(Fragmento de "Espada rota [la]", novela de Poul Anderson. Derechos de autor 1954, Poul Anderson)
CAPÍTULO 1 Érase una vez un hombre llamado Orm el Fuerte, hijo de Ketil Asmundsson, un rico terrateniente del norte de Jutlandia. La familia de Ketil se había asentado desde siempre en aquella tierra, al menos hasta donde alcanzaba la memoria de los hombres, y muchos eran los acres que poseía. La esposa de Ketil se llamaba Asgerd y era hija ilegítima de Ragnar Calzas de Pelo. Por su parte, Orm descendía de gente honrada, pero como aún vivían sus cuatro hermanos mayores, no pensaba que a la muerte de su padre le correspondiese una parte importante de la herencia. Orm era un vagabundo de los mares y pasaba la mayor parte de los veranos ejerciendo de vikingo. Cuando aún era joven, murió Ketil. El hermano mayor, Asmund, se encargó de dirigir la granja. Y así marcharon las cosas hasta que Orm, en su vigésimo invierno, se acercó a él y le dijo: -Ya llevas muchos años apoltronado aquí, en Himmerland, disfrutando de lo que es nuestro. Queremos una parte. Pero si nos repartimos las tierras entre los cinco, sin hablar de las dotes que corresponden a nuestras hermanas, nos veremos convertidos en pequeños propietarios y nadie nos recordará después de muertos. -Es verdad -le contestó Asmund-. Lo mejor es seguir trabajando juntos. -No quiero ser el último de la cola -replicó Orm-, por eso te hago el siguiente ofrecimiento. Dame tres barcos debidamente pertrechados, con las suficientes provisiones y, armas que vayan a necesitar los que vengan conmigo, y me buscaré mi propia tierra, renunciando a todos mis derechos a la herencia. Al oír aquellas palabras, Asmund se sintió complacido y mucho más al enterarse de que dos de sus hermanos se irían con Orm. Antes de la primavera ya había equipado los navíos largos, que había conseguido sin tardanza, y había hablado con muchos hombres de la vecindad, los más jóvenes y pobres, que se sentirían encantados de viajar al Oeste. Al primer augurio inconfundible de buen tiempo, aunque las aguas siguiesen encrespadas, Orm condujo sus naves fuera del Limfjord. Y aquélla fue la última vez que Asmund le vio. Las tripulaciones remaron con energía, poniendo rumbo hacia Septentrión, hasta que a su izquierda quedaron los fondeaderos y bosques profundos, cubiertos por los despejados cielos de Himmerland. Al doblar el cabo Skagen encontraron viento favorable, por lo que izaron las velas. Con los codastes apuntando a su tierra natal, colocaron en las respectivas proas las cabezas de dragón. El viento silbaba entre las jarcias, las rachas de viento hacían espumear el mar y las gaviotas gañían, mientras volaban alrededor de los penoles. Contento de contemplar aquel espectáculo, Orm improvisó un poema: Caballos de blancas crines (¡escuchad cómo relinchan!), grises y de enjutos flancos, galopan hacia Poniente. Enfurecidos por los invernales vientos, resoplan y embisten, mientras transportan la carga que es mía. Como habían zarpado antes de lo acostumbrado, llegaron a Inglaterra antes que los demás vikingos, consiguiendo de tal suerte un rico botín. Cuando la estación estaba llegando a su término, Orm se dirigió a Irlanda. Ya no abandonaría las islas occidentales, sino que emplearía el verano para conseguir botín, reservando parte del mismo para venderlo durante el invierno y comprar más barcos. Pero, con el tiempo, sintió el deseo de tener una casa propia. Unió su pequeña flota a la enorme de Guthorm, a quien los ingleses llamaban Guthrum, y muchas fueron sus ganancias al seguir por mar y tierra a aquel señor, aunque sólo comparables a sus pérdidas el día en que el rey Alfredo los venció en Ethandun. Orm y varios de sus hombres se encontraban entre los que consiguieron abrirse camino en la batalla perdida y escapar. No tardó mucho en enterarse de que Guthorm y el resto de los daneses que fueron rodeados habían salvado la vida a cambio de recibir el bautismo. Orm vio claramente que aquella medida podría suponer la paz entre su gente y la de Alfredo y que le impediría tomar nada de Inglaterra, en contra de su deseo. Así pues, se dirigió hacia lo que más tarde los ingleses llamarían el Danelaw, en busca de un hogar. Encontró un terreno bien orientado, de aspecto agradable y cubierto de vegetación, abierto a una pequeña bahía que ofrecía cierto abrigo a sus barcos. El inglés que lo ocupaba, un hombre rico y con cierto poder, no quiso vendérselo. Pero Orm regresó por la noche, rodeó la casa con sus hombres y la incendió. El propietario, sus hermanos y la mayor parte de sus allegados murieron. Se dice que la madre de aquel hombre, que era bruja, se salvó -porque los asaltantes dejaron salir a las mujeres, niños y siervos que quisieran irse- y lanzó una maldición a Orm: su primogénito se criaría lejos del mundo de los hombres, y él mismo daría cobijo a un lobo que, llegado el momento, le mataría. Con tantos daneses rondando y viviendo por los alrededores, los parientes supervivientes del inglés no se atrevieron a hacer nada y aceptaron el weregild y el precio de la propiedad que Orm les impuso, por lo que ésta pasó legalmente a ser suya. Entonces construyó una nueva casa, mayor que la anterior, y otros edificios, y gracias a su oro, a sus seguidores y a la fama que tenía, no tardó en ser reconocido como un gran jefe. Cuando ya llevaba un año asentado en aquella tierra, pensó que sería bueno tomar mujer. Cabalgó con muchos guerreros hasta los dominios de un conde inglés, Athelstane, y le pidió la mano de su hija Aelfrida, de quien se decía que era la doncella más hermosa de todo el reino. Athelstane dudó y tartamudeó, mientras Aelfrida se atrevía a decirle a Orm en la cara: -Jamás me casaré con un perro pagano, ni siquiera cuando estuviese en mi mano hacerlo. Puedes llevarme por la fuerza, pero poca alegría sacarás de ello... ¡Te lo juro! Aelfrida era delgada y grácil, de suaves cabellos castañorojizos y brillantes ojos grises; mientras que Orm era un hombretón de piel curtida y cabellera casi blanca, por tantos años de sol y mar. Pero como sentía que, en cierto modo, ella era la más fuerte, después de pensárselo un momento, dijo: -Ahora que estoy en una tierra donde la gente adora al Cristo blanco, quizá me convendría hacer la paz con él y con los suyos. A decir verdad, es lo que han hecho la mayoría de los daneses. Me bautizaré si te casas conmigo, Aelfrida. -¡Ése no es motivo suficiente! -exclamó la joven. -Pero piensa -dijo astutamente Orm- que, si no te casas conmigo, yo no seré bautizado, y entonces, si hemos de creer a los sacerdotes, mi alma estará condenada -y susurró a Athelstane-: Además, incendiaré esta casa y te arrojaré desde lo alto de los acantilados. -Sí, hija, no es cuestión de perder un alma -dijo Athelstane, sin dudarlo. Aelfrida no se resistió durante mucho tiempo, pues, a pesar de su fuerte personalidad, Orm no era feo ni zafio; además, a la casa de Athelstane le venía bien un aliado tan rico y poderoso. Así pues, Orm fue bautizado y poco después se casó con Aelfrida y se la llevó a su casa. Vivieron juntos con el suficiente contento, aunque no siempre en paz. No se veía ninguna iglesia por las cercanías, ya que los vikingos habían quemado las que antaño hubiera. Por tanto, ya que así lo deseaba Aelfrida, Orm hizo que un sacerdote fuese a su casa, y para quedar libre de todos sus pecados, decidió que construiría para él una nueva iglesia. Pero, como era hombre prudente que no deseaba ofender a ningún poder celestial, continuó con sus ofrendas a Thor a mediados del invierno, y a Freyr en primavera, para conseguir paz y cosechas abundantes; así como a Odín y a Aegir para tener suerte en la mar. Durante aquel invierno, Orm y el sacerdote no dejaron de discutir por aquel motivo, hasta el punto de que en primavera, cuando a Aelfrida ya le faltaba muy poco para dar a luz, Orm perdió los estribos y echó a patadas al sacerdote, diciéndole que no volviera jamás. Aelfrida se lo reprochó duramente, hasta que Orm no resistió más y dijo, entre gritos, que ya estaba harto de tanto parloteo mujeril y que se iba. Y no mentía, pues, acto seguido, zarpó con su flota antes de lo que había pensado y pasó el verano saqueando las costas de Escocia e Irlanda. Cuando apenas habían desaparecido las naves del horizonte, Aelfrida se reclinó en su lecho y dio a luz un niño grande y espléndido, al que, según el deseo de Orm, llamó Valgard, ya que era un nombre utilizado desde siempre en su familia. Pero, como ya no había sacerdote que pudiese bautizarle, Aelfrida envió un siervo a la iglesia más cercana, que estaba a tres días de viaje, para que volviese con uno. Mientras tanto, como se sentía feliz y orgullosa de aquel hijo, se puso a cantarle la misma nana que su madre le había cantado a ella: ¡Fa, ea, ea, mi pajarito, de todos los pájaros el más bonito! Oye cómo balan los borreguitos. Ahora que el Sol ya está acostadito llega la hora de dormir un poquito. ¡Fa, ea, ea, mi cariñito, duerme en mi regazo como un tronquito! La estrella vespertina, dando pasitos, ondea por la verde colina su sombrerito. Llega la hora de dormir un poquito. ¡Ea, ea, ea, mi pequeñito, tú y yo somos como los benditos! El buen Dios, María y también su Hijito velan por ti, dejando el camino expedito. Llega la hora de dormir un poquito. [...] |