CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Puerta del monstruo [la]", cuento de W. Hope Hodgson. Derechos de autor 1910, W. Hope Hodgson)

En respuesta a la acostumbrada postal de Carnacki que me invitaba a cenar y a escuchar una historia, me dirigí a Cheyne Walk, encontrándome con que las otras tres personas que siempre eran convocadas a aquellas entrañables tertulias habían llegado poco antes. Cinco minutos más tarde, Carnacki, Jessop, Taylor y yo nos entregábamos a esa "amable ocupación" de cenar.
- Esta vez no has estado fuera mucho tiempo -comenté, dirigiéndome a Carnacki, a punto ya de terminarme la sopa, olvidando, por un momento, que no le gustaba que se abordasen, siquiera, los aspectos colaterales de su historia hasta que no hubiera llegado el instante que consideraba oportuno. Entonces, él se convertiría en todo un torrente de palabras.
- No -respondió lacónicamente, por lo que cambié de tema, haciendo la observación de que me había comprado un nuevo fusil.
Acogió la noticia con un inteligente asentimiento y una sonrisa, lo que me hizo pensar que mi intencionado cambio de conversación había sido aceptado por su parte con genuino buen humor.
Más tarde, acabada la cena, Carnacki se instaló confortablemente en su gran sillón, encendió su pipa, y comenzó a contar su historia, prescindiendo casi de los preliminares:
- Como Dodgson observaba hace unos momentos, he estado fuera muy poco tiempo, y por una buena razón... La verdad es que me encontraba a muy cerca de este lugar. No voy a revelaros su localización exacta, aunque sí puedo deciros que dista de aquí menos de veinte millas; por eso no creo que un simple cambio de nombre vaya a estropear la historia. ¡Y vaya historia! Es una de las cosas más extraordinarias que jamás me habían ocurrido.
Hace unos quince días recibí una carta de un hombre, a quien daré el nombre de Anderson, solicitándome una entrevista. Acepté recibirle y, cuando llegó, comprendí que lo que quería era que examinara, e incluso que resolviese, un caso antiguo y bien documentado de lo que él llamaba "embrujamiento". Me abrumó con tantos detalles que acepté ocuparme de él, ya que el asunto me parecía sin parangón con ningún caso conocido hasta entonces.
Dos días después, al atardecer, llegué a la casa en cuestión, descubriendo que se trataba de una vieja mansión que se erguía solitaria en medio de sus dominios.
Anderson le había dejado una carta al mayordomo, en la que me rogaba que disculpara su ausencia, y ponía a mi disposición toda la casa para lo que precisase en mis investigaciones.
Era evidente que el mayordomo conocía el objeto de mi visita, así que en el transcurso de la cena, demasiado solitaria para mi gusto, le interrogué a fondo. Era un antiguo sirviente de la casa y sin duda gozaba en ella de privilegios, pues conocía con todo lujo de detalles la leyenda de la Habitación Gris. Por él me enteré de los particulares concernientes a dos cosas que Anderson sólo había mencionado de manera casual. La primera, que a medianoche se podía oír la puerta de la Habitación Gris, abriéndose y cerrándose violentamente, por más que el propio mayordomo se encargara de cerrarla con llave y de que ésta permaneciera con las demás en el manojo que se guardaba en la despensa. La segunda, que la ropa de la cama que había en ella siempre se encontraba amontonada en uno de los rincones de la habitación.
Pero era el batir de la puerta lo que más alteraba al viejo mayordomo. En más de una ocasión, según me confesó, había permanecido despierto, escuchándola y temblando de miedo, pues había momentos en que la puerta no dejaba de abrirse y de cerrarse, ¡plam! ¡plam! ¡plam!, de suerte que resultaba imposible dormir.
Yo sabía, gracias a Anderson, que la habitación tenía una historia que se remontaba a más de ciento cincuenta años. En ella habían sido estranguladas tres personas: uno de sus antepasados, su esposa y el hijo de ambos. La historia era auténtica, ya que yo había puesto especial empeño en comprobarla; así pues, y con la convicción de que me disponía a investigar un caso excepcional, como os podéis imaginar, después de cenar subí al piso de arriba para echar un vistazo a la Habitación Gris.
Peters, el mayordomo, quiso ponerse en su puesto al enterarse de mi proyecto y me aseguró que, en los veinte años que llevaba de servicio, nadie había entrado en aquella habitación después de anochecer. Me rogó, casi de modo paternal, que esperase hasta el día siguiente, cuando no hubiera peligro y él pudiera acompañarme.
Como es lógico, le dije que no se preocupase. Comenté que sólo iba a echar un vistazo y a poner cinco o seis precintos. No debía temer nada, ya que yo estaba muy acostumbrado a ese tipo de cosas. Pero mientras le hablaba no hacía más que mover la cabeza.
- No hay muchos fantasmas como los nuestros, señor -me aseguró, con lúgubre orgullo. ¡Y, por Júpiter, que estaba en lo cierto, como veréis!
Cogí un par de velas, y Peters me siguió con su manojo de llaves. Abrió la cerradura, pero no quiso seguirme al interior de la estancia. Estaba visiblemente aterrado y me suplicó una vez más que dejara mi investigación hasta que fuese de día. Por supuesto que me reí de él y le dije que se podía poner al otro lado de la puerta y capturar a quien saliese por ella.
- Eso no sale nunca, señor -precisó, con su divertida y arcaica manera de hablar. En cierto modo, intentaba prepararme por si me asaltaba el miedo. Pero en aquel momento, como habréis podido comprender, el asustado era él.
Y allí se quedó, mientras yo procedía a examinar la habitación. Era amplia, muy bien surtida de muebles de estilo, en los que destacaba la descomunal cama imperial que apoyaba su cabecera en la pared del fondo. Sobre la repisa de la chimenea había dos palmatorias y otras dos en cada una de las tres mesas de la habitación. Las encendí todas, con lo que la pieza me pareció menos lúgubre y deshabitada, aunque no olía a cerrado, lo que implicaba que alguien se ocupaba de su mantenimiento.
Después de haber echado un buen vistazo al lugar, precinté las ventanas con cera y cinta de cometa, lo mismo que los cuadros, las paredes, la chimenea y las hornacinas de las paredes. Mientras hacía mi trabajo, el mayordomo se mantuvo al otro lado de la puerta y no pude convencerle de que entrara, aunque me chanceara de vez en cuando de él, mientras, entre idas y venidas, iba fijando las cintas. Y él no paraba de repetirme una y otra vez:
- Sé que el señor me perdonará, pero me agradaría que abandonara la habitación; temo ciertamente por el señor.
Le contesté que no me esperase, pero él se comportó noblemente, tal y como creía que era su obligación. Me dijo que no podía irse y dejarme solo en aquel lugar. Se disculpó, dando a entender que era evidente que no me percataba del peligro que rondaba por aquella habitación; sin embargo yo pude ver que su terror iba en aumento. Pero me dio igual, porque tenía que dejar la habitación en tal estado que me permitiera saber si algún objeto material había entrado en ella, por lo que le rogué que no me molestara, a no ser que realmente oyera algo. Comenzaba a ponerme nervioso, pues el ambiente de aquella habitación ya era de por sí lo bastante lúgubre para que no se necesitara hacerlo más siniestro.
Seguí disponiéndolo todo durante algún tiempo más, tensando las cintas sobre el suelo y sellándolas, de suerte que el más mínimo roce bastase para romper la cera, por si acaso alguien se aventuraba a oscuras en la habitación con intenciones de gastar una broma.
Todo aquello me llevó más tiempo del que había previsto, ya que de repente oí que un reloj estaba dando las once. Me había quitado la chaqueta poco antes de ponerme a trabajar y, cuando prácticamente había acabado todo lo que tenía que hacer, atravesé la habitación para recogerla de encima del sofá, donde la había dejado... En el preciso momento en que me la estaba poniendo, llegó hasta mí la voz chillona y despavorida del viejo mayordomo, quien no había dicho una palabra durante la última hora:
- ¡Deprisa, salga, señor! ¡Va a ocurrir algo!
¡Por Júpiter! Creo que di un salto. Entonces una de las velas de la mesa situada a la izquierda de la cama se apagó. No podría decir si por el viento o por cualquier otra causa, lo único que sé es que en ese instante estaba tan asustado que eché a correr hacia la puerta. Sin embargo, tengo el placer de deciros que me detuve antes de llegar a ella. Me resultaba imposible huir de una manera tan vergonzosa, con el mayordomo esperándome fuera, después de haberle largado el típico discurso de "¡Ánimo! ¡Hay que ser valiente!"
Así pues, volví sobre mis pasos, cogí las dos palmatorias que había en la repisa de la chimenea y atravesé la habitación, pasando al lado de la cama. Y la verdad, no vi nada. Apagué la vela que aún seguía encendida y las restantes de las otras dos mesas. Al otro lado de la puerta, el viejo repitió nuevamente:
- ¡Oh, señor! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!
- Todo va bien, Peters -dije, pero, ¡diantre!, mi voz no sonaba tan convincente como pensaba. Me dirigí hacia la salida, y tuve que esforzarme bastante para no echar a correr. Como podéis imaginaros, di grandes zancadas. Cuando llegaba a la puerta, tuve la súbita sensación de que por la habitación corría un viento frío. Era como si la ventana se hubiese abierto de repente. Cuando salí, el viejo mayordomo retrocedió unos pasos, de manera instintiva.
- ¡Encienda las velas, Peters! - le espeté en tono imperioso, poniéndole las palmatorias en las manos.
Me volví, cogí el pomo de la puerta y la cerré violentamente. ¿Me creeríais si os dijera que al hacerlo tuve la impresión de que algo se oponía? Pensé que sólo eran cosas de mi imaginación. Así que metí la llave en la cerradura y le di dos vueltas, primero una y después otra, asegurándome de que quedaba bien cerrada.
Tras aquello me sentí más tranquilo y procedí a precintar la puerta. En un exceso de celo, tapé con una de mis tarjetas de visita el ojo de la cerradura y lo precinté. A continuación me guardé la llave en un bolsillo y bajé por la escalera, acompañado de Peters, quien, nervioso y en silencio, abría la marcha. ¡Pobre diablo! Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que en las últimas dos o tres horas se había visto sometido a una considerable tensión.
Al filo de la medianoche me fui a la cama. Mi habitación estaba al final del corredor donde se encontraba la

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