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CONTENIDO LITERAL
("Renacimiento", cuento corto de Pedro Pemau. Derechos de autor 1995 Pedro Pemau)
El Emperador, mi señor, me había encomendado una misión diplomática de suma importancia. Nuestros espías habían detectado un aumento considerable en los efectivos navales de Eldara. Los gobernantes de Eldara se llaman a sí mismos Príncipes del Mar y Regidores de los Océanos, pero no son más que una confederación de piratas que viven del saqueo de los buques y las ciudades costeras imperiales, aunque son súbditos nominales del Emperador.
Se rumoreaba que el virrey de Flann, señor de las ciudades de la Liga del Hierro y antiguo pretendiente al trono imperial, había establecido un pacto con los corsarios de Eldara. Mi misión consistía en romper ese pacto.
Me despedí de mi esposa, la dulce Ylemir, y partí hacia Eldara en una galera de dos puentes. La mañana era nubosa y desapacible, hacía frío en cubierta y me refugié en mi camarote con un barrilete de cerveza. No sabía que estaba comenzando un viaje que cambiaría mi vida.
Nuestro barco recorrió la costa fondeando en los principales puertos para intercambiar mercancías y tomar pasajeros. Los días en que los embajadores imperiales viajaban en barcos de guerra hace tiempo que quedaron atrás.
En Azure subió a bordo un pasajero que, por falta de espacio, fue acomodado en mi camarote, en una pequeña hamaca. Se trataba de un sacerdote de la Tétrada. Estaba recorriendo los santuarios de su orden leyendo las Frases Antiguas y buscando de este modo una explicación sobre el origen de la Humanidad.
Ya en Eldara y mientras aguardaba a que el Príncipe me recibiera en audiencia, acompañé al sacerdote, de nombre Barant, a uno de los santuarios. Se trataba de una desvencijada construcción de ladrillo rojo, que se alzaba solitaria en una explanada que descendía suavemente hacia las marismas de Kerh.
Nos recibieron varios monjes de aspecto huraño. A petición de mi acompañante accedieron a mostrarnos su reliquia. Se trataba de una losa de piedra sobre la que se habían grabado las siguientes palabras: "No he visto un ser humano vivo desde hace días, sólo ratas, grandes como perros, ¿han engordado devorando cadáveres?" No pude evitar sentir un escalofrío al leer la frase. No sé lo que son las ratas ni los perros -Barant dijo que se trataba de animales prehistóricos, hoy desaparecidos- pero había algo siniestro, sugerencias veladas de alguna catástrofe espantosa.
Los monjes nos informaron que la frase tenía más de 300.000 años. Había sido copiada una y otra vez de un antiquísimo fragmento de diario ya desaparecido. Los devotos de la Tétrada creen que este tipo de frases prehistóricas pueden revelar información sobre los ciclos de caída y auge de la Humanidad. Según ellos, la historia se repite eternamente pasando por cuatro fases, cada una de ellas regida por uno de los dioses de la Tétrada. Las cuatro fases son: Nacimiento, Apogeo, Declive y Muerte. Las frases son puentes que los dioses tienden entre los distintos ciclos.
Como buen alumno de la Escuela Imperial de Administración, soy bastante escéptico en materia religiosa. Me parecía harto improbable que aquella sentencia tuviese más de 200 ó 300 años. De cualquier manera nada dije, soy ante todo un diplomático y aquellos hombres habían dedicado sus vidas a custodiar la frase. Para ellos tenía un valor incalculable. Además, aunque dudase de su antigüedad, no podía negar que las palabras escritas sobre la losa me habían perturbado profundamente. Tenían un cierto aire atávico, como de memoria perdida.
Dormí mal aquella noche. Me asaltaron informes pesadillas sobre cadáveres y ratas. Me levanté cansado y con un fuerte dolor de cabeza. Me aseé lo mejor que pude y me vestí de forma adecuada para mi audiencia con el príncipe de los piratas.
La fortaleza de los Príncipes del Mar era un conjunto de cuatro edificios toscos y macizos rodeados por una muralla de piedras grises sin desbastar. Se encontraba situada en lo alto de un acantilado. La única vía de acceso es una escalera de mas de tres mil peldaños tallada en la roca. En un primer momento el mayordomo que mandaba mi séquito intentó que me subiesen en un palanquín. Pero la escalinata era estrecha y hacía curvas muy cerradas -sin duda había sido construida así de forma deliberada para dificultar un asalto- y tal esfuerzo resultaba a la vez ridículo y peligroso. Finalmente hube de resignarme a subir a pie los tres mil escalones.
Kannaz, Señor de Eldara, nos recibió en un salón oscuro donde reinaba el calor húmedo y viscoso que parece caracterizar a la isla. El jefe corsario vestía elegantes ropajes de seda aunque podían verse manchas de grasa en las mangas y en el pecho. En el suelo descansaba una bandeja dorada con restos de carne. Acompañaban a Kannaz los que supuse serían miembros de su corte. Algunos vestían armaduras y portaban espada. Todos, sin exceptuar al príncipe, parecían estar borrachos.
Saludé a Kannaz mirándole a los ojos como a un igual, pues el Imperio no reconoce ningún principado de bandidos. Kannaz sonrió y me saludó llamándome pariente. La palabra fue como una bofetada. El abuelo de Kannaz había raptado a la hermana de mi abuelo en una de sus incursiones y la había mantenido como esclava en su harén. Con el tiempo había llegado a ser su favorita. La mención de este hecho habría sido excusa suficiente para un duelo, o para una guerra, dada mi condición de representante imperial, pero me contuve. Una guerra con Eldara podría costar muchas bajas al Imperio y no tenía derecho a disponer de la vida de nadie para resolver mis asuntos familiares. Así pues dejé pasar el insulto. Expuse a Kannaz que, quizás inadvertidamente, había incurrido en un acto ilegal al establecer un pacto con la Liga del Hierro sin solicitar la oportuna sanción imperial.
Kannaz me miró, hizo un gesto grosero y rompió a reír ruidosamente. Dijo que despreciaba al emperador y al Imperio, que sus armeros estaban construyendo artefactos que utilizaban pólvora -la misma sustancia que se utiliza en los cohetes durante la Celebración del Verano- para impulsar proyectiles con gran potencia. Dijo que éramos débiles y no merecíamos gobernar y se dirigió a mí con los insultos mas groseros.
Estaba seguro de que sus armas le harían invencible.
Dignamente le respondí que aquello era una rebelión abierta contra la autoridad imperial. Él se limitó a escupir a mis pies. Di media vuelta y, seguido por mi séquito, abandoné la habitación. Las risas seguían resonando a nuestras espaldas mientras sentía que la cabeza me ardía y el sudor recorría mi espalda.
Cuando llegamos a la escalinata, temblaba y me castañeteaban los dientes. Comencé a bajar, sintiendo nauseas cada vez que me movía. No llevaríamos diez peldaños cuando noté que la vista se me nublaba y caía hacía delante. Lo último que recuerdo es el choque de mi cabeza contra la coraza de uno de los guardias.
Los días que siguieron consistieron en una penosa sucesión de dolores, pesadillas, delirios y raros períodos de lucidez. En mis fantasías oníricas me veía acechado, una y otra vez, por las ratas. Las soñaba de mil formas distintas: con cuernos y escamas, como babosas gigantes, con alas membranosas, con múltiples cabezas y tentáculos. Mis delirios siempre tomaban la misma forma. Yo yacía indefenso mientras las ratas se acercaban para devorarme, pedía ayuda a los dioses de la Tétrada pero la única respuesta que obtenía eran carcajadas de borracho.
A veces la fiebre bajaba y tenía plena conciencia de mi enfermedad y del fracaso de mi misión. En esos momentos deseaba dormirme y no despertar jamás.
Finalmente un día pude levantarme. Me sentía débil pero curado. Me dijeron que había sobrevivido a la fiebre de las marismas. Kannaz y su corte no habían tenido tanta suerte, todos estaban muertos, Eldara se veía envuelta en una guerra por la sucesión. También había muerto mi compañero de camarote, el sacerdote Barant.
Me encontraba en Lykz, una de las ciudades de la Liga del Hierro. Nuestro barco se había dirigido allí cuando la epidemia empezó a diezmar a la tripulación. Pasarían tres meses antes de que zarpase algún barco hacia la capital imperial.
Entretuve mi espera debatiendo con los hombres de Lykz, sus Notables, los comerciantes mas poderosos y sus eruditos, que son famosos por la audacia e innovación de sus ideas.
Descubrí que el Señor de la Liga del Hierro carece de poder. Son los comerciantes los que controlan la distribución del hierro y quienes deciden los acuerdos y alianzas. Eran leales al Imperio antes que a Eldara, pues entendían que un gobierno más distante les permitiría una mayor autonomía.
Los eruditos me sorprendieron con sus métodos. No estudiaban el pasado ni los escritos arcaicos, sino la naturaleza. Habían establecido las leyes que rigen el movimiento de los planetas alrededor del sol, y de la luna y el sol alrededor de la Tierra. Estas leyes relacionaban los radios de las órbitas con los períodos de revolución de los astros.
También tenían palabras para designar la capacidad de los cuerpos para seguir moviéndose si no se les aplica una fuerza, o las oscilaciones de un péndulo. Intentaban aprisionar el universo mediante relaciones entre números. En su visión del mundo no había cabida para los dioses. Me informaron que este ambiente intelectual era común a todas las ciudades de la Liga.
Finalmente zarpé hacia mi capital. Me sentía optimista. En cierto modo había cumplido mi misión. Resultaba claro que yo había contraído la enfermedad en las marismas de Kerh y la había introducido en la corte de los príncipes del mar. Sin saberlo, había evitado la guerra. Además mis temores y pesadillas sobre las ratas habían desaparecido. Debido a mis conversaciones con los eruditos de Lykz veía el universo de otra manera.
No existían dioses arbitrarios ni animales mitológicos. Simplemente leyes naturales que podían expresarse mediante números.
Cuando llegamos al puerto de la capital imperial, el cielo estaba lleno de cohetes. Escuchábamos música mezclada con las explosiones de las tracas, el aire olía a pólvora y a carne asada. El príncipe Axhmir el Navegante, sobrino del Emperador, había regresado después de circunnavegar el globo. Su viaje había durado cuatro años. El Emperador había decretado una semana de festejos.
Medité sobre la pólvora y las armas de Kannaz. ¿Nos conduciría el conocimiento hacia la destrucción? ¿Sería nuestro Imperio pasto de las ratas? Rechacé tales pensamientos con un movimiento de cabeza. A pesar de lo que dijese la frase, las ratas se habían extinguido y la humanidad se encontraba en una época de expansión.
Llegué a mi casa deseando abrazar a mi esposa, la dulce Ylemir. Ella me esperaba desnuda en nuestro dormitorio. A la media luz de las velas pude ver su silueta recortándose contra las ventanas. Ella agitó su cola rosada, sin un solo pelo, y me llamó con voz insinuante. Yo la abracé hundiendo mi hocico en el suave pelo gris que cubría todo su cuerpo.
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