(Fragmento de "Fuerza de su mirada [la]", novela de Tim Powers. Derechos de autor 1989, Editorial Tim Powers)
Trae también contigo... un nuevo bastón estoque... (el que tenía cayó a este lago...). LORD BYRON, en una carta a John Cam Hobhouse 23 de junio de 1816 Hasta que llegó la tempestad las aguas del lago Leman estaban tan tranquilas que los dos hombres que hablaban en la proa de la embarcación podían colocar sus copas de vino sobre las bancadas sin que éstas corrieran ningún peligro de caerse. La estela de la embarcación se extendía a cada lado de ésta como una ondulación sobre el cristal. Por babor acababa perdiéndose en el lago, y por estribor iba moviéndose lentamente junto a la orilla, y la luz de las últimas horas del atardecer hacía que pareciese llegar hasta las verdes estribaciones de las colinas que se movían como un espejismo sobre los peñascos y escarpas que formaban el rostro del Dent d´Oche, ahora cubierto de nieve. Un sirviente estaba reclinado en uno de los asientos leyendo un libro. Los marineros no habían tenido que corregir su rumbo desde hacía ya varios minutos y daban la impresión de dormitar, y cuando la conversación de los dos pasajeros pasaba por un período de silencio, la brisa que les llegaba de la orilla traía consigo la distante melodía de los cencerros de las vacas que hacían pensar en campanillas movidas por el viento. El hombre inmóvil en la proa contemplaba la orilla este del lago. Sólo tenía veintiocho años, pero su rizada cabellera castañorrojiza ya estaba surcada por algunas vetas de color gris, y la pálida piel que rodeaba sus ojos y su boca mostraba las arrugas creadas por el humor irónico. - Ese castillo de ahí es Chillon -observó volviéndose hacia su acompañante, un poco más joven que él-, donde los Duques de Saboya encerraban a los prisioneros políticos en mazmorras situadas por debajo del nivel del agua. Imagínate qué sentirías una vez hubieras trepado hasta alguna ventana protegida por barrotes y vieras todo esto... Movió la mano en un gesto que abarcó la remota inmensidad blanca de los Alpes. Su amigo pasó los dedos de una flaca mano por entre los finos mechones de su cabellera rubia y miró hacia adelante. - Se encuentra en una especie de península, ¿no? Parece como si la mayor parte quedara dentro del lago... Supongo que debía de alegrarles estar rodeados por tanta agua. Lord Byron miró a Percy Shelley. No estaba muy seguro de qué había querido decir con esas palabras, cosa que le ocurría con frecuencia. Le había conocido en Suiza hacía menos de un mes, y aunque compartían muchas cosas tenía la sensación de que aún había muchas cosas de él que se le escapaban. Los dos se habían exilado voluntariamente de Inglaterra. Byron había abandonado el país hacía poco huyendo de la bancarrota y un matrimonio fracasado y, aunque esto era menos conocido, del escándalo que significaba haber tenido un hijo de su media hermana. Cuatro años antes la publicación de su largo poema considerablemente autobiográfico Las peregrinaciones de Childe Harold le había convertido en el poeta más famoso y aclamado de toda la nación, pero la sociedad que antes se postraba ante él había acabado rechazándole. Los turistas ingleses se complacían en señalarle con el dedo cuando le veían por la calle y su presencia solía hacer que las mujeres sufrieran desmayos de lo más melodramático. Shelley era mucho menos famoso, aunque sus ofensas contra lo que se consideraba correcto eran de tal magnitud que a veces lograban impresionar incluso al mismísimo Byron. Sólo tenía veinticuatro años, pero ya había logrado que le expulsaran de Oxford por escribir un panfleto en defensa del ateísmo. Su opulento padre le había desheredado y el joven poeta había abandonado a su esposa y sus dos hijos para escaparse con la hija de William Godwin, el famoso filósofo radical londinense. Ver como su hija llevaba a una práctica demasiado real sus argumentos abstractos en favor del amor libre había irritado considerablemente a Godwin. Byron dudaba mucho de que Shelley se hubiera "alegrado de estar rodeado por tanta agua". Los muros de piedra no podían ser demasiado herméticos, y sólo Dios sabía qué clase de enfermedades y miserias podían atacar al hombre que se hallase prisionero en semejante lugar. ¿Era la ingenuidad lo que le impulsaba a decir tales cosas, o era alguna cualidad espiritual ultraterrena como la que dominaba a esos santos que habían consagrado sus vidas a sentarse sobre columnas de piedra perdidas en el desierto? Y en cuanto a sus condenas de la religión y el matrimonio... ¿Eran sinceras o había que considerarlas como el astuto truco de un cobarde decidido a hacer siempre su voluntad sin verse obligado a cargar con las consecuencias de sus actos? Una cosa sí era cierta, y es que Shelley no daba la impresión de ser muy valiente. Cuatro noches antes Shelley y las dos jóvenes con las que viajaba visitaron a Byron, y la lluvia les obligó a refugiarse dentro de la casa. Byron había alquilado Villa Diodati, una mansión porticada rodeada de viñedos en la que Milton se había alojado hacía ya dos siglos. Cuando el clima cálido permitía que los huéspedes de la casa exploraran los varios niveles de jardines o se acodaran en la barandilla del gran porche que daba al lago, la mansión parecía muy espaciosa, pero esa noche la tempestad alpina y una planta baja inundada consiguieron que diera la impresión de ser tan pequeña y asfixiante como la choza de un pescador. Y, aparte de eso, Byron se había sentido especialmente incómodo porque Shelley había traído consigo no sólo a Mary Godwin sino también a su hermanastra Claire Clairmont, quien -por una maligna coincidencia-, había sido la última amante de Byron antes de que huyera de Londres, y que ahora parecía estar esperando un bebé suyo. La tormenta que aullaba al otro lado de los cristales y las erráticas corrientes de aire que hacían bailotear la llama de las velas, tuvo como consecuencia casi ineludible el que la conversación acabara centrándose en los fantasmas y lo sobrenatural. Eso fue una auténtica suerte, pues pronto quedó claro que Claire se dejaba aterrorizar con mucha facilidad por semejantes temas, y Byron no tuvo que esforzarse demasiado para que el miedo desorbitara sus ojos y la mantuviera reducida al silencio, roto sólo por algún que otro jadeo ahogado de horror. Shelley era tan crédulo como Claire, pero disfrutaba enormemente con los relatos de vampiros y fantasmas; y después de que el médico personal de Byron -un joven muy vanidoso llamado Polidori-, contara una historia sobre una mujer a la que se había visto caminando por los alrededores con una calavera en lugar de cabeza, Shelley se inclinó hacia adelante y, en voz muy baja, les reveló la razón por la que él y la esposa a la que había abandonado huyeron de Escocia hacía ya cuatro años. La narración consistió más en alusiones y detalles atmosféricos que en una auténtica historia, pero la obvia convicción de Shelley -sus manos de largos dedos temblaban a la luz de las velas y sus grandes ojos brillaban entre la aureola formada por sus revueltos mechones rizados-, hizo que incluso la siempre práctica y racional Mary Godwin lanzara alguna que otra mirada de inquietud hacia los ventanales por los que se deslizaba la lluvia. Parecía ser que poco tiempo después de que los Shelley llegaran a Escocia se había encontrado el cadáver de una joven criada llamada Mary Jones que trabajaba en una granja cercana al sitio en el que se alojaban. Las autoridades suponían que la joven había sido mutilada hasta morir, con unas tijeras de las que se usaban para esquilar ovejas. - Se suponía que el culpable había sido un gigante -susurró Shelley-, y cuando hablaba de esa criatura la gente de por allí le llamaba "el Rey de las Montañas". - ¿Una criatura? -gimió Claire. Byron se volvió hacia Shelley y le lanzó una rápida mirada de gratitud, pues daba por sentado que Shelley también estaba intentando asustar a Claire para que no abordara el tema de su embarazo; pero el joven ni tan siquiera se enteró. Byron comprendió que, sencillamente, Shelley disfrutaba asustando a la gente. Aun así, Byron seguía estándole agradecido. - Las autoridades arrestaron a un hombre, un tal Thomas Edwards -siguió diciendo Shelley-. Le acusaron del crimen y acabaron ahorcándole, pero yo sabía que le habían utilizado como chivo expiatorio. Nosotros... Polidori se reclinó en su asiento y le interrumpió con la mezcla de nerviosismo y ganas de discutir tan típica de su carácter. - ¿Cómo podía estar seguro de que no había sido él? -preguntó con voz temblorosa. Shelley frunció el ceño y empezó a hablar más deprisa, como si la conversación se hubiera vuelto repentinamente demasiado personal para su gusto. - Porque... Yo... Gracias a mis investigaciones. El año anterior había estado muy enfermo. Tuve alucinaciones y unos dolores terribles en el costado, así que..., eh..., dispuse de mucho tiempo para estudiar. Estaba investigando la electricidad, la precesión de los equinocios..., y el Antiguo Testamento, el Génesis... -Meneó la cabeza con impaciencia y Byron tuvo la impresión de que pese a la aparente irracionalidad de la respuesta la pregunta le había pillado por sorpresa y había logrado arrancarle parte de una verdad que no deseaba revelar. Shelley siguió hablando-. Bien, el caso es que el veintiséis de febrero, un viernes, supe que debía acostarme con dos pistolas cargadas junto a mi lecho. Polidori abrió la boca para volver a hablar, pero Byron se le adelantó con un seco "Cállate". - Sí, Pollydolly [El apodo burlón deformación de su apellido con que se conocía a Polidori puede traducirse por algo así como "Muñequita linda". (N. del T)] -dijo Mary-, espera a que haya terminado de contar la historia. Polidori se echó hacia atrás y frunció los labios. - Y no llevábamos ni media hora acostados cuando oí ruido en el piso de abajo -dijo Shelley-. Bajé a investigar y vi una figura que se disponía a salir de la casa por una ventana. La criatura me atacó y yo logré herirla..., en el hombro. La mala puntería de Shelley hizo que Byron frunciera el ceño. - Y la criatura retrocedió un par de pasos tambaleándose, pero luego vino hacia mí y me dijo: "¿Osas disparar contra mí? ¡Juro por Dios que me vengaré! Mataré a tu esposa. Violaré a tu hermana". Y se desvaneció. La mesita que había junto a su sillón sostenía un tintero, papel y pluma. Shelley cogió la pluma, la metió en el tintero y dibujó rápidamente una figura. - Éste es el aspecto de lo que me atacó -dijo, acercando la hoja de papel a la vela. Lo primero que pasó por la cabeza de Byron era que Shelley dibujaba como un niño. La figura que había esbozado sobre la hoja de papel era una auténtica monstruosidad, una cosa con el pecho de tonel y las piernas como barricas cuyas manos parecían ramas de árbol y cuya cabeza hacía pensar en una máscara africana. Claire se negó a mirar el dibujo, e incluso Polidori dio claras señales de inquietud. - Eso... ¡No es una figura humana! -exclamó. - Oh, Polidori, yo no estoy tan seguro... -dijo Byron contemplando el dibujo con los ojos entrecerrados-. Creo que es un hombre prototípico. Dios creó a Adán del barro, ¿no? Este tipo parece haber sido fabricado con una ladera de Sussex como materia prima. - ¡Qué osadía! -exclamó Shelley con cierta agitación-. ¿Cómo puede estar seguro de que no ha surgido de la costilla de Adán? Byron sonrió. - Vaya, con que se trata de Eva, ¿eh? Si los ciegos ojos de Milton llegaron a ver algo semejante espero que no fuese durante su estancia aquí... Y si la vio aquí, espero que no ande rondando cerca de la casa esta noche. Y, por primera vez en toda la velada, Shelley pareció ponerse nervioso. - No -se apresuró a decir, y miró por la ventana-. No, dudo que... Dejó la frase sin terminar y se reclinó en su sillón. Ya era algo tarde para preocuparse por ello, pero Byron sintió el temor de que toda esta charla sobre Adán y Eva pudiera acabar llevando la conversación hacia senderos más domésticos, por lo que se apresuró a levantarse, fue hacia un estante lleno de libros y cogió un pequeño volumen. - Lo último de Coleridge -dijo, y volvió a sentarse-. Contiene tres poemas, pero creo que Christabel es el más adecuado para esta noche. Empezó a leer el poema en voz alta, y para cuando llegó a los versos en los que Christabel volvía a su casa acompañada por la extraña mujer llamada Geraldine con quien acababa de encontrarse en el bosque, ya había conseguido capturar la atención de todos los presentes. Después llegaron los versos en que Geraldine se hundía, "como a través del dolor", cuando llegaban a la puerta del castillo del padre de Christabel, quien había enviudado recientemente, y Christabel se veía obligada a llevarla en brazos hasta el otro lado del umbral. Shelley asintió. - Siempre tiene que darse algún gesto de invitación. No pueden entrar sin que se les invite a hacerlo. - ¿Invitó a la mujer de barro a que entrara en su casa de Escocia? -preguntó Polidori. - No fue necesario -replicó Shelley con una sorprendente amargura en la voz. Se removió en el sillón apartándose de la ventana-. Mi... Otra persona le permitió acceder a mi presencia siempre que lo deseara dos décadas antes. [ ] |