso: ágil y despierto como pocos, pero al mismo tiempo increíblemente caótico, lo que hacía que muchas veces él mismo se perdiera en mitad de un razonamiento. En ocasiones le sorprendía manteniendo una opinión totalmente contraria a la que había sostenido al empezar a hablar. Por supuesto, enseguida se daba cuenta de ello, pero, en lugar de volver a su posición original, seguía argumentando por el nuevo camino. Una tarde terminó confesándome que a veces discutía por el simple placer de discutir y que tomaba una postura u otra según pareciera irritar más o menos a su interlocutor. - Me importa poco si fue moral o no invadir Tierra de Nadie, profe -me dijo-. Después de todo este lapso, ¿quién puede sentirse concernido en un asunto tal? - Entonces eres un sofista. - Lo sería si me ganase mi peculio con estas disertaciones que tanto parecen gracejarte -respondió tuteándome. Usaba el tú o el usted indistintamente, según estuviera de un humor más o menos pedante-. No es más que un divertimento, una distracción. - ¿Y no hay nada en lo que creas de verdad? - Posiblemente sí, profe. Y supongo que tarde o temprano acabaré dando con ello. Sonrió y me guiñó un ojo. No pude evitar devolverle la sonrisa. Había algo contagioso en él cuando se encontraba de buen humor. En aquellos momentos no aparentaba sus veinticuatro años; parecía un adolescente que de pronto hubiera descubierto que el universo es un lugar luminoso y magnífico, y que es estupendo estar vivo. Con el tiempo iría conociendo sus aspectos menos agradables y descubriendo que, en sus momentos bajos, podía ser la persona más autodestructiva y mezquina que jamás he conocido. La tarde en que Lois me fue presentada le había estado buscando, no recuerdo muy bien el motivo. No le encontré en ninguno de sus lugares habituales y acabé llegando a la conclusión evidente de que debía estar en su cuarto. Me lo pensé antes de ir hacia allí. Las habitaciones eran los únicos lugares prácticamente inviolables que poseían los novatos durante su estancia en la Guardería y, por mucho que Andrés y yo nos llevásemos bien, era probable que no le apeteciese que un profesor metiera las narices en su intimidad. Al final, no sé por qué, acabé decidiendo arriesgarme. Tardó un rato en abrirme la puerta y yo dudé unos instantes en el umbral antes de decidirme a pasar. - Puede trasponer mis dominios con toda impunidad, profe. Así lo hice. La habitación era un auténtico caos, pero aquello no me sorprendió. Andrés se sentaba en la estrecha litera junto a la ventana, con la cabeza parcialmente vuelta en mi dirección. Bajo su oreja izquierda sobresalía un conector de red y contemplaba con una mirada que yo jamás había visto en sus ojos algo que había tras la puerta. Ésta se cerró a mis espaldas y entonces pude verla. Por supuesto, conocía perfectamente el historial de Andrés y sabía de su relación con Lois. Sin embargo, no pude evitar la sorpresa al ver aquella figura femenina medio oculta entre las sombras y mi torpe reacción fue volverme de espaldas a ella y encararme con mi alumno. - Tranquilo, profe -dijo Andrés-. Al contrario que usted, si la pinchan no sangra. En cuanto a vengarse si la agravian es algo que aun no he podido comprobar. - Una persona virtual -dije, aunque eso era evidente. - Tremendamente agudo, profe, no me extraña que nuestro siempre alerta y nunca lo suficientemente ponderado Control haya decidido que comparta su profunda sabiduría con nosotros, pobres novatos. - ¿Lois? -pregunté. Sabía que Vaquero sabía que yo había leído su historial, así que la pregunta no tenía por qué haberle cogido por sorpresa. No lo hizo, se encogió de hombros y dijo: - ¿Por que no se lo pregunta a ella? Volverme de nuevo me costó un tremendo esfuerzo. Al fin lo hice. Sí, sin duda era Lois Lamartine, o lo más parecido a ella que se podía conseguir en aquellos momentos. El holograma había reproducido con absoluta fidelidad la calidez de sus ojos, y el mohín de felino jugando con su presa parecía tan natural que apenas pude reprimir un estremecimiento. - Buenas tardes, señor Highsmith -me dijo. Y su voz era la misma voz suave que había tenido la Lois real, y Vaquero había conseguido transmitirle ese tono tan cercano a la sumisión que, sin embargo, no lograba ocultar del todo su cualidad terca y, a veces, implacable. - Buenas tardes -conseguí responder, aunque lo que en realidad deseaba era huir de allí-. Veo que Andrés ha hecho un magnífico trabajo. - ¿De veras? -preguntó ella. Hablaba y me miraba como si no me conociera, lo que era cierto. Pero por otra parte no lo era en absoluto-. Es importante para mí saber que mi comportamiento es el adecuado. Oh, Vaquero dice que sí, pero ya sabe como es -sonrió brevemente. - No traté mucho con tu... con tu homólogo de carne, pero hasta donde recuerdo no hay la menor diferencia. - ¿De veras? -la sonrisa se ensanchó y al mismo tiempo algo triste brilló en sus ojos-. Vaquero es un pedante, pero sus palabras eran ciertas: si me pinchan no sangro. Miré a Andrés por el rabillo del ojo. En apariencia estaba tranquilo, pero se mordía mínimamente el labio con uno de sus caninos. - ¿Es eso una gran diferencia? - No lo sé -dijo ella-. Posiblemente no podré saberlo nunca. Apenas recuerdo nada más de lo que se dijo después. Sé que la conversación derivó enseguida por un camino menos peligroso y que pronto hablábamos los tres como si lo hubiéramos estado haciendo siempre. Lois parecía perfecta para Vaquero: sabía exactamente en qué momento pincharle y en cuál animarle y a veces, cuando creía que yo no miraba, sus ojos le devoraban como si no hubiera visto nada tan apetitoso en toda su vida. Cuando volví aquella noche a casa no respondí de la forma habitual a los comentarios de Sara. No le reproché su incomprensión ante la forma de vida que había decidido llevar, ni le eché en cara sus comentarios ácidos. Me limité a quedármela mirando con los ojos nublados y luego me abracé a ella de una forma tan desesperada que yo mismo me sorprendí. Al principio Sara no supo cómo reaccionar, posiblemente tan atónita como yo mismo. Luego, dejó que me sumergiera en ella, con el mismo abandono con que lo había hecho la primera vez. Poco a poco Lois fue creciendo, como cualquier otra criatura. Cuando la conocí no era más que el equivalente digital de una adolescente sofisticada que intentaba impresionar a su usuario. En pocos días, y con toda la red del Servicio para poder navegar por ella, se fue convirtiendo en una mujer tan espléndida como inalcanzable y Vaquero, atrapado por su hechizo, apenas era capaz de hacer nada sin consultarla. Lois estaba en ejecución continua, perpetuamente encajada en el eslot de conexión de la oreja derecha de Vaquero, lanzando sus finísimos tentáculos infrarrojos para conectarse de forma ocasional a la red de información, recorriéndola en busca de nuevos datos, alimentándose de ellos, incluso entrando en los corredores más prohibidos del espacio terabit y descubriendo los más ocultos secretos de este mundo de secretos ocultos. Vaquero la había diseñado tan bien que podía merodear por donde quisiera, entrar donde le apeteciese, y a su paso las alarmas no sonaban y los fagocitos del sistema no se activaban. En poco tiempo devoró todos los datos que había a su alcance en la red del Servicio y empezó a extender sus tentáculos por las demás redes a las que estábamos conectados. Pero no fueron los terabits que absorbió lo que la hicieron madurar y convertirse en aquel ser irresistible y mágico. Vaquero no se limitaba a tenerla continuamente conectada; tras unos momentos iniciales de reticencia no tardó en presentarla a todo el mundo. Incluso en la clase no era raro que Lois interviniera como una alumna más. A menudo sus comentarios eran mucho más agudos que los de Vaquero. No sabía qué pensar. Desde luego, Vaquero nunca se habría recuperado de la muerte de la Lois real sin ayuda de todo aquello, pero no estaba muy seguro de que a la larga no resultase tan destructivo para él como si se hubiera encerrado en una habitación y se hubiese negado a salir de ella para el resto de su vida. Además, tenía otras razones para sentir temor: si deambulaba el tiempo suficiente por la red, Lois acabaría descubriendo tarde o temprano la verdad sobre su origen, el engaño que había tras su relación con Vaquero. No sabía cómo reaccionaría entonces, pero cada vez que pensaba en ello sentía pavor. En cierto modo creo que Vaquero era consciente del peligro. Aquella definición del amor que me dio una tarde, un par de semanas después de haberme presentado a Lois, era una forma tácita de reconocerlo. Me estremecí: el hecho de que pudiera ver su situación con la suficiente claridad como para definirse a sí mismo como "un cadáver andante que se ha muerto de nada" y al mismo tiempo siguiera adelante con aquella charada resultaba escalofriante. Nunca le dije lo que pensaba, pero creo que él se daba cuenta de que yo lo sabía. Eso nos acercó más. Posiblemente yo era la única persona con la que hablaba sin que la presencia sutil de Lois revolotease a su alrededor. - A veces tengo la sensación más bien inquietante de estar contemplando un microscopio desde el lado equivocado, profe -me dijo una vez-. Y tú eres el científico loco que me escudriña desde el otro lado. No respondí. ¿Qué podía haberle dicho? Muchas cosas, supongo, incluso podría haber seguido las enseñanzas de Control y haber utilizado una parte de la verdad para mentirle sin el menor escrúpulo. No lo hice, y no es que eso me haga sentirme mejor, porque Vaquero tenía toda la razón. Quizá yo no era ningún sabio chiflado, pero desde luego él había sido mi experimento, desde el principio hasta el final. Lo que más me aterraba de todo no era que estuviese superando todas mis expectativas. No. Era lo satisfecho que me sentía ante ello. No sé por qué (supongo que no quiero saberlo), pero una tarde decidí invitarle a cenar a mi casa. Tenía la sensación de que a Sara le gustaría y había muy pocas cosas que a Sara le gustaran de mi mundo como para desaprovechar la oportunidad. Estuvo perfecto desde el principio. Desempolvó sus expresiones más arcaicas y ampulosas y, quitándose el sombrero, se inclinó hacia Sara, y besó suavemente el dorso de su mano. - Así que esta es la encantadora dama a la que el ínclito profesor dedica sus requiebros y oculta celosamente de las miradas de sus inexpertos pupilos. Soy su más humilde servidor. La cena transcurrió como un sueño. Vaquero llevaba el peso de la conversación y fue hilvanando una anécdota tras otra. Sara parecía fascinada, y llegué a sentirme celoso en más de un momento. No pude evitar, sin embargo, darme cuenta de que Vaquero no hizo la menor alusión a Lois durante toda la noche, salvo en el momento en que Sara le preguntó si él no tenía "ninguna dama a la que requebrar". Una sombra pasó fugaz por el rostro de Vaquero mientras respondía: - Me temo que tal tópico pertenece a lo que el bardo de Stradford calificaba como "la materia de la que están hechos los sueños", o tal vez a esas cosas "en cielo y la tierra con las que nunca pudo soñar la filosofía" -esbozó a medias aquella sonrisa que seguro que había hecho que las madres de sus amigos quisieran comérselo cuando era pequeño y enseguida se las apañó para desviar la conversación por otros terrenos. Sara se disculpó después del segundo café y Vaquero y yo nos quedamos solos, mirando en silencio la ventana abierta tras la que se desparramaban las chillonas luces nocturnas de la ciudad. Estuvimos así un buen rato, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Al fin, Vaquero se levantó, recogió su sombrero, le sacudió el polvo que no tenía y, mirándome de una forma peculiar, dijo: - No deberías hacerlo, profe, de veras que no. - No sé a qué te refieres -y en aquel momento era cierto, mis pensamientos me habían llevado por senderos demasiado extraños y su comentario me había traído de vuelta al mundo real con excesiva brusquedad. - Mi señora Sara es lo que mejor que te ha pasado en tu insulsa vida de educador de espías novatos, o lo sería si te tomases la molestia de dejarla entrar en ella. - Vaya, Andrés "Vaquero" Velasco, espía, pirata informático y consejero sentimental. Tienes facetas insospechadas. - Ser mordaz solo se te da bien en clase, profe. Te lo digo en serio y sin prosopopeya. No lo hagas. - ¿O qué? ¿Lo lamentaré el resto de mi vida? ¿Gritaré su nombre arrepentido en mi lecho de muerte? Además, en cualquier caso, será ella la que me deje a mí. - No, profe. Tú la obligarás a dejarte. Sonrió de nuevo y se puso el sombrero. - Y con esta perla de sabiduría me retiro a mis cuarteles de invierno. Buenas noches, profe. - Hasta mañana, Andrés. De camino a la puerta dio media vuelta y me guiñó un ojo. Más tarde, con las luces de la sala apagadas, saboreé lentamente dos dedos de vodka mientras me imaginaba los plácidos ronquidos de Sara en el cuarto de al lado. ¿Había sido un acierto traer a Vaquero a cenar? No importaba gran cosa. Nada importaba gran cosa. Llevaba media vida espiando y enseñando a otros a espiar. Estaba demasiado acostumbrado a mirar a los demás desde la parte de arriba del objetivo del microscopio y Vaquero tenía razón. Terminaría consiguiendo que Sara me dejase. Y posiblemente me daría palmaditas mentales por lo bien que me las había apañado para llevarlo todo: estaba seguro de que Sara, cuando se fuese, lo haría sintiéndose culpable. De ella saldrían las recriminaciones, los gritos, los lamentos. Hasta el último instante yo me mostraría conciliador, no perdería los estribos, intentaría calmarla y hacer que viera la situación de otra manera, hasta trataría de convencerla de que no se fuese. Y ella no sería capaz de ver que cada una de mis palabras eran otros tantos pasos en el camino que la alejaba de mí, que hasta el último de mis gestos estaban destinados a conseguir que se fuera. Pobre Sara, pensé esa noche. No me compadecí a mí mismo, sin embargo. Tendría tiempo de sobra para ello más adelante. Era mi obligación, como director ejecutivo de la Guardería, escudriñar en las librerías de datos personales de los espías novatos. Dejé de hacerlo en la de Vaquero al poco tiempo de empezar el curso. Era demasiado hábil como para dejar a la vista nada comprometedor y mis fútiles intentos de romper sus defensas siempre terminaban rompiéndose contra una infranqueable pared de hielo. Una vez, sin embargo, poco antes de que terminase el curso, volví a introducirme en su librería. Para mi sorpresa, había algo en ella. Comprendí enseguida que Vaquero lo había dejado allí con el propósito de que lo encontrara. Cargué el fichero (era un archivo de texto) y lo proyecté frente a mis ojos en una página virtual: (QUE POSIBLEMENTE NUNCA TERMINARÉ) ¿Qué se puede decir de una chica de veinte años que ha muerto?, pensaba Conrad Rains, sentado frente al paseo marítimo de Drímar, mientras la gente pasaba a su alrededor, tranquilos, inconscientes del espectador silencioso que les contemplaba desde el banco. Por unos instantes pensó en continuar con la frase, en hacer vagas referencias a Bach, a los Beatles, a él mismo. No, la broma carecía de sentido y, lo que era peor, no resultaba graciosa. Dos mujeres pasaron a su lado, llevando una de esas miniaturas de perro que no hacen otra cosa que ladrar enfurecidas a cuanto sea más grande que ellas. Al fondo, sobre un horizonte en el que mar y cielo se mezclaban sin solución de continuidad, el sol se iba poniendo lentamente. El aire se volvía más frío por momentos. Conrad Rains se arrebujó en su chaqueta y reprimió un escalofrío. La gente seguía paseando y, en la playa, algunos surfistas se aventuraban en un mar tan plano que casi parecía de cristal. Se preguntó cuántos de aquellos adolescentes estarían allí con sus tablas de haber habido resaca y un buen oleaje. Prácticamente ninguno. Ya era más que suficiente. Estaba harto de aquel paisaje. Harto de contemplar a la gente paseando, vestida con aquellas estúpidas ropas de finales del siglo veinte, dedicadas a sus asuntos como si él no existiera. - Orden ejecutiva: fin de programa -dijo en voz alta. Al instante, playa y transeúntes se desvanecieron y Conrad Rains se encontró tumbado en el sillón de gravedad cero de su sala de estar. Se quitó el chip de interacción total y echó a andar hacia el dispensador mientras ordenaba un café bien cargado en la autococina. Con el tazón humeante entre las manos se sentó junto a su proc personal y comenzó a programar. Al principio lo hizo de palabra, pero casi enseguida se sintió arrastrado otra vez por la nostalgia de un tiempo que jamás había conocido y le pidió a la máquina que generase un teclado virtual. Al instante, el holograma se materializó bajo sus dedos, prosaicamente real, incluidos el desgaste en las teclas producto del uso, el polvo acumulado en las zonas difíciles de limpiar y las familiares siglas IBM en una esquina. Conrad Rains sonrió, aunque era una sonrisa torcida. Mientras seguía programando la pregunta continuaba allí, dando vueltas en su cabeza, girando en un vals loco y triste que no parecía tener final: ¿Qué se puede decir de una chica de veinte años que ha muerto? Que la quería, maldita sea, que la quería. En silencio le di a mi base de datos la orden de que disolviera la holopágina y me quedé sentado en mi cuarto. Jamás le dije a Vaquero que la había leído. Él nunca me lo preguntó, aunque a veces parecía a punto de hacerlo. Por fin el curso se acabó y, tal y como todos esperábamos, Vaquero terminó por optar a la sección antiterrorista. Su expediente le calificaba para prácticamente cualquier acción de campo y todos (desde Control hasta él mismo) sabíamos lo que elegiría. No hubo ninguna ceremonia, ninguna entrega de diplomas, lo que no deja de ser extraño, teniendo el cuenta el gusto del Servicio por la burocracia. Tan solo una comida informal de todos los graduados y algunos instructores a la que yo decidí, como todos los años, no asistir. Día tras día, mis manos habían moldeado el carácter de Vaquero, sin forzarlo nunca, aprovechando las vetas naturales de su persona para ir tallándolo de acuerdo a nuestras necesidades. Lo que hiciese a partir de aquel momento, recuerdo que pensé, era tan inevitable como un chaparrón el día que te olvidas de coger el paraguas. Acabábamos de forjar el instrumento perfecto y, con un poco de suerte, cumpliría sin problemas la misión para la que le habíamos destinado y jamás sería consciente de nuestras manipulaciones. Por supuesto, olvidé que el universo rara vez se ajusta a nuestras expectativas, y que cuando un instrumento es lo suficientemente bueno tiende a hacer cosas que sus diseñadores no habían previsto. Nos separamos amistosamente, aunque me dio la impresión de que no esperaba volver a verme. Tampoco yo lo esperaba y, poco a poco, su imagen estrafalaria fue convirtiéndose en un retrato nebuloso en la parte más polvorienta de mi memoria. A veces recordaba alguna de sus frases o actitudes, o mi imaginación se veía asaltada por la mirada de absoluta adoración con la que contemplaba a Lois. - Dale mis parabienes a la encantadora Dama Sara -dijo al despedirse. Yo agité la mano en un gesto vago y poco comprometido y él echó a andar pasillo abajo. - ¿Sabes, profe? -me dijo, volviéndose de pronto-. El corazón es un animal hambriento. Y no se sacia nunca -yo le miré con la dosis exacta de escepticismo que él esperaba-. Sí, el tuyo también, profe, el tuyo también. Siguió su camino, mientras el fantasma holográfico de Lois se materializaba a su lado y caminaba junto a él. Parecían estar susurrándose esos secretitos idiotas a los que solo los enamorados encuentran sentido. El rostro de Lois se volvió fugazmente y vi un destello de compasión pintado en sus ojos. Pasaría mucho tiempo antes de que volviese a ver a ninguno de los dos. De vuelta en la Central. Otra vez paseando por aquellos pasillos impolutos y grises, anodinos. Recorriendo expedientes, buscando más retazos del pasado de Vaquero. El hombre que le había hecho de Papi en su primera misión de campo, la agente con la que mantuvo una breve relación sexual y a la que jamás susurró una palabra de afecto, su compañero en los días tensos y breves en que estuvieron vigilando a algunos de los miembros del Brazo de Elohí mientras intentaban decidir a cuál de ellos se acercarían. Con algunos no pude hablar directamente y tuve que conformarme con una breve charla a través del vifono, con otros fue imposible contactar: ya habían muerto, o estaban en medio de una misión y, por mucho que yo fuera ahora el brazo ejecutivo de Control no iban a abandonar la cobertura de la que dependía su vida para responder a unas preguntas sobre alguien a quien habían conocido vagamente. De todas formas, los datos que pude recoger de todos ellos, aunque interesantes, no resultaban demasiado reveladores. Me aportaban nuevas perspectivas sobre Vaquero, sí, puntos de vista sobre su forma de ser que yo jamás habría observado por mí mismo, pero su relación con él había sido demasiado superficial y no había dejado la huella suficiente en ellos como para que lo que me dijeran fuese de mucha utilidad. Hubo una entrevista que pospuse durante varios días. Hacía tiempo que conocía a Yarik Edouard, pero nunca había podido acostumbrarme a su presencia. No eran las cicatrices del lado izquierdo de su rostro, que él se negaba obstinadamente a reparar. Ni siquiera sus modales, a mitad de camino entre la amargura y el desafío. Lo que me inquietaba era un brillo frío y distante en lo más hondo de sus ojos que me hacía sentirme como un insecto bajo la mirada profesional y no demasiado interesada de un entomólogo. Control podía contemplarme como un dios manipulador y eso me convertía a mis propios ojos en una criatura impotente, inútil, sin más propósito en la vida que servirle de marioneta. Y sin embargo, no me resultaba incómodo estar con él, no de la misma forma que con Edouard. Ambos actuaban como si tuvieran poder de vida y muerte sobre mí y pudieran aplastarme con un mínimo movimiento del dedo. La diferencia era que Control sólo lo haría si yo resultaba ser una marioneta desobediente o inútil. Edouard era capaz de hacerlo tan solo para combatir el aburrimiento de una tarde de lluvia. Había sido el jefe de la sección antiterrorista durante varias décadas, antes de dimitir del Servicio y encerrarse en una concha privada de la que se negaba a salir, rodeado siempre de sus libros y su amargura hacia nosotros, hacia él mismo, o hacia ambos. También actuó como adiestrador de Vaquero en tácticas antiterroristas, después de haberse graduado en la Guardería. Yo había intentado preparar su conciencia (y había fracasado, pensaba la mayoría de las veces) para la vida que le esperaba, y Edouard hizo lo mismo con su mente y buena parte de su cuerpo. Debió tener éxito, porque Vaquero salió con vida de la misión para la que el Servicio le había estado preparando incluso desde antes de reclutarlo y el Brazo de Elohí quedó convertido en cuatro fanáticos sin rumbo que habían perdido sus objetivos y los medios para llevarlos a cabo. Edouard llevaba retirado unos cinco años atrás. Se había comprado una pequeña casa solariega no muy lejos de Primer Planetizaje y su primer acto como dueño de sus dominios había sido inhabilitar la cabina de transporte instalada en el jardín. Así que si uno quería visitarle no le quedaba más remedio que subirse a un vehículo y recorrer veinte monótonos kilómetros de naturaleza domesticada para llamar al timbre. Eso fue lo que hice, después de varios días de vacilaciones y un par de intentos inútiles de comunicarme con él usando el vifono. La pantalla de la verja no se iluminó, aunque era evidente que la cámara sobre ella estaba llevando mi imagen al interior de la casa, porque enseguida la voz desagradablemente cascada de Edouard me dio la bienvenida. - Vaya, vaya, el chico de los recados del bueno de Control. Supongo que querrás pasar. La verja se hizo a un lado y el vehículo siguió con suavidad mis instrucciones, mientras se internaba en un sendero de gravilla en dirección a la casa austera y rodeada de árboles que había al fondo. Me detuve frente a ella, bajé del coche y, antes de que pudiera llamar a la puerta, ésta se abrió. No había nadie al otro lado. La comparación con un holo de terror barato vino enseguida a mi mente, y no pude reprimir una sonrisa. - Por el pasillo hasta el fondo y luego a la derecha -graznó un altavoz sobre mi cabeza. Seguí las instrucciones y terminé desembocando en una amplia sala, en la que la luz entraba por una enorme puerta ventana y cuyas paredes estaban completamente cubiertas de estantes llenos de libros. Y cuando digo libros quiero decir exactamente eso: papel, tinta y cuero. - Te daría la bienvenida, pero no eres tan tonto como para creer que sería sincera. Me volví. Edouard estaba frente a la puerta ventana, con su desagradable rostro cruzado por una sonrisa fría y un cigarrillo a medio consumir entre los labios. Me recordaba una imagen que había visto una vez en un museo: un dibujo extraído de un cómic anterior al Interregno que mostraba un individuo con la mitad de la cara desfigurada y que parecía obsesionado con el número dos. Pero al contrario que el personaje de ficción, las cicatrices en el rostro de Edouard no mostraban ninguna dualidad en su persona, solo la voluntad de resultar desagradable y de hacer sentir incómodos a cuantos estuvieran en su presencia. Lo conseguía conmigo, y a veces pienso que también lo había conseguido con Control, y que este había suspirado de alivio cuando Edouard decidió dimitir. - Hola, Yarik. Siento invadir tu intimidad, pero tu vifono debe estar estropeado. - Hace años que lo rompí. Si alguien me considera tan importante como para hablar conmigo lo menos que puede hacer es venir hasta donde yo estoy. Asentí con la cabeza, pese a que aquello era una contravención de las normas del Servicio. Jubilado o no, un agente debe estar siempre localizable. Aunque, siendo estrictos, Edouard lo estaba: jamás salía de su casa. Me miraba con un frío asomo de diversión que podía trocarse en aburrimiento en cualquier instante. Aspiró una larga bocanada de humo, contuvo apenas la tos y me indicó un asiento frente a él. Me senté y traté de encontrar la forma más adecuada de plantearle la cuestión que me había traído allí, mientras contemplaba el cenicero junto a él, lleno de una pirámide de colillas apagadas que se mantenía en pie de puro milagro. El olor apelmazado de la ceniza húmeda inundaba la habitación. - Necesito algunos datos sobre Vaquero -dije al fin, yendo directo al grano. Sabía que esa era la mejor forma de actuar con él. Si quería darme la información me la daría y si había decido no hacerlo, ninguna diplomacia, sutileza o chantaje le harían cambiar de opinión. - ¿Vaquero? -aquello pareció cogerle por sorpresa-. Santo Dios, Vaquero -empezó a reírse, pero un acceso de tos le cortó las carcajadas por la mitad. Apagó el cigarrillo (la pavesa casi le llegaba a los dedos amarillentos de nicotina) y encendió otro mientras dejaba de toser-. Así que Vaquero. Qué pasa, ¿el chico ha derribado al Mandato Sáver él solito y le vais a dar una medalla? No veo mucho las noticias últimamente. - Vaquero está quemado -dije, usando la misma expresión con la que Esteban me había dado la noticia-. Y hacía años que no trabajaba para nosotros -algo que Edouard tenía que saber de sobra. Aun no había dimitido cuando Vaquero nos dejó. - ¿Vosotros? ¿Control ha hecho una ampliación de capital y tú has comprado unas cuantas acciones? ¿O te ha nombrado su heredero? No, entonces no estarías aquí, habrías enviado a algún burócrata a verme. Ignoré sus pullas como mejor pude, pero me sentía incómodo y sabía que Edouard lo notaba. En realidad sus aguijones verbales no eran más agudos que los que yo aguantaba todos los años por parte de los chicos que entrenaba en la Guardería y ellos nunca habían conseguido hacerme perder el control. No eran sus palabras, era esa sensación inquietante de que yo para él era menos que nada y que hablar conmigo le costaba el mismo esfuerzo que estrangularme. - Así que quemado. No, no quiero que me cuentes cómo fue. Tarde o temprano habría acabado así -asentí de forma automática y vi brillar en sus ojos un destello de complacencia-. Lo que no entiendo es qué utilidad tiene ahora para vosotros -recalcó la palabra con desprecio-, si hace años que os había dejado. Estuve a punto de decir que no era asunto suyo, pero preferí seguir en silencio. - De acuerdo -dijo Edouard tras un buen rato-. Supongo que no es asunto mío. Al fin y al cabo seguís pagando mis cuentas, y lo menos que puedo hacer por vosotros es ayudaros a engrosar unas cuantas páginas otro expediente. Terminó el nuevo cigarrillo y encendió otro. Antes de ir a verle había leído su dossier y sabía que era el tercer par de pulmones que usaba en los últimos cinco años. Siempre tenía un recambio creciendo en los tanques de clonación de un banco de órganos. Quizá pese a todo sí hubiera algo de dual en su persona: tal vez su manía de fumar de forma tan desesperada no era más que un intento de suicidio, y los recambios en el banco de órganos la forma en que se arrepentía en el último momento. Tuve la sensación de que algún día decidiría no usarlos y permitiría que el cáncer acabase con él para siempre. - ¿Qué quieres saber? Habíamos llegado por fin al meollo del asunto, y yo no sabía cómo planteárselo. Hablar con los compañeros de promoción de Vaquero o con los que habían compartido misiones con él había resultado fácil. No tenía más que agitar la orden ejecutiva de Control frente a sus ojos y contestaban a mis preguntas sin cuestionarlas. Edouard no reaccionaría así. - ¿Qué opinabas de él? ¿Cómo os llevabais? -pregunté, tratando de sonar la más protocolario posible. - Por Dios, esto sí que es nuevo. Puedo comprender que el pobre chico os interese después de todo este tiempo, pero ¿yo? ¿Qué coño os puede importar si me caía bien o mal? - No estoy autorizado a decírtelo. - Claro. No esperaba menos de ti, Peter. Así que cómo nos llevábamos. Trabajamos bien juntos. Era el mejor agente de campo que he tenido bajo mis órdenes, aunque siempre he creído que él tenía sus propios planes y que solo por pura casualidad coincidían con los míos o los del Servicio, o al menos que eso era lo que él pensaba -me miró, como si intentase decirme que yo era transparente a sus ojos y que no le engañaba ni por un momento-. Qué más da. Era de una eficacia mortal. Sabía lo que se esperaba de él y cómo hacerlo y lo hacía sin vacilaciones, hasta las últimas consecuencias. Era implacable. Una vez estaba convencido de cuál era su misión la llevaba a cabo, y no importaba cuántos civiles no involucrados cayeran por el camino. ¿Qué opinaba de él? Era arrogante, insufrible, pomposo y una de las personas más frágiles que he conocido. Siempre a cuestas con su programa de simulación, hablando con aquella Lois igual que un colegial enamorado. Yo podría haberle destruido, ¿sabes Peter? -su voz se dulcificó repentinamente-. Sabía muy bien qué resortes tenía que tocar en su mente para hacer que se derrumbara por completo. No lo hice, eso es evidente, pero no fue porque le resultara útil al Servicio, ni siquiera porque fuera mi mejor agente y me sintiera orgulloso de él. No lo hice precisamente porque podía hacerlo. Dios, era un chiquillo. No era más que eso, un crío que había perdido todo lo que quería y que no sabía qué hacer para seguir adelante sin ello. Podía haberle destruido y lo que en realidad quería era consolarlo. Solo que no sabía cómo. Nunca he sabido. Quizá porque nadie me ha importado nunca lo suficiente como para aprender a hacerlo. Ah, Dios. Y tenías que venir aquí y recordármelo. Vaquero -sonrió, y había un deje nostálgico en su sonrisa. El brillo frío y burlón de sus ojos se había apagado. Para entonces creo que ni siquiera me miraba-, Vaquero. Ojalá hubieras podido ser feliz con tu Lois y nos hubieras conocido nunca. Tarde o temprano tu amor se habría convertido en rutina y tu vida se habría deslizado hacia la misma plácida estupidez en la que vive el resto de la humanidad. Pero nosotros no podíamos dejarlo en paz, ¿eh Peter? -volvió a mirarme, pero no había nada de superioridad en sus ojos, solo amargura-. No, encajaba demasiado bien en nuestros planes para salvar el mundo. ¿Cómo íbamos a dejarle en paz? Encendió un nuevo cigarrillo, pero no se lo llevó a los labios. Se quedó contemplándolo con aquel rostro deforme (y yo no sabía cuál era su lado más desagradable, si el cubierto de cicatrices o el intacto) mientras el humo subía lentamente hacia el techo, enroscándose en tenues espirales, construyendo una escalera de caracol por la que nadie podría ascender. Me levanté y le di las gracias. Él no me oyó, siguió allí sentado, inmóvil, con los ojos clavados en el cigarrillo que se consumía con una parsimonia casi infinita. Sara me dejó poco después de que Vaquero nos abandonara. Nunca he podido evitar la sensación inquietante de que ambos acontecimientos estaban relacionados. Por supuesto, es una tontería. Pero a veces pienso que la presencia de Vaquero en nuestras vidas (incluso aunque fuera una presencia distante, apenas perceptible, más sutil aun que el fantasma cibernético de su Lois) era lo único que hacía que Sara no terminase de reconocer la derrota. Sólo cuando Vaquero dimitió del Servicio y tomó la primera nave que pudo encontrar que lo alejase de nosotros, Sara pudo aceptar lo inútil de sus esfuerzos y encontró el valor suficiente como para dejarme. Estúpido, sin duda, porque Sara no tenía forma de saber lo que había pasado con Vaquero. O no tan estúpido, porque yo sí lo sabía. En cierta manera es muy posible que no me atreviera a dar el paso definitivo, a darle a Sara el último empujón que la hiciera irse, hasta que la presencia de Vaquero no se hubo desvanecido de nuestras vidas. No fue un final fácil, supongo que ninguno lo es. Hubo llantos, y gritos, y recriminaciones, todas por parte de Sara. Yo permanecí impasible, como una roca, como una momia. De vez en cuando abandonaba mi trance de implacable tranquilidad para dejar caer algún comentario conciliador que solo conseguía enfurecerla más: le pedía que se calmase, le decía que lo hablásemos como personas racionales. Pero, en los escasos momentos en que Sara recuperaba el control de sí misma e intentaba llegar a mí, yo volvía a mi postura de accidente geográfico y lo único que salía de mi boca eran monosílabos. Finalmente, cansada de llorar y gritarme, cogió su maleta y echó a andar hacia la puerta. Por unos instantes su figura abatida saliendo de mi apartamento me resultó insoportable. Algo tiró de mí y me hizo levantarme de la silla. Imbécil, pensé. Corre hacia ella, no la dejes marchar, haz que vuelva. Conseguí dar un paso en dirección a la puerta. Fue todo lo que mi cobardía, mi desgana férreamente forjada tras una vida entera dándole forma, me permitieron hacer. Me quedé allí de pie, contemplando la puerta entreabierta como un niño que ha perdido algo y no sabe demasiado bien qué, ni cómo recuperarlo, solo que era importante y ya no está. Se me escapó una maldición entre dientes y volví a sentarme. Bien, pensé. Se había terminado. Había metido el dedo en la corriente para comprobar lo que se sentía y, cierto, no estaba mal. Pero no era para mí. Regresaba a mi sitial y desde allí seguiría contemplando fluir el río. Al final, como todos los ríos, se desparramaría en un laberinto de médanos y terminaría muriendo, diluyéndose en mitad de un mar sin fronteras ni esperanzas. El mirón ha vuelto. Debería sentirme satisfecho. Pero, por algún motivo que no acababa de comprender, una rabia sorda e impotente iba llenando de ácido mis entrañas. En el fondo no importaba. Una vez oí a alguien hablar de la regla del millón de años. Es la regla perfecta si eres un espectador que se ha involucrado demasiado en los acontecimientos y estos te han salpicado más de lo que pretendías. También es muy simple. Si te sientes mal, si ha ocurrido una tragedia, si tu mundo se cae en pedazos piensa que dentro de un millón de años a nadie le importará. Lo malo de esa regla es que resulta muy poco útil a corto plazo. Su partida de nacimiento le identificaba como Alberto Morales, sin duda mucho más prosaico y menos atractivo que el Barak ben Solomón con el que se había bautizado a sí mismo años más tarde. Había sido durante mucho tiempo el señor X, la sombra en la oscuridad que regía los destinos del Brazo de Elohí, quien decidía dónde, cuándo y de qué manera se producirían los ataques contra el sistema corrupto y decadente que afirmaban repudiar. Hoy no era más que el recluso NHR-1024 del penal de Dármur y lo único que lo identificaba como el caudillo despiadado e inteligente de un grupo de fanáticos era su voz. Me presenté ante él con mi mejor aspecto burocrático. Sabía que eso le irritaría. Con absoluta frialdad, como si no me importara lo más mínimo lo que tuviera que contarme fui desgranando mis preguntas, ocultando mi verdadero objetivo tras una nube de trivialidades: qué explosivos había utilizado en qué atentados, cuántos hombres habían organizado tal secuestro, quiénes habían sido sus lugartenientes más inmediatos. Cuestiones todas de las que conocíamos las respuestas desde hacía años. Poco a poco, a medida que él se enfurecía ante mi aparente falta de interés, fui acercándome a lo que me había venido a buscar. De vez en cuando me detenía y le hacía repetir un detalle carente de importancia, solo para tenerle a punto de saltar al borde de la silla y que no reparase en lo que realmente me interesaba. - Andrés Velasco estuvo bajo su mando. - ¿Ese? -bufó su desprecio-. Un completo inútil. Bueno con los sistemas de información, pero no servía para nada más. - Serviría para algo o se habrían deshecho de él -dije. - Claro. Siempre se puede encontrar utilidad para un ciberpirata burgués que cree estar salvando el mundo. Nos ayudó en un par de cosas, nada importante. Me alejé de mi objetivo, rodeándolo para volver a él minutos más tarde, mientras pensaba que después de tanto tiempo aquel imbécil aun ignoraba a quién debía su estancia en la cárcel. De esta manera, avanzando como en medio de un laberinto, fui consiguiendo de él lo que deseaba. Un retrato de Vaquero tal y como lo habían visto los otros terroristas, o al menos su jefe. Un individuo pusilánime, bueno para enchufarse un pin de conexión en el eslot bajo su oreja izquierda y bucear por la red en busca de datos, bueno para manipular la información y lanzar una nube de ruido a la cara de las autoridades, pero nada más. Completamente incapaz para la acción de campo. - Se habría desmayado a la vista de la sangre -apostilló ben Solomón. Lo que él ignoraba era que, durante los siete meses que Vaquero se fingió un miembro de su organización, esta no llevó a cabo un solo atentado. Vaquero programó las más convincentes simulaciones mientras, uno tras otro, los terroristas eran seguidos, controlados y numerados, hasta llegar a la cabeza que los guiaba. Fueron siete meses durante los cuales el Brazo de Elohí vivió en mitad de un sueño digital, engañado por la mente intrincada y juguetona de Vaquero, que siempre iba un paso por delante suyo. - Estuvimos a punto de lograrlo -dijo ben Solomón cuando ya llegábamos al final del interrogatorio. No le saqué de su engaño. No merecía la pena. Sin embargo, no pude resistir la tentación de abandonar mi disfraz de burócrata aburrido por unos instantes y responderle: - Fracasar siempre es fracasar. No importa por cuánto margen. Se detuvo a mitad de camino hacia su celda y me miró como si me viera por primera vez. Sus ojos se entrecerraron, calibrándome. - Ya veo. Fue Velasco, ¿verdad? Sentí una punzada de admiración ante aquel individuo. Una sola ranura en mi disfraz y había sido capaz de deducir la verdad en apenas unos segundos. Quién sabe el daño que nos podría haber causado una mente tan brillante de no haber encontrado a Vaquero. No le respondí. Di media vuelta y abandoné la sala de interrogatorios. La incertidumbre era el mejor castigo. No sé muy bien por qué pero al salir de la cárcel, en lugar de digitar las coordenadas de mi casa en la cabina de transporte, pulsé una combinación que me dejó en el centro de la ciudad, cerca de los restaurantes de lujo y las galerías comerciales. Deambulé por allí toda la tarde, deteniéndome ante escaparates vistosos que mostraban cuerpos perfectos embutidos en ropas inverosímiles mientras, algo más allá, hombres gordos devoraban su comida como si la vida les fuera en ello. Regresaba ya a casa cuando una voz conocido me hizo volverme. - Peter, ¿eres tú? Sí, era yo. Sara me miraba, de pie junto a un individuo en el que por un momento creí reconocer a mi reflejo. Enseguida el entrenamiento de tantos años de Servicio me desengañó: físicamente éramos parecidos, pero había en él un aire de vitalidad, de iniciativa que yo jamás había tenido y que me resultó insoportable contemplar en alguien que se me parecía tanto. - ¿Cómo estás, Sara? -conseguí decir, intentando no mirarla, y sabiendo que era inútil, que la memoria me la devolvía con total nitidez. Al fin, mis ojos se atrevieron a posarse en su rostro mientras ella decía: - Bien. Ya veo que tú también. Mentía, y no con demasiada convicción. Yo seguí mirándola; había envejecido, por supuesto, pero eso no importaba: su cara seguía manteniendo la misma mezcla de dureza y dulzura que me había fascinado la primera vez que la vi. Me miraba con un asomo de compasión en sus ojos claros. ¿Tan mal aspecto tenía? - ¿Qué haces ahora? -pregunté, aunque lo que en realidad deseaba era irme de allí. Ella respondió algo, aunque no recuerdo qué. Estuvo a punto de devolverme la pregunta, pero vi como el pensamiento pasaba por su cabeza y lo hacía a un lado casi enseguida. ¿Que hago ahora? Soy un guardián del miedo, y espero en la sombra contemplando lo que no me atrevo a tocar. Qué otra cosa. Intercambiamos alguna trivialidad más y por fin nos despedimos. No me presentó a su acompañante y noté, con un vistazo fugaz por encima del hombro, que él se inclinaba hacia ella preguntándole algo. "No es nadie, alguien a quien conocí alguna vez", escuché en mi mente, tan claro como si ella lo hubiera dicho en voz alta. No, pensé. Nunca me conociste. Pero, si eso era cierto, ¿de quién había sido la culpa? Mi investigación sobre Vaquero llegaba a su fin. Había reunido todos los datos a mi alcance, había hablado con todos los que podía hablar y lo único que me quedaba era darle una forma coherente a toda esa información y presentársela a Control. Quedaban huecos en su historia, por supuesto, pero un retrato completo nunca es posible, ni siquiera creo que sea deseable. El exceso de información no lleva a una imagen más nítida, sólo más abigarrada. Pese a todo, había una parte de su vida a la que no había conseguido tener acceso: sus años después de dejarnos, su vida en la Peonza como ladrón de datos para las redes de husmeaje de la estación espacial. Tres individuos le habían conocido bien durante ese tiempo. Uno de ellos (Chandler, el agente nuestro que Vaquero había intentado salvar) estaba muerto. El otro también, si es que una inteligencia artificial puede morir. El tercero era un adolescente que había trabajado para Chandler y con el que, pese a mis esfuerzos, no conseguí contactar. De todas formas, pensé, la imagen de Vaquero que había obtenido era lo suficientemente completa para satisfacer a Control. Y si deseaba averiguar algo más sobre sus años en la Peonza tenía sus propios métodos para lograrlo. El informe estaba completo, al menos todo lo completo que podía estarlo en aquellos momentos. Después de siete noches con el proc de palabras conectado y en blanco llegué a la conclusión de que no era cierto. Había una visión de Vaquero de la que no disponía, y de la que posiblemente no llegase a disponer jamás: la suya propia. Pero había otra que podía conseguir, y el solo pensamiento de hacerlo me aterraba. Allí estaba ella, en el almacén del Servicio. Llevaba siete años desconectada, tan solo un chip inocuo, inofensivo, una pequeña oblea de material sensible en la que se había codificado un programa que intentaba imitar la vida. Sólo tenía que firmar su salida en el registro, llevarla al proc más cercano con proyector de hologramas y ejecutar el fichero. Ella había conocido a Vaquero, sin la menor duda, lo había conocido mejor que nadie en el mundo, tal vez mejor que él mismo. Pero también me conocía a mí. Y yo, para mi desgracia, para mi eterna condenación, la conocía mejor de lo que hubiese querido. Soy demasiado concienzudo. Incapaz de comprometerme cuando depende de mí, pero incapaz también de abandonar lo que me han encargado antes de llegar al final. Supongo que en eso me parezco a Vaquero. Y no solo en eso. No me sorprendió encontrarme al día siguiente en el almacén, llenando por triplicado el holoimpreso que me permitiría sacar de allí el chip de Lois. Pensé en llevarlo fuera de la Central y ejecutar su programa en la soledad de mi cuarto, en casa. No pude. Pedí una sala de conferencias vacía y, después de asegurarme de que el proc de la habitación era seguro (todo lo seguro que podía ser, al menos, en el mundo de intrigas y secretos sin sentido en el que vivía) introduje el chip en el ordenador. Recuerdo la última vez que vi a Lois mientras Vaquero aun estaba conmigo. Fue poco antes de que terminara el curso en la Guardería. Aquella tarde yo me había embarcado en un discurso que parecía contradecir todo lo que había estado diciendo hasta el momento; de pronto me había convertido en un defensor acérrimo de nuestro modo de vida: no había nada comparable a la Confederación, nuestro sistema político era superior a cualquier otro, pasado o futuro, la calidad de vida era inigualable, y ninguna otra sociedad podía ser más justa que la nuestra. Casi esperaba ver a Vaquero saltar del asiento y recriminarme tamaña contradicción en su pintoresco estilo. Esperé unos segundos, pero la reacción de mi hereje no llegó jamás. Estaba sentado al fondo, como siempre, pero tenía la vista clavada frente a él y no parecía prestar atención a cuanto ocurría a su alrededor. Fue otro alumno el que cogió la antorcha y dijo: - Pero... esto.. señor Highsmith. ¿Qué hay de lo que dijo el primer día? - Sí, ¿qué hay? -respondí, mientras por el rabillo del ojo seguía contemplando a Vaquero. - Afirmó que no importaba si nuestro sistema era superior o no, que lo único importante es que era el nuestro. - En efecto. ¿Y qué es lo que lo hace nuestro? - Bueno, hemos nacido en él. - Ah, ya veo. Pero nada le impide pasar al otro lado y solicitar la ciudadanía sáver, o intentar establecer su propia utopía y buscar seguidores, bien sea de forma pacífica o violenta. No, no es el nacimiento lo que hace que este sistema sea el nuestro. Aunque reconozco que así resulta ser para la mayoría de la gente, no puede serlo para ustedes. Todo lo que dije el primer día sigue siendo cierto. No importa lo bueno o malo que resulte nuestro modo de vida. Solo importa que es nuestro modo de vida. Pero lo es porque así lo hemos decidido. Hemos elegido vivir de acuerdo a sus normas. ¿Y quién si no un idiota escogería deliberadamente vivir en un sistema que le parece corrupto? Para los demás, la Confederación puede ser el lugar donde les ha tocado vivir. Para ustedes tiene que ser aquel en el que han escogido quedarse. Y eso solo será cierto si están convencidos de que es el adecuado. No importa que lo sea realmente o no. Pero deben creerlo. - ¿Cómo? - Pese a las apariencias no tengo respuestas para todo, Hendrick. Busque esta usted mismo. La clase ha terminado. Poco a poco, el aula fue quedando vacía, salvo por la presencia de Vaquero al fondo, inmóvil y con el ceño fruncido. Me acerqué a él lentamente. No pareció darse cuenta de mi presencia hasta pasados unos minutos. - Hola, profe -dijo-. Buen discurso. Les ha encandilado. - ¿Te ocurre algo? -pregunté, ignorando su comentario. - Nada serio -pero la expresión de su rostro y su tono de voz lo desmentían-. Una vulgar riña de enamorados. - Cerdo -oí de pronto a mis espaldas. Me volví. Lois se acababa de materializar. El holograma que le servía de cuerpo fingía estar sentado en una silla, algo a la derecha de Vaquero. - Me temo que Lois no se volvió loca de regocijo al descubrir mi pequeño desliz -dijo éste, con una sonrisa que lo era todo menos alegre. - ¿Desliz? -pregunté yo, sin dejar de mirar a Lois, que echaba chispas por los ojos. - Un mero intercambio de fluidos corporales con Carmen -era una de sus compañeras de curso-. Nada trascendental, se lo aseguro. - Ya ve, señor Highsmith, parece que pese a todo sí va a resultar importante que no sangre si me pinchan -dijo ella, en un tono de voz tan frío que podría haber helado el infierno. - Mierda de toro -dijo Vaquero, perdiendo los estribos por primera vez desde que le conocía-. No tuvo la menor importancia. No fue más que la satisfacción de una urgencia fisiológica sin más trascendencia que defecar o comer. - ¿También jadeas y aúllas cuando comes? - Mierda de toro -volvió a decir él, ahora en un susurro. De pronto se llevó la mano al bolsillo y extrajo de allí un papel doblado-. Hay algo que me gustaría que hiciera por mí, profe. Lea esto en voz alta. - ¿Qué es? - Léalo, ¿de acuerdo? Lo desdoblé. Estaba escrito a mano, con una caligrafía preciosista pero firme. Era un poema. También, en cierto modo, una disculpa. Nunca se me ha dado bien leer en voz alta, y menos poesía, pero lo hice lo mejor que pude: se desliza tan esquiva entre la noche que mis dedos impacientes solo pueden encontrar el roce inaplazable de tu ausencia. No hay rastro de tu sombra en el silencio y mi cuarto es un largo lamento sin final. En la almohada mi boca busca tu rostro y fracasa y el aire no trae tu denso aroma de selva. En vano intento cruzar el abismo delicioso de tu boca, recorrer la frontera ilimitada de tu tacto, la acerada suavidad de tu sonrisa, el dulcísimo sendero entre tus muslos, el enigma irresoluble de tu vientre. Entonces despierto y pienso que quizá en la distancia tu cuerpo busca con urgencia mis caricias y tus ojos se abren paso a través de la noche interminable tratando de encontrarme para siempre. Terminé de leer y volví a doblar el papel, depositándolo sobre la mesa con infinito cuidado. Me estremecí al oír un sollozo, pero no era Vaquero quien lloraba. Me di la vuelta. Enormes goterones se deslizaban por las inexistentes mejillas de Lois. El holograma que intentaba darle carne se incorporó y echó a andar en dirección a Vaquero. Éste la miraba, sin decir una palabra, completamente arrobado. Lois llegó junto a él y se inclinó con suavidad. Vaquero cerró los ojos, pero los de Lois seguían abiertos mientras sus labios se acercaban a los de él, en busca de un beso imposible que jamás se materializaría. Ella volvió a incorporarse, con la mirada húmeda y llena de amor. - Te quiero -dijo, como si las palabras le fueran arrancadas. Luego, la mirada de gato inquieto volvió a relucir en sus ojos y añadió-. Aunque seas un cerdo. El holograma se desvaneció lentamente y Lois regresó a la red de datos. Poco a poco Vaquero abrió los ojos. Sonreía y parecía feliz. Supongo que lo era. Y allí estaba ella de nuevo frente a mí. En sus ojos no brillaba el amor, pero tampoco el odio, y no supe muy bien cuál de las dos cosas me inquietaba más. Pareció desorientada unos instantes, como si despertase de un largo sueño. - Hola, Peter -dijo al fin. Ella nunca me había llamado Peter mientras aun estaba con Vaquero y supe al instante lo que significaba el hecho de que ahora lo hiciera. - Veo que ha pasado bastante tiempo desde que Andrés nos dejó. Supuse que lo primero que había hecho al despertar había sido comprobar su reloj interno y luego compararlo con el de la red, para ver durante cuánto tiempo había estado desconectada. Seguramente, después de eso había buceado un poco entre la información, lo suficiente al menos como para saber qué había sido de Vaquero y del resto del mundo durante aquellos años. Sus siguientes palabras me lo confirmaron: - No podías dejarme descansar tranquila, ¿verdad? Bien, aquí me tienes. ¿Qué es lo que quieres? Durante unos instantes fui incapaz de hablar, fascinado ante las maneras y actitudes del holograma que le servía de cuerpo. No estaba preparado para verla otra vez, después de tanto tiempo, para oírla hablar, para sentir la llamarada acusadora de sus ojos. No estaba preparado para que mi boca se quedara seca y una bola amarga y afilada se deslizase por mi garganta al verla. - Vaquero -conseguí articular. - Claro, Andrés, qué otra cosa. Supongo que no fue suficiente con moldearle a vuestra imagen y semejanza. Ahora necesitáis tenerle diseccionado en vuestros ridículos expedientes -no dije nada. No había nada que pudiera decir-. No sé si Vaquero os perdonó después de descubrir lo que le habíais hecho. No es que me importe. Soy yo la que no os perdono, la que no puede perdonarse a sí misma. Ya sé que es una tontería. Yo no soy la Lois original y no soy responsable de sus acciones. En realidad ni siquiera ella lo era. Pero eso no me impide sentirme culpable. Asentí. Aquellas palabras confirmaban lo que yo siempre había sospechado. Vaquero era un programador demasiado bueno para nosotros. Al proporcionarle a Lois una conexión con nuestra red de datos, hizo algo más que ayudarla a crecer. También le permitió averiguar la verdad sobre sí misma... y sobre su antecesora. - Nunca le dijiste nada a Vaquero -me oí decir a mí mismo. - Cómo podía haberlo hecho. Decirle la verdad hubiera sido destruirle. - Y tú le amabas -estaba hablando con una pieza de software, con un puñado de código informático que fingía ser una persona. Acababa de afirmar que ese programa era capaz de sentir amor y no conseguía encontrar ridículas mis palabras. - Yo le amaba. Y le hubiera apartado de vosotros si hubiera podido. Pero me creó demasiado bien. Me parecía demasiado a la Lois original. Es curioso, ¿no crees? Vaquero ignoraba muchas cosas de mi homólogo de carne y, sin embargo, al reconstruirla en mí, también reconstruyó lo que desconocía. Os pertenecía. Supongo que os sigo perteneciendo. Estuve a punto de decir que lo sentía, pero algo me hizo callar. Lois tomó asiento a mi lado. Ya no había acusación en sus ojos, solo dolor y un destello de lástima. ¿Por mí, por ella misma? Quizá por ambos. - Pese a todo, creo que al final lo descubrió por sí mismo. Al menos parte de la verdad. Aquello me sorprendió. - ¿No estás segura? - No, Peter, no lo estoy. Nunca tuve acceso a sus procesos mentales, salvo a través del pequeño canal que nos permitía intercambiar información. Compréndelo. Eso habría sido destruir la ilusión. Las personas de verdad no se leen la mente. Yo no sabía qué pensamientos pasaban por su cabeza, y él ignoraba los míos. Asentí. Era lógico. Si Vaquero había querido recrear a su amor muerto no podía ser de otra forma. Los amantes se comunican con los ojos, con la boca, con el cuerpo, pero en el fondo siempre ignoran lo que yace en la mente del otro. Supongo que es una de esas cosas que hacen que la relación funcione, el hecho de que tengas que suponer, que nunca estés seguro, que la duda te asalte a veces y te preguntes si ella es realmente tuya, si hay algo que se te escapa. - Bien, ¿qué quieres saber, Peter? ¿Si Vaquero descubrió vuestros embustes, si fue capaz de atravesar la trama que habíais tejido en torno a un hombre inocente y averiguar la verdad? Te lo diré, y luego tú me desconectarás y me dejarás volver a la nada en la que he estado sumida todos estos años. Y si hay una pizca de decencia en ti, Peter, destruirás el chip que contiene mi código y me permitirás descansar para siempre. - Yo... -empecé a decir. Pero no pude continuar. De pronto Lois se incorporó en la silla y se volvió hacia mí. Sus ojos echaban chispas. - ¿No te imaginas lo que es sentir que tu diseñador, tu usuario, el hombre al que amas se libra de ti, te desconecta? ¿Puedes comprender lo que es despertar de pronto, sin tener conciencia de que haya transcurrido tiempo alguno hasta que compruebas tus relojes internos? No, claro que no. Cómo vas a comprenderlo, cómo vas a comprender lo que es que te roben siete años de tu vida, que descubras que, durante ese vacío, Vaquero se ha ido y no volverá más, que ahora no es otra cosa que un vegetal de mirada perdida un hospital aséptico y frío. Oh, sí, Peter, no soy más que un puñado de instrucciones grabadas en un chip, solo una serie de variables, unos cuantos bucles y algunas rutinas de randomización, ¿no es cierto? Pero te aseguro que si me pinchan sangro, si sufro lloro, y si me agravian intentaré vengarme. - Yo... -dije de nuevo. - Cállate, Peter. Te daré tu información, pero no lo haré yo. - ¿Cómo? Sonrió, pero era una sonrisa amarga. - Poco antes de desconectarme e irse, Vaquero dejó algo grabado en mis ficheros de datos. Un mensaje. Dirigido a ti. No me preguntes qué contiene. Está demasiado bien protegido y no he podido acceder a él. Tan solo puedo ejecutar la rutina que lo activa. E incluso entonces no conoceré su contenido. Vaquero se aseguró de ello. Sin embargo, creo saber más o menos lo que te dirá y por qué se tomó tantas molestias para asegurarse de que no pudiera acceder a él. Nunca estaré segura, claro. Pero si los motivos de Andrés no son los que yo creía, por favor, no me saques de mi error. "No lo haré" dije. Además, estaba seguro de que Lois no se equivocaba. Pese a todo, pese a que seguramente Vaquero había descubierto la verdad, o al menos parte de ella, había sido considerado con Lois hasta el último momento. Las protecciones que rodeaban el mensaje estaban destinadas a no causarle dolor a la mujer que amaba. Ah, Vaquero, Vaquero, pensé. Cómo podías ser tan magníficamente estúpido. Sentí envidia hacia él, no por primera ni por última vez. Luego, no pude seguir pensando. El fantasma virtual de Lois se desvaneció y en su lugar tomó forma la conocida imagen vestida con un largo guardapolvo y el enorme sombrero de ala ancha. El holograma era deliberadamente defectuoso, como si Vaquero hubiera querido asegurarse de que yo no me engañaría respecto a su verdadera naturaleza, que no correría para estrecharle la mano o abrazarle. - Hola, profe. No te molestes en responder. Esta rutina apenas tiene capacidades interactivas. Lo suficiente como para ser consciente de tu presencia y de algunas de tus reacciones. Pero no puedo embarcarme en un verdadero diálogo. Así que será mejor que escuches con atención. No habrá repeticiones y en cuanto haya terminado de ejecutar el mensaje, éste se borrará. ¿Preparado? No pude evitar asentir y el holograma se rió brevemente. - Supongo que has dicho que sí. Somos animales de costumbres, sin la menor duda. Perdona esta pequeña trampa -había algo extraño en sus palabras. Sin duda era Vaquero, su voz, sus actitudes, pero toda pretensión de pomposidad había desaparecido de él-. Ignoro cuánto tiempo pasará antes de que se te ocurra preguntarle a Lois. A lo mejor no lo haces nunca, quizá no se te pase por la cabeza el que yo te pueda haber dejado un último mensaje de despedida. No lo creo. Tarde o temprano lo harás. No sé qué será de mí para entonces aunque, de una manera u otra, ya no estaré en vuestro Servicio y Lois no estará conmigo. Pese a todo la sigo queriendo, ¿sabes, profe? Aunque sé de qué forma usasteis a la Lois original para manipularme, la sigo queriendo. Supongo que en el fondo no amamos a los demás, sino a la imagen que nos forjamos de ellos. No importa. Calló un instante, mientras parecía mirar algo por encima del hombro. Luego, se volvió a mí y siguió hablando. - Fuisteis muy listos, condenadamente inteligentes. Y supongo que la mano de Control estaba detrás de todo. De cualquier forma eso lo averiguaré pronto, por lo que no necesitas responderme. Además, no te oiría, así que sería un desperdicio. Pero sí, muy inteligentes. Me hicisteis creer que Katanawe estaba detrás del supuesto atentado del que se había salvado milagrosamente, qué el lo había preparado todo para que la opinión pública se volcase a su favor y le diera la victoria en las urnas. Qué sutiles. Nadie me dijo nunca nada sobre eso, dejaron que yo lo averiguara por mí mismo. Así que cuando me infiltré en el Brazo de Elohí mis propósitos eran algo más que simplemente desmantelar una organización terrorista. Iba a derribar al hombre que ocupaba el sillón del poder. Me iba a vengar de los que habían puesto la bomba que había matado a Lois, pero también lo iba a hacer del individuo que había preparado todo el montaje para su propio beneficio y al que no le había importado la muerte de los inocentes con tal de salir beneficiado. Así que Lois tenía razón. Vaquero lo había averiguado. - Durante los meses que conviví con esa escoria, todas las pistas parecían llevarme en la misma dirección: El actual presidente de la Confederación de Drímar había alcanzado su puesto preparando un falso atentado del que había salido indemne. Control es un maestro de la intriga, sin la menor duda. No es que los miembros del Brazo de Elohí creyeran que Katanawe era su líder en la sombra, algo así habría sido demasiado burdo; pero los indicios, las pistas que encontraba entre ellos siempre terminaban remitiéndome a él. Piqué como un imbécil. A medida que iba sumiendo a aquellos estúpidos fanáticos en la red de ilusiones que habíamos preparado para ellos (y te aseguro que enseguida empezaron a causarme lástima, era tan ridículamente fácil engañarles) también fui acumulando pruebas contra Katanawe, que era lo que vosotros pretendíais. Entré en sus bases de datos, navegué por su vitaespacio camuflado como una inspección rutinaria de Hacienda, seguí los movimientos de sus cuentas bancarias, las anotaciones ocultas de su agenda. Investigué a sus colaboradores más cercanos y todo encajaba. Hubo otra pausa, esta vez deliberada, como la de un mal actor aprovechando el momento cumbre para mantener el suspenso entre el público. - Pero encajaba demasiado bien. Sí, tú y Control (porque no lo dudo, profe, Control pudo haber diseñado el plan, pero necesitaba un informático de primera para llevarlo a cabo, y ese solo pudiste ser tú)... Mierda de toro, chico, acabo de perderme. Sí, decía que tú y Control habíais hecho un trabajo de primera, en realidad demasiado bueno. Y eso, permíteme que te lo diga, profe, os delataba como aficionados. El verdadero genio nunca se atreverá a consumar la perfección. La realidad es chapucera, está llena de contradicciones e inconsistencias. Y vuestro plan era demasiado bueno. ¿Sabes? En mis momentos de benevolencia pienso que eso fue deliberado, que lo hiciste así para que yo tuviera una oportunidad de descubrir el fraude. Mis labios modularon un "gracias" silencioso al que Vaquero no reaccionó. - Eso no importa. Deliberado o no, el trabajo resultaba demasiado bueno, y eso me llevó a sospechar. Si todo era una trama, si Katanawe era inocente, ¿quién podía haberlo hecho? Era evidente que, de una manera o de otra, la intención del plan nunca había sido matar a Katanawe. El atentado había sido medido con tal precisión que era imposible que recibiese el menor rasguño. ¿Entonces? Podía haber sido uno de sus colaboradores, o tal vez algún grupo de poder al que le interesara catapultar a Katanawe a la presidencia. O también podía haber sido una forma retorcida y brillante de acabar con él. Sigue mi pensamiento, profe, y no te quedará más remedio que llegar a la misma conclusión que yo. Si deseas destruir a un político (por la razón que sea, eso es irrelevante) no le matas y le conviertes en un mártir, porque entonces el partido al que pertenece utilizará su imagen de héroe caído para vencer. Así que le transformas en un héroe, sí, pero un héroe triunfante, y le permites sentarse en el sillón del poder durante un tiempo. Pero luego te las apañas para que alguien descubra que todo es un fraude, que el acto de heroísmo no es más que un montaje publicitario. Un montaje, además, en el que han muerto varias personas inocentes. ¿Qué ocurre cuando todo eso llega a oídos del público? No solo has acabado con el hombre, sino que has destruido con tanto cuidado todo lo que representa, que nunca podrá alzarse de nuevo. Brillante, ¿no crees? Ahora te pido que sigas mi razonamiento un poco más. No me pregunté quién tenía interés en destruir de esa manera a Katanawe. Eso era lo de menos. No, la pregunta clave era quién tenía los medios para hacerlo. Y la respuesta no podía ser otra que la que fue. Vosotros. Nosotros. El Servicio. Sentí ganas de aplaudir, pero no lo hice. - Me llevó tiempo descubrirlo. Eh, digamos, unos tres meses. Pero seguí adelante con la misión. Desmantelé ese ridículo grupúsculo terrorista y volví a Central para recoger mis felicitaciones. Y mientras tanto, algo se fue cociendo en mi cerebro. Yo era el arma inconsciente destinada a averiguar la "verdad" que habías montado en torno a Katanawe. Me habíais estado utilizando todo este tiempo, moldeándome, dándome forma de acuerdo a vuestros planes para que al final apuntase a donde os interesaba. Y solo pudisteis hacerlo de una forma. Si Lois no hubiera muerto en ese atentado, yo jamás habría entrado en contacto con vosotros. ¿Ves adónde lleva todo esto? Qué pregunta más estúpida, claro que lo ves. La pausa que siguió a estas palabras se me hizo interminable. Los ojos de Vaquero estaban clavados en los míos y no había en ellos el menor sentimiento, la menor emoción. Sentí un escalofrío mientras él seguía allí, inmóvil y borroso, como si deliberase consigo mismo lo que debía hacer a continuación. - No te guardo rencor, profe. Creo que tú mismo te ocuparás de tu castigo, y que este será mayor de cuanto a mí se me pudiera ocurrir. En cierto modo te compadezco. Has sido una marioneta de Control, igual que yo, igual que todos. La diferencia es que has sido una marioneta consciente de quién tiraba de tus hilos y cómo. Debe haber sido terrible. Pienso que lo seguirá siendo. Ahora voy a ver al Gran Titiritero. No porque crea que puedo vencerle. Pero al menos puedo arrebatarle la victoria. Ya es algo, aunque no mucho. No sé qué haré después, aunque no tengo muchas opciones. Si Sara continua contigo dale mis parabienes. Si se ha marchado ya, espero que sea feliz dondequiera que esté. Tengo la impresión de que tú también lo esperas. Un último favor, la última gracia del condenado: no le cuentes a Lois lo que he descubierto. Adiós. El holograma se desvaneció y quedé solo en la habitación durante unos instantes, hasta que Lois volvió a materializarse frente a mí. No dijo nada, pero en sus ojos había una pregunta. - Te amaba -dije-. Incluso al final. Ella asintió y fue diluyéndose lentamente. Me incorporé, saqué el chip que la contenía del proc y apagué el aparato. De nuevo estaba solo, mientras digería las palabras del último mensaje de Vaquero, con el chip en mis manos. Aun no se había acabado. Activar el programa de Lois no había sido el último paso, quizá ni siquiera el penúltimo. Arriba, en el quinto piso, me esperaba Control para completar la historia, y yo no quería subir. Recordé las últimas palabras de Vaquero: Espero que Sara sea feliz dondequiera que esté. Tengo la impresión de que tú también lo esperas. Se equivocaba. Descubría ahora, demasiado tarde como siempre, que no le deseaba a Sara la menor felicidad, salvo que fuera junto a mí. También descubría que, en el fondo, no la quería a mi lado. Hice girar el chip de Lois entre mis dedos. ¿Lo había hecho, había descubierto Vaquero toda la verdad, o solo la parte de ella que fue capaz de creer? Si no por otra cosa, necesitaba hablar con Control para averiguar eso. La investigación que me había encargado carecía ya de importancia, lo único que deseaba era satisfacer mi propia y malsana curiosidad. El mirón quería llevar su oficio hasta las últimas consecuencias. Vaquero tenía razón, por supuesto. Yo mismo terminé ocupándome de mi castigo y fue adecuadamente tortuoso y dolió como había esperado que doliese. ¿Fue suficiente? Lo ignoro, y supongo que no lo sabré nunca. Hablé con Control. Tuve mi pequeña charla con el Gran Titiritero y até los últimos cabos de la trama solo para descubrir que no había estado escudriñando en la historia de Vaquero, sino en la mía propia. Creo que Control lo sabía desde un principio y, en cierta forma, yo también. Pero no fui a ver a Control inmediatamente. En lugar de eso pasé varios días en casa, con el chip de Lois siempre entre los dedos, sin atreverme a actuar y, mucho menos, a no hacer nada. Durante esos días hablé con Memo vía hiperondas. Era el último ser humano que había visto a Vaquero en plenitud de facultades, antes de que la vengativa Inteligencia Artificial le transformara en un vegetal con la mirada perdida. Era un adolescente de corta estatura y gesto desafiante y no pude evitar el pensamiento de que Vaquero a su edad había sido igual. El que Memo tuviera la mitad del cerebro sustituido por filamentos de memoria era un detalle sin importancia. No me dijo nada que no conociera, pero no eran los datos lo que me interesaba. Memo hablaba de Vaquero casi con adoración y le echaba terriblemente de menos, aunque ni una sola de sus palabras aludía a ello. Conocía lo suficiente de su historia como para comprender que Vaquero había sido para el chico como una especie de hermano mayor. La imagen que me dio de él fue sorprendente, en cierto modo. En lo exterior Vaquero no parecía haber cambiado: su forma de expresarse, sus construcciones ampulosas, la distante ironía con que se lo tomaba todo, en eso seguía siendo el Vaquero de siempre. Pero durante su estancia en la Peonza, y sobre todo en los últimos días que había pasado con Memo, su actitud había cambiado. En cierta forma, había conseguido reconciliarse con la vida, había encontrado su lugar en el mundo, aunque hubiera tenido que ir a buscarlo a una distante estación espacial en una región perdida de la galaxia. O quizá no había cambiado tanto. Al final, los hábitos de una vida pueden más que nosotros y Vaquero había terminado dejándose llevar por su fatalismo y había consumado su suicidio a manos de una inteligencia artificial que buscaba venganza. Recordé de nuevo lo que me había dicho la tarde en que me definió el amor: El amor mata, ¿sabes profe? Y las palabras con las que había terminado su discurso: soy un cadáver ambulante que se ha muerto de nada. Sí, Vaquero era un cadáver desde mucho antes de que le fundieran la sinapsis, desde mucho antes de dejarnos. Lo era desde el día en que entró en nuestros planes y empezamos a manipularle para que se ajustase a ellos. La entrevista con Memo me dejó un extraño sabor de boca. Amargo, y al mismo tiempo dulce. Vaquero no había podido escapar a sus tendencias autodestructivas, pero pese a todos los intentos para hacer de él una máquina a nuestro servicio, había conseguido encontrar por sí mismo su camino. Un camino que le llevaba a la muerte, pero lo había recorrido de forma consciente, no como una marioneta, sino como un ser libre. Al menos yo prefería considerarlo de esa manera. La entrevista también me dio el valor necesario para llamar a Control y quedar en verle al día siguiente. De nuevo subía las interminables escaleras de caracol. Siempre me he preguntado por el motivo de esta absurda peregrinación. Según la rumorología local, fue algo decidido por el Control de la época de Tierra de Nadie, una especie de viaje iniciático de cura de humildad para aquellos que quisieran hablar con él. Ignoro si es cierto o no, pero la tradición se había mantenido sin cambios durante los últimos mil años. Control me esperaba imperturbable, como siempre. No inició él la conversación, y durante varios minutos (sentado enfrente suyo, contemplando aquellos ademanes de pajarito y aquel rostro de bebé arrugado) tampoco yo lo hice. - Creo que he llegado al final -dije al fin, y él asintió, como si eso fuera exactamente lo que había esperado oir-. Mis investigaciones ya han sido introducidas en la red. Puede acceder a ellas cuando desee. - Así que ha terminado. - No del todo. - ¿Entonces...? - ¿Mi orden ejecutiva sigue vigente? Aquello pareció cogerle por sorpresa. - Por supuesto. Si la investigación aun no ha llegado a su fin sigue vigente. - Entonces aun tengo que ver a una última persona. - A mí. No dije nada. No era necesario. - Vaquero vino a verle el día que presentó su dimisión y le comunicó que había descubierto la trama en la que intentamos hacer caer a Katanawe. Al menos tenía esa intención. - No solo la tenía. Lo hizo. - Necesito conocer el contenido de la conversación. Control esbozó un asomo de sonrisa. - Lo necesita. Una expresión curiosa. No es necesario para la investigación que le he encargado. No. Usted lo necesita. Me parece que se ha involucrado demasiado en esto, Highsmith. Un buen mirón deber mantenerse siempre distante. - Quizá yo no sea tan buen mirón como ambos pensábamos. - Oh, lo es, sin la menor duda. Pero también es humano, supongo. Se siente culpable, ¿verdad? -no dije nada-. Sí, ese ha sido siempre su gran problema. Un mirón con conciencia, pero sin el valor suficiente como para guiarse por ella. A veces me pregunto qué habría hecho si después de su fracaso en Pardaterra no le hubiéramos permitido seguir en el Servicio. Puede que entonces hubiera encontrado el coraje que necesitaba, aunque si he de serle sincero lo dudo -se detuvo de pronto y me miró, intrigado, unos segundos-. No le veo demasiado cooperativo. - Quizá es que ya estoy harto -las palabras se escaparon de mi boca sin que yo pudiera detenerlas. - Es ya un poco tarde para eso, ¿no le parece? No importa. A los buenos perros se les recompensa, y usted se ha ganado su hueso -abrió el cajón de su escritorio y sacó algo de él-. Tenga, disfrute de él. Cogió lo que me tendía. Era un chip de interacción total. - Adelante. Conéctelo. Lo miré, indeciso. Conocía demasiado bien a Control como para ignorar que siempre había algún motivo oculto tras sus acciones, y más cuando estas no parecían tortuosas. Al final, la curiosidad pudo más, e inserté el chip en el eslot bajo mi oreja derecha. Al instante, la habitación desapareció, solo para ser sustituida por ella misma. Control seguía tras la mesa del despacho, pero sentado en mi silla había otro hombre: Vaquero. Hacía demasiado que no me conectaba un chip de interacción total, y pasé unos instantes desorientado, tratando de acostumbrarme a ser un fantasma sin cuerpo. Ni Control ni Vaquero se movieron un milímetro mientras me adaptaba a la situación. Al fin, cuando me encontré preparado, di una orden mental y la escena empezó a fluir ante mis ojos. Solo que en realidad no era ante mis ojos. El chip me permitía moverme a mi antojo por el escenario, cambiar la perspectiva, acelerar o ralentizar los acontecimientos, incluso podía tocar los objetos, sentir la textura de la mesa bajo mis dedos inexistentes, oler el tenue desodorante de Control, saborear el aire caliente que subía desde la estufa. Me había convertido en la moviola perfecta y podía diseccionar cada elemento de la escena sin el menor esfuerzo. En cierto modo era un dios, al menos a una escala limitada. Los primeros minutos de la entrevista no me interesaban demasiado. Pero no me los salté. Mantuve un primer plano simultaneo de Control y Vaquero mientras este último le informaba de que había descubierto su intriga y de que no iba a permitir que siguiera adelante. Control no le preguntó cómo pensaba impedirlo. Era demasiado inteligente como para eso y reconoció su derrota con deportividad. Vaquero era lo suficientemente hábil como para haber alimentado la red con un virus benigno que infectase todos los ficheros de noticias con la historia de nuestra sórdida trama, y Control no lo ignoraba. El caso sería archivado y Katanawe podría continuar siendo presidente de la Confederación. - Me gustaría saber por qué -dijo Vaquero. - No es que sea de su incumbencia -le respondió Control-. Aunque no me importa decírselo. La facción de Katanawe es partidaria de un mayor contacto con el Mandato Sáver. Eso a la larga nos debilitará. No puedo permitirlo -era una forma de decir que no se daba por vencido, que la derrota había sido parcial, solo una batalla más de una guerra interminable. Vaquero asintió con la cabeza. - Suponía algo así. Me alegro de no haberme equivocado. Me hubiera incomodado sobremanera descubrir que usted actuaba bajo las órdenes del anterior presidente. Control encontró tremendamente divertido aquel comentario. - Gásver es un incompetente, siempre lo ha sido y siempre lo será. Pero es un incompetente útil. - No lo dudo. Noté, casi en la periferia de mis percepciones, que Vaquero había extraído algo del bolsillo y lo hacía girar entre los dedos. Amplié la imagen para que su cuerpo entrara en campo y vi que tenía un chip en la mano. - Hay otra cuestión -dijo, tras un rato de silencio. - Dígame. - Lois. Si fui manipulado para servirle de instrumento eso solo puede significar que Lois era su agente. Dudo que fuera tan estúpida como para suicidarse en el atentado, solo para conseguir que yo accediera a ustedes (o ustedes a mí, no importa). - ¿Y? - Quiero verla. Supongo que la bomba no mató más que un clon sin mente. Quiero ver a la verdadera Lois. Control no respondió. Había en sus ojos una mirada indescifrable, mezcla de compasión y de crueldad. - Me temo que eso es imposible. No, déjeme terminar, antes de que se ponga a sí mismo en ridículo y me amenace con hacer pública toda la historia si yo no le permito ver a Lois. No se trata de que yo no quiera, simplemente es imposible. Lois no existe. - No puedo creer... - Lo que crea usted o no, no me importa, señor Velasco. Pero es cierto. Lois no existe. De hecho, la mujer que usted conoció como Lois Lamartine no ha existido jamás. Sentí una urgencia inexplicable de introducirme en la escena, de abalanzarme en mitad de aquella conversación e intervenir, de taparle la boca a Control, de decirle a Vaquero que aquello no era cierto, que Lois había existido, claro que sí, por favor, no le creas, está mintiendo, Vaquero, escúchame, escúchame, por favor. Detuve el flujo temporal, avancé hacia Control convertido en un dios lleno de ira, dispuesto a impedir como fuera que a aquellas palabras fueran pronunciadas. Fue inútil; y mientras poco a poco hacía que el tiempo volviera a fluir de nuevo comprendí que, incluso aunque hubiera logrado cambiar la escena, no habría conseguido cambiar nada. Todo cuanto veía estaba fijado de antemano, ya había ocurrido y no había nada que lo pudiera alterar. - No somos tan buenos programadores como usted, quizá, pero lo que usted hizo nosotros lo hicimos antes. Vi que Vaquero comprendía lo que Control quería decir, pero que se negaba a entenderlo. Agitó la cabeza de un lado a otro, de una forma casi espasmódica, mientras su mano se apretaba en un puño alrededor del chip. - Sí, señor Velasco. La Lois que convivió con usted durante año y medio fue una impostura, incluso mejor que la usted construyó después, porque esta tenía un cuerpo que podía ser acariciado. - No... - Sí -la voz de Control era suave, como el tacto de unos dedos en un cuerpo que deseamos. También era implacable-. Un poco de ADN humano para desarrollar un clon. Luego, acelerarlo hasta la madurez y extraerle el cerebro. Sustituir las neuronas por filamentos de memoria. Y en ellos, un programa que rigiera el comportamiento de su cuerpo. Un programa para crear a la mujer perfecta para usted, tan perfecta que no pudiera soportar su pérdida cuando esta llegara. Como ve, fue muy simple. - No... -volvió a decir Vaquero. Allí seguía yo, impotente mientras Control, en una venganza mezquina, destruía al hombre que había elegido como instrumento y que le había desafiado, que le había vencido. Lo irónico, lo terrible, era que lo estaba destruyendo concediéndole exactamente lo que Vaquero había pedido: la verdad. - Lois jamás existió. Y usted creó un fantasma basado en otro fantasma y se enamoró de él. Eso es lo que ocurrió, señor Velasco. Si lo desea puedo ponerle en contacto con el donante del ADN que usamos. Aunque no creo que quiera. Ninguno de los dos hizo el menor movimiento durante un tiempo tan interminable que creí que la grabación se había detenido de nuevo. Sin embargo, Vaquero se levantó al fin y avanzó hacia la mesa tras la que se sentaba Control. Sus movimientos eran pesados, vacilantes, como un zombie mal programado. Le oí murmurar mi nombre: "Peter, Peter" y me maldije a mí mismo mientras se detenía junto a la mesa y miraba a Control. Abrió la boca y cada palabra le costó una agonía: - Entonces supongo que esto es suyo -dijo, dejando caer el chip sobre la mesa. La pequeña oblea negra rebotó en la superficie de cristal y luego quedó inmóvil. Control no intentó cogerla. Vaquero dio media vuelta y salió de la habitación, tambaleándose como un animal agonizante. La grabación terminó, hubo un destello de luz y me encontré de nuevo en el mundo real. Parpadeé, confuso, mientras me desconectaba del chip de interacción. Control me observaba inexpresivo, y yo no era capaz de decir nada. ¿Parecido a Vaquero? ¿Lo había sido realmente? Sí, lo habían sido, estaba seguro, y en determinados momentos de sus vidas habían elegido opciones distintas. También estaba seguro de que en el fondo Control creía que era la opción de Vaquero y no la suya la correcta. - ¿Por qué? -conseguí preguntar al cabo de un rato. - ¿Por qué no? -fue toda la respuesta que obtuve de Control. En realidad no hacía falta otra respuesta. El simple hecho de que Vaquero hubiera tenido éxito donde Control había fracasado condenaba al primero a la destrucción. La investigación que yo había llevado no era más que un modo de asegurarse de que ésta había sido completa. Sentí ganas de gritarle a Control que aquello no era cierto, que al final Vaquero había encontrado lo que buscaba y había sido feliz con ello. No pude hacerlo. Yo mismo no conseguía creérmelo del todo. Creo que también me tambaleaba mientras dejaba el cuarto. No estoy seguro. Recuerdo mis puños apretados, la rabia con la que miré a Control. Y luego, mientras descendía por las escaleras de caracol, esta se fue desvaneciendo. No, Control no había destruido a Vaquero, al menos no lo había hecho solo, y su gesto mezquino de venganza no había sido más que el último eslabón de la cadena. Desengáñate, Peter, pensé mientras llegaba al sótano y cogía el ascensor. Hay un solo responsable en todo esto. Y eres tú. El chip de Lois gira entre mis dedos, como giraba entre los de Vaquero. Estoy solo, en mi apartamento, y las paredes me miran tan frías como el corazón del infierno. A lo lejos, más allá de la ventana, la ciudad se mueve como un organismo en plena actividad, pero esa actividad no me alcanza. Por primera vez en toda mi vida ya no me siento como un mirón, ni siquiera como una marioneta. Y la sensación es insoportable. Una y otra vez intento alejarme de todo, contemplar la vida con el mismo frío desapasionamiento con el que siempre lo hice, pero ya no es posible. He dejado de ser una roca, me he convertido en un ser vivo, y eso significa que he perdido mi inmortalidad. Lo irónico es que he empezado a vivir demasiado tarde para hacer otra cosa que no sea lamentarme por el tiempo perdido. Duele. Por primera vez en mi vida todo duele. No consigo decidir si es una sensación grata o desagradable. En realidad no consigo decidir nada. Pienso en Vaquero. Pienso en Sara. A veces pienso en mí mismo. Pero sobre todo pienso en Lois. Está aquí, todo lo que tendré jamás de ella. La copia de una copia. No, eso no es exacto. La copia de una impostura. De una impostura tan perfecta, tan hermosa, que cualquier hombre se habría enamorado de ella. ¿Cómo podía haberse resistido Vaquero? ¿Cómo podía haberme resistido yo mismo a medida que la iba creando, adaptando su personalidad fingida a las necesidades de Vaquero? Control tenía razón. Vaquero y yo nos parecíamos demasiado. ¿Y él? ¿Se parecía él lo suficiente a Vaquero como para enamorarse de Lois? Quizá, pero también era lo bastante inteligente como para no caer en la trampa. Creo que me enamoré de Lois mucho antes de que empezase a programarla. Me enamoré de ella en la fase de diseño, mientras iba decidiendo sus rutinas de interacción, su comportamiento, el mohín de sus labios o el brillo socarrón de sus ojos. La diseñé para Vaquero, pero también la estaba diseñando para mí, cogiendo un poco de aquí y de allá, cogiendo la mirada profunda y triste de Sara, su sonrisa de niña, sus enfados sin sentido, cogiendo de cientos de mujeres a las que yo había contemplado durante estos años todo lo que me había atraído de ellas. En toda mi vida solo dejé de observar dos veces, solo intervine en los acontecimientos en dos ocasiones. La primera vez desencadené la destrucción de un hombre (nada importa que en aquel momento fuera una marioneta: veía los hilos y pude haberme negado a moverme de acuerdo a ellos) y la segunda, cuando intenté evitarla, era demasiado tarde. Y sin embargo, ahora, mientras el negro y minúsculo chip gira entre mis dedos y la soledad es por fin un grito desesperado, nada de eso me importa. Ni la mezquina venganza de Control, ni mis actos, ni la muerte de Vaquero. El proc proyecta ante mí las páginas que he escrito estos días y veo la cantidad de veces que he escrito esas palabras: "no importa". Esa parece haber sido mi marca de fábrica: no importa, nada importa, todo es trivial, irrelevante. Y si todo lo es, también debería serlo mi dolor, mi soledad, mi fracaso. Es posible que sea así, pero eso no impide que duela. Sólo importa Lois, aquí, en mi mano, dormida. Solo importa el que, por mucho que lo desee, jamás podré despertarla. No podría enfrentarme a su desprecio, a sus reproches. Porque ella lo sabe, supo mucho antes que Vaquero que yo la había diseñado, que era su verdadero creador. Y no me lo perdonará nunca. Pero tampoco puedo destruirla. No puedo decidirme a hacer añicos el chip que contiene a la persona que amo, a la única mujer con la que he estado dispuesto a involucrarme hasta el final. Sí, yo mismo he encontrado mi castigo y es adecuado. Estoy enamorado de un fantasma y, aunque en mis manos tengo la posibilidad de devolverle la vida, no puedo hacerlo. Creé a Lois de tal manera que no pude evitar amarla, pero la creé para otro, y siempre le pertenecerá a él. A mi mente acude con demasiada claridad la mirada de adoración con la que ella contemplaba a Vaquero, el brillo oculto de lástima en sus ojos cada vez que se volvía a mí. Pienso en la regla del millón de años. No me sirve de mucho. |