(Fragmento de "Esclavo de Gor", novela de John Norman. Derechos de autor 1977, John Norman)
Yacía sobre la hierba cálida. Podía sentir cada una de sus suaves y caldeadas hojas verdes bajo mi mejilla izquierda; también bajo mi cuerpo, bajo mi estómago, en los muslos. Me estiré, extendí los dedos de los pies. Estaba adormecida. No quería despertar. El sol se posaba caliente en mi espalda, intenso, casi incómodo. Me acurruqué de nuevo sobre la hierba. Tenía la mano izquierda extendida y con los dedos tocaba la tórrida suciedad de entre las hojas. Con los ojos cerrados me resistía a retornar a la consciencia pero ésta parecía llegar lenta, imperceptiblemente. Me apetecía prolongar aquel calor, aquella placidez. Moví ligeramente la cabeza. Mi cuello parecía llevar un peso; oí el suave tintineo, un leve movimiento, de pesadas anillas de metal. No lo comprendía. Soñolienta, volví la cabeza a su posición original. De nuevo sentí el peso circular, duro, en mi cuello; otra vez oí el sonido, el movimiento simple pero real de pesadas anillas metálicas. Entreabrí los ojos. Veía a contraluz la hierba verde y cercana; cada una de sus hojas me parecía, en su proximidad, ancha, sucia. Con los dedos escarbé la tierra ardiente. Cerré los ojos. Comencé a sudar. Tengo que levantarme, desayunar rápidamente y correr a clase. Debe ser tarde ya. Tengo que darme prisa. Recordé el paño sobre mi boca y mi nariz, aquel olor, la fuerza del hombre que me sostenía. Aunque me resistiera, el yugo de su abrazo me retenía, desamparada. Luché, pero en vano. Estaba aterrorizada. No sabía que un hombre pudiera ser tan fuerte. Él esperaba, paciente, sin prisa ninguna, a que yo respirara. Yo trataba de no hacerlo. Hasta que, jadeando impotentes, los pulmones inhalaron al fin profunda y desesperadamente el punzante, asfixiante aroma hacia el interior de mi cuerpo. En un instante, ahogada en el horripilante e implacable olor, incapaz de expulsarlo, incapaz de evitarlo, enferma, perdí el conocimiento. Abrí los ojos y vi las hojas de hierba pegadas a mi cara. Delicadamente abrí la boca y sentí el cepillo de la hierba en mis labios. Mordí una hoja y noté su jugo en mi lengua. Cerré los ojos. Tengo que despertarme. Recordé el paño, la fuerza del hombre, aquel olor. Escarbé hondo en la suciedad con mis dedos. La arañé. La sentí entre mis uñas. Levanté la cabeza y rodé sobre mí misma gritando, despertando, enredándome con la cadena y la hierba. Me senté. En un instante me di cuenta de que estaba desnuda. Mi cuello cargaba su pesado círculo; la recia cadena, atada al collar, caía entre mis pechos y sobre mi muslo izquierdo. - ¡No! ¡No! -chillé-. ¡No! De un salto me incliné hacia mis pies. La cadena pendía pesada, graciosamente del collar. Sentía el empuje del collar contra la clavícula. La cadena me pasaba ahora entre las piernas, levantándose detrás de la pantorrilla, tras el talón izquierdo. La sacudí con todas mis fuerzas. Traté de quitarme el collar por la cabeza, hacia arriba. La giré y lo volví a intentar. Sólo conseguí herirme en la garganta; dolía. Al levantar la barbilla vi el cielo claro, azul, con sus inquietantes nubes blancas. Pero no pude liberarme del collar. Se me ajustaba con precisión. Solamente el dedo meñique cabía entre su peso y mi cuello. Gemí. El collar no se podía quitar. No había sido hecho para ser quitado. Irracional, locamente, sin nada en mi conciencia más que mi propio miedo y la cadena, eché a correr y caí dañándome las piernas, encadenadas. De rodillas, la agarré, tiré de ella sollozando. De rodillas, traté de empujar hacia atrás, pero mi cabeza fue devuelta cruelmente hacia delante. Sostuve la cadena. Medía unos cinco metros. Se extendía hasta un pesado aro unido a un disco que a su vez estaba clavado a una gran roca de granito, de forma irregular, pero de unos siete metros cuadrados de base y unos diez de altura. El disco, con su aro, se hallaba aproximadamente en el centro de la piedra, bajo, a un metro sobre la hierba. La roca parecía estar taladrada y el disco sujeto por cuatro tornillos. Quizás cruzasen la piedra entera para ser fijados al otro lado. No lo sabía. De rodillas, tiré de la cadena. Lloré. Grité. Empujé de nuevo. Me dañé las manos y ni siquiera se movió un centímetro. Me incorporé quejándome por mis pies dolidos, por mis manos encadenadas. Era una peña prominente. No había otra igual a la vista. Me encontraba en un terreno ondulado, de suave pasto, amplio y extenso, sin señal alguna. No veía nada que no fuera hierba movida por el dulce y perezoso viento, el horizonte distante, las raras nubes blancas y el azul del ciclo. Estaba sola. El sol calentaba. Detrás de mí se alzaba la roca. Sentía la brisa sobre mi cuerpo, mas no directamente, puesto que el disco estaba en su parte más protegida. Me pregunté si aquel viento era usual. Me pregunté si cadena y disco estaban situados de aquel modo para resguardar al prisionero del viento, tal y como yo lo estaba. Me estremecí. Respiré profundamente. Nunca en mi vida había yo aspirado un aire similar. A pesar de la cadena, eché hacia atrás la cabeza. Cerré los ojos. Me bebí la atmósfera con los pulmones. Quienes no han respirado semejante aire no pueden conocer las sensaciones que sentí en aquel momento. Algo tan simple como el aire que inspiré me llenó de júbilo. Era limpio y claro; fresco, casi vivo, chispeante de regocijo con tan ligero, abundante, prístino oxígeno. Parecía el aire de un mundo nuevo, incontaminado por las toxinas de la masa humana, de los dones ambiguos pero nunca puestos en duda, ponzoñosos, de la civilización y la tecnología. Mi cuerpo se vivificó. Así de sencillo fue el efecto inmediato sobre mis sentidos y conciencia de una oxigenación adecuada de mi organismo. Aquellos que nunca han respirado el aire de un mundo limpio no pueden entender mis palabras. Miré hacia el sol. Me cegaba, miré hacia abajo, crucé los campos con mi mirada. Era consciente ahora, como no lo había sido nunca, de la nueva sensibilidad de mi cuerpo, de sus movimientos. Parecía haber incluso una diferencia sutil en mi propio peso. Rechacé de mi mente esta idea. No la podía admitir. Pero sabía que era cierta. Intentaba expulsar de mi mente lo que sabía que era la explicación de este fenómeno inusual. Torpemente levanté la cadena que colgaba del collar amarrado a mi cuello. La miré, incrédula. Las anillas eran de un tosco hierro negro, bien ajustadas, pesadas. No parecía una cadena especialmente buena o cara. Pero me sujetaba. Palpé el collar. Sin verlo deduje que debía ser del mismo material, simple, práctico, sin ninguna ostentación. Abrazaba mi cuello estrechamente. Supuse que sería también de color negro; tenía a un lado, bajo mi oído derecho, una bisagra de la que colgaba la cadena por debajo de mi barbilla. Del otro lado, a la izquierda, note un candado que no admitía sino una llave de grandes dimensiones. Me di la vuelta y miré la enorme roca, las líneas del feldespato sobre el granito. He de despertarme, me dije. Debo despertar. Reí amargamente. ¡Sin duda era un sueño! Entonces recordé el hombre, su fuerza, mi inútil resistencia, el terrible olor, la asfixia. Esto, lo sabía, no había sido un sueño. Golpeé la roca hasta que me sangraron los puños, la roca de granito que el feldespato delineaba, Miré detrás de ella, sobre la vasta pradera. La plena conciencia de estar despierta, de que todo era real se impuso finalmente en mi mente, me inundó, abrumadora, irrefutablemente. Estaba ahí sola, desnuda, indefensa, ante la gran peña, mirando los campos. Estaba sola, asustada, y llevaba una cadena al cuello. Al fin hundí la cara entre mis manos llorando desesperadamente. Entonces fue como si la tierra hubiese girado bajo mis pies y la oscuridad me rodease, penetrando en mi interior, y perdí el conocimiento.
Sentí que, rudamente, alguien me volvía cara arriba. "Veck, Kajira", decía una voz áspera. Miré asustada. Grité de dolor. Una punta metálica se posó sobre mi cuerpo, entre mi cadera izquierda y el vientre. La punta de la lanza se levantó al tiempo que recibía un duro golpe en el muslo derecho con el otro extremo del asta. Al llevarme la mano a la boca, él me la apartó de una patada; calzaba una alta sandalia atada con cintas a su pierna; era recia, parecía una bota abierta. Llevaba barba. Estaba tendida entre sus piernas. Alcé la vista hacia él, aterrorizada. No estaba solo. Tras él había otro hombre, a corta distancia. Vestían sendas túnicas rojas; de sus cinturas colgaban sendas espadas envainadas; cada uno llevaba en el cinturón un cuchillo adornado. El hombre de atrás tenía una adarga de cuero trenzado y metal, y una lanza de cuya hoja colgaba un penacho de pelo oscuro y arremolinado; llevaba alrededor de su cuello un collar de dientes de algún animal carnívoro. El que se hallaba frente a mí había dejado casco y adarga a un lado; estos yelmos debían de cubrir la cabeza entera y la mayor parte de la cara, con una abertura en forma de Y. El cabello de ambos era largo; el del primero atado por atrás con un estrecho pedazo de ropa doblada. Me escurrí de entre los pies del hombre que se alzaba sobre mí, retrocediendo. Nunca había visto un hombre semejante. Me sentí tan vulnerable. Se veían poderosos, fieros. Me acuclillé. La cadena colgaba de mi collar. Me quedé quieta y traté de [...] |