(Fragmento de "Un infierno en la mente", novela de Dorian Blackwood. Derechos de autor 1996, Dorian Blackwood)
Me sentía desorientado. Era la enésima vez que me interrogaba, que intentaba encontrar ese punto incierto donde la realidad cobra forma y la fantasía se desvanece. Y volvía a preguntarme si la realidad no sería el producto ya elaborado de todas las percepciones que nos asaltan y que la censura de nuestro cerebro, por lo general, racionalista, no desecha. ¿No estaría formada la realidad, entonces, por los deseos que dejan de serlo, ya sea porque cobren forma -y, en ese caso, la realidad es placentera- o porque desistamos de ellos, y, entonces, la realidad nos entristece y abruma? ¿Hasta qué punto intentamos que nuestros deseos, nuestros anhelos, nuestras ensoñaciones, se conviertan en realidad? También me preguntaba por el espacio que nos rodea. Y me decía que como repitiendo indefinidamente la celdilla cartesiana básica éramos capaces de imaginárnoslo extendido ilimitadamente -al menos en su aspecto parcial de tres dimensiones-, creábamos el espacio, que no veíamos, a partir de la imaginación. ¿Y el tiempo? ¿Existía como una flecha lanzada entre los siglos, o era huidizo e inasible? ¿No sería posible moverse por él a lo largo de extraños vericuetos jamás imaginados? Dejé a un lado lo que a cualquiera le habrían parecido meras disquisiciones y volví a lamentarme de no haber conseguido encontrar ningún consuelo a mi dolor y de que todos los que me conocían hubieran pensado unánimemente que estaba loco, mientras se apresuraban a añadir, como si fuera una frase aprendida de memoria, que el exceso de trabajo de los últimos tiempos había acabado por convertirme en un desequilibrado. Pero yo sabía que jamás había estado tan cuerdo, que nunca antes mi imaginación y mis sentidos se habían hallado más despiertos y dispuestos y que mi vida jamás había sido tan importante para mí. Por eso me prepare mentalmente para escribir en el ordenador todo lo que me había sucedido a lo largo de aquellas dos semanas. Su pantalla sería el espejo que reflejara los últimos momentos de mi vida, de una vida que estaba decidido a abandonar voluntariamente. A mi lado reposaba el arma que facilitaría aquel tránsito. Observaba lo pavonado de la superficie de su cañón, lo agresivo del color gris oscuro del acero. A lo largo de cuatro milenios, una infinidad de antepasados se estremecían en mí ante su frío contacto. La acaricié, la empuñé e introduje su boca en la mía. Contorneé con mi lengua la oquedad de calibre 38 que remataba su cañón, como si fuera el acceso al secreto sagrario de la más solícita de las amantes. Tenía un sabor acre, el de la pólvora, o quizá sólo me lo imaginaba. Me quemaría la cara al dispararla. ¡Maldición! Había olvidado un detalle importante: descolgar el teléfono. Subsané mi descuido. Casi al instante comenzó a emitir ese zumbido tan desagradable que delata la interrupción de la línea. No lo soportaba. Aparté la pistola de mi boca y la dejé sobre la mesa donde estaba trabajando. Me levanté y seguí el cable que salía del teléfono hasta el punto en que se conectaba a la línea. Oprimí con suavidad el resorte elástico que lo mantenía fijo a la acometida de la pared y lo solté. El cable cayó al suelo en cámara lenta -o al menos a mí me lo pareció-, como si flotara, como el astronauta de 2001 cuando HAL, o mejor el módulo que él gobierna, le arranca el tubo de oxígeno. Como él, el auricular enmudeció. Sonreí malignamente y lo devolví a su soporte. En aquel momento, con una excitación desconocida, rayana en el orgasmo, paladeé una música acorde con la situación. No era el Danubio azul sino el Adagio para cuerdas de Samuel Barber, que sonaba en los auriculares de mi equipo de alta fidelidad. No quería molestar a aquellas horas de la noche (eran las dos de la madrugada) a ningún vecino evitando de tal suerte que acudiera a interrumpir lo que me decidía a escribir. Ningún imbécil conseguiría importunarme. Tenía que contarlo, tenía que escribir lo que me había sucedido, para que todos supieran, para que todos comprobaran la verdad de mis palabras. Volví a sentarme y alargué el brazo izquierdo hasta coger la botella de Macallan que rodaba por el suelo. Observé maquinalmente su contenido. No llegaba a la mitad. Lo reduje aun más con un generoso trago. Estaba casi seguro de que en la cocina quedaba una botella intacta de Cardhu. La elocuente mueca que desfiguró mi rostro significaba que, si tal suposición era cierta (ya lo comprobaría más tarde, no tenía prisa), dispondría del combustible suficiente para realizar aquel vuelo o, al menos, ejecutar con éxito su despegue. Deseaba que el etílico ardor que me embargaba se mantuviera constante y dentro de los límites de una moderada ebriedad para escribir de un tirón la narración de lo sucedido, que también venía a ser mi última voluntad y testamento. Así que cogí la Lüger, su cargador y un puñado de relucientes cartuchos con los que antes había estado jugueteando, chupándolos como si fueran caramelos, y lo guardé todo en uno de los cajones de mi mesa de escritorio. Luego abrí un nuevo documento en el ordenador y tras encomendarme a Poe y a Baudelaire, santos patrones de las letras báquicas cuya técnica intentaba compartir en aquel momento, y a Orfeo, cuya sombra no había dejado de planear sobre mí, comencé a escribir, mientras intentaba olvidarme de mis males. La niebla pareció derramarse por la ventana abierta del estudio y, con ella, mis recuerdos. La dama misteriosa Todo había comenzado un día entre semana, un día de lo más normal, un miércoles. - Te acaban de llamar por teléfono, Henry. Luisa tenía ocupada la línea y lo he cogido yo -dijo por el auricular la voz de Andrea. - ¡Diablos! Apenas le dejan a uno respirar. Acabo de volver de una reunión. ¿Quién era? -pregunté, mientras me servía una taza de la cafetera que Luisa, mi secretaria, me dejaba todos los días a las ocho y media en la mesita que se encuentra al lado de mi escritorio. - No dejó su nombre. Sólo comentó que te iba a enviar el original de la novela que ha terminado de escribir, para que le eches un vistazo. - ¿Qué voz tenía? -pregunté. - Era una señora, parecía muy misteriosa -me contestó, no sé por qué, adiviné una sonrisa. - ¡Vaya! Una mujer. Por cierto, ¿qué tal si esta noche...? - No sé -su risa contenida culminó en un suspiro-. Estoy muy cansada. ¿Qué tal si hablamos luego, Henry? - Me parece muy bien -intenté quitarle importancia al asunto. La verdad era que Andrea y yo salíamos juntos desde hacía unos meses. Levanté la mirada hacia su despacho acristalado y vi que me sonreía y me hacía una carantoña. - ¿Nos vemos a la hora de comer? -sugirió. - No puedo asegurártelo. Depende del trabajo y de quién venga a verme. Te lo diré a las doce. - De acuerdo, Harry. Entonces, hasta luego. - Hasta entonces, preciosa -y colgué. Debo decir que las oficinas de las Ediciones Pólux tienen una disposición muy parecida a la del típico laberinto utilizado en los experimentos biológicos para adoctrinar ratones. En el experimento en cuestión entran en acción tan variados acicates como montoncitos de grano -el premio que recibe el ratón si ha sido listo- y descargas eléctricas -si el experimentando se ha comportado como un vulgar roedor-. Pues bien, yo me hallaba en el laberinto, o sea la parte baja de las Ediciones, llena de despachos prefabricados de planta cuadrada y cubiertos por un techo transparente. En la parte alta, que ocupaba dos de las cuatro paredes del enorme local -las otras dos lo estaban por escaleras mecánicas-, se encontraban otras dependencias acristaladas que brotaban de la pared como una especie de protuberancias, suspendidas sobre nuestras cabezas como puentes de mando de un dirigible. Justamente desde una de aquellas garitas -la que correspondía al Archivo- la opulenta Andrea me vigilaba. Había ocasiones en que me parecía ser yo el ratoncito y ella el grano. Pero también, por desgracia, las sacudidas eléctricas. Me relamí anticipadamente con el grano -me había llamado Harry- y, galvanizado, olvidé la electricidad. Bueno -pensé-, esta noche me desquitaré. Nada de ratones, me comportaré con ella como un león o como un toro. Y lancé una carcajada. Mis vecinos de los despachos colindantes irguieron sus cuellos de jirafa, me miraron inquisitivamente -excepto Senta Schellenberg, una guapa austríaca que sabía de todo- y volvieron a su trabajo. Yo repasé mi agenda y comencé la jornada laboral. Sobre la mesa me aguardaban las pruebas de varios libros de la colección de literatura fantástica que dirijo. Haciendo de tripas corazón, me dediqué a la ingrata tarea de leerlas, efectuando los retoques pertinentes y cotejándolas de vez en cuando con los originales. [ ] |