(Fragmento de Memorias de un merodeador estelar, novela de Carlos Sáiz Cidoncha. Derechos de autor 1995, Carlos Sáiz Cidoncha)
Tendría yo unos cuatro años y medio cuando los megaros se comieron a mi padre. Poco puedo recordar, por tanto, de él, salvo una vaga figura gigante presente en algunas escenas familiares aisladas, y todo ello de un modo harto confuso. Tampoco me dice nada mi memoria sobre nuestra antigua casa o la forma que de vivir en ella teníamos, excepto un poco claro pensamiento de prosperidad y buena comida, aunque quizá ello no sea más que una reconstrucción inconsciente basada en lo que después me contaron. Siendo niño como era, tampoco comprendí gran cosa de lo que ocurrió el día del gran desastre. Sólo recuerdo la confusión de una huida en compañía de mucha gente que gritaba y lloraba, la estancia durante algún tiempo en un bosque, con la sensación de tener hambre y no verla siempre satisfecha y, cuando lo era, con manjares que no eran del todo de mi gusto. Después de aquello vino un viaje por mar que me encantó, aunque me di cuenta de que las personas mayores con las que iba no compartían mi alegría con la que para mí era nueva aventura. Nuevas gentes más tarde, discusiones, peleas, un hombre moreno y terrible que gritaba enfadado y que luego me miró y, riendo, me acarició el pelo, mi madre peleándose con otra mujer que chillaba sin parar y un remolino de gentes en una plaza extraña, contemplando el cielo y hablando en voz baja, con miedo. Hubo después un nuevo viaje marítimo y otra ciudad donde las casas estaban derruídas y en la que entonces no supe reconocer mi propio lugar natal. Y una gran tormenta que nos cogió al raso, de resultas a la cual estuve algún tiempo enfermo, febril, con el solo bálsamo del calor de mi madre que me apretaba contra su pecho, hasta que por fin, mal que bien, las cosas se arreglaron algo y volvimos, ella y yo, a tener techo sobre nuestras cabezas. Hoy sé que la gran incursión de los megaros ocurrió a finales de Marzo del Año de la Liberación 172, o el 2.056 desde la fundación del Imperio Estelar de Tierra de Sol, como aún cuentan quienes se complacen en el recuerdo de la antigua Era Imperial; y que la tal incursión formó parte de la colosal embestida de esa maldita raza en todo el antiguo sector imperial del que nuestro planeta Garal forma -o formaba- parte. El caso fue que las negras naves megaras cayeron sobre la capital sin el menor aviso, y el terror se expandió por nuestro mundo como el fuego en un mar de combustible. No pudo saberse si el ejército tuvo tiempo al menos de intentar una defensa, pues de los cincuenta mil y pico habitantes de la capital, ni el pico quedó para contarlo. La alarma radiada se cortó a los pocos minutos, muriendo con ella toda posibilidad de respuesta organizada al asalto que sufrimos. En nuestra pequeña ciudad de Bellavista, como en el resto del planeta, aquella corta noticia bastó para reaccionar con rapidez; cada cual tomó a su familia y lo que le pareció más necesario -muchos incluso nada-, y se salió al campo, en busca de bosque, selva o montaña donde esconderse de la atroz rapiña megara, cuyas abominables apetencias culinarias por la carne humana nos eran, tristemente, conocidas de antes. Nosotros nos dirigimos al extenso bosque de Carmania, en la esperanza de escapar a la atención de la fuerza agresora. Al pasar tres días sin noticias ni nuevas señales de alarma, sin embargo, fueron muchos -como suele suceder-, los que iniciaron la vuelta a sus hogares. Mi padre, ante la carencia de ropas y viandas que padecíamos por lo precipitado de nuestra fuga, optó por dejarnos en el precario refugio de una barraca de carboneros, para volver en busca de ellas a la tienda que poseía en Bellavista (he de hacer notar que sí bien tras la Liberación se abolieron las viejas clases, nos enorgullecíamos en descender de la mercantil). Buen acierto resultó el que no nos llevara consigo, y malo el suyo en ir, pues prácticamente al entrar él en Bellavista por un lado, los megaros lo hacían por el opuesto. No escapó nadie de los que se hallaban con él en la ciudad y su destino, trágico, aunque sin testigos que nos lo pudieran referir, fue sin duda el que puede suponerse conociendo las costumbres megaras. Merodearon los invasores por las cercanías del bosque, capturando y devorando a algunos dispersos, pero resulta claro que no emprendieron ninguna acción metódica de búsqueda y captura de los fugitivos; la espesura nunca nos hubiera librado de los detectores de calor o de cualquier otro artefacto de los que debían disponer para tales menesteres. Marcháronse finalmente a la semana de haber llegado, más el daño no se acabó con su partida, pues tras atender su estómago y robar cuanto quisieron, se ocuparon de destruir lo que dejaban atrás, volando las casas e industrias e incinerando las cosechas. Nada quedó que se pudiera comer entre las ruinas de nuestra ciudad, no tardando en estallar las reyertas por las últimas migajas de alimento, e incluso no faltando quién, apremiado por el hambre, se hizo megaro sin serlo. No le faltó presencia de ánimo en el trance a mi madre, quien apenas vista la situación en la que quedamos, en vez de esperar entre las ruinas un socorro improbable, se puso en camino con un grupo de amigos hacia las orillas del océano, donde al menos se podría contar con el recurso de la pesca como alimento. Llegados a la costa, halló el grupo la barcaza de unos pescadores y aunque no lo hicieran de buen grado, compartieron con los refugiados sus escasos recursos. Más tarde, temiendo todos la llegada de nuevos grupos de huídos, forzaron a aquellos hombres del mar a llevarnos a la isla de Samoriz, donde se sabía no había habido razzia megara alguna. Ciertamente la isla no fue arrasada por los invasores, pero nuestra estancia allí no resultó más grata que en el continente; pues se dice que antes de sacar nada a los campesinos de Samoriz, se extraería agua de las piedras, cosa que sólo un antiguo profeta logró, y eso antes de que el hombre dejara la Tierra para alcanzar las estrellas. Ocurrió, sencillamente, que no fuimos bien recibidos y, si al principio se nos dió algo por caridad, pronto cerraron aquellos destripaterrones sus graneros, sus bolsas y sus corazones (caso de tenerlos) ante nuestra necesidad. Rompióse el grupo de refugiados, partiendo algunos en busca de tierras más clementes; unos pocos disputaron con los nativos la comida que se les negaba y fueron muertos por ello; otros, muy pocos, lograron encontrar algún trabajo y con ello un mísero condumio que les permitiera sobrevivir. Mi madre se dirigió conmigo hacia una comunidad del Norte de la isla y allí, a falta de otra solución, vendió su cuerpo para que ambos sobreviviéramos, pues entonces era muy hermosa. He de decir que nunca me habló de tal trance -que luego descubrí por referencia ajena-, quizá temiendo unos reproches que yo jamás le hubiera hecho. El resto de aquel nefasto año lo pasamos en Samoriz, así como los primeros meses del siguiente. Gozaba la isla de una cierta prosperidad; en aquellos días llegaron también multitud de mercaderes en busca de alimentos y vituallas con los que abastecer al resto del planeta y los pagos se hacían en metales preciosos o valiosos objetos recuperados de las ruinas, al no aceptar los avispados samoritas la antigua moneda. Con la primavera nos llegaron noticias de que la vida volvía a organizarse en la región de Bellavista, bajo los auspicios del Comité de Salvación Pública, por lo que mi madre se animó a regresar, harta ya de aquellos aprovechados patanes con los que trataba. Pagó en oro un pasaje para ambos en un velero mercante y no tardamos en estar de regreso en nuestra ciudad. Aún estaba Bellavista casi completamente derruída, y debimos alojarnos entre las ruinas, sin más abrigo que algunas lonas, al no correspondernos ninguna de las primeras casas reconstruidas. Proporcionábanos sin embargo el Comité, raciones de comestibles a cambio del trabajo forzoso de desescombro que mi buena madre tuvo que realizar. Excusado es decir que de nuestra antigua casa, la tienda y las mercaderías de su almacén, no había quedado ni el recuerdo. Que todo se lo llevó el radamante. Pasado así el verano y amenazando la cercanía del nuevo invierno con sus fríos, mi madre decidió partir para la capital, donde se decía que la reconstrucción de la antigua vida era un hecho. Fue decisión afortunada; al llegar a la ciudad y por medio de unos conocidos, consiguió entrar a servir en casa de unos comerciantes que habían sabido reconstruir sus posesiones y enriquecerse con la reconstrucción, traficando ahora con tejidos y ropa. Logró pronto un empleo con ellos como bordadora, labor nada ligera por cierto, pero que le valió poder disponer de una habitación para ella y para mí, en un cubículo adosado a los talleres. Allí fue donde completé los días de mi infancia. Una infancia realmente dura, porque la situación en la que quedó Garal tardó muchos años en mejorar. Los abuelos de nuestros abuelos solían hablar de los tiempos del viejo Imperio terrestre, que presentaban como la época de la leche y la miel donde cada cual podía comer a su hambre y las máquinas trabajaban para las personas. Sus cuentos y relatos, pasados de generación en generación, habían llegado a la mía en forma de gloriosa leyenda que no creo se correspondiera con la realidad. Pues de haber sido así ¿Cómo se había permitido que el Imperio desapareciese? ¿Y cómo se saludaba la fecha de su disolución como El Día de la Liberación? Garal había tenido varias clases de gobierno tras la caída del Imperio, no quedando demasiado satisfecho de ninguno de ellos. Finalmente, como resulta más habitual de lo que sería de agradecer, se había desembocado en una dictadura totalitaria, a cargo en los días de mi infancia de un tal Selmar Röder, quien acumulaba en sus persona los más diversos títulos, desde Benefactor del Pueblo a Príncipe de la Paz. Para unos era bueno y para otros malo, si bien los megaros debieron encontrarlo de su gusto, pues se lo merendaron en unión de todos los miembros de su gobierno. Hubo en Garal, en sus tiempos, una economía moderadamente sana e incluso un par de naves estelares para comerciar con los sistemas vecinos, pero al llegar los megaros, el radamante cargó con todo ello. Las naves fueron destruidas en el sideropuerto de la capital, y nadie apareció durante años en nuestros cielos, quizá por haberse encargado de todos los planetas cercanos la misma simpática especie que a nosotros atacó. Tras la incursión, nuestro planeta quedó aislado y en ruinas, con todas las industrias arrasadas y sin esperanzas de socorro exterior. Hubo que regresar a los tiempos de la agricultura y el artesonado; sin duda hubiéramos pasado mucha hambre si los megaros no hubieran satisfecho la suya reduciendo nuestra población a una quinta parte de lo que antes era. Aún así la vida era dura, aunque poco a poco se fueron recuperando las cosechas y la producción de bienes básicos. Pudo la gente mal que bien, volver comer y vestir con cierta seguridad, y poco más. Para nosotros, los niños, la época aquella no fue todo lo mala que pudiera suponerse. Ciertamente se comía poco y mal, y las enfermedades arrebataban a muchos, pero quienes sobrevivíamos a ellas disponíamos del día entero para correr, jugar, y explorar las calcinadas ruinas, pues no había escuela ni posibilidad de organizarla. Si no hubiera aprendido las primeras letras a temprana edad e insistido mi madre en completar en sus escasos momentos libres esta elemental educación, analfabeto hubiera quedado como la mayoría de mis camaradas de juegos. Pero ¿a quién le importaba? Corríamos y golpeábamos por todas partes, estorbando a los equipos de reconstrucción, apedreándonos entre las derribadas torres y las cegadas avenidas, hurgando aquí y allá, y a veces encontrando tal o cual objeto útil entre los escombros, que inmediatamente poníamos a la venta en puestos ilegales que todo el mundo conocía. Pocos eran los mayores que se ocupaban de nosotros, y así podíamos campar a nuestras anchas por donde nos apetecía. Organizábamos partidas y guerras, en las que siempre unos eran los megaros y otros los humanos, y más de uno volvió a su casa descalabrado por alguna certera pedrada de las que nos cruzábamos en aquellas cósmicas contiendas. Sonada fue en especial la que organizamos precisamente en el sexto aniversario del día del ataque megaro. Despreciando los actos de responso y los patrióticos discursos de la plaza mayor, sentíamonos todos de la enemiga raza invasora y dirigimos nuestra negra flota invasora hacia el gallinero comunal, que parecíanos un indefenso Garal abierto a nuestro apetito. Saltando en un instante las tapias y rejas que se oponían a nuestra invasión y aprovechando la ausencia de toda flota o ejercito de defensa, agarramos quien gallo, quien gallina, quien pollo encrestado y, retirados luego a base espacial segura, encendióse fuego y allí consumóse el sacrificio de la raza humana en aras de la voracidad alienígena. Tal fue el alcance del genocidio que, aún comiendo a nuestra hambre, sobró buena parte de la chamuscada carne gallineril, de la que llevé yo algo a casa al caer la noche. Con lo que mi madre me reprendió y llamó por mil nombres, prometiéndome la cárcel y cosas peores, pero, calmada al fin y temiendo los males que sobre mí pudieran caer de conocerse el lance, se conformó con la promesa de no reincidir y, como mejor medio de ocultar el cuerpo del delito, entre los dos acabamos con el botín, siendo aquello de agradecer dado lo menguado de nuestra dieta habitual. Terrorífica resultó la reacción oficial a nuestra razzia megara, y muy mal lo hubiéramos pasado de haber sido hallados, pero en aquellos calamitosos tiempos hasta los más pequeños chiquillos habían aprendido a negar y disimular las rapiñas y todo quedó en amenazas. Confieso que falté alguna que otra vez a la promesa hecha a mi madre aquella memorable noche, pero nunca en parecida cuantía, y me guardé mucho de llevar a casa botín comestible alguno, temeroso de nuevas reprimendas. Once años y cuarto tenía yo cuando un día mi madre faltó a su trabajo todo un día, habiendo logrado permiso para ello, y permaneció conmigo en el cubículo donde dormíamos, relatándome unas maravillosas historias. Trataban éstas de dioses y diosas que se amaban o combatían y que en ocasiones intervenían en los asuntos de los pobres mortales. Había yo oído hablar, naturalmente, de las múltiples deidades de la antigua religión imperial, y también de Júpiter Imperator, el más grande de entre todos los dioses, quien lanzaba el rayo sobre los que en él no creían o contra su doctrina faltaban, mas nunca pude imaginar la cantidad de trapisondas en las que los tales inmortales habíanse visto mezclados en el curso de sus por otra parte eternas vidas. Mi buena madre insistió mucho en ciertas historias y aún me obligó a repetírselas de memoria. Tras de lo cual, y de darme ciertas instrucciones, púsose, y también a mí, las mejores galas de las que disponíamos y, mediada la tarde, salimos a la calle. Nuestro destino era un edificio de la parte reconstruida de la ciudad, lujoso dentro de lo que cabía. Entrando en él, no tardamos en encontramos frente a un alto y corpulento sujeto vestido con la túnica de los sacerdotes. -¿Es éste el muchacho? -preguntó. -Este es -repuso mi madre. El sacerdote se movió algo en torno a mí como si quisiera contemplarme desde todos los ángulos. -¿Sabes leer. -me preguntó. Asentí, y aún probé mi habilidad, si bien con algo de trabajo por lo desusado de la tarea, en un libro que él me presentó. -¿Conoces la religión? -volvió a preguntar. -Ha sido educado en ella -mintió mi madre- Y no encontrará su señoría muchacho más piadoso en esta ciudad dejada de la mano de los dioses. No se conformó el sacerdote con la aseveración, me instó a que le hablase de los dioses olímpicos y su relación con los humanos. Afortunadamente para mí, ya de chiquillo poseía una apreciable memoria, y pude recordar cuanto mi madre me contara aquel mismo día, acerté en las relaciones de parentesco entre los diversos inmortales, recité algunas oraciones de las recién aprendidas -jurando haberlas rezado cada noche desde que pude hablar- y aún asombré al buen sacerdote relatando con puntos y comas algunas leyendas escogidas relativas a las deidades del imperio. -Bien, veo que no has exagerado, mujer -asintió al fin- A mi entender el muchacho promete, y el Templo puede darle la debida enseñanza. E incluso, aunque sobre eso me está vedado prometer, muy bien pudiera alcanzar el sacerdocio. Tal había sido, desde luego, la intención de mi madre al hacerme aprender todo aquel galimatías, con el apreciable interés de darme una posición cómoda en la vida. El Templo representaba, de momento, la única posibilidad de obtener educación y el estado sacerdotal era quizá lo más envidiable de lo que había quedado en Garal tras la devastación megara. Ha de recordarse, en relación a lo anterior, que, si bien los dioses son tacaños, quienes en ellos creen suelen mostrarse generosos, y es precisamente en períodos de penuria cuando los hombres dirigen sus plegarias a los cielos y sus donativos a los templos, con lo que las bolsas de éstos engordan al compás que las de la gente común enflaquecen. No falta quien necesite del favor de Júpiter Imperator para ultimar con bien un negocio, de Mercurio Hermes para realizar un latrocinio o de Venus Afrodita para acertar en los asuntos del amor. Y si hay mujeres que ofrendan a Astra Genitrix para tener descendencia, otras lo hacen igualmente para, habiéndole encargado como se suele, no ser denunciadas en su acto por la llegada de la consecuencia. Pues fue así como se dispuso mi entrada en la vida sacerdotal, parece que con buen pie y de no ser por lo que luego relataré, muy bien hubiera podido acabar mis días pacíficamente rollizo, dedicando mi vida a ofrecer sacrificios a esta o aquella deidad de las muchas que en el olimpo moran y en los templos se reverencian. Citóme el sacerdote para el día siguiente, en el que habría de acompañarle al gran templo de Minerva Atenea, situado a muchas leguas de distancia, donde comenzaría mi enseñanza. No he de decir con qué llanto me despidió mi madre, de quien por primera vez me separaba, y cómo me hizo mil recomendaciones acerca del periodo de mi vida que al día siguiente empezaría. Aquella noche tiró de sus escasos ahorrillos e hizo una gran cena de despedida, incluyendo algunas golosinas de las que yo apenas había probado desde el día del ataque megaro. Proveyóme también de buena ropa y algún dinero de bolsillo, a lo que yo correspondí, tras dudar un poco, poniendo en sus manos el caudal que había mantenido en seguro escondrijo hasta entonces, fruto de las pequeñas trapacerías de todos aquellos años. Rió entonces ella, pero pronto volvió a derramar lágrimas pensando en nuestra separación, y yo con ella, pues digo que jamás hubo en el mundo mejor madre y más honrada mujer, y ello pese al modo en que tuvo que ganarse la vida en Samoriz y, sospecho, la benevolencia del sacerdote hacia la petición de mi ingreso en el templo. |