(Fragmento de "La cadena rota", novela de Marion Zimmer Bradley. Derechos de autor 1976, Marion Zimmer Bradley)
La noche descendía sobre las Ciudades Secas, vacilando, como si en esta época el gran sol rojo no deseara ponerse. Liriel y Kyrrdis, pálidas en la demorada luz diurna, pendían muy bajas sobre los muros de Shainsa. Detrás de las puertas, en los alrededores del gran mercado barrido por los vientos, un grupo de viajeros armaba su campamento, desensillando los caballos y descargando a los animales de transporte. Eran sólo siete u ocho, todos vestidos con las capas con capuchas y las pesadas túnicas y pantalones de montar del país montañoso, la lejana tierra de los Siete Dominios. Hacía calor en las tierras desérticas de Shainsa a aquella hora, en la que el sol todavía tenía cierta fuerza, pero los viajeros no se habían quitado las capas con capucha; y aunque todos ellos estaban armados con cuchillo y daga, ninguno llevaba espada. Eso fue suficiente para que los vagabundos de la Ciudad Seca, que se reunían para ver cómo los extraños armaban el campamento, advirtieran quiénes eran. Cuando uno de los encapuchados, agobiado por el peso de las alforjas cargadas, se quitó la capucha y la capa, revelando una cabeza pequeña, bien formada, con pelo oscuro cortado tan corto como ningún hombre -ni ninguna mujer- de los Dominios ni de las Ciudades Secas se atrevería a llevar, los curiosos empezaron a juntarse. Habitualmente suceden tan pocas cosas en las calles de la Ciudad Seca, que los mirones se comportaban como si la llegada de los extraños fuera un espectáculo gratuito preparado para su entretenimiento, y todos ellos se sentían autorizados a comentar la función. -¡Eh, venid a ver! ¡Son Amazonas Libres, de los Dominios! -¡Perras desvergonzadas, eso es lo que son, corriendo por ahí sin pertenecer a ningún hombre! ¡Yo las echaría a todas de Shainsa antes de que corrompiesen a nuestras decentes mujeres e hijas! -¿Qué te pasa, Hayat? ¿No puedes controlar a tus propias esposas? Las mías, ahora, no se liberarían ni por todo el oro de los Dominios... Sí trataran de liberarlas, volverían llorando: ellas saben dónde están mejor... Las Amazonas oyeron los comentarios, pero estaban preparadas para ello; con toda tranquilidad, siguieron armando su campamento, como si quienes las observaban fuesen invisibles y mudos, Envalentonados por esa actitud, los hombres de Ciudad Seca se acercaron más, y las burlas obscenas se multiplicaron; ahora, algunas eran lanzadas directamente contra las mujeres. -Tenéis de todo, muchachas... espadas, cuchillos... ¡salvo lo que necesitáis! Una de las mujeres se volvió, sonrojada, abriendo la boca como para replicar; la líder del grupo, una mujer alta, esbelta y de movimientos ágiles, se volvió hacia ella y le dijo algo, en tono imperioso y voz baja; la mujer bajó la vista y retornó a su trabajo, que consistía en clavar estacas para las tiendas en la gruesa arena. Uno de los curiosos, que había presenciado el diálogo, se acercó a la líder, murmurando una proposición: -Las tienes a todas bajo el pulgar, ¿verdad? ¿Por qué no las dejas solas y vienes conmigo? Podría enseñarte cosas con las que nunca soñaste... La mujer se le enfrentó, quitándose la capucha para revelar, debajo del cortísimo pelo canoso, el rostro agradable y delgado de una mujer de mediana edad. -Aprendí todo lo que podrías enseñarme mucho antes de que tú fueras domado, animal -dijo con voz leve y claramente audible-. En cuanto a los sueños, a veces tengo pesadillas, como cualquiera, pero, gracias a los Dioses, hasta ahora siempre he despertado. Los otros se mofaron. -¡Esa te ha dado en el ojo, Merach! Cuando los hombres volvieron a intercambiar bromas entre ellos, el grupito de Amazonas Libres se dedicó a terminar de instalar rápidamente su campamento: una casilla, evidentemente con el objeto de vender o comprar, un par de tiendas para dormir y un refugio para proteger a sus caballos montañeses del feroz y desacostumbrado sol de las Ciudades Secas. Uno de los mirones se acercó; las mujeres se pusieron tensas, esperando más insultos, pero él tan sólo les preguntó cortésmente: -¿Puedo preguntar cuál es el negocio que os ha traído aquí, vahi domnis? -Tenía un acento muy marcado, y la mujer a la que había interrogado pareció desconcertarse, pero la líder comprendió y le respondió: -Hemos venido a vender artículos de piel de los Dominios: monturas, arneses y ropas de cuero. Mañana, durante el día, estaremos aquí, vendiendo; estáis todos invitados a tratar comercialmente con nosotras. -¡Yo compro a las mujeres una sola cosa! -aulló un hombre entre la multitud. -¡Cómprala, demonios! ¡Que ellas te paguen! -Eh, señora, ¿vas a venderles los pantalones que llevas para poder vestirte de mujer? La Amazona Libre ignoró las mofas. El hombre que se había acercado le hizo otra pregunta. -¿Podemos ofreceros alguna diversión en la ciudad esta noche? O... -vaciló, mirándola apreciativamente, y agregó-: ¿tal vez podáis entreteneros vosotras solas? -No, muchas gracias -dijo ella, con una leve sonrisa, y se alejó. -¡No tenía idea de que sería así! -dijo una de las mujeres más jóvenes, indignada-. ¡Y tú le diste las gracias, Kindra! ¡Yo le hubiera hecho tragar los dientes de una patada! Kindra sonrió y palmeó el brazo de la otra, tranquilizándola. -Bueno, las palabras duras no rompen huesos, Devra. Hizo su oferta con tanta cortesía como pudo, y yo le respondí de la misma manera. Comparado con los otros -abarcó el grupo de curiosos con una irónica mirada de sus ojos grises-, fue un maestro de la cortesía. -Kindra, ¿realmente vamos a comerciar con estos gre´zuin? Kindra frunció un poco el ceño ante la obscenidad. -Bueno, sí, por supuesto. Debemos tener alguna razón para quedarnos aquí, y tal vez Jalak tarde días en regresar. Si no aparentamos hacer algo aquí, nos tornaremos sospechosas. ¿No comerciar? ¿Qué tienes en la cabeza hoy, niña? ¡Piensa! Se acercó a otra mujer que estaba apilando las alforjas bajo el techo. -¿Nada de Nira, todavía? -preguntó en voz baja. -Hasta ahora, no. La mujer que había respondido miró, inquieta, a su alrededor, como si temiera que la oyeran. Hablaba en puro casta, la lengua de los aristócratas de Thendara y de las llanuras de Valeron. -Sin duda, nos buscará después de que caiga la noche. Seguramente, le disgustaría bastante caer en manos de esta gente, y para cualquiera que entre en el campamento vestido de hombre abiertamente y sin que lo provoquen... -Es verdad -dijo Kindra, observando a los curiosos-. Y ella conoce las Ciudades Secas. Sin embargo, no puedo evitar sentir cierto temor. Va contra mi costumbre el enviar a una de mis mujeres vestida de hombre, y no obstante era la única manera de que estuviera segura aquí. -Vestida de hombre... -La mujer repitió las palabras, como si creyera no haber comprendido bien el idioma de la otra- ¿Cómo, acaso todas vosotras no usáis ropa de hombre, Kindra? -En ese punto sólo delatas tu ignorancia de nuestras costumbres, Lady Rohana; te ruego que hables en voz baja para que no nos oigan. ¿Crees realmente que uso ropa de hombre? El tono de su voz era el de una persona ofendida, y Lady Rohana respondió rápidamente: -No pretendía herirte, créeme, Kindra. Pero tus ropas no son por cierto las de una mujer... al menos, no las de una mujer de los Dominios. La deferencia y la irritación se mezclaron en la voz de la Amazona Libre. -No tengo tiempo ahora para explicarte todas las costumbres y las reglas de nuestro Gremio, Lady Rohana -respondió-. Por ahora, es suficiente... -Se interrumpió ante otro estallido de burlas de los curiosos; Devra y otra Amazona Libre llevaban sus caballos hasta el pozo común que se hallaba en el centro del mercado. Una de ellas pagó la tarifa por el agua con los anillos de cobre que se utilizaban como moneda al este de Carthon, mientras la otra conducía los animales hasta el abrevadero. Cuando regresaba para ayudar a Devra a abrevar los animales, uno de los hombres le había puesto las manos en la cintura, atrayéndola rudamente hacia él. -Eh, bonita, ¿por qué no dejas a estas perras y te vienes conmigo? Tengo muchas cosas que mostrarte, y apuesto a que nunca... ¡aayyy! -Sus palabras se transformaron en un aullido de rabia y de dolor; la mujer había desenvainado una daga y había dado una rápida estocada hacia arriba, desgarrando la ropa sucia y harapienta del hombre hasta exponer su piel desnuda y poco saludable, y marcar una línea roja desde el vientre hasta el cuello. Él retrocedió, tambaleándose, y cayó en el polvo; la mujer le dio una despectiva patada con el pie cubierto por una sandalia y dijo en voz baja y feroz: -¡Vete de aquí, bre'sui! ¡O la próxima vez te sacaré las vísceras, y los cuyones junto con ellas! ¡Ahora vete al demonio, y también vosotros, sucios bastardos, o sólo serviréis para que os vendan como eunucos en los burdeles de Ardcarran! Los amigos del hombre se lo llevaron a rastras, mientras él seguía gimiendo, más por el shock que por el dolor. Kindra se acercó a la mujer, que limpiaba su cuchillo. La otra alzó la vista, sonriendo con inocente orgullo por lo bien que se había defendido. Kindra le sacó el cuchillo de la mano de un tirón. -¡Maldita seas, Gwennis! ¡Ahora somos el blanco de todas las miradas! ¡Tu orgullo por el uso del cuchillo podría costarnos nuestra misión! ¡Cuando pedí voluntarias para este viaje, pedí mujeres, no niñas malcriadas! Los ojos de Gwennis se llenaron de lágrimas. Era tan sólo una muchacha, de quince o dieciséis años. -Lo siento Kindra -dijo con voz temblorosa-. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Debí permitir que ese gre'zu me manoseara? -¿Crees realmente que corrías peligro, aquí, a la luz del sol y delante de tanta gente? Podrías haberte librado de él sin derramar sangre, y haberlo puesto en ridículo sin necesidad de desenvainar el cuchillo. Se te enseñaron esas habilidades para que te defendieses de posibles violaciones o heridas, Gwennis, no para salvaguardar tu orgullo. Sólo los hombres pueden jugar el juego del kibar, hija mía; eso está por debajo de la dignidad de una Amazona Libre. -Recogió el cuchillo del lugar en que había caído, en el polvo, limpiando el resto de sangre que había quedado en la hoja-. Si te lo devuelvo, ¿puedes conservarlo en su sitio hasta que verdaderamente lo necesitemos? -Lo juro -dijo Gwennis, bajando la cabeza. Kindra se lo entregó. -Muy pronto lo necesitaremos, breda -le dijo con suavidad. Rodeó con un brazo los hombros de la joven, agregando-: Sé que es difícil, Gwennis. Pero recuerda que nuestra misión es más importante que esas estúpidas irritaciones. [...] |