(Fragmento de "La herencia de los Hastur", novela de Marion Zimmer Bradley. Derechos de autor 1975, Marion Zimmer Bradley)
Cuando los jinetes llegaron a lo alto del paso que bajaba hasta Thendara, pudieron ver, más allá de la vieja ciudad, el espaciopuerto Terrano. Enorme y extendido, feo y poco familiar a sus ojos, yacía a sus pies como una excrecencia extraña. Y por todo su alrededor, rodeándolo como una costra, se veían los apiñados edificios de la Ciudad Comercial que había crecido entre la vieja Thendara y el espaciopuerto. Regis Hastur, que cabalgaba lentamente entre sus escoltas, pensó que no era tan feo como le habían dicho en Nevarsin. Tenía su propia belleza, una austera belleza de torres de acero y severos edificios blancos, cada uno de ellos dedicado a un propósito extraño y desconocido. No era un cáncer en la faz de Darkover, sino un vestido extraño pero nada feo. La torre central del nuevo edificio principal estaba frente al Castillo Comyn, que se erguía al otro lado del valle con aspecto poco afortunado. A Regis le pareció que el alto rascacielos y el viejo castillo de piedra se enfrentaban como dos gigantes armados para el combate. No obstante, sabía que eso era ridículo. Durante toda su vida hubo paz entre el Imperio Terrano y los Dominios. Los Hastur se habían asegurado de que así fuera. Sin embargo, la idea no le produjo gran consuelo. Él no era gran cosa como Hastur, pensó, pero era el último. Harían todo lo que pudieran con él, aunque sólo era un sustituto condenadamente pobre de su padre, y todo el mundo lo sabía. Jamás dejaban que lo olvidara, ni por un minuto. Su padre había muerto quince años atrás, exactamente un mes antes de que Regis naciera. A los treinta y cinco años, Rafael Hastur ya había dado muestras de ser un estadista y un líder fuerte, profundamente amado por su pueblo, respetado hasta por los terranos. Y había volado en pedazos en las Hilghard Hills, asesinado por armas de contrabando procedentes del Imperio Terrano. Cercenado en la cúspide de su juventud, y siendo aún una promesa, sólo había dejado una hija de once años y una esposa frágil y embarazada. Alanna Elhalyn-Hastur casi había muerto por el shock que le produjo su muerte. Se había aferrado convulsivamente a la vida sólo porque sabía que llevaba dentro al último de los Hastur, al anhelado hijo de Rafael. Había vivido, arrasada por la pena, lo suficiente para que Regis naciera; luego, casi con alivio, había dejado escapar su propia vida. Tras perder a su padre, y después de todo lo que había pasado su madre, pensaba Regis, él era todo lo que habían tenido, no el hijo que ellos hubieran elegido. Era suficientemente fuerte físicamente, incluso bien parecido, pero curiosamente deficiente para ser hijo de la casta telepática de los Dominios, el Comyn. No telépata. A los quince años, si hubiera heredado el poder del laran, ya habría dado muestras de él. Escuchó que detrás de él sus guardaespaldas hablaban en voz baja. -Ya veo que han terminado el edificio del Cuartel General. Condenado lugar para ponerlo a un tiro de piedra del Castillo Comyn. -Bueno, empezaron a construirlo allá, en los Hellers, en Caer Donn. Fue el viejo Istvan Hastur, en los tiempos de mi abuelo, el que les hizo mudar el espaciopuerto a Thendara. Debe haber tenido sus razones. -¡Deberían haberlo dejado allá, lejos de la gente decente! -Oh, no todos los terranos son malos. Mi hermano tiene un negocio en la Ciudad Comercial. De cualquier modo, ¿te gustaría que todos los terranos volvieran allá a las colinas, para que todos esos bandidos de las montañas y los condenados Aldaranes pudieran hacer tratos con ellos a espaldas nuestras? -Malditos salvajes -dijo el segundo hombre-. Allí ni siquiera observan el Pacto. Puedes verlos en los Hellers, usando esas armas de sucios cobardes. -¿Qué esperas de los Aldaranes? Bajaron la voz, y Regis suspiró. Estaba acostumbrado. Siempre reprimía a todo el mundo, sólo por ser quien era: Comyn y Hastur. Probablemente creían que les podía leer el pensamiento. Casi todos los Comyn podían. -Lord Regis -dijo uno de sus Guardias-, hay un grupo que viene por el camino del norte llevando estandartes. Debe ser el grupo de Armida, con Lord Alton. ¿Los esperamos para cabalgar juntos? Regis no sentía ningún deseo en particular de unirse a otro grupo de señores del Comyn, pero hubiera sido de terrible mala educación decirlo. En la época de Concejo, todos los Dominios en Thendara; por una costumbre que venía de generaciones, Regis estaba obligado a tratarlos a todos como parientes hermanos. Y los Alton eran parientes suyos. Aminoraron el paso y esperaron a los otros jinetes. Todavía estaban en lo alto de las laderas, y él podía ver, más allá de Thendara, el extendido espaciopuerto. Un enorme sonido distante, como el de una cascada lejana, hizo vibrar el suelo como si fuera un trueno, incluso donde estaba Regis. Una diminuta forma, como de juguete, empezó a elevarse del espaciopuerto, al principio lentamente, luego cada vez más rápido. El ruido se convirtió en un grito distante, la forma era una raya lejana, un punto, desaparecía. Regis dejó de contener el aliento. Una nave galáctica del Imperio en camino a mundos distantes, a soles lejanos... Advirtió que sus manos se habían aferrado tanto a las riendas que su caballo sacudía la cabeza en señal de protesta. Las aflojó, y le hizo al caballo una distraída caricia de disculpa en el pescuezo. Sus ojos seguían clavados en el lugar del cielo por el que había desaparecido la nave espacial. Libre, en las inconmensurables inmensidades del espacio, la nave se dirigía hacia mundos cuyas maravillas él, aquí encadenado, jamás podría adivinar. Se le hizo un nudo en la garganta. Deseaba que no fuese lo demasiado grande como para llorar, puesto que el heredero de Hastur no podía tener en público muestra de emoción poco viril. Se preguntaba el porqué estaría tan alterado, pero sabía la respuesta: la nave iba a donde él jamás podría ir. Ahora, los jinetes estaban más cerca; Regis pudo identificar a algunos. Junto a su portaestandarte, cabalgaba Kennard, Lord Alton, un hombre encorvado y macizo, con pelo rojo que encanecía. Con la excepción de Danvan Hastur, Regente del Comyn, Kennard era probablemente el hombre más poderoso de los Siete Dominios. Regis conocía a Kennard desde siempre; siendo niño, le llamaba tío. Detrás de él, entre un conjunto de parientes, sirvientes, guardias y parientes pobres, vio el estandarte del Dominio Ardais, de modo que Lord Dyan debía estar con ellos. Uno de los guardias de Regis dijo en voz baja: -Veo que el viejo buitre trae con él a sus dos bastardos. No sé cómo se atreve. -El viejo Kennard puede atreverse a cualquier cosa, y hacer que a Hastur le guste -replicó el otro hombre en un murmullo de presidiario-. De todos modos, el joven Lew no es un bastardo; Kennard lo reconoció como legítimo para que pudiera trabajar en la Torre Arilinn. El más joven... El guardia vio que Regis lo miraba y se puso rígido; toda expresión se borró de su rostro, como si le hubieran pasado una esponja por las facciones. Maldita sea, pensó Regis con irritación, no puedo leerte el pensamiento, hombre, tan sólo tengo buen oído, orejas normales. Pero en cualquier caso, advirtió, había escuchado un comentario insolente acerca de un señor del Comyn, y el guardia se sentía incómodo por eso. Había un viejo proverbio: El ratón en el muro puede mirar al gato, pero como es sabio no chilla. Regis, por supuesto, conocía la vieja historia. Kennard había hecho algo asombroso, incluso vergonzoso: había tomado, en honorable matrimonio, a una mujer semiterrana, pariente del renegado Dominio de Aldarán. El Concejo del Comyn jamás había aceptado este matrimonio ni a los hijos. Ni siquiera tratándose de Kennard. Kennard cabalgó hasta acercarse a Regio. -Mis saludos, Lord Regis. ¿Cabalgas hacia el Concejo? Regis se sintió exasperado ante lo obvio de la pregunta... ¿adónde más podría ir, en esta época, por este camino...? Hasta que advirtió que las palabras formales implicaban su reconocimiento como adulto. Contestó, con igual cortesía: -Sí, pariente, mi abuelo me ha pedido que asista al Concejo este año. -¿Has estado todos estos años en el monasterio de Nevarsin, pariente? Kennard sabía perfectamente dónde había estado, pensó Regis cuando a su abuelo no se le ocurrió ninguna otra manera de quitarse a Regis de encima, lo envió a San Valentín de las Nieves. No obstante, decirlo delante de todos hubiera sido una terrible transgresión de los buenos modales, de modo que tan sólo respondió: -Sí, confió mi educación a los cristóforos: he estado allí tres años. -Bueno, ésa es una endemoniada manera de tratar al heredero de Hastur -dijo una voz ronca y musical. Regis levantó la vista y reconoció a Lord Dyan Ardais, un hombre pálido, alto y con cara de halcón, a quien había visto hacer breves visitas al monasterio. Regis hizo un gesto de asentimiento y le saludó: -Lord Dyan. Los ojos de Dyan, penetrantes y casi incoloros (se decía que había sangre chieri en los Ardais), se posaron en Regis. -Le dije a Hastur que sólo un tonto mandaría a un niño para que fuera educado en ese lugar. Pero me imagino que estaba demasiado ocupado con los asuntos de estado, tales como arreglar todos los problemas que los terranos han traído a nuestro mundo. Me ofrecí a criarte en Ardais; mi hermana Elorie no tuvo ningún niño vivo, y le hubiera gustado criar a un pariente. Sin embargo, creo que tu abuelo no creyó que yo fuera un guardián adecuado para un muchacho de tu edad. -Esbozó una sonrisa sarcástica-. Bueno, pareces haber sobrevivido a los tres años en manos de los cristóforos. ¿Cómo era Nevarsin, Regis? -Frío. -Regis esperaba así zanjar la cuestión. -Qué bien lo recuerdo -dijo Dyan, riendo-. Sabes que también yo fui educado por los hermanos. Mi padre todavía estaba cuerdo entonces... o lo suficiente como para mantenerme lejos de sus diversos excesos. Me pasé los cinco años tiritando. Kennard alzó una ceja gris. -Yo no recuerdo que fuera tan frío. -Porque tú estabas calentito en la casa de huéspedes -dijo [...] |