(Fragmento de "Torre prohibida [la]", novela de Marion Zimmer Bradley. Derechos de autor 1977, Marion Zimmer Bradley)
Damon Ridenow cabalgaba a través de una tierra ya purificada. Durante casi todo el año, la gran meseta de las colinas Kilghard había estado sometida a la maligna influencia de los hombres-gato. Las cosechas se marchitaban en los campos, bajo la antinatural oscuridad que tapaba la luz del sol; las pobres gentes del distrito se acurrucaban en sus hogares, temerosas de aventurarse en la campiña arrasada. Pero ahora los hombres trabajaban otra vez bajo la luz del gran sol rojo de Darkover, almacenando sus cosechas para protegerlas de las inminentes nevadas. Era principios del otoño, y casi todas las cosechas ya estaban recogidas. El Gran Gato había muerto en las cavernas de Corresanti, y la gigantesca matriz ilegal que había utilizado también había sido destruida junto con él. Los pocos hombres-gato que aún vivían habían escapado hacia los lejanos bosques lluviosos, más allá de las montañas, o habían caído bajo las espadas de los Guardias que Damon había lanzado contra ellos. Una vez más la tierra estaba limpia y libre de terror, y Damon, que había ordenado regresar a casi todo su ejército, cabalgaba de vuelta a casa. Pero no a sus predios ancestrales de Serrais; Damon era el hijo menor, poco atendido, y jamás había sentido que Serrais fuera su hogar. Ahora cabalgaba hacia Armida, hacia su boda. Detuvo su caballo a un costado del camino, observando a los últimos hombres que se separaban para seguir cada uno rutas diferentes. Había Guardias uniformados de verde y negro que se dirigían a Thendara; otros pocos hombres se encaminaban hacia el norte, hada los Hellers, a los Dominios de Ardais y de Hastur; y otros cabalgaban hacia el sur, dirigiéndose a las llanuras de Valeron. - Deberías hablar a los hombres, Lord Damon -dijo un hombre bajo y de aspecto nudoso, que se hallaba junto a Damon. - No soy muy bueno para los discursos. Damon era un hombre menudo y delgado con rostro de estudioso. Hasta esta campaña, nunca había pensado en sí mismo como soldado, y todavía se sentía sorprendido de haber comandado a estos hombres, con éxito, contra los hombres-gato que quedaban. - Ellos lo esperan, señor -le recordó Eduin, y Damon suspiró, sabiendo que lo que le decía el otro era cierto. Damon era Comyn de los Dominios, no señor de un Dominio, ni siquiera heredero, pero igualmente Comyn, de la antigua casta telepática, con talento psi, que había gobernado a los Siete Dominios desde épocas inmemoriales. Ya habían pasado los tiempos en que los Comyn eran tratados como dioses vivientes, pero todavía persistía el respeto hacia ellos, un respeto próximo a la reverencia. Y Damon había sido educado para asumir las responsabilidades de un hijo del Comyn. Suspirando, espoleó a su caballo y se trasladó a un sitio en el que los hombres pudieran verlo. - Hemos hecho nuestro trabajo. Gracias a todos los hombres que respondieron a mi llamada hay paz en las Kilghard Hills y en nuestros hogares. Sólo me resta daros las gracias a todos y deciros adiós. El joven oficial que había traído a los Guardias de Thendara se acercó a Damon mientras los demás se marchaban. - ¿Lord Alton vendrá a Thendara con nosotros? ¿Debemos esperarlo? - Tendrías que esperarle demasiado -dijo Damon-. Fue herido en la primera batalla contra los hombres-gato, una herida pequeña, pero la médula resultó dañada, y fue imposible curarlo. Está paralizado de cintura para abajo. Creo que nunca volverá a cabalgar. El joven oficial pareció trastornado. - ¿Quién será ahora comandante de los Guardias, Lord Damon? Era una pregunta lógica. Durante generaciones, la comandancia de los Guardias había estado en manos del Dominio Alton; Esteban Lanart de Armida, Lord Alton, había sido comandante durante muchos años. Pero el hijo mayor superviviente de Dom Esteban, Lord Domenic, era un joven de diecisiete años. A pesar de ser ya un hombre, según las leyes de los Dominios, no tenía todavía la edad ni la autoridad necesarias para el cargo. El otro hijo de Alton, el joven Valdir, tenía once años y era novicio en el Monasterio de Nevarsin, donde lo educaban los hermanos de San Valentín de las Nieves. ¿Quién comandaría a los Guardias entonces? Era una pregunta muy razonable, pensó Damon, pero él no sabía la respuesta. Eso fue lo que dijo, y agregó: - Eso lo decidirá el Concejo del Comyn el próximo verano, cuando se reúna en Thendara. Nunca había habido guerra en invierno en Darkover, y jamás la habría. En invierno había un enemigo más feroz, el cruel frío, las tormentas que arrasaban los Dominios, bajando de los Hellers. Ningún ejército podía marchar contra los Dominios en invierno. Hasta los bandidos se quedaban recluidos en sus casas. Podrían esperar hasta la próxima sesión del Concejo para que se nombrara un nuevo comandante. Damon cambió de tema. - ¿Llegaréis a Thendara al anochecer? - Sí, a no ser que algo nos demore en el camino. - Entonces, no te entretengo más -dijo Damon, e hizo una inclinación-. Te cedo el mando de los hombres, pariente. El joven oficial no pudo ocultar una sonrisa. Era muy joven, y ésta era la primera vez que estaba al mando, por breve que fuera el lapso. Damon lo observó con una sonrisa pensativa, mientras el joven reunía a sus hombres y partía. El muchacho era un oficial nato, y ahora que Dom Esteban estaba incapacitado, los oficiales competentes podían aspirar a un ascenso. El mismo Damon, a pesar de haber dirigido esta misión, nunca se había considerado un soldado. Al igual que todos los hijos del Comyn, había servido en el cuerpo de cadetes, y había cumplido con su turno de oficial, pero su talento y su ambición iban por otro camino. A los diecisiete años había sido admitido en la Torre de Arilinn como telépata, para ser entrenado en las antiguas ciencias de matriz de Darkover. Durante muchos, muchos años había trabajado allí, mientras su fuerza y su habilidad aumentaban, hasta alcanzar el grado de técnico psi. Entonces lo habían despedido de la Torre. No por su culpa, le había asegurado su Celadora, sólo que era demasiado sensible y su salud, incluso su cordura, podían resentirse si se las sometía a las tremendas tensiones del trabajo de matriz. Rebelde pero obediente, Damon se había marchado. La palabra de una Celadora era ley, y jamás podía ser cuestionada o rechazada. Con su vida destrozada y sus ambiciones arruinadas había tratado de construirse una vida nueva en la Guardia, aunque no era soldado y lo sabía. Durante un tiempo, había sido maestro de cadetes, después oficial médico, oficial de suministros. Y en esta última campaña contra los hombres-gato, había aprendido a manejarse con cierta confianza. Pero no sentía deseos de mando, y ahora agradecía cedérselo a otro. Observó a los hombres que se alejaban hasta que sus contornos se perdieron en medio del polvo del camino. Ahora, a Armida, a casa... - Lord Damon -dijo Eduin junto a él-, hay jinetes en el camino. - ¿Viajeros? ¿En esta época? -Parecía imposible. Las nevadas invernales todavía no habían empezado, pero en cualquier momento la primera ventisca bajaría de los Hellers, bloqueando las rutas durante varios días. Había un viejo dicho: "Sólo los locos o los desesperados viajan en invierno." Damon forzó los ojos para distinguir a los distantes jinetes, pero desde la infancia había sido un poco corto de vista, y sólo pudo distinguir algo borroso. - Tus ojos son mejores que los míos. ¿Te parece que son hombres armados, Eduin? - No lo creo, Lord Damon; entre ellos cabalga una dama. - ¿En esta época? Eso parece improbable -dijo Damon. ¿Cuál podría ser el motivo para que una dama viajara con el invierno tan próximo? - Es un estandarte de Hastur, Lord Damon. Sin embargo, Lord Hastur y su dama no saldrían de Thendara en esta época del año. Si por alguna razón viajaran hasta el castillo Hastur, no lo harían por esta ruta. No lo entiendo. Sin embargo, aun antes de que Eduin terminara de hablar, Damon supo quién era la dama que cabalgaba con el pequeño grupo de Guardias y escoltas. Sólo una mujer de Darkover cabalgaría sola bajo un estandarte de Hastur, y solamente una Hastur tendría motivos para cabalgar en esta dirección. - Es la Dama de Arilinn -dijo finalmente, con reticencia, y vio que el rostro de Eduin se iluminaba de asombro y respeto. Leonie Hastur, Leonie de Arilinn, Celadora de la Torre de Arilinn. Damon sabía que, según las reglas de cortesía, debía adelantarse a recibir a su prima, saludarla, y sin embargo permaneció sentado en su caballo, como petrificado, luchando por dominarse. El tiempo pareció detenerse. En un petrificado, atemporal y resonante rincón de su mente, un Damon más joven temblaba ante la Celadora de Arilinn, mientras escuchaba las palabras que destrozaron su vida: - No me has fallado, ni tampoco me has causado disgustos. Pero eres demasiado sensible para este trabajo, demasiado vulnerable. Si hubieras nacido mujer, habrías sido Celadora. Pero tal como están las cosas... Te he observado durante años. Este trabajo destruirá tu salud, tu cordura. Debes dejarnos, Damon, por tu propio bien. Damon se había marchado sin protestar, pues se sentía culpable. Había amado a Leonie, la había amado con toda la pasión desesperada de un hombre solitario, pero la había amado castamente, sin una palabra ni un roce. Pues Leonie, como todas las Celadoras, había hecho voto de castidad y jamás se le podía dedicar un pensamiento sensual, ni tampoco un hombre podía tocarla. ¿Acaso Leonie lo había sabido de algún modo, y había temido que algún día Damon perdiera el control, aunque sólo fuera con el pensamiento, e hiciera algo que ninguna Celadora podía permitir? Destrozado, Damon se había marchado. Ahora, años más tarde, parecía que toda una vida separaba al joven Damon, lanzado a un mundo hostil para construirse una vida nueva, del Damon de hoy, dueño de sí mismo, veterano de una campaña triunfante. [...] |